lunes, 14 de septiembre de 2015

MÚSICO, POETA Y LOCO

EL MÚSICO POETA Y LOCO







     Alguna tarde que estaba trabajando en su viñedo, por una calle polvorienta y solitaria, un músico poeta vio pasar un carruaje con visillos de terciopelo rojo, y vio el rostro de la mujer más hermosa que hubo visto en toda su vida. Dejó el sembradío para tratar de alcanzarlo, pero no lo  logró; una nube de polvo lo dejó tosiendo de amor.
     Se quedó muy solo, sufriendo por aquel rostro, que debía ser de alguien muy importante. El carruaje lo decía todo. Era de una estructura forjada de hierros que parecían de oro. Los cuatro caballos que tiraban del carro, eran blancos de magnífica estampa; con gualdrapas finas y morriones de plumas radiantes.
     Apenas si se estaba incorporando de su dolorosa postración de enamorado febril, cuando vio a un propio, calzando huaraches y sin sombrero, y le dijo:
       — ¿Por qué habrá tomado el carruaje de la reina este camino? Es tan sinuoso y tan solo.
         —  ¿Era la reina quien iba en el carruaje?
     El propio asintió y se burló del rostro compungido del poeta.  Todos los de ese pueblo conocían el carruaje del palacio real: menos él. Le dijo al propio que había visto los ojos más brillantes que dos luceros en el firmamento, la boca era un botón de rosa y la tez parecía de porcelana. El propio rio a carcajadas al tiempo que le decía que quizá la doncella a quien vio no era la reina. Todos conocían el carro, pero nadie de los plebeyos había visto jamás a la reina. El poeta aseveró que sí, que él la había visto, y que se trataba de la reina. Que quedó enamorado para siempre de ella, y el propio ya no escuchó más, porque siguió su camino, con sus enseres de campesino puestos al hombro, y siguió riendo hasta que su risa se fue apagando con la lejanía, mientras el poeta, buscaba una solución para su angustia y su ansiedad. Estaba perdidamente enamorado.
     En la soledad de su vivienda, tomó su guitarra y escribió un centenar de versos a los que les pondría música. De su inspiración brotaron las frases más sublimes, que engarzadas una a la otra, hacían la composición perfecta. La canción más bella en toda la historia del mundo.
 Se olvidó de su viñedo para buscar la oportunidad de cantarle de viva voz a la reina. Extraño a lo que todos hubiesen pensado, le fue asequible conseguir una cita. Tan sólo escucharon un par de acordes y algunos versos con su melodiosa voz y fue aprobado. Tenía que prepararse para visitar el palacio real en tan sólo dos semanas. Apenas pudo controlar el éxtasis que le provocaba el hecho de que vería a su majestad cara a cara. Vendió su escudilla y su cáliz de plata – únicas posesiones de valor que tenía– para poder comprarse un traje que estuviera a la altura del acontecimiento. Si bien, para el palacio real, sería una verbena sobria, de aquellos sábados  en que no sabían cómo entretener a la soberana, para el músico poeta, era un llamado al paraíso.   
       Llegó el día que tanto anhelaba el poeta. Estaba trémulo de emoción. Sentía que se ahogaba dentro del traje de seda verde con un sachet aromático, bordado con hilos de oro.
      Las cuerdas requintadas de su guitarra estaban afinadas con el amartelamiento del hombre que sentía que sucumbiría ante la agonizante espera. Transpiraba horror cuando le indicaron que tendría que avanzar por la carpeta roja en cuanto las trompetas dieran el anuncio. Su andar debía ser de marcha. Un lambiscón le tocaría el hombro para indicarle que debiera reverenciar a su alteza, pero, que jamás se le ocurriera alzar la vista y chocar los ojos con los de ella. Esto podía costarle un castigo severo, incluso la muerte.
     El poeta ya apostado en su lugar, con mucha elocuencia y más que todo, con genuina honestidad, le dijo a la reina que había escrito unos versos, que acompañaría con las notas de la guitarra para complacer de todo corazón a su graciosa majestad.
     Terminó de cantar con aquella voz de ángel, y la inspiración desenfrenada, cuando el silencio lo atormentó sobremanera. Todos tenían los ojos como platos, y miraban incrédulos al poeta y a la reina.
      Ella lloró.
      El poeta, ignorando la advertencia, miró los ojos de su reina. Vio aquellas lágrimas que brillaban mucho más que los cristales de su corona.  ¡Se veía tan hermosa! Pero el poeta no podía soportar que su canto, escrito con tanta vehemencia; con tanto amor, hicieran llorar a la mujer más hermosa que él hubo visto.
     Fue llevado de inmediato al calabozo, en donde permaneció tres días a pan y agua. La reina, cuando hubo dejado de llorar, preguntó por el paradero de aquel músico y poeta, y le dijeron que se encontraba detenido, en espera de lo que su majestad dictara. Estaban  dispuestos a castigarle, a matarle, o a hacer, justo lo que la reina dijera.
      Lo primero que preguntó la reina, era el paradero de la guitarra, y tuvo mucha suerte el vigía del cepo; no haberla hecho quemar para calentarse un poco en ese lugar tan sombrío. La guitarra estaba a salvo, y el prisionero también.
     Le pidieron que se bañara y acicalara, ya que la reina lo quería recibir en privado, con algunos consejeros.
     El músico poeta, entró lívido a la cámara donde la reina lo aguardaba con una sonrisa de beneplácito y todo lo contrario de lo que él pensó,  una mirada que denotaba gran bondad.
     Y fue ahí donde se le dictó su destino.
     La reina se había enamorado del músico poeta. Obviamente esta noticia no era para que él brincara de alegría. Su condición de plebeyo; un simple viñador,  no le permitía despertar esos sentimientos en una soberana, y por ello, recibiría un castigo.  De entre los consejeros que estuvieron presentes en la junta, estaba un hechicero, que había hecho el conjuro para que el músico pagara su osadía.
     Por haber hecho llorar a la reina, la cual, seguiría llorando por un amor imposible, se le condenaba a que hiciera versos y los acompañara con música. Esta brujería se desbarataría, si la reina alguna vez se enamoraba de alguien más. Mientras esto no sucediera, el debiera tocar y cantar sin parar. Si paraba, caería muerto en el instante.    El poeta no discutió, ni trató de defenderse ante la sentencia que le daban. Él había hecho llorar a una reina, y que mejor que ellos para imponerle tal castigo. A él, quizá se le hubiese ocurrido enmudecer, pero si el castigo era tocar y cantar por siempre, así lo haría.
     Y ahí estaba, tocando sus notas tristes y sus arpegios dolorosos, cantando un amor que jamás coronaría, y que sus versos hechos de ilusiones lo tenían en un estado impiadoso. Parecía un indigente por las esquinas tocando una guitarra, que parecía estar con más fuerza y vigor que él, ya que esta lucía radiante como cuando nueva, mientras él se iba encorvando por la decrepitud y el cansancio.
     Se anunció, con las campanas al vuelo en  todas las iglesias de la ciudad que la reina había perecido, una tarde gris, justo a la cinco. Se dijo que sucumbió a un delirio de amor que nunca se concretó.
     El poeta entonces, habría quedado libre de la condena, pero no fue así. Por supuesto que el hechizo se desbarató con la muerte de su amada, pero entonces él perdió la cordura. Gritaba, sin dejar de tocar la guitarra y cantar, que la reina lo amó a él a hasta la muerte, y él, así lo haría también. Sus canciones entonces trataban de que él fue amado por la mujer más bella del Universo. Fue así, como este hombre fue señalado, como músico, poeta y loco.
    


sábado, 5 de septiembre de 2015

SÓLO APLIQUÉ UNA LEY DE NEWTON

SÓLO APLIQUÉ UNA LEY DE NEWTON












     Llegó con ínfulas de superdotado y rayó en el pizarrón su nombre con tal energía, que la tiza se partió.
     Se leía: Somohano. Pero todos debían decirle, subrayó: ingeniero Somohano.
     Y se le desató la lengua hablando mal del gobierno; que hacía enclenque al país porque que no valoraba a gente que como él; siempre estaba en estado alfa, y que poseía un don ultra para aquello de la ingeniería química; y no había sido contratado por la empresa gubernamental del petróleo, y ahora estaba ahí, haciendo un papelote; desperdiciando su vida frente a una bola pendejos. Sí, ellos, los alumnos, eran para él, todos;  una bola pendejos.
      Los descalificó de la manera más indigna y escupió sobre cada uno de sus nombres, y Beatriz volteaba una y otra vez, a los lados y hacia el fondo del salón y los veía a todos inertes, con los ojos desorbitados, pero mudos. Parecían todos, unos pescados en un estante. Entonces Somohano parecía tener razón. Sí eran, o al menos parecían, una bola compactada de pendejos, pero ella no quiso ser parte, por lo que gritó:
      « ¡Basta ya ingeniero Somohano!».
     El grito de la estudiante le cayó como agua fría al profesor y se espetó aún más de su rabia crónica y se le revolvieron los complejos junto con el huevo tibio que había tenido por desayuno.
     — ¿Quién se cree usted que es? Señorita…
    — ¡Beatriz! ¡Señorita Beatriz ingeniero! — Dijo con fuerza la joven — ¡Y me creo lo que soy!
   
