domingo, 21 de abril de 2019

EL MAL GANE

EL MAL GANE





Es asombroso que la Humanidad todavía no sepa
vivir en paz, que palabras como competitividad
sean las mandan frente a palabras como convivencia
José Luis Sampedro.




     De repente, nos salieron con la brillante idea que todos éramos contendientes. Creo, que las competencias provocan división. Aunque, en éste caso, se supone que era por nuestro bien; para nuestra mejor formación cívica.
     El director anunció que debíamos escribir frases concernientes a la salud y el bienestar resultado de la limpieza. Se puso de moda. La higiene no debiera ser una moda, pero recuerdo que se puso de moda por una tonadita que sonaba incesantemente por radio y por televisión a fin de concientizar a la ciudadanía: "Ponga la basura en su lugar". Obviamente no faltó quien rematara la canción agregando: "Póngala en el suelo que es igual".
     Recuerdo que nuestra escuela era limpia. No tengo recuerdos aciagos al respecto de aquellos días de mi niñez, ni siquiera el calor creía que me afectara. No tanto como hoy. Sencillamente hoy no lo tolero.
      Si acaso un poco de amargura, aquel quinto grado de primaria por la maestra, que se encontraba en estado interesante y, al menos a mí, sí trató de trastocarme la vida: No lo logró. Pero, me asaltó repentinamente este recuerdo. La maestra Cano de Díaz era tan ambiciosa como yo, como muchos... como todos...
     El director era un energúmeno muy entusiasta. Sin duda. 
    Se le ocurrió formar comisiones con los alumnos mayores y más destacados: Formó la comisión de orden, de higiene, y del periódico mural. A  mí me dio ésta última comisión. Me decepcioné. No recuerdo haber hecho absolutamente nada al respecto, además, no tenía ninguna distinción sobre nadie, no como los de las otras comisiones. 
     Llevaban terciado un listón de cartulina con el título: "Higiene u Orden. Con mayúsculas. Los comisionados, al menos los de higiene se comportaban como policías judiciales de un mal gobierno, y con voz de mando, alguna vez a mí me tocó uno: ¡Recoge ese papel! Lo recogí y lo puse en el bote de basura. No lo había tirado yo, en efecto, pero obedecí. Era un "comisionado". Me molesté, pero no dije nada.
     No pasó mucho tiempo, cuando al fin los comisionados de orden trataban de remediar, sin éxito, una trifulca que se armó entre un alumno -sin distinción- con un comisionado de higiene.
           
     - Si yo no tiré la basura al suelo ¿Por qué la he de recoger?-
     Tuvo que intervenir el director. Se acabó el recreo antes de tiempo y nos formaron como si fuera haber homenaje a la bandera. No hubo homenaje, sino, la aclaración para aquellos distinguidos que portaban con petulancia su cacho de cartón terciado, desde el hombro hasta la cintura.
         Y vi rodar por los suelos el orgullo y la vanidad derretidos por los gritos del director. Los comisionados de higiene no tenían ningún derecho de exigir, a nadie, que levantara los papeles en el suelo y echarlos a los botes de basura. Todo lo contrario. Es decir, si veían a algún compañero tirando basura fuera de su lugar, sí podía amonestarle, pero de ninguna manera, podía ordenar que limpiara nada que el compañero no hubiese ensuciado... Eran ellos, esos elegidos para la comisión quienes, si veían papeles fuera de los contenedores de basura, los baños sucios, quienes tenían la obligación de limpiar.
       A nadie le gustó entonces la idea y mucho menos "la distinción". Para esto, teníamos a doña Tere, la señora de la limpieza, a quien se le pagaba su sueldo gracias a unas cuotas de dos pesos semanales, por cada padre de familia. A mí me dio gusto, y a la vez, sentí vergüenza por agachona ¿Cómo pude permitir que un compañero osara hablarme, como si fuera un soldado, me chasqueara los dedos y me exigiera que levantara un papel que yo no había tirado? 
       Aun recuerdo el papelillo de celofán que se dejaba ir con el viento, y yo apenas llegaba a donde estaba el papel, que se burlaba de mi estupidez, volvía alejarse, hasta que por fin lo caché y lo puse en el bote de basura; chocando mi mirada, con la del comisionado, una mirada torva... ¡Qué exagerado!
      Se terminaron las comisiones porque no tuvieron éxito. Los comisionados de orden, no tenían capacidad para poner dicho orden, y los de higiene, se les alteró la adrenalina por un retazo de cartulina arrugada terciada en el cuerpo.
      El director tuvo otra idea. Debíamos escribir frases motivadoras, las mejores, referente a lo bueno que era la limpieza, en la escuela, en la casa, en el país... en la vida.

