martes, 1 de noviembre de 2016

SENTADITA ME VEO MÁS BONITA

SENTADITA ME VEO MÁS BONITA
La vida no es un problema que tiene que ser resuelto, 
Si no una realidad que debe ser experimentada.
Soren Kierkegaad.





   
Esta impactante imagen, fue la primera que vi, en mi primer vista a la ciudad capital.
(Museo de Cera de la Villa)



















  Presumían a solas frente al espejo que ya no eran unas niñas ¡Eran señoritas! Sabrá Dios por cuánto tiempo, ya que apenas la menor contaba con doce años, y los muchachos, también, en escondrijos húmedos y sórdidos, encontraban que lo único que valía la pena en la vida, era eso, un pecado viscoso entre las manos trémulas por una culpa, a quién sabe qué.
     Todos alardeaban que estaban de paso por esa escuela privada en el centro de la ciudad. Todos, estudiaban el primer año y decían que intentarían ingresar para segundo año, a una escuela de gobierno. Si iban a verse nacos, entonces serían nacos de categoría, a otro nivel. Una escuela privada, de pago bajo, improvisada en una casona antigua, no era para nada tener prestigio. No, si era la escuela secundaria Patricio Redondo, frente a una cantina que ostentaba el título de “Mar de la Plata”, y arriba de esta, otra academia más, de nacas, que estudiarían la tan socorrida carrera de comercio, tan solicitada por aquellos tiempos.
     Las timoratas, decían que no se maquillaban, porque era indecente, además,  las arrugas se asomarían muy temprano en sus rostros, decían esto, con la acritud en el alma, que  les desgarraba el aliento por embadurnarse los mofletes para verse  sanamente coloradas, y desplegar sobre sus párpados lamparones azules, que estaban tan de moda, también por aquellos tiempos. Y el carmín, si era más brillante mejor, todo a escondidas, siempre a escondidas. Las virtudes, como la cara lavada, siempre a la luz, pero todo lo demás, en la oscuridad de sus silencios rotos con sus resuellos de mujeres nacientes, con un cúmulo de progesterona que sentían que les chorreaba por la rendija más pura que debiera ser en ese tiempo. Y el olor. La maledicencia que hubo sido desde que  nació el mundo, y con el mundo el hombre, y con el hombre ¡la maldita mujer y su maldito olor!
     El colegio contaba con magníficas instalaciones para aquellos jóvenes ávidos de ser alguien en su jodida vida, qué mejor que estudiar, para no ser como sus padres, ignorantes todos y por ende, jodidos todos, eso sí, muy decentes todos. Era en lo único, que los hijos y por sobre todo, las hijas, querían imitar de sus patrocinadores. Con lo que no contaba esta escuela, era con instalaciones para hacer deportes, y esta materia: educación física, era perteneciente al tronco común y debía ser cursada. Para ello, la escuela pagó la renta al gobierno local, para ocupar las canchas que estaban junto al auditorio Benito Juárez. Había canchas para Basquetbol y Voleibol. Todas en perfecto estado. La dichosa clase se impartiría los sábados, dos horas, a partir de las cuatro de la tarde.

     Las retrecheras jóvenes vieron sus ilusiones desparramadas por el suelo, la mayoría de éstas: las mojigatas, las hipócritas, y también las flacas. El instructor de educación física fue en extremo selectivo para con sus favoritas. Los varones, ninguno, estuvo cerca de él. Es que, ese profesor, era vulnerable al olor, ese maldito olor que ataca, que aturde, que sonsaca, que urde…
     Las que no eran gazmoñas, las que sin remilgos se pintaban rayas negras en los ojos y enfatizaban sus pómulos con colorete, las que tenían novio, con o sin permiso de sus padres, las que no usaban corpiño sino brassier, como mujeres grandes, las que nada decían a media voz, y aparte, heredaron una anatomía envidiable que hacían girar la vista a los voluptuosos, como el profesor, esas, fueron las que sacaron diez, aunque nada más en esa materia, por aquellos tiempos.