     El profesor Somohano bajó entonces el tono de su palabrería, pero sólo para hacerla más ácida después, y para Beatriz; intolerable.
     Miró siniestramente a todo el grupo y lanzó una pregunta
     — ¿Por qué están ustedes aquí?
     Silencio sepulcral e incómodo al grado tal, que se escuchaban los resuellos de los estudiantes, chapaleando en su transpiración densa, y todo empezaba a pudrirse. Somohano apuntó con el dedo a un joven, pálido y petrificado de horror.
    — ¡Contéstame tú! — El muchacho hizo un  intento, pero sólo tartamudeó sin dejar en claro ninguna palabra. Somohano desistió de ese, y señaló a otro.  Beatriz quiso tomar la palabra pero Somohano le lanzó un — ¡Shhht! — Y sin mirarla siquiera. Sólo con la mano le señalaba que se mantuviera a raya, y con el dedo índice de la otra mano exigió a otro — ¡Tú! ¡Contéstame! ¿Por qué están aquí?
     El estudiante carraspeó y se puso de pie, para decirle que estaba ahí para cursar su educación preparatoria, porque su padre tenía la ilusión de que él llegara a ser un médico, y fue interrumpido por Somohano — ¡No! ¡Esa es una pendejada! ¡Respóndeme! ¿Por qué están aquí? — Una mirada displicente  a todo el grupo y con un ademán le indicó al joven que se sentara.
     Somohano suspiró al tiempo que se sentó frente a su escritorio y dijo
     —  Yo sí sé por qué están aquí. — Dijo de manera suave. La única suavidad que tuvo hasta ese momento. Pero ésta, estaba envuelta de toda la insidia que poseía ese sujeto perverso.
     — Ustedes están aquí, por la calentura de su madre y de su padre. Si ellos, antes de que se les calentaran los genitales, se hubieran ocupado de mantener frío el cerebro… ¡Entonces ustedes no estarían aquí!
     Hasta ahí soportó Beatriz, quien con diecisiete años, no había conocido tal sevicia en ningún otro ser humano. Lanzó la silla al suelo y perdió el objetivo junto con la compostura, para que le nacieran  –como hierbas cizañosas– unos deseos enormes de destazar a ese tipejo, que quién sabe de qué estaba hecho; porque nadie parecía tan indignado como ella. Al contrario, quisieron aplicarse lo más posible para no ser reprobados. Le creyeron a él, que eran ellos quienes se habían ganado, sin merecerlo, una magnífica oportunidad. Él era mucho maestro para ellos. Así lo entendieron y se lo hicieron saber, junto con el recado de que estaba suspendida quince días, por haber sorrajado la silla contra el suelo.
     Beatriz aprovechó ese tiempo para conocer a fondo a la única secretaria que tenía el plantel. Se llamaba Lina. Era una muchacha bonita que sólo hablaba de los planes que tenía, junto con su novio, para tener una boda fastuosa. Mientras esto no sucedía, le contaba a Beatriz las aventuras que estaba teniendo, con un par de novios extras, con quienes no tenía ilusión de contraer nupcias. Beatriz percibió el grado de estupidez de Lina y atacó duro y se fue a la cabeza. No hizo escándalo cuando no fue escuchada, la vez que quiso que echaran a su nuevo profesor de matemáticas. Al contrario, se le metió por los ojos a la directora y dueña del colegio. La señora Gil, miró con simpatía a la estudiante que escribía con celeridad en la máquina de escribir, y se sorprendió cuando encontró escritos perfectamente bien redactados y sin faltas ortográficas.  Fue contratada como secretaria,  justo a los seis meses de iniciar sus estudios de bachillerato.
     La misma profesora Gil la matriculó en otro colegio; en el turno nocturno, para que la chica ocupara todo el día en la oficina, y para que no hubiera ni cercanía ni familiaridad con los alumnos.
      Estando del otro lado de la verja, Beatriz conoció el exangüe salario de los profesores, obviamente también el de aquel fanfarrón atrabiliario, que tuvo la osadía de meterse con su madre y con su padre, usando la palabra calentura. Ella se lo tomó personal. Si los demás estudiantes se sentían tan apocados como para recibir semejante trato, ella no se sentía ni apocada, ni estuvo dispuesta jamás, a tolerar un trato tan vil y tan artero.
     Fue tan desgastante el trabajar y estudiar, que apenas tuvo tiempo de lamentarse al tiempo que abandonaba los estudios para retomarlos, sabrá Dios cuándo; todo apuntaba a jamás y nunca. Se adentró a sus actividades secretariales y fue desplazando, casi de modo invisible a Lina, quién lloró haciendo una cascada de maldiciones a aquella estudiante, que de manera pueril se le acercara con la pregunta tonta de cuánto ganas al mes; y en un parpadeo ya no tuvo más oportunidad que casarse sin azahares ni emperifollamientos, porque el hijo les podría nacer en medio de la banqueta si no se daban prisa. Beatriz imaginó a Somohano diciéndole a Lina, que ella estaba en esa situación, porque entre su novio y ella hubo… calentura.   
      A Beatriz la sangre se le estaba congelando porque recibió sin ninguna emoción la noticia de que Lina se iba y ella se quedaba. Ahora la frialdad era su inclinación; lo demás lo veía como un signo de debilidad, y de… calentura.  Obviamente le adjudicaban más responsabilidades a lo que ella exigió más sueldo, y se comprometió a trabajar de siete de la mañana a once de la noche. Llevando a cuestas el control de la escuela; mecanografiaba certificados, oficios, y cartas de la profesora Gil. Llevaba la contabilidad y por ende, tenía a cargo el pago de los profesores.
     Somohano no imaginó jamás, hasta donde llegarían los alcances de esa muchacha lívida de resentimiento, tan delgada como una sílfide, tan diminuta como un suspiro, y ello, la hacía parecer tan inofensiva como una gaviota en un desierto de arena. Sólo que las gaviotas en su terreno, se alimentan de carroña, de insectos, de ratas, de pájaros más pequeños a  los cuales atacan en pleno vuelo, y desgarran así, las historias románticas de los poetas hacia éstos láridos.
   
     Ya le sucedía por cuarta o quinta vez a Somohano, y rolaba los ojos y rechinaba los dientes por la corajina ¡A su cheque siempre la faltaba una firma y no lo podía cobrar! Beatriz lo hacía con todo el propósito posible de que se le reventara la bilis, y se embelesaba imaginando, cómo ese hombre petulante, se ahogaba en un pantano amarillo verdoso, junto con su hambre crónica de su mal dormir.
     Somohano pidió una tregua a la muchacha. Le aconsejó que una conducta como la que llevaba ella, a su edad, pudiera afectar su candor, su futuro, su entusiasmo, y un sinfín de cosas que pudieran, pero no afectaban en lo mínimo a una Beatriz enfrascada en una reyerta sin fin, con una tirria enconada desde que aquel señor, tuviera el arrojo de hablar de sus padres y usara la palabra… esa palabra que usó.  A esto;  le sumó su deserción al instituto por la necesidad imperiosa de ganar centavos, bueno, centavos ganaba él, ella gozaba de un buen sueldo no obstante, que era aún menor de edad.
     Y era entonces que Beatriz aprovechaba a cuestionarle de ese estado alfa que, según él, lo hacía diferente y superior a la puta humanidad, en ese puto país, en donde no aprovechaban a los… como él, un superdotado que denostaba a los estudiantes, diciéndoles que se les aguaba la boca, cada que veían un plato de enchiladas, y que esas, eran puras putas porquerías. Era la soya, el alimento que, otra vez según él, lo convertía en un hombre  de un coeficiente intelectual muy elevado.
     La solicitud del ingeniero Somohano para hablar con la señora Gil, siempre se veía truncada por la cantidad de subterfugios que Beatriz encontraba para que nunca se diera tal encuentro. Realmente, la profesora Gil, se tiró a un océano de visitas y paseos, ahora que la dirección de la escuela estaba a cargo de una joven extremadamente diligente, que actuaba con imperturbable rigidez y magníficas aptitudes.
      Cuando se le agotó la trampa de omitir el cheque de la firma, que tenían mancomunada, la señora Gil y su hijo, recurrió a otras, más feroces, más implacables y por demás, purulentas y perniciosas.
     El cheque no podía entregarlo porque las listas de calificaciones no estaban legibles, porque era necesario aclarar su tarjeta de asistencia, que parecía que presentaba anomalías, y muchos etcéteras que la joven guardaba bajo la manga de la venganza.
     Alguna vez el ingeniero Somohano, ciego en el resplandor de una batalla silenciosa, se le ocurrió escribir la lista de calificaciones, un nombre a tinta, seguido con un nombre a lápiz de cada alumno. Cuando entregó este material dijo con sorna:
     — Te regalo el destino de los que están a lápiz. Tú puedes ser la heroína y salvarlos del naufragio.
     Beatriz no dijo nada. El regalo no lo hizo válido para aquellos que sus nombres estaban a lápiz. Todo lo contrario para sus ex compañeros; aquella bola de pendejos, tal y como dijera Somohano, que estaban vueltos locos, buscando una solución a una ecuación incoherente, que tenía un planteo lunático.
     Parecía una fábula que se hubiesen tragado de cabo a rabo, el hecho de que el ingeniero Somohano hubiese encargado, y les daba un largo plazo, hasta que terminara el curso, de hacer indagaciones sobre unas huellas de quemaduras extrañas en un lugar de Puebla, conocido como Atlixco; para que pudieran darle el resultado de la potencia, velocidad, y medidas de un OVNI. Se burlaba de ellos y no lo percibían, bola de pendejos. Estaban aturullados buscando el modo de juntar para el viaje, y hacer las mediciones, y así quizá, salvar la materia que llevaban arrastrando como un lastre, precedida por un  enajenado mental que le estaba afectando tener por comida un culimiche puñado de alpiste ¡Qué soya ni qué la chingada! Y dijeron los abrumados estudiantes, que cuando Somohano les hizo esta proposición, rubricó
      — Ese es mi precio si quieren aprobar mi materia. Y no permitan que su limitación cognitiva los empuje a calificarme con el vulgar adjetivo de loco; sólo porque mi superioridad los acompleja.