      Mi mamá me compró una cartulina blanca, y yo, a lápiz, hice letras, no bastardillas, justo en ese año inició la prohibición de la letra cursiva, era menester escribir con letras de imprenta, y escribí: Limpieza es bienestar.
     Mi cartel fue rechazado por la agria, displicente y colérica maestra con su embarazo de mi mal dormir. Fuimos más de doce alumnos que llevamos la misma frase.
     Exigió que usáramos plumones o lápices de colores. Señaló mi cartel como el peor: blanco y negro. Amén que la frase estaba repetida. Nos empujó a ser más creativos. Y lo logró.

  
      Me mordió la envidia cuando vi a una alumna del sexto grado llegar con un cartel a rojo y azul. Había usado un molde para hacer letras góticas. La maestra de su grado, colocó el cartel justo arriba del pizarrón. Todos los demás estaban en la pared de enfrente, es decir, los alumnos no podían ver sus carteles. Todos bien hechos, de forma modesta, con letras de imprenta, a pluma, de diferentes colores, etc. Llegué a leer: "La limpieza demuestra la cultura de los pueblos". "Limpieza es sinónimo de pulcritud" "Son nuestros hábitos los que demuestran nuestra educación, como la limpieza" y, obviamente, más de veinte decían: "limpieza es bienestar".
      El tiempo se me hizo corto para ir con mis compañeros y hablarles del molde para hacer letras góticas, y los más pudientes compraron el molde amarillo para hacer letras de diferentes formas y tamaños. A los que no eramos pudientes, nos prestaron el molde. Entonces yo hice un cartel que decía: "El sol más brillará, si pones la basura en su lugar" La maestra estaba a punto de contrariarme, cuando mis compañeros empezaron a cantar la tonadita de moda: "La gente cantará, el sol más brillará, si pones la basura en su lugar".
      Ignoro que tendría que ver el sol en todo esto, pero yo llevé un cartel, según yo, original. El día de la competencia, el director visitó todos los salones, quedando como ganador el sexto grado. 
     La maestra Cano de Díaz se puso histérica. Cuestionó al director en qué se basó para otorgar el premio, y dejó claro que, los muchachos del grupo de sexto trabajaron mejor, todas las letras estaban hechas sin molde. Es decir, no tomó en cuenta el contenido de los mensajes de los carteles, se fijó, en que los "pobres" muchachos de sexto, trabajaron a pulso. Sí, pobres de pobreza. No les hizo ningún ruido, que una de sus compañeras hubiese llevado un cartel, que no recuerdo que decía, pero la maestra coronó el pizarrón con él. Se quedaron con su premio de lástima, que ellos disfrazaron de dignidad. Nosotros, fuimos quitando nuestras pegantinas de la pared, con frases originales, y ninguna frase repetida, sobre todo, no había un sólo cartel que dijera: "Limpieza es bienestar", esa fue la orden de la maestra vinagrillo.