     Esas, no tuvieron empacho en quitarse la falda y quedar en pantalón corto, muy corto, demasiado, para mostrar las torneadas piernas que con fiereza, retaban la fuerza de gravedad y lucían firmes, aunque las muchachas brincaran y brincaran, y por supuesto, el profesor las ayudaba, las cargaba para que no vieran frustrado su deseo de clavar la pelota en la canasta.
     Mientras aquello pasaba, las flacas y las decentes, se aburrían amargamente en el rincón que había ordenado el instructor que ocuparan, sentaditas, seriecitas, tan decentitas como presumían ser. Los varones se entretenían jugando al balón o a tratar de conquistar a otras chicas que visitaban las canchas, sin mirar a las feas y flacas que veían siempre. Las bonitas y fáciles estaban con el instructor. 
     Eran dos horas  sabatinas terribles, y la mayoría renunció a asistir a una clase donde no aprendían nada. El profesor pasaba lista, y por supuesto que la asistencia contaba y se reflejaría en la calificación. Todos, los varones y las feas sacaban siete de calificación cada mes. Nadie sabía el por qué y el cómo se evaluaba la materia, era criterio del instructor.
      Este instructor, no se presentaba jamás en el colegio del centro, nunca lo vi ahí, si acaso, cuando nos dijeron que ese sujeto sería el profesor de educación física, y después jamás, y así fue, jamás y nunca, por mi parte.
     Yo fui miembro del grupo de las desdeñadas, porque era flaca, y fea, y además, aseveraba que era decente, tal y como lo afirmara, otra flaquita, rubia de ojos verdes llamada Evangelina. Cuando tuve un estuche de maquillaje, sombras y lápiz labial dije que lo usaría para pintar mis dibujos, y hasta el sol de hoy me apabulla la vergüenza y la cobardía que padecía por aquellos tiempos. No estaban de moda las flacas. Hoy, las vemos en portadas de revistas o protagonizando películas y telenovelas, aunque sólo sean flacas, no actrices, eso es lo de menos, como cuando mi clase de educación física, yo, según el profesor de pacotilla, merecía una clase de educación tísica; no era buena, según él, para el deporte,  y me ordenó ir a pudrirme de frustración en el rincón de las sentaditas, rumiando mi siete, en mi boleta blanca que estaba llena de dieces, porque quería obtener una beca, es decir, no sólo era flaca y fea, sino que también era del club de los jodidos. 
     Una tarde, hastiada de ver cómo el instructor era todo-manos con las piernonas, me envalentoné y le exigí que me diera la clase. El  maestro me dijo que primero tomara vitaminas, ya que apostaba a lo que fuera, que yo padecía anemia, porque mi cara lavada lucía amarilla por la falta de sol. Mi indignación creció al tamaño del mequetrefe que alardeaba sus bíceps y pecho con una playera pegada al torso, y le dije:     « ¡Váyase a chingar a toda su reputísima madre! ¡Viejo culero!»  De momento ignoré qué fue lo que le ofendió más, si la palabra viejo, o la palabra culero. El profesor hizo como que no me escuchó y embarró las palmas de sus manos, entre la panocha y las nalgas de  Mercedes; quién quería que, otra vez, el profesor la impulsara para anotar canasta en el partido de Basquetbol. Hecho esto el profesor dio por terminada la clase. Usó su silbato, para que como animalitos, obedeciendo al sonido, nos reuniéramos para que volviera a pasar lista. Y fue cuando dijo mi nombre y dije presente, me dijo que me reportaría a la dirección. No me disturbó en lo mínimo, ya que yo, seguía ardiendo de ira, como dos días antes de mi menstruación, me ardía no sé qué, pero rabiaba incluso en mis sueños. El profesor movió su melena reprochable para ser profesor de aquellos tiempos -con ansias de parecerse a Los Beatles- para quitarse el flequillo que caía sobre sus ojos, a fin de mirarme a mis ojos venenosos que pretendían fulminarlo y convertirlo en un charco pestilente infestado de microbios.