       Beatriz jamás imaginó que se le presentaría una oportunidad tan genuina y tan fortuita para despedazar a ese airado ingeniero de quincalla. ¡Ahí estaba la esposa del ingeniero Somohano!
     La escrutó con una mirada hosca y a la vez incrédula. Se sintió una estúpida superlativa, porque como la bola de pendejos, creyó que Somohano era incapaz de tener una acción tan humana e instintiva como la de tener familia. Y cómo no iba a pensarlo, si seguido insultaba al alumnado diciendo que eran las antenas de testosterona y progesterona, según fuera el caso, lo que no les dejaba usar ese cerebro oxidado, con nula costumbre de razonar, y  como animales, se dejaban llevar por el instinto, y estaban escurriendo de deseos por aparearse con quien fuera.
    La mujer mostraba incomodidad ante la mirada torva de una jovencita que no se doblegaba ante la insistencia de que, el niño que llevaba en brazos, el hijo del ingeniero Somohano, no tenía alimento porque no se le entregó de nueva cuenta el cheque de su paga, por no haber entregado una lista de calificaciones a una sola tinta.
    La mujer era alta, contrario a su esposo, pero más gorda que él y no se expresaba con un lenguaje rico. Todo lo contrario; era torpe.
      Beatriz no se detuvo a imaginar siquiera, si esa mujer era una  víctima más del escarnio de ese hombre furibundo. Apenas sintió lástima por ella, pero sólo por tenerla frente a frente y en calidad de pedigüeña.
     Beatriz aplicó el refrán que versa que el cordón se revienta por la parte más delgada y puso el dedo en la llaga antes de que su oportunidad se le fuera por la tangente. Le asestó la pregunta que hacía meses su otrora profesor de matemáticas le dejara un acerbo que la desquició.
— ¿Por qué está es niño aquí? — señalaba al infante con una mueca de asco. La mujer contestó — Es que no tengo con quién dejarlo, y si usted me paga en efectivo, de paso le compro la fórmula y una medicina que… — Beatriz la interrumpió diciendo — No, no, no, no, no… esas son pendejadas. ¿Por qué está ese niño aquí?
     La mujer solo atinaba a, tremulante decir que no entendía absolutamente nada. ¿Qué tenía eso que ver, con el salario que llevaba tres meses demorado de su esposo? Dijo que él la había enviado y le había comentado sobre la estulticia de la secretaria joven con la que seguido tenía altercados. Saber esto, a Beatriz la alegró de un modo tal que esbozó una sonrisa, que la mujer le devolvió con bonhomía.
     — Le voy a decir por qué está este niño aquí — Dijo con rudeza Beatriz
    — Dígale a Somohano que yo le dije esto. Este niño está aquí, por la calentura de él y de usted. Si antes de que se les calentaran los genitales, se hubieran ocupado de mantener frío el cerebro, este niño no estaría aquí muriéndose de hambre, como seguramente los están ustedes. ¿O no?
     La mujer incrédula sólo atinó a llorar; y ni esto doblegó a Beatriz, diciéndole fríamente que el cheque saldría quizá, con la carta de renuncia del profesor. Así  hería con dos puntos, cual  recta secante; en la curva que tomó Somohano enviando a la pendeja de su mujer. Y habló sobre la renuncia, porque estaba segura que convenció a la profesora Gil, que el trabajo de Somohano era cuestionable por su intransigencia y el alto índice de alumnos reprobados y dijo con reticencia, que ese lugar, aparte de ser una escuela por sobre todo, era un negocio. ¿O no? ¿Dejarían marchar a los clientes…? Perdón, ¿a los alumnos por ese hombre insoportable?
     Iba entrando un pasante de medicina que se pagaba la carrera, dando clases de biología en ese fútil plantel y preguntó qué había pasado, que un poco más y se tropieza con una mujer que corría y lloraba como loca, con un niño en brazos hacia la salida. Beatriz, sin mirar al profesor, se sentó sobre su escritorio y empezó a mecanografiar algo, pero respondió:
     — Sólo le apliqué al ingeniero Somohano una ley de Newton. El joven estudiante y profesor se sonrió al preguntar sobre dicha ley, y sin desparpajo Beatriz remató: a toda acción, corresponde una reacción de la misma magnitud, pero en sentido contrario.
     — ¿Por qué está usted aquí maestro?
     — ¿Perdón?
     — ¡Olvídelo!
      


jueves, 27 de agosto de 2015

UN HUMILDE TEJEDOR DE ALAS

UN  HUMILDE TEJEDOR DE ALAS









     Un hombre viejo y enjuto  se dedica  a tejer petates; no se le conocen clientes, ni se le ve jamás salir a venderlos a algún otro poblado o la ciudad.
     Todos sus vecinos le temen; porque es ermitaño y creen que es hostil.
     Tiene un jacal vencido por la decrepitud, con piso de tierra y afuera un pozo profundo; de donde se abastece de agua. Está en un poblado muy pequeño; justo en la frontera de Puebla y Veracruz. El pueblo es tan pequeño, que  no hay ahí más de diez familias que se dedican a cultivar el campo.
 Los que espían trémulos al viejo, aseveran que ese hombre se alimenta con muy poco maíz; que se cree que lo come crudo, porque nunca prende fuego dentro de su choza; aunque a la vez se preguntan, cómo hará para morder las mazorcas. No tiene un sólo diente.
     Hay dos o tres personas, que afirman también, que este hombre es visitado por ángeles.  Creen que son ángeles porque los han visto llegar, con forma de hombres o mujeres; todos con alas muy diferentes a otras. Cuando van, dicen que llevan a alguien sin alas, y cuando sale, las primeras alas que lleva son de petate.
     La historia la han contado casi real. En efecto, este hombre es visitado por los ángeles, y llevan a quien se ha ganado unas alas que al principio, deben ser de petate.
     Lo que no saben, es el porqué de estas alas, y por qué, unas alas lucen muy diferentes de otras.
     Yo me enteré por Rogelio.
     Rogelio; a quien le gusta que le digan Roger tenía ocho años de edad, y le gustaba andar en bicicleta. No tenía una propia, y por ello, iba a un sitio donde las alquilaban a muy bajo costo.
    Una tarde; tras terminar sus tareas escolares, más otras labores que le encargaron su madre y su padre como ayuda en el hogar; le dieron una moneda para que fuera a rentar la bicicleta. Se había ganado ese premio. Iba exultante y por ello perdió la concentración. Cruzó la calle y fue atropellado por un carro que cargaba materiales para construcción.
     Cuenta Roger  que no sintió dolor alguno. Cuenta también, que de entre un sueño raro; veía a la gente que lo rodeaba con gestos de asombro, y volvió a hundirse en un sueño tranquilo y reposado.
     En ese sueño; Roger dice que vio desde lo alto, a unos hombres trabajando en una mesa de operaciones, y se vio a sí mismo en la mesa de operaciones. No sintió miedo. Miró todo, y vio una luz hermosa que lo llamaba, pero al acercarse; de entre la luz salió un susurro que le hizo caricias al oído. Y sin darse cuenta, ya estaba de regreso en su cuerpo.
     Pasó casi un año en un hospital y fue un niño valiente y bien portado. Lloró poquito cuando le dijeron que habrían de cortarle todos los dedos de su pie derecho; pero no se los amputaron todos a la vez. Se llevó su tiempo, y el trance fue difícil, pero no imposible, ya que, aquel susurro que salió de la luz; le daba siempre nuevos bríos para salir adelante de aquello que sólo fue, un trago amargo. No sabía que le esperaba un manantial tibio y dulce.
     Roger aprendió a dar nuevos pasos en su vida. Su madre se aplicó con entereza a ayudarlo; a pesar de que su esposo, es decir, el padre de Roger, sucumbió ante la ominosa experiencia vivida. Una mañana no se pudo levantar, pidió un zumo de frutas y se quedó dormido para no despertar jamás. Ante la ignominia, Roger siguió teniendo arrojo. Ya tenía nueve años para ese entonces.
   Un mediodía brillante, caminaba  con la desnivelación que le daba la nueva estructura del pie izquierdo; que fue el más dañado – los dedos que mutilaron del pie derecho, fue que sin motivo aparente se gangrenaron; y por ello fue estrictamente necesaria la eliminación de éstos – cuando se topó con una persona muy alta y delgada, de apariencia andrógina, que lo llevó al jacal del viejo tejedor de alas.
     En ese sitio, Roger vio al viejo a punto de terminar sus alitas de petate. Más tarde llamaron a la puerta y llegaron otras dos personas. En el momento que el viejo le colocó las alas a Roger; pudo ver aquellas alas – antes invisibles– de su acompañante y de los visitantes. Todos eran ángeles. El que lo llevó; tenía unas alas inmensas. Veía asombrado cómo traspasaban el desmirriado techo del lóbrego jacal. Los que recién llegaron; lucían alas muy blancas y con destellos parecidos a la luz de las estrellas.
    El viejo le dijo que los huesitos que perdió de su pie derecho; eran el soporte para sus alas. Por todo cuanto había sufrido; se había ganado éstas. Claro que, había que seguir haciendo méritos para que el material del petate no se secara y las perdiera. Tenía que seguir siendo tan valiente como lo fue desde el principio. Tan bondadoso como lo fue, incluso desde antes del accidente.
     Cada buena acción,  haría ese material incorruptible para asir las alas para siempre a su cuerpo. También a su alma.
     Roger podía contar esta historia si quería, a cualquier persona; pero no debiera enojarse si se reían de él, o lo tachaban de  loco. Eso, era un sentimiento negativo que no le hacía bien a las alas. De tal manera, que aquellos niños y hombres crueles que lo señalaran porque caminaba diferente a los demás, debía perdonarlos súbitamente. ¡Pobres de aquellos niños y hombres crueles, que estaban deshaciendo, con cada mala acción; el material de sus alas!
     Como yo sí le creí; después de limpiarme las lágrimas y me sané la frustración de que perdería mi seno izquierdo; vi las alas hermosas de Roger.  Entendí por qué no las había visto antes. Parecía difícil, pero analizándolo concienzudamente, fue fácil: sólo tuve que creer.
     Me llevó donde el jacal del viejo, y Roger me dijo que el hombre luce igual que cuando lo vio la primera vez. Me acompañaron unos ángeles de alas doradas, y conocí al ángel que lo llevara a él.
     El viejo aun no terminaba mis alas. Me dijo que mis lágrimas por ser lágrimas de vanidad, eran como ácido, y quemaban el material. Pero había dejado de llorar, y fue que pudo iniciar el trabajo.
      Mis ojos chocaron con otros ojos que atisbaban por las rendijas de la casa. Era uno de sus vecinos. Le di alcance y transido de horror me hizo la cruz con los dedos; para luego  irse corriendo fuera de sí.  Se me perdió de vista tras una nube de polvo.
     Me llamaron para colocarme mis alas de petate. Mientras hacían esto, le pregunté al viejo que cómo hacía para alimentarse de maíz crudo; si no tenía dientes. El viejo me dijo que tomaba agua y  tragaba muy pocos granos de maíz; alimento nacido de la tierra para no perder su apariencia de mortal.