     Aunque la idea fue mía -digo, yo fui con el chisme, o no, con el comunicado- de que era mejor usar un molde, el crédito no me lo dio a mí. Finalmente parecía que había sido idea de ella, o de cualquier otro. En fin, ya no valía la pena. Recuerdo que estuve a punto de rellenar mis letras con unas lentejuelas rosas que mi mamá tenía en un cajón de su máquina de coser. ¡Yo quería ser la mejor! Y ya después, quería que fuera mi grupo el ganador. En eso, Cano de Díaz y yo, éramos compatibles. Nada más en eso.

     Mi escuela era el mejor lugar para estar ahí. Era bonita, limpia, la recuerdo grande -aunque tiempo después, cuando era bachillera fui de visita, me pareció muy pequeña- pero ahí era una niña feliz. Eso de insistir con competencias no parecía ser, en absoluto necesario. 

     ¡Y el director fue asaltado por otra idea! La que se quedó. Me sorprendí, cuando ya era bachillera, ver que habían pasado los años y seguía ese concursito motivador.
      Le encargada de hacer el banderín fue mi mamá. Me llené de orgullo. Compró tafeta blanca, como la nieve. Hizo ese triángulo isóceles, que luciría transversal. Mandó a pintarle las letras con la palabra: HIGIENE. Vi al pintor cuando llevaba el banderín y ahogué un grito de ¡Mamá tienes que hacer otro banderín!
      No sé si mi mamá lo presintió, pero sí tenía otro banderín de reemplazo. Don Lino escribió la palabra: IJIENE. ¡Por amor a Dios! Recuerdo, y aun me desternillo de risa, que mi mamá quemó el banderín con el error ortográfico... Horror ortográfico. Quemó pues, la evidencia de algo que no sabía que era peor, escribir así, o no tener higiene. En fin que, la mañana del Lunes, una vez terminados los honores a la bandera, fue presentado el banderín. Ese banderín, se ostentaría en la puerta o el ventanal del salón ganador. Hubo una comisión para revisar los salones, pasillos, puerta, pizarrón. Había quien nos revisaba las orejas, sobre todo, la parte posterior de las orejas, los dientes, de nosotras las niñas, el peinado. 
     No sé que tenía que ver el uniforme con la higiene. Pero fue una regla estricta para poder competir. Aceptaba lo de las calcetas blancas y los zapatos bien lustrados ¿Pero el uniforme? Siempre supe que era obligatorio y lo supe mal. Por parte de las leyes no lo es. Ningún niño puede ser privado de su educación por no vestir como algún maestro quiera o exija.
     Así quedó establecido. Una vez vi a una compañera de mi salón que me saludó a lo lejos ¡Me encantó su vestido por cierto! Y di aviso que Glafira no traía el uniforme. No sabíamos por qué. Glafira era una niña muy distinguida en todas las materias. Era muy disciplinada. Resulta que se equivocó. Dijo que había escuchado que el director había dado permiso para ir con la mejor ropa que tuviéramos. En efecto, lo dijo, pero no era ese día, era al siguiente que sería 31 de Abril: Día del niño en México. 
     Glafira se torció un tobillo por ir a las carreras hasta su casa, sacar del bote de ropa sucia el arrugado uniforme, sacar como pudo unas calcetas blancas y llegar, jadeando, despeinada, a punto de soltar el llanto por el dolor de su pie... Pero estuvo perfecta. Con las manos alisamos la tela del vestido lo más que pudimos. La peinamos - era parte de las reglas de higiene - y pasamos la prueba de fuego. ¡Un mes! Un mes fue demasiado tiempo para que nadie rompiera las reglas. La maestra Cano de Díaz no nos amenazó, pero sí insistía en que debíamos esforzarnos por tener la distinción del banderín en nuestra puerta. Nos recordó, como machacarnos chile en una herida abierta, la bochornosa experiencia de que no figuramos con los carteles "¡Y eso que eran los más bonitos!" decía con mucha frustración. Y el haber perdido, nos puso en contra de los compañeros de sexto año: éramos enemigos acérrimos. Los de cuarto grado también, de hecho, nadie quería a los pobres del sexto grado. Eran los clásicos seres que se sienten felices por ser pobres, como las películas de Pedro Infante, era pobre en sus personajes, pero en la vida real, fue un hombre muy rico ese Pedro Infante. De esas veces que mucha gente confunde la humildad con la pobreza.
      Cano de Díaz nunca me daba la razón, excepto aquella vez, sin hacer mucha alharaca, pero sí, asintió en que, la búsqueda de vivir mejor no hería a nadie. No dijo que había que hacer lo que fuera con tal de ser rico, no, no dijo eso, me quedó claro, como claro también me quedó, que ella, tenía preferencias por mis compañeros que llegaban a la escuela en el automóvil de sus padres, por ejemplo. A mí no me quería... Mis padres no tenían automóvil.