     El día lunes, después del mediodía, la profesora de historia fue quien se puso a leer la nota del quejumbroso instructor de educación física. La maestra dijo mi nombre y me pidió me pusiera de pie, para dictarme la acusación y quizá la condena. Puse mi mejor rostro candoroso de niña buena, con matices de una sonrisa suave y sonrosada de aquella época de mis trece años. Hice un gesto de asombro cuando la profesora dijo: « Dice el profesor de educación física que le recordó usted, de manera altisonante, a uno de sus antepasados». Risas de toda la clase, y por supuesto que sonreí sin dejar de fruncir el ceño. « ¿Qué yo hice… qué?» Hasta ese momento me percaté que lo más le ofendió fue haberle dicho que se fuera a chingar su reputísima madre. Lo de viejo y culero parece que no le afectó. La maestra se encogió de hombros y suspiró al tiempo que dijo estar muy extrañada. ¡Claro que debía extrañarle! Yo siempre fingí ataques de pudibundez, si alguien se ponía una falda muy rabona, y me retorcía de envidia si alguien traía el cabello con visos dorados, y me unía al coro de las puritanas, reales e hipócritas como yo, diciendo « ¡Que bárbara! ¡Cómo se atreve a teñirse de rubia, si ni siquiera tiene los quince años!». Por supuesto que fui, la líder de las ñoñas, y casi a gritos di gracias al cielo, cuando nos informaron que la única chica de quince años, la mayor de todas nosotras, se había fugado con su novio. « ¡Qué bueno que nunca nos juntamos con ella! ¡Era la única que decía con desparpajo que iba a los bailes del Acapulco Tropical! ¿Te acuerdas  cómo llegó desvelada y ojerosa, diciendo que estuvo en un baile con los Socios del Ritmo? ¡Qué naca!»
     Esa era yo. Si tan sólo en toda esa conducta hubiese habido un mínimo de honestidad, no sentiría náuseas. Pero a lo hecho pecho y ni modo. Ya con el tiempo, me quité esas rémoras que no me funcionaban para un andar más ligero. La hipocresía sólo sirve para atorarte en el camino, de subida o de bajada. Si haz de subir o bajar, que sea rápido. Pero en aquellos tiempos me sirvió para romperle los desplantes a aquel majadero y degenerado antiprofesional que teníamos como instructor. Me di permiso, hasta aquella vez de sostener esa actitud. La maestra desorbitó los ojos cuando le dije: « Ese hombre me acusa de algo vil ¿Por qué no está aquí ese hombre y me sostiene su acusación cara a cara?» En ese momento la maestra, a quien creí que se había sorprendido por mi madurez ante el escarnio, le indignó que al instructor le dijera “hombre”. Me llamó la atención con una mirada reprobatoria y sólo dijo: «Maestro».
     Fue mi retórica tan rica en adjetivos hacia ese “hombre” y mis cuestionamientos oportunos con otros tantos sustantivados hacia las chicas que sólo en esa materia tenían  la calificación perfecta, que la maestra gritó la orden de que guardara silencio, porque el alumnado me miraba con la boca abierta, al tiempo que yo  decía : Ese haragán se atreve a enviar una nota reprobatoria,  pero no la sostiene con ningún testigo, pero a usted su simple palabra escrita , la persuade,  profesora, que decepción; ese greñudo que rompe las normas civiles para los educandos que estamos ¡pagando! mes a mes, con enorme sacrificio el querer salir adelante, ese displicente que ningunea a las que no osamos lucir, una prenda de vestir que muestra más de lo debido y lo dictado por las añejas buenas costumbres, pero claro, ese “hombre” hace favoritas y pone diez de calificación a aquellas furcias, pero inocentes doncellas, que lo perfecto de su anatomía parece corromper al holgazán que no viene, que no da la cara por amor a Dios, y esa conducta es un ataque al pudor, profesora, o dígame, ¿Cree usted profesora, es convincente que las jóvenes que antes cité tengan honorables comentarios cuando usted las conoce? Usted sabe, profesora, cuán bajo es el desempeño de mis compañeras…

     Las feas y los varones, pero más, las bonitas, o bien, las fáciles, se impresionaron cuando leyeron la circular, pegada en la puerta principal anunciando el cese del profesor, o bien, de la clase de educación física. Notificaron al alumnado, que hacíamos un total de veintiocho personas, que quedábamos exentos de esta materia. Por lo tanto, ya no era necesario que nos presentáramos en las canchas del auditorio Benito Juárez las tardes del sábado. Todos obtendríamos nueve de calificación, y a mí me jodieron la oportunidad de obtener una beca. Necesitaba todas las calificaciones con excelencia y de paso se jodieron a las que tendrían su único diez del resto de las asignaturas. Firmado por la directora, sellado por el plantel y vetada la información sobre el paradero del salaz profesor.