     Entonces supuse que también él era un ángel, por lo que pregunté por qué no se le veían las alas y el me respondió, que aún no estábamos listos para verlas; algo nos lo impedía. Además, él no sentía pretensión alguna de mostrar sus alas a nadie. Él había sido enviado, hacía apenas dos mil años a la tierra, para ser un humilde tejedor de alas.

martes, 25 de agosto de 2015

Cuento de Antología "EN EL CIELO DE LOS ALEBRIJES"

EN EL CIELO DE LOS ALEBRIJES






     Toñito era un niño extremadamente inquieto. Le era muy complicado concentrarse en algo y mantenerse entretenido, por ello, infinidad de veces hacía berrinches y pataletas que tenían a sus padres tan abrumados que definitivamente, tomaron la decisión de darle a beber una infusión que les dictó la desesperación –a fin de que se calmara–hecha de hierbas de pasiflora, sauce blanco, flores de anís, y para que al niño se le hiciera agradable a la vista dicha pócima, usaron un líquido extraño que nunca supieron de dónde provenía, pero no se preocuparon porque leyeron sobre la botellita, una etiqueta borrosa que decía: endulzante vegetal.
     Este bebedizo sí surtió efecto y Toñito se sumió en un sueño profundo y reconfortante. Sus padres nunca se enteraron que el endulzante vegetal tenía poderes asombrosamente mágicos, y por fue esto que Toñito soñó con muchos alebrijes, y no sólo esto, al despertar, pudo traerse uno consigo y sólo este alebrije robado de su sueño;  lo mantenía calmo porque le contaba las historias más inverosímiles que el niño hubiese escuchado.
      El alebrije se sentía muy cansado porque ya llevaba quince días con sus noches sin poder descansar. Toñito era muy demandante. Le exigía al alebrije que le contara cada vez más historias, y el alebrije cuenta que cuenta sin parar. Para Toñito no era ningún problema debido a que, mientras estaba despierto tenía al alebrije, y cuando dormía lo llevaba a su sueño, y terminando el sueño, lo sacaba de este, y total, que mientras Toñito parecía un niño más sosegado; que no hacía rabietas porque estaba arrobado con su nueva distracción, el pobre alebrije estaba a punto de sucumbir.
     Llegado un momento, el alebrije le pidió a Toñito que era su turno de contarle algo; pero Toñito no encontró alguna historia que le pareciera interesante como para asombrar al alebrije que,  tenía sus encantos en aquellas alas de mariposa monarca; con la cabeza de un pez azul. El cuerpo era una esfera que no se parecía a un ningún animal, pero las patas parecían de pato; y tenía astas de venado. La cola; parecía ser de un pavorreal, pero no exactamente.
     — No tengo nada que contarte. Mis historias son aburridas;  sólo tengo que ir a la escuela, hacer tarea, y creo que lo más maravilloso que tengo eres tú; y tú tienes las historias más bonitas que he conocido en mi vida. — Dijo Toñito.
     El alebrije tuvo la magnífica idea de pedirle a Toñito; que al menos le dijera, cómo es que lo conoció. Cómo pudo franquear el muro de ilusiones para llegar a él, y tener el poder de tenerlo como mascota. Toñito no tenía respuesta. A lo sumo, recordó que había sido la noche de una tarde en la que él se tiró de los cabellos y con chillidos  estridentes;  les dijo a sus padres que se sentía muy aburrido, y que le llegaron apenas residuos de las lamentaciones de sus padres; que le darían a beber, quizá un té de hierbas. Desconocía cuáles habían sido esas hierbas, pero a partir de eso, su vida había cambiado.
     Parecía entonces que, era un té la solución para que el alebrije pudiera descansar, tal y como le resultó a Toñito, por lo que le pidió al niño que le dijera a sus papás; que le dieran un poco más de aquel té con acciones milagrosas. Así lo hizo Toñito.  Sus padres, temerosos de que el niño volviera a sus pueriles e insufribles rabietas, le prepararon el té, omitiendo el endulzante vegetal porque lo arrumbaron a lo más profundo y oscuro olvido de los gabinetes de la alacena.    
     El té, sin ese ingrediente mágico, no surtió ningún efecto en el alebrije. Todo lo contrario. El efecto fue soporífero; pero no pudo conciliar el sueño. Los alebrijes no pueden dormir en el mundo de los humanos, y tampoco, si están atrapados por uno. El pobre alebrije sólo consiguió ser presa de un cansancio insondable, y seguía sin parar, contando historias a Toñito, dentro de su sueño y fuera de éste. Creía que no iba a poder más, pero parecía que esa era la consigna; si no conseguía el brebaje exacto que había tomado Toñito.
     Una tarde en que Toñito estaba resolviendo una tarea de matemáticas, el alebrije aprovechó para volar torpemente con sus alas de mariposa monarca, y logró treparse a la alacena. Llegó muy cansado, porque sus fuerzas estaban mermadas por la vigilia desastrosa en que estaba atrapado. Además, sus astas de venado chocaron varias veces con las puertas de los gabinetes, pero finalmente;  atoró un asta en la manija y pudo abrir la puerta de uno, y revolvió dentro de éste y se ahogaba con accesos apremiantes de tos, porque sumió su boca de pez en un bote de harina. Nada. Anduvo revoloteando;  dejando sus empolvadas huellas de pato por las bolsas de sopa de pasta, la tapa del consomé de pollo;  el cual, ni intentó abrir porque su color amarillento no le parecía que tuviese poder alguno para llevarlo de regreso a su mundo onírico. Se hacía daño cuando derribó el bote de los granos de frijol y de arroz. Eran para él, piezas muy duras y no creyó que pudiera tragarlas con su anatomía de anfibio.
      Quería abandonar a Toñito; quien jamás se sentía satisfecho, ávido siempre de escuchar historias de un alebrije prisionero; que tuvo la mala fortuna de cruzarse en su camino.
     Una botellita con un líquido oscuro llamó su atención. La etiqueta borrosa que no sabía que significaba eso de, endulzante vegetal no le importó mucho; le importó más el contenido y se le hacía agradable lo con sus branquias percibía a través del tapón de corcho. No le era posible abrirlo. Así que con sus patas de pato  lo empujó y la botella se hizo trizas al caer. El líquido aceitoso se desparramó por el suelo. Toñito se incorporó de su posición encorvada sobresaltado, y fue corriendo a la cocina para saber de qué se trataba.
     Vio el estropicio en el lugar y no entendía lo que pasaba hasta que escuchó al alebrije;  que le imploraba lo sacara del gabinete, y le diera a probar aquel aceite oscuro que estaba regado en el piso. Toñito hizo acopio de todas sus ideas y se le ocurrió; que con un trozo de cartón levantaría el aceite, lo disolvería en agua y ni el alebrije ni él;  pudieron creer lo que veían.
     El agua dentro del vaso;  al principio transparente y limpia, empezó a tener una reacción extraña. Empezó a girar como si tuviese un vórtice y cuando volvió a la calma, el agua tenía muchos colores, miles, millones, eran todos los colores del Universo en un simple vasito con agua. El alebrije tomó esa agua y Toñito se tomó el resto.
     Al mismo tiempo ambos se perdieron en un sueño denso y hermoso. Sin saberlo;  el alebrije había encontrado la fórmula para volver a su mundo, pero Toñito estaba también ahí. El alebrije sintió el aroma de la libertad, y lo primero que hizo fue irse a descansar. No se preocupó por Toñito, ya que, ahí habitaban miles de millones de alebrijes que entretendrían, por siempre jamás a Toñito, contándoles todas las historias que él quisiera.
     Sucedieron muchos años, demasiados. Toñito consideró que era tiempo de regresar. Extrañaba a sus padres. Se sintió de pronto desolado en un paraíso al que él no pertenecía, y buscó al más viejo de los alebrijes, para que con su sabiduría, lo pudiera regresar a su mundo. El alebrije brujo le hizo una pócima con pedacitos de sueños de niños recién nacidos, juntó cantos de pájaros silvestres de selvas ignotas,  y  le puso esencia de llantos de felicidad. Esto último, era muy difícil de recolectar y lo usaba;  sólo en casos muy necesarios. Tan necesario como el hecho de que Toñito volviera a casa. El vehículo para tomar todo esto era el agua. No había agua en el mundo de los alebrijes, así que usaron el soplo de los que estaba ahí. Toñito aspiró fuerte y se vio de pronto sentado en un mecedor. Tenía barbas blancas y largas que llegaban hasta su pecho.
     En el mundo de los alebrijes Toñito fue siempre niño, pero al llegar al mundo de los humanos fue viejo, demasiado. Tenía cien años. Pero se sentía muy fuerte, tanto como cuando se había marchado de ahí. Sufrió mucho al saber que sus padres ya habían abandonado el mundo; y jamás dejaron de llorar su ausencia, porque lo buscaron por todas partes y nunca volvieron a saber de él.
     Y se le ocurrió que con tantas bellas historias, él podría hacer algo provechoso, ahora que estaba de regreso.
     El cáncer, se enteró, era una de las enfermedades que más estaban azotando a la humanidad. Se percató que eran las personas menos felices quienes lo padecían, y era más la tristeza, el rencor, y la ira, lo que terminaba con sus vidas. Ahora era él –el viejo Toñito– que andaba deambulando por todos los hospitales, contando historias que hiciera más felices a las personas.
     No se enteró,  que por cada personaba que sanara de aquella enfermedad;  el viejo Toñito iba acumulando puntos para irse a vivir a un sitio muy especial. Y es que las personas durmiendo con un dejo de felicidad; soñaban con un alebrije dentro de su mundo. El secreto – les decía el viejo Toñito– era que aunque podían, no debían traerse un alebrije aquí, era mejor, reproducirlo y moldearlo con papel y pintura. Los alebrijes verdaderos; no les es buena la vida en el mundo. Y muchas personas sanaron de sus malestares e hicieron alebrijes a la vez de una publicidad tremenda al viejo Toñito que apenas le alcanzaba el día para ir de lugar en lugar, a sanar gente contando historias.
     Alguna noche llegó el viejo Toñito  muy cansado y se fue de bruces sobre su catre. Ni se enteró cómo se quedó dormido. Y volvió a soñar con los alebrijes, y vio a su viejo amigo;  al que trajera a este mundo y le pidió perdón por haberlo tenido cautivo. Buscó al alebrije brujo para agradecerle lo que había hecho por él, y fue entonces que este sabio alebrije le dio las albricias: Toñito se había ganado ir a vivir para siempre al arcoíris infinito. Le puso en la punta de la lengua un polvito de tres colores que nunca había visto, y con esto voló, voló y voló.