    Faltaban un día ¡Maldición! ¡Era un día tan sólo! Y un compañero llamado Román, llegó con una camisa blanca. El uniforme de los varones consistía en pantalón azul marino y camisa azul celeste. 
     -No ganaremos oro, si acaso, el pinche banderín que hizo tu mamá-
     Lo que dijo de mi mamá no me afectó en lo más mínimo; casi quise matarlo porque caminaba con parsimonia y dio apenas una explicación sin sentido que la camisa del uniforme se había manchado, así que daba lo mismo. Mejor limpio que con el uniforme. Tenía razón, y a la vez no. Si alguien no llevaba el uniforme ¡Perderíamos! ¡Y no ostentaríamos el banderín -que hizo mi mamá- durante un mes! Una manera de restregarle a todos ¡A todos! -también a los de sexto- que eramos los vencedores. 
    Recuerdo lo mucho que hicimos por tener el jardín impecable. Los rosales que se sembraron, se abrieron en el momento justo. Los varones hicieron arriates a las plantas y los pintaron de blanco. Todo parecía ir perfecto, para que Román saliera con su "batea de babas".
     La maestra no le dijo nada, ni a él ni a nadie. Dio la clase como siempre. Era Viernes. Ya estábamos derrotados, bueno, casi. Sabíamos que los de sexto habían fallado con el uniforme, seguido lo hacían. Solían decir que ellos no eran tan afortunados para contar con dos o tres uniformes, tenían uno solo, y de tanto lavarlo, lucía descolorido y algunas veces roto. Por esta razón, para no desgastarlo más, lo suplían a veces con una que otra ropa. 
     A decir verdad, no me la pasé fiscalizando lo que hacían los demás grupos. Fui muy exigente con el mío... Nunca antes estuvimos tan unidos. Yo, que era una maniática de la limpieza, llevé una escobita, algún regalo de Día de Reyes, y la guardábamos en una esquina del salón, me encargaba de pasarla por los pasillos, recogía cualquier papel, mis compañeras me ayudaban en lo que podían, nos peinábamos unas a otras. Había una compañera -que su papá tenía automóvil- que en su mochila cargaba un estuche con peine, aceite de brillantina para pegarnos el cabello y que luciera bien, con rico aroma, pasadores, listones, y hasta unas pequeñas tijeras para cortar uñas. También llevaba una botellita de alcohol y un sobre con algodón... Tenía especial cuidado con ésto por una niña que se llamaba Francisca, que siempre tenía cáscaras de mugre en las orejas. Pero ya no más. Rosa, la compañera, se encargaba de revisarlas y de enseñarle cómo mantenerlas siempre limpias. 
     Pero ya todo parecía en vano, poco antes que sonara la campana para finalizar el recreo, nos lavamos la cara para no lucir sudadas, ni despeinadas. Los varones hicieron lo suyo, pero era ya más por hábito. Teníamos ganada la derrota por culpa de Román. Al menos yo, estaba concentrada en mi cuaderno cuando entró de tácito la comisión que revisaba la limpieza y el orden. Eran una niñas de cuarto grado que llevaban la lista con los taches o las palomas, no lo sé... Hubo un silencio sepulcral, empecé a transpirar y era lo que menos necesitaba, una niña apenas si se asomó a los pasillos entre los pupitres, hizo una visión generalizada y murmuró algo a sus compañeras... y de pronto una de ellas dijo: ¡Ya ganaron!
     Yo me sonreí sin entender. Escuché los gritos y aplausos de todos mis compañeros. Los más escandalosos fueron los varones. No pensé que estuvieran tan involucrados, o quizá, era que no les hablaba mucho. Casi ninguna niña era capaz de llevarse mucho con los varones. Y el resultado era que sí, sí querían ganar.
     La maestra, una vez que la comisión se retiró, exigió silencio y orden. Apenas podía contener la sonrisa, apretaba la boca, pero se le veía el orgullo en todo su ser... olía a orgullo, y dijo: Las cosas no debieran de ser así, yo, no voy a decir nada, pero eso que hicieron, no se hace. 
     Entendí lo que dijo cuando vi salir de debajo de un pupitre a Román, lucía sudado y sonrosado. Los varones lo metieron debajo, lo escondieron, lo amenazaron con propinarle una golpiza si hacía el mínimo ruido o movimiento. Fue trampa. Y la maestra fue una alcahueta al tolerarlo. 

