miércoles, 30 de junio de 2021

¿YO, RACISTA?

 

¿YO, RACISTA?

    

Fue en el tiempo que no entendía qué significaba ser racista cuando odié a Fermina. Mi mamá me regañó y dio por sentado que yo la detestaba porque era prieta, prietita dijo mi mamá, como si eso suavizara mi odio. ¡No fue por eso! Ni siquiera me había dado cuenta que tan morena era Fermina. El caso es que yo era la favorita, la consentida de mi profesor y llegó ella, tan sotaca, tan estúpida y tan zonza: hablaba con la lengua asomada entre los dientes y hacía zumbar la «s» y por ello parecía una bobalicona. Tuve que hacer un acto de contrición antes de confesarme con el cura y decirle que detestaba a Fermina, y hasta que hice tal acto, fue que me di cuenta por qué se me hacía insoportable. Yo era la única que tenía un mesa-banco para mí sola, me distinguía hasta en eso, yo solía decir el juramento a la bandera, yo me destacaba en los bailables los días festivos, pero la llegada de Fermina me quitó el favoritismo y la sentaron junto a mí. En lo demás no se destacó y fue la clásica burra a la que no se le podía tomar en cuenta para nada. Era bastante estúpida la niña esa. Y la que le agarró más ojeriza y le hizo mucho daño fue Alicia.

     Alicia era demasiado vieja, a mi parecer, para ir a la escuela con nosotros. Tenía muchos amigos, pero ella me prefería a mí, aunque se la pasaba mejor platicando con mi mamá cuando íbamos caminando de regreso a nuestras respectivas casas. Alicia nos invitaba refrescos. Quién sabe de dónde sacaba dinero, pero pagaba la cuenta de hasta diez refrescos helados que bebíamos con avidez para apaciguar el calor debido aquel sol de fuego que nos quemaba hasta el buen humor. Esa mujer, cuando se enojaba, le perdía el respeto hasta a los propios profesores y al director. No supe jamás por qué no la expulsaron, ella se fue, el día que se quiso ir, o, mejor dicho, el día que se tuvo que ir. Mientras, cuando algo no le parecía, echaba pestes y madres a grito vivo y nosotros nos carcajeábamos divertidos. Esa lengua, mis papás me habrían obligado a mordérmela y la boca me la habrían reventado de un madrazo si hubiese hablado como lo hacía Alicia. ¡Oh por Dios! Dije madrazo, tampoco podía decir madrazo, aún no puedo decir esa palabra deliberadamente. Cualquiera habría pensado que yo estimaba a Alicia como muchos, y tal vez sí, pero de lejitos, Alicia era demasiado rubia, el fino vello de sus brazos era tan rubicundo como toda ella, parecía un animal colorado cuando estaba un rato bajo aquel impiadoso y colérico sol que no nos dejaba descansar ni en invierno. Alicia me daba asco.

     Los veranos eran insoportables: caían lloviznas tan tiernas que parecía que lo que caían eran las alas de los insectos que más tarde nos acribillarían con sus punzones y, la piel se nos ponía pegajosa porque el agua se evaporaba y nos calcinaba: no nos dejaba vivir. En tiempos así, trataba de imaginarme cómo viviría Alicia en su jacal que tenía enfrente al mar. Sus padres trabajaban ahí y por consiguiente les daban esa pocilga para vivir. Era un cuadro hecho de tablas viejas y podridas, el piso era la arena y no había mucho más qué decir. En cambio, Fermina vivía en la misma colonia donde vivía yo y no estábamos tan cerca del mar, pero su casa era enorme. Parecía una paloma blanca en medio del pantanal. Nunca la odié por eso, ya dije antes por qué.

     Fueron tiempos que me dejaron muy confundida. Me confesé con el cura y le prometí a él, no a Dios, que sería amable y gentil con Fermina sin importarme su color porque así me dijo mi mamá que lo dijera y traté de cumplirlo en la medida de lo posible, pero creo que no lo logré. Estoy segura que Fermina llegó a serme indiferente. No tuve ninguna consideración con ella la vez que estuvimos jugando fútbol y le atravesé el pie para que se cayera, pero lo hice por defender al equipo en el que jugaba, y lo diría en confesión, le habría atravesado el pie a cualquiera que le hubiese advertido cierta ventaja y fuera con el balón dominado a punto de meter un gol. Mis compañeras estuvieron de acuerdo conmigo, pero no el árbitro y mucho menos mi mamá. La más enojada fue la güera, Alicia. Y desde ese entonces arremetió con la pobre Fermina.