     Ir al lugar del arcoíris infinito es un  premio un tanto difícil de conseguir; pero es el mejor lugar del Universo. Desde ahí, Toñito pudo avistar a sus padres y los vio muy tranquilos en su paraíso. Ahí no era el viejo Toñito, ni era niño. Era un ser etéreo y verdaderamente feliz,  porque ahora estaba en el cielo de los alebrijes.

viernes, 7 de agosto de 2015

EL QUERIDO PROFESOR POUS

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Ante las atrocidades, tenemos que tomar partido.
El silencio, estimula al verdugo
Elie Wiesel. Premio Nobel de la Paz 1986
















EL QUERIDO PROFESOR POUS





     No la reconocí a primera vista. Tenía el cabello tan procesado con químicos, que lucía extremadamente albina y maltrecha. De haberla visto en el día, habría pensado en una bruja de antología,  perdida en la luz. Nunca fue popular en la  secundaria, porque era demasiado tímida. Era chocante verla con la cabeza hundida entre los hombros y el cabello -en ese entonces lacio y negro- sobre la cara. Yo fui la única que notó que era bonita, la más bonita del colegio, y fui tildada de tonta por las compañeras que no  percibieron, que sí, Angélica Márquez era la muchacha más bonita de la escuela  en ese tiempo.
     Era la única mujer en el taller de electricidad, a cargo del profesor Pous. Por llegar tardíamente al curso, los cupos para corte y confección, y secretarias, estaban llenos.
     El profesor Pous era esposo de la maestra del taller de secretarias. La simpática y gorda Ernestina que nos daba, aparte de la clase, muchos consejos sobre sexo. Solía decir: Cuando estén besándose con sus novios, no dejen que con la boca les acaricien el cuello y se vayan hasta la orejas. Eso la pone a una demasiado caliente, y es ahí donde pueden perder. No sean pendejas.
     El profesor Pous no era menos simpático que Ernestina, aunque jamás nos hablaba de los mismos temas que nos hablaba Ernestina.  A mí me tenía fascinada porque me tomaba muchas fotografías, las veces que yo cantaba como solista en el coro escolar. Todos mis profesores, no hubo uno solo que no dijera, que mi futuro serían los escenarios. Y ahí estaba yo. Claro que pensé que los escenarios, todos, eran de  prestigio. Me equivoqué. Estaba trabajando en un burdel, como cantante, pero era un nefasto burdel. Aunque no tenía queja, al menos, del escenario a mi camerino, estaba de fábula.
    Fui muy directa y honesta en el sentido de que, si me tocaba cantar en un lugar donde hubiese ficheras, por nada en el mundo iría al salón, para no ser confundida con ninguna de ellas. Anhelaba hasta el delirio, convertirme en una artista famosa que grabara discos, para nunca en la vida, cantar en antros disfrazados de ladies-bar.
     Por lo mismo, mi respuesta fue contundente, cuando oí que alguien dio unos leves toques a la puerta de mi camerino. Creí que era un mesero y grité — ¡No voy a ninguna mesa de ningún cliente! Supuse que el camarero se fue, pero enseguida, escuché otros toques a la puerta, y repentinamente vi al dueño adentro de mi camerino. Me indigné y  se lo mostré con mi gesto hosco. Lo seguí con mi mirada airada cuando lo vi sentarse en la punta del diván capitonado. — Disculpe señora. Es que hay una mujer, de mis muchachas, usted sabe, las putitas. — Interrumpí. — No me interesan sus putitas. — Y él siguió. — Fíjese que hasta yo me extrañé, porque aquí la conocemos como Roxana, pero dice que se llama Angélica, y que entre ustedes se conocen, de la escuela dice. ¿Usted fue a la escuela? —Yo  con los brazos en jarras y mi boca fruncida dije — ¡Claro que fui a la escuela! Y tocante a su putita, qué se supone que yo deba hacer. — Le dije. —Él dijo — Que le gustaría platicar con usted.
     El cuadro se resquebrajó cuando el dueño, se quedó ensimismado un momento, pero después soltó una risita burlona. — ¿De qué se ríe usted? — pregunté frenética. — No nada, es que, pensé, que fueron a la escuela, y terminaron aquí.
     Le indiqué con mi dedo índice y con mucha furia la salida, al tiempo que se asomaba la carita pintarrajada de Angélica. — ¿En verdad no te acuerdas de mí?