     Pasado el tiempo y ahora suelo decir: La que no es bonita que lo acepte con hidalguía, o si no, que recurra a la cirugía, y veo de un modo resignado que el tiempo enfatiza su huella día a día sobre todo, sobre las cosas, sobre los cuerpos. Pero me sorprende aún más el giro que dan las cosas, y las sorpresas que te da la vida.
     De entre las jóvenes que conocí por aquellos tiempos, volví a encontrarme con la joven que huyera  con su novio, apenas cumplidos los quince años, y me selló la boca al verla, viviendo frugalmente pero feliz, con mucha dignidad en su hogar, con su esposo y sus hijos. Yo que la acusé de naca, y yo,  idolatrando secretamente a Rigo Tovar. A Mercedes, una de las que fuera manoseada por el instructor de deportes, no me extrañó verla fichando en un burdel sórdido de focos rojos, en una isla ardiente; pero si la vi, es porque yo me encontraba también allí, y no era precisamente la dueña del negocio, aunque sí la cajera, y de vez en vez, cuando la patrona se ausentaba, me delegaba la responsabilidad de poner a raya a quien quisiera pasarse. Una noche lánguida de cumbias rítmicas con el "Acapulco Tropical" pero acerbos tristes, platicábamos Mercedes y yo, con una cerveza helada que se puso tibia por nuestras lágrimas, y le dije que una de las mojigatas, se tomó tan en serio eso de la decencia, que jamás se casó, siguió viviendo en una casa, bueno, en una mansión que ocupaba dos cuadras de una inmensidad solitaria, y ni el saludo me respondía cuando la veía pasar adentro de su flamante automóvil. Le comenté sobre Evangelina,  quien soportaba estoicamente las dos horas sabatinas y aburridas, llegó a ser electa reina del Carnaval, y sedujo al pueblo por su belleza rubia y sus ojos verdes, pero algunos años después, asesinó a sus hijos y los enterró en unas enormes macetas que tenía en su departamento.  Mercedes maldecía a la vida porque no le gustaba su propia vida, sin embargo, le hice hincapié en que no debía echarle sal a su herida, si no, que me mirara a mí. Yo, que despotriqué contra las liberales, cuando en el fondo deseaba ser como ellas, aunque al mismo tiempo anhelaba conseguir una beca para seguir estudiando, pero como no pude, fue más fácil caer en el légamo de la concupiscencia, y me embriagué de gusto al saber que era bella porque era flaca, pero la belleza se terminó cuando me hice gorda. Me atacó una erisipela recurrente y necia que me tiene siempre sentada. Ahora de poco me sirve mi verborrea de la que tanto alardeé, tengo que ser procaz para que me entiendan las putas de poca monta que estamos aquí, que mal haya sea nuestra suerte, que a veces se me tienen que cuadrar a mí, como si yo fuera la gran cosa. Si no es con mentadas jamás me entenderían. Mercedes dijo: « Eso sí, calladita te ves más bonita» Y yo le dije, recordándole aquellos tiempos y señalándole mi pierna herida e infectada: « No. Sentadita me veo más bonita ¡Salud!»