     Una vez Alicia gritó que le habían robado un billete de veinte pesos. Nadie llevaba veinte pesos para gastar en el colegio, Alicia, sí, veinte o cincuenta. Eso nos constaba a todos. Ciertamente que si ella no hubiera hecho tanto alboroto yo me habría gastado ese dinero, y no lo habría compartido con nadie, pero conociéndola tan problemática y tan histérica se me hizo fácil dejar caer el billete en la mochila de Fermina.

     El maestro quiso hacer caso omiso a la queja de la güera, pero fue por demás. Alicia empezó a arrebatar las bolsas y mochilas de los compañeros, se fue sobre los varones y dejaba caer los útiles escolares dejando un estropicio de papeles, lápices y sacapuntas. Fue tanta la alharaca que entonces fue el maestro quien intervino y nos pidió a todo el grupo salir del salón. Él revisaría de manera ordenada las mochilas. Sucedió lo que yo sabía que iba a suceder. Fermina temblaba debido a la incredulidad y lloró y gritó su inocencia, aunque no había manera de no afirmar lo contrario: era una ladrona a todas luces. Nunca me imaginé que esta travesura mía se fuera tener consecuencias tan lamentables.

     Sucedió en el fin de semana. Aquella mañana de domingo mi mamá me sacudió para despertarme y no era para ir a misa, fue para notificarme que Fermina estaba muerta: la encontraron colgada en la rama de un árbol de almendro en el patio de su casa. Dejó una nota en un papelito que arrancó de su cuaderno: yo no fui.

     El hecho de haber encontrado el billete de veinte pesos en su mochila, y que tal billete perteneciera a la güera, hizo que sus padres le dieran una tunda que, dijeron, no olvidaría jamás. Y quizá no quiso recordarla o bien, no quiso vivir señalada como una ratera. No. No lo era, yo sabía que no lo era, pero tenía que ser muy valiente: no diría la verdad porque…, yo no me atrevería a colgarme de ningún árbol, es más, en mi casa ni siquiera hay espacio para tener árboles. Sufrí un impacto que me hizo tener un choque de nervios. No me dejaron ir al funeral ni al sepelio. Qué bueno porque estoy segura que no habría soportado aquel espectáculo funesto. ¡Maldita sea Fermina! ¡No cesaba de meterme en problemas emocionales!

     Me dijeron que Alicia lloró mucho en el entierro. Se presentó a la velación, pero la echaron sin misericordia y con el rencor en carne viva de que ella había sido culpable también de la decisión que tomara Fermina de suicidarse. También la señalaron como culpable y dijeron que Alicia sí se señalaba como culpable porque no debió escandalizar tanto por un mugroso billete de veinte pesos. No estuve de acuerdo, con un billete de veinte pesos yo pude haberme comprado una caja de veinticuatro lápices de colores y un cuaderno para dibujar. O si no, con ese dinero pude haberme comprado una muñeca que cerraba los ojos cuando la acostaban y hasta me alcanzaba para un juego de té y jugar a la comidita hasta con cinco niñas más. Así que, eso de que un billete de veinte pesos era una mugre, no lo era.

     Ya fueron pocos los días que la güera estuvo yendo a clases. Volvía el estómago a cada rato y mi asco por ella cada vez se me complicaba mucho más disimularlo, menos mal que dijo que se marchaba; estaba embarazada y ya no podría culminar sus estudios primarios. Menos mal. He seguido siendo afortunada y no sé hasta cuando la suerte seguirá de mi lado. Fermina ya no está y el banco es para mí sola otra vez, y la güera, (cada que me acuerdo lanzo un suspiro de descanso) ya no tengo que darle un beso de bienvenida o de despedida soportando la náusea que me provoca lo desteñido de su piel.

     Hace poco le comenté lo sucedido a una compañera que llegó de la capital; la inscribieron en sexto año. Obvio, le comenté sobre mi repudio al color de piel como el de Alicia, (lo que sucedió con Fermina, se enteró porque era vox pópuli: y esta era una nueva expresión aprendida) y la compañera nueva me dijo que yo era racista. No estoy de acuerdo. Los racistas son los que detestan a lo negros ¿O no?