    — Tú te mereces esto. — Decía Angélica al tiempo que se le iba la vista en el tapiz de figuras de terciopelo, la alfombra, el espejo enorme rodeado de focos, el vestuario luminoso. Ignoraba la pobre, que ahí yo parecía una reina, pero era una miserable, en un hotel donde no había agua, excepto de siete a  nueve de la mañana y luego de ocho a diez de la noche. Era un nido de cucarachas donde reinaban el ruido de las polillas y el comején en los muebles podridos.  Me sentía muy incómoda con su presencia. Nunca fuimos amigas, de hecho, ella no fue amiga de nadie. No sabía de qué podríamos hablar.
     Todo el tiempo estuvo con la cabeza gacha, sin mirarme a los ojos, y gracias a esto pude ver estragos de mala vida en toda ella. Me dijo que antes de entrar a la escuela donde la conocí, habían sufrido un aparatoso accidente, en donde su madre recibió un golpe en la cabeza que la dejó con la mirada fija a un solo objetivo, de quién sabe cual otra dimensión. No hablaba. No podía atender a su hermana menor, de apenas un año de vida. Su padre, quien era alcohólico, y alcoholizado estuvo al volante aquel fatídico día, la abusaba. Ella lo soportaba con tal de no perder de vista a la pequeña que quién sabe cuál sería su suerte ante lo ignominia. Se sentía al borde de los más injustos abismos de la crueldad, y no podía escapar. Una tarde, quiso desahogarse, temiendo envenenarse con sus propios sentimientos, y al finalizar el taller de electricidad se lo contó todo al profesor Pous. Siempre tan bonachón y bromista, con su puro en la boca con mostacho. — Se portó más atento conmigo después del desfile de modas. — Me dijo. — Me inspiró confianza, y por eso hablé, lo que hable. Y pasó, lo que pasó.
    ¡Ah! ¡El desfile de modas!
    Recordé claramente que yo organicé eso, con tal de tener una oportunidad más para cantar,  y fue cuando dije, que era Angélica Márquez, y no Evangelina, ni Blanca, ni Alma Rosa, las niña más bonita del colegio.
      Se habló con la maestra de corte y confección y se organizó un desfile con vestidos hechos por las alumnas. Recuerdo el alboroto de la organización entre las prefectas, las maestras y yo.  Nunca se había hecho un evento así. Montaron una muy decorada pasarela, y por allí desfilaron las chicas, con atavíos rebuscados de telas vaporosas. Se hizo una especie de concurso, mientras contabilizaban los votos, yo canté.
 Ganó el vestido que modeló Angélica, y ella, ganó notoriedad, que casi al mismo tiempo mató, porque volvió a su ostracismo desquiciante.  
      Yo estaba perdiendo el control, estaba sintiendo náuseas, ante lo que escuchaba de una muchachita tan delgada, que parecía el pellejo apenas sosteniendo los huesos. No lloraba. Sólo hablaba, y decía que, aquella tarde en que las clases habían concluido, corría un viento caliente con olor a llanta quemada. El sopor le quemó las mejillas y le ardieron las lágrimas que le rodaron al tiempo que le decía al querido profesor Pous, la inicua vía en la que estaba a punto de descarrilar. El profesor se quedó paralizado un momento, pero luego, se abalanzó sobre ella y la poseyó sobre una de las mesas del taller. Vio los ojos vidriados de lujuria y sintió la pestilencia de su aliento a tabaco, al tiempo que mugía de placer. Se acomodó la ropa, terminado su acto salvaje, y la amenazó con denunciar al padre violador, si ella lo acusaba. Y le dijo una retreta de sandeces de lo que sería su futuro si no lo obedecía. Le dijo que su madre iría a un asilo donde se pudriría en el siniestro abandono en que tienen a todos los manicomios del mundo, su padre, iría a la cárcel para ser penetrado infinidad de veces por el culo, por violador y desgraciado, y su hermana y ella, a un orfanato, donde, casi siempre, las mujeres eran adoptadas por depravados insaciables, bueno, qué más le podía decir...  Ella ya los conocía.
     Y tragué un nudo ponzoñoso al tiempo que se sobresaltó el sujeto que venía en el asiento junto al mío, en aquel autobús destartalado porque solo atiné a gritar. ¡Hijo de su puta madre! porque estaba a nada de ahogarme. No entendí el peso del silencio de Angélica en aquellos tiempos. Me fastidiaba cuando adolescente, y me purgó la existencia esta otra vez. Me corrieron del burdel y no me quisieron pagar mi pasaje de avión, para colmo, escuché ese deleznable relato. El hígado se me habrá dañado permanentemente, al recordar la llamada que me hiciera la profesora Ernestina. Ya habíamos terminado la secundaria, pero nos mantuvimos en contacto algunas compañeras, y nos enteramos que Pous amaneció muerto en su cama. — ¡Tuvo la muerte del justo! — Dijo bañada en lágrimas  Ernestina. Y la consolamos, y la abrazamos, y todas la acompañamos con - para mostrar respeto- vestimenta negra y talar, hasta la tumba que regamos con nuestras lágrimas y dijimos adiós, al aquel entonces, querido profesor Pous.

FIN.

lunes, 3 de agosto de 2015

NUDOS Y ENREDOS EN UNA FALDA DE HILAZA (Novela)

Todo niño viene al mundo con cierto sentido del amor,
Pero depende de los padres, de los amigos, que este amor  salve
O condene.
Graham Greene.




   












NUDOS Y ENREDOS EN UNA FALDA DE HILAZA





     Alfa era el nombre de la niña, casi prodigio, que cursaba el quinto año de primaria. Por tres años gozó del cariño y la preferencia del director de la escuela, quien a su vez, también estaba a cargo de la enseñanza. Al llegar a este nuevo grado, el profesor Córdoba, ya no pudo continuar con su función de profesor, sino sólo de director, y fue por ésto, que presentaron ante el grupo, a la profesora Martha Elena Cano de Díaz.
     Desde un principio, esta profesora mostró ojeriza a Alfa. No soportó sus ojos vivaces ni su sonrisa apenas dibujada. Tampoco toleró ver que el profesor Córdoba, le acariciara la cabeza al tiempo que le decía, que era una niña en extremo aplicada. Había cursado dos años en uno, le dijo.
    Sucedió que, cuando los padres de Alfa la llevaron a inscribir a primer año, la niña sabía leer y escribir perfectamente, tenía una caligrafía preciosa. En aritmética, sabía sumar, restar, y tenía aprendidas las tablas de multiplicar. Esto hizo, que el director, no matriculara a la niña en primero, sino en segundo grado.
     Era la oradora oficial, por así decirlo, de los eventos escolares. Solía decir poemas sensibles el día de las madres y participaba en todos los eventos artísticos de danza. Todo esto le fascinaba a Alfa. Decía que lo disfrutaba mucho, porque el día que bailaba, la maquillaban y la ataviaban con aretes y collares vistosos.
     Martha Elena Cano de Díaz, como un terremoto devastador destrozó cuanto quiso. Puso alto en todo ello, que a Alfa le hiciera sobresalir. De tácito y sin explicar por qué, le bajó las notas. Esta fue la razón que dio al director, para que no la pusiera a aprenderse ningún poema de la primavera, o las madres, y al parecer, ni el discurso de despedida de fin de curso. De no aplicarse al estudio y recuperar las calificaciones bajas, la niña reprobaría inminentemente, así que no podía distraerse en alguna otra actividad.
     Alfa se estuvo mostrando tranquila, ante la atrabiliaria conducta de su nueva profesora. Pensó, y se equivocó, que con el tiempo, Martha Elena desistiría de su inquina contra ella. Afortunadamente, sus notas bajas, no fueron motivo para que sus padres se presentaran a la escuela a hacer indagaciones. Alfa se las arregló, para que todo pareciera que caminaba bien; e hizo esto, cuando se percató que la maestra estaba embarazada. Imaginó que el estado interesante torció las ideas a la profesora, y que ella, de algún modo, vería cómo hacer para sacar adelante el año, que parecía turbulento entre los seises que predominaban en su lista.
     Martha Elena, aunque intentaba, no podía reprobar a Alfa así como así. Le costaba mucho, y eso, le descomponía más el humor, ya de por sí virulento.
    Alfa renunció al intento de congraciarse con la profesora y se aplicó, esta vez, más concienzudamente. A Alfa no le era necesario estudiar tanto para conseguir buenas notas. Todo se le presentó en el pasado, con mucha facilidad. Esta vez, no lo lograba, pero tampoco la mortificaba. Con la paciencia que la caracterizaba, veía con pena a Martha Elena, chapaleando en su escritorio atiborrado de cosas de comer, que a veces, frente a la clase, vomitaba. Nadie parecía estar aprendiendo nada en ese quinto año; porque Martha Elena no podía sostenerse en pie, debido a lo tumefacto de sus piernas por el peso su vientre. Pedía, a algún niño, de los que tenía como consentidos, que se pusiera frente al pizarrón, y que anotara los nombres de aquellos  que hablaran en voz alta, y  no estuvieran leyendo por enésima vez la biografía de Benito Juárez. Siempre en silencio. El ruido le destemplaba los nervios. Todo aquel que estuviera en la lista negra, que por la tiza se veía blanca, Martha Elena le bajaría dos puntos. Mientras el niño que hacía el papel de vigía, se sentía orondo por la deferencia que la hacía la maestra, quien  se la pasaba masticando hielo, y sollozando quedo por su preñez desastrosa.
    — ¿Por qué no pide un permiso señora? — Dijo Alfa al ver el sufrimiento de la profesora. A Martha Elena se le puso la mirada vidriosa, y como pudo, se levantó de su lugar y fue hasta el lugar de Alfa. La señaló con el dedo, como infinidad de veces, ella, y otros profesores dirían al alumnado, era una falta de educación reprobable, y le dijo: — ¿Por qué me faltas al respeto? — Alfa dijo — ¿En qué momento le falté al respeto señora? — Martha Elena se espetó de rabia, y le dijo a la niña que no tenía derecho alguno de llamarla señora. A lo que Alfa le dijo que, llamarla señora, no tenía nada de malo. Martha Elena chilló al tiempo que gritó: — ¡No me hables así! Entonces Alfa encontró su oportunidad. Todo indicaba, que la profesora no tendría buenas con ella jamás, así que aprovechó para decirle que le decía señora, porque creía que era una señora, pero si no lo era, le diría maestra, a secas. — En el último de los casos —Volvió a decir Martha Elena — ¡Soy la señora Cano de Díaz!
      En ese momento quedaba declarada una guerra sin cuartel entre ambas y con testigos. Niños medrosos que ante la idea de que la ira de esta mujer, arremetiera contra ellos también,  nada dijeron a nadie.  Pero Alfa no necesitaba refuerzos para contender contra Martha Elena.
    Esa tarde, finalizadas la clases; Alfa enfrentó a Martha Elena. Le dijo con toda claridad, y con un léxico un tanto rebuscado, para demostrarle a la profesora lo bien cultivada que estaba, que aceptaba el reto, y que además, aseveró, no temía en determinado momento ser reprobada. Alfa tuvo que enfrentarla debido a que Cano de Díaz, la llamó para mostrarle una pluma fuente roja, de cartucho, y a la vez dijo
    —Para destruirte no necesito pistolas. Esto, míralo bien, es un arma que puedo usar para destruir tu tan cacareada presunción de niña prodigio.
    La pluma el arma, la tinta las balas. La fuente con la que escribiría con letras enormes la palabra: reprobada.
     Nunca pudo entenderse por qué la tirria de Martha Elena contra Alfa, si la niña no era presuntuosa o altanera como la acusara. Obviamente le estaba quedando claro que tampoco era sumisa, ya que no vio el mínimo atisbo de miedo ante su amenaza, sino al contrario, la asustada fue ella cuando la niña le respondió que, siempre y cuando ambas respetaran la reglas de la riña, que sería, nadie acusar a nadie con nadie. De no ser así, es decir, de resultar reprobada de una forma fraudulenta, entonces ella se acercaría al doctor Garzón Arcos, jefe de la zona escolar a la que pertenecía el colegio, y pediría ser examinada por un inspector,  tras poner la queja de la arbitrariedad de la que estaba siendo objeto. Decía todo con voz firme, sobre la mirada turbia de una Martha Elena llorosa y compungida.