     Era otra mañana de Lunes y se hicieron los honores a la bandera. Terminado esto se nos felicitó, y la maestra Cano de Díaz comisionó a Rosa y a Glafira para recoger el banderín. El director nos felicitó y nos conminó a que siguiéramos así. Nunca más, aparte de esa vez, fuimos distinguidos con el banderín de HIGIENE. No sé en qué fallas incurrimos, pero de seguro fueron algunas. Nadie nos quitó el orgullo que sentíamos por haber estrenado ese banderín en nuestro ventanal. Después hicieron otro, que no era blanco -el blanco se ensuciaba mucho- y ese otro no lo hizo mi mamá. 
     Nos quedamos con los hábitos de barrer nuestro salón, cuidar nuestro cabello, dientes, zapatos lustrosos y el uniforme, nunca faltó quien fallara, hasta yo. Era raro, pero sí, y ésto no tenía nada que ver conmigo, mi mamá tomaba las decisiones. Con ésto, no estoy diciendo que soy un ejemplo de distinción.
     Alguna tarde, con la resaca por la inquina que nos teníamos la maestra y yo, le comenté que desde aquella primera vez, que tuvimos el gane, un mal gane por cierto, ya no nos había sido posible volver a ganar. Ganaba sexto año, siempre. Entonces aproveché a decirle -con toda la mala intención- que esos pobretones de sexto resultaron ser mejores, al menos, más honestos. Todos ellos vivían en mi colonia. No eran como los presumidos de la vivienda cercana a la escuela, donde la mayoría de sus padres eran gente que trabajaba en los barcos, y todos tenían automóvil, por cierto. Los de sexto sólo tenían esa dignidad que ostentaban, y parecía verdadera. 
       -Si viera su casas maestra, con piso de tierra y como techo, láminas de cartón. Allá en la colonia, sí les hablo, acá no, porque ya ve, acá son otros terrenos, acá somos enemigos, si viera, me caen mal. Por cierto... Mentí 
       - ¿No le he dicho que ya le encargaron a mi mamá otro banderín? 
          ¿Otro banderín?- Preguntó la maestra.
          -Sí, uno largo. Lo pondrán a todo lo largo del ventanal.
          -¿Y para qué tan largo? - Preguntó la maestra.
          -Para que quepa la frase.
          -¿Qué frase? 
          -  Limpieza es bienestar. Así va a decir el banderín. 
          Y Me reí en su cara y me fui oronda por mi mala jugada.

    FIN.