 

miércoles, 2 de junio de 2021

Para ti, Bola de Nieve

 Abstraída estaba en la trama de La Mujer de la Calle cuando el foco fue para ti. Te confundí con otros e insistía que eras Juan, y no; no eras Juan. Eras tú. Volví a ver a La Mujer de la Calle, como si yo fuera La Nena obsesionada con aquellas mujeres que trabajaban de noche con sus carmines escandalosos y sus aretes feos. Y tú ahí, que no supe qué hacer con aquella suavidad que me mecía el alma por tu voz de terciopelo al ras de la recitación, pero la armonía se quebraba con notas difíciles de adivinar. Cada nota nueva era la oportunidad de soñar con más. Y no eras Juan; aquel Juan que al piano hacía que los estudiantes vocalizaran: mi, mi, mi, mi, mi, mi, mi, mi, mi, y de ahí la siguiente escala. Y no eras Juan porque tú gestualizaste diferente, me daba risa, me daba gusto, y me enamoré como si fueses un puppy de esos que uno quiere acariciar porque son buenos, porque son lindos.

Adivinaste mi secreto sentir que todo indica que será para siempre diciendo:

Como soñé el amor, así fue nuestro en encuentro. Si te dejé partir no creas que me arrepiento, porque te llevo en mí como un secreto, que siempre alentará lo gris de este vivir.

Y así se quedará como el vívido recuerdo de lo que ya no será pero que aún hoy es el amor de mi vida. Es este el amor un recuerdo entre caminos polvorientos y guisos de carne de reptil que comía sin repulsión a consecuencia de lo azaroso de mi andar. Me esperaba el paraíso. ¿Verdad que sí, Bola? 

Como soñé el amor, así fue nuestro encuentro (No sé si lo anhelé, pero llegó como un oasis en el desierto. Ni él se lo creía, ni yo lo imaginé)

Si te dejé partir no creas que me arrepiento (Por supuesto que no. Ha sido maravilloso recordarlo en aquel tiempo con todo lo que conllevó)

Porque te llevo en mí como un secreto (Y ni tanto porque yo difícilmente me callo mis secretos. Pero sí, es como una especie de talismán)

Que siempre alentará lo gris de este vivir (Ojalá que funcione y aliente porque vaya que hay nubes grises que adoquinan mis cielos brillantes)

¡Te amo Bola!

LG.

Cuando te cansas...

 Ya no puedo iluminar más tu oscuridad, me da pena verte esclavizado en tus instintos... nuestras fotografías las veo degradadas, a blanco y negro, las injurias les han quitado el color. Me siento muy cansada ya, y es que el tiempo me ha aplastado. El material de la escalera de mi vida se ha averiado y me percaté de ello cuando ya es muy tarde para liberarme del madrazo. Te acepté como un reto y te cambié el modo de vivir; pero has malinterpretado mis intenciones. A estas alturas cerraste de golpe la puerta y me dejaste ciega para vislumbrar mi camino.

Ahora le pido a Dios que no le permita al sol que se oculte sobre mí; ojalá, aunque sea una parte de mi ser errabunde por ahí, que sea libre, en tanto convenzo a Dios que no le permita al sol ponerse sobre mí.

Pero si me voy, si el se pone sobre mí, me iré contenta porque ha dicho el Señor: Venid a mí todos los que estéis cansados y cargados, yo os haré descansar.

Descansaré por fin de todo lo enajenante de este mundo: la hipocresía, la maldad, la deslealtad, la indiferencia ante el dolor, al ambición, la avaricia, la lujuria y todos aquellos excesos que nos diferencia de los animales.

En corto tiempo tiempo he visto demasiado dolor en la gente y en lo complicado que es, incluso salir de aquí... ¡descansar! Después de todo: ¿quién no anhela volver a casa después de un largo viaje?, por placentero que haya sido dicho viaje, aun cuando te faltaron parajes por visitar, cuando el viaje termina lo que más se espera es volver a casa. 

¡Volver a casa contigo Padre! Y no te pediría el bien para la humanidad, eso, sería desperdiciar la oportunidad de que me concedas un deseo, yo te pediría no retornar jamás al mundo que chapalea septiterno en la inquinidad. 

LG.