      Las calificaciones de Alfa subieron un poco después del altercado, sólo un poco. Pero después fueron bajadas con cualquier pretexto. La maestra argüía siempre a la mala conducta de Alfa. Martha Elena se angustió ante una niña que no mostró ni un resquicio de temor.  Esta angustia también,  hizo que la inquina de Martha Elena aumentara, mostrando, su falta de ética moral y profesional. Cuando Alfa la escuchaba proferirle calificativos nefastos entre gimoteos, sólo atinaba a decirle: — ¡Pobre mujer!
     El director de la escuela intervino,  porque en un momento dado se extrañó del supuesto bajo desempeño de la niña, y le extrañó el no verla ni siquiera en los ensayos de los bailables regionales para el día de las madres. Alfa mintió al decirle que sus padres la andaban pasando mal económicamente, y no podrían financiar vestuarios  para el bailable. Cuando el director Córdoba dijo, que él se haría cargo de sufragar los gastos, Alfa volvió a mentir diciendo, que además del problema familiar, ella tenía una lesión en el tobillo, que le impediría desempeñarse con fluidez en el baile. Dijo esto al tiempo que miraba siniestramente a Martha Elena. De este modo le dejaba claro que la guerra seguía en pie, y parecía, que la niña estaba dispuesta a ganar, sin romper las reglas.

     Una tarde que toda la clase estaba harta de no hacer nada, viendo a una, -como Alfa solía decir-  pobre mujer, recargada sobre sus brazos contra el escritorio, vomitando y sollozando, le dio por lanzarse pajaritas de papel, hablar alto, y hubo algunos que hasta se pusieron a cantar a gritos;  Martha Elena se tiró al suelo fingiendo una especie de ataque.  Era un mal show. Una niña muy asustada fue corriendo a llamar al director y éste, resolvió todo, mandando a  todos los niños a sus casas. Por ese día, la clase terminaría temprano. Se fueron todos, excepto Alfa, quien no tenía permiso de irse a casa, si no iban su madre o su abuela a recogerla. Así que esperó, con la mirada inquisitiva hacia una mujer que no le dejaba claro, por qué tanta  intransigencia e inmadurez. El director tratando de incorporar a la profesora, y a la vez limpiándola de la porquería con la que embarró, le preguntaba si querría solicitar un permiso, ya que parecía que no podía tolerar el trabajo en su estado. A lo que ella dijo que podía tolerarlo, pero, levantó su dedo flamígero y dijo — ¡Ese monstruo está acabando conmigo!— Señalaba a Alfa. — Esa desdichada escuincla es un demonio que no me deja en paz.
    El profesor Córdoba estaba bastante contrariado. Era la primera vez que alguien acusara a Alfa de mal comportamiento. El profesor la cuestionó y la niña dijo — Profe; parece que la profa está pasando por un muy malo y desafortunado momento.
       A Alfa le indignó que Martha Elena rompiera, por así decirlo, una regla que se había pactado entre ellas. No debió extrañarle, porque  esa mujer no era una persona de principios ni de honor. Una mirada amenazante de la niña hacia la maestra, hizo que la mujer soltara un llanto compulsivo. El director invitó a Alfa a que se fuera al pórtico de la escuela, que allí esperara en lo que llegaban por ella.

      Pasado el festival de día de las madres en donde Alfa no tuviera participación alguna, la maestra Martha Elena, pidió que las estudiantes tejieran una falda de hilaza a ganchillo. Exigió que el material fuera de la marca que ella quiso, por cierto, una hilaza cara. También demandó el color para cada niña. Decía: « Tú, morada, tú, azul marino, tú, negra…» pero nadie estuvo de acuerdo. Los padres compraron la hilaza cara,  pero  del color que les apeteció. Martha Elena a regañadientes aceptando la protesta,  exigió que fueran colores fuertes y no claros, porque las niñas, dijo, normalmente eran descuidadas, y de tanto tener la labor en las manos, ensuciarían la prenda. Ella seleccionaría las mejores para exponerlas en una feria de trabajos manuales, que la escuela estaba organizando para fin de curso.
     Los varones eran llevados al patio a realizar estructuras metálicas, híper vigilados por un profesor, para evitar quemaduras y accidentes. Las niñas, terminado el recreo, empezaban a tejer.
  La maestra Martha Elena, puso sobre su escritorio, diversas muestras de puntadas para faldas de varios colores, a fin de que, una vez terminada la pretina, las niñas escogieran la puntada para realizar el largo de la falda.       En tres días, Alfa había terminado la pretina de la dichosa falda, del hilo caro y de color vino.  Pretina que Martha Elena rechazó, dijo, porque estaba chueca. No estaba chueca. La abuela, experta en esos menesteres, supervisó el trabajo y no le quedó más que enseñarle a Alfa, cómo debía continuar el largo de la falda. En dos semanas, la mayoría de las niñas finalizaron la pretina e iniciaron el largo. Todas hicieron la misma puntada. Ninguna dijo haber podido entender, las puntadas que tenía Martha Elena en el muestrario. Así que a todas se le facilitó la de abaniquitos: consistía en tres puntos macizos, una cadena de separación y otros tres puntos macizos.      
     La falda de Alfa no estaba siendo hecha de abaniquitos; su abuela le puso una puntada diferente. Quizá Martha Elena estaba muy cansada, o muy abrumada con su gravidez insoportable, porque ignoró  por completo a Alfa en esa ocasión. Parecía que aceptaría la falda.

     El destino entonces, pareció virarse a favor de Martha Elena. Si las niñas no entregaban la falda antes de una semana para finalizar el curso, bajaría dos puntos a la calificación general. Alfa tenía siete de calificación, con dos puntos menos, estaría derrotada. Desgraciadamente, Alfa perdió la labor justo cuando faltaban tres vueltas para rematarla. Esta vez, no intervino la insidia de la profesora. Fue una ominosa tarde, en que  fue a tejer a un parque cercano a su casa, acompañada de su abuela, y ambas se distrajeron al comprar helados, y no supieron dónde quedó la bolsita con el tejido.
       Faltaba una semana para entregar la falda. Las niñas se daban prisa tejiendo, y le habían encontrado el gusto y el sabor a ese trabajo. Podían tejer con velocidad y chacotear entre ellas. Martha Elena, cuando levantaba la cabeza de su postración, les gritaba que no iba a aceptar faldas rabonas. Tenían que ser justo a la rodilla, tal y como dictaba la buena costumbre y la decencia.

      No hubo lamentaciones de ningún tipo, por el hecho de que parecía que Alfa reprobaría su quinto grado de primaria. Sus padres y su abuela, llegaron a comentar que sabían de buena fuente, que había estudiantes brillantes un tiempo, y más tarde sucumbían; cuando el grado de dificultad crecía. Amaban a Alfa por ser su niña, no por ser una persona de determinado coeficiente intelectual. Por supuesto, que el hecho de haber vivido esos meses con tanta tensión, Alfa mostró algunas secuelas. Un día amaneció con prurito en la piel, y la llevaron de urgencia al doctor, quien descartó cualquier enfermedad viral que requiriera cuarentena. Se le quitó en tres días. Y otra mañana, Alfa despertó entre sus sábanas orinadas. No recibió ningún regaño, pero tuvo miedo que su familia intuyera que algo no andaba bien, y sacó más fuerzas, de alguna coyuntura que tendría, en alguna gaveta de su esperanza, y salió a flote.
       A pesar de que todo apuntaba que el velero inicuo en el que Alfa navegaba, se iría a pique en el océano cruel de la aversión de Martha Elena, la niña pidió a su abuela le comprara otra hilaza. Iniciaría la labor de nuevo. Parecía algo inadmisible. Por más prisa que se diera, no terminaría tiempo. Aun así, la inició.  Dio la última puntada a la pretina, estando en la escuela. Fue hasta el escritorio donde agonizaba la profesora malasangre en su pantano sórdido, con las muestras de las puntadas sobre el escritorio, que ya eran obsoletas para ese tiempo, ya que, todas las niñas estaban afanadas con sus abaniquitos que tejían con destreza, y le pidió que le enseñara la puntada de unas florecitas, que a Alfa le encantaron desde que las viera en el pedacito tejido con hilo color ocre. La maestra dijo — Esa puntada es muy difícil, y más aún para una estúpida como tú. —Alfa no se inmutó y dijo —Eso no importa. Usted enséñeme la puntada y ya. Lo demás es cosa mía. —Martha Elena alzó la voz. — ¡No insistas niña! No tiene caso que te enseñe nada. No vas a terminar la falda ¡Ya es por demás! — Alfa frunció la boca al decir — ¿No será que no sabe hacer usted ninguna de esas puntadas del muestrario? ¿Son herencias de su abuela?— Se mofó Alfa.
      Otro zafarrancho. Otra vez gritos y ataques de berrinche. Martha Elena abusó de su condición de gestante e hizo cosas por demás reprobables. Urdió hasta donde más pudo, el modo de desgraciar la vida de una niña que aún no cumplía nueve años. Puso el derecho, en un revés, para esconder que torcía la red de trampas con las que se propuso destrozar su candidez. Tejió con la puntada de tiranía, la labor de romper sin el mínimo escrúpulo, la paz de una personita que era totalmente ajena a lo que parecía su desgracia. Realmente no se sabía nada de la vida de una profesora que ostentaba su nombre y había que rematar con Cano de Díaz, como si en la ostentación llevara la verdad absoluta. Parecía una mujer muy irritada, muy dolida. Parecía tan sola, que no se soportaba ni a sí misma.
        Alfa, terminó tejiendo su falda, de color claro, verde mar, con otra puntada que le enseñara su abuela.  Milagrosamente, el día citado, Alfa entregó la falda terminada  ante los ojos desorbitados de Martha Elena, que ya contaba con una asistente para ese tiempo. Intentó rechazar la prenda diciendo que la falda no llegaba a las rodillas, y la asistente, ajena a la cizaña entre estas, la sacó del error, y la sacó quicio, porque en cuclillas, midió el largo de la falda y estaba por demás correcto. Lo que sí parecía incorrecto, era la pretina. En su momento la hizo de su talla; pero al abotonarla se veía grande. Era evidente que Alfa había perdido peso. La profesora se mostró feliz ante la resulta de su sevicia.  Se mostró airosa y displicente. Sonrió de una forma que parecía más una mueca, que afeaba aún más su cara abotagada y curtida de paño. Asumió que la victoria era de ella, y presumió de bondadosa poniendo un seis a una Alfa; que ni en ese momento, suplicó piedad ni nada que se le pareciera.   
       El director, tres días antes de hacer la fiesta de clausura, le pidió a Martha Elena las faldas seleccionadas para la exposición. Seleccionó siete, de veinte.  Por supuesto que la de Alfa no estuvo en esa selección. Como se dice vulgarmente, de panzazo, Alfa pasó a sexto año, con un resabio y una experiencia que la tuvo que haber fortalecido más. Parecía la misma niña callada, la mayor parte del tiempo, y sonriente a veces con sus amigas.
       En esos tres días restantes, en que con un suspiro secreto, Alfa pareció haber descansado de aquella absurda batalla; inició a la falda una pechera que terminó en una tarde. Su abuela le hizo los tirantes, le ajustó la pretina y le cosió un forro de tafeta. Le compraron una blusa blanca con detalles de encaje, y le dijeron que llevara la falta puesta para recibir su boleta adoquinada de seises. Además, de una nota con la tinta insidiosa de Martha Elena que decía: Obtuvo bajas notas porque la alumna no escribe legible, no se entienden las respuestas y por ello las di por malas. Atención con su ortografía. Atención a su falta de pulcritud, tanto en su persona como en su trabajo. Mayor atención a su pésima conducta.
      Los padres de Alfa intentaron hablar con la maestra respecto a la nota, pero esta, no los recibió argumentando que estaba muy ocupada preparando la exposición. Colocaban una falda, y en una pieza de cartón, con letra de molde muy bien hecha, aparecía el nombre de la niña autora de la labor, su edad, y el grado.
     Alfa, una vez terminada la ceremonia de clausura, y tras felicitar a su gran amiga y compañera, de nombre Delta, quien fuera la nueva abanderada de la escuela por su alto desempeño y magníficas notas, se fue a ver la exposición de las manualidades que anunciaron con tanta pompa. Era la primera vez que se hacía y la novedad causó revuelo. Fue tanta la quisquilla, que ignoraron a los alumnos de sexto grado que recibieron sus diplomas y no hubo discurso de adioses con lágrimas, que Alfa solía arrancar de los corazones, con sus emotivas palabras.  Alfa no pudo ser tomada en cuenta, ni siquiera para pertenecer a la escolta. Pero no quiso amargarse con esto y se explayó viendo como acomodaban las manualidades de otros grupos.  Vio unos abanicos hechos con popotes rígidos, y entrelazados con listones y encajes. Vio canastas con flores de migajón y le hubiera encantado aprender hacer cosas así.  Odió los manteles en punto de cruz sobre el cuadrillé. Estaba harta de ver eso, que parecían los taches que Martha Elena sin piedad le ponía sobre el cuaderno o sobre sus exámenes. Siguió viendo más cosas  y cuando menos se esperó estaba en el salón de quinto año, viendo las faldas de sus compañeras. El director, entonces le preguntó cuál de todas era su falda, a lo que ella dijo que no había sido seleccionada, pero, era  la que llevaba puesta. Al director le pareció una magnífica idea exhibir una falda entallada en un cuerpo. Buscó el banco, justo en el que hacían que se subieran los niños pequeños para alcanzar el micrófono cuando les tocaba dar el juramento al lábaro patrio. Lo puso en una esquina. Sobre una cartulina que pegó en la pared, escribió el nombre de Alfa y le pidió a la niña, que se subiera al pequeño estrado y modelara la prenda.

      El destino entonces, pareció cambiar de bando, si es que antes, estuviese a favor de Martha Elena. La profesora empezó a gritar que no estaba de acuerdo con que el director se entrometiera en su exposición. Alfa, con una mirada pícara y una sonrisa, que hasta parecía malévola, con un hoyuelo en la mejilla derecha, empezó a moverse coquetamente, levantado la falda, girando, y  mostrando esa labor que estuvo tejida con muchas  cadenas de amargura, y que ahora parecían estar cambiando de sabor.
   Martha Elena repentinamente se tocó el vientre y lanzó un alarido pavoroso. Si se había llegado la hora del parto, o era un chantaje, fue lo de menos. El director, sin prestar mucha atención, le dijo a la asistente que se llevara a Martha Elena  al hospital si era necesario o simplemente a su casa. Parecía que su trabajo ahí había terminado, y había sido muy azaroso. — Trate de descansar maestra. —Dijo el director Córdoba sin prestar tanta atención a la "enferma".  — Yo me encargo de esta fiesta que apenas está empezando.
    Fue así como terminó el desgastante curso, del quinto grado de primaria de Alfa, víctima del reprochable comportamiento de una profesora llamada Martha Elena Cano de Díaz.
FIN.