miércoles, 28 de abril de 2021

¿NO QUE NO, CABRONA?

 




    Hace muchos años en un poblado de Veracruz llegaron a vivir 3 hermanas, aunque eran de edad avanzada, extrañamente las mujeres se conservaban con una apariencia jovial: todo el tiempo vestían de negro y siempre andaban muy maquilladas y pintadas la boca con colores muy chillantes, contrastando con sus dentaduras que estaban llenas de dientes quebrados y amarillentos. Se dedicaban a vender ropa y calzado en los tianguis. Eran de hábitos discretos, y muy calladas se les podía ver caminando por las noches y dirigirse a algún cerro de las cercanías. Otras veces comprando yerbas y extraños objetos, más nunca cerca de alguna iglesia.
     Una tarde al vender un vestido a una mujer que tenía fama de ser muy agresiva y problemática, se suscitó un incidente; pues la mujer reclamaba la devolución de su dinero argumentando que el vestido estaba manchado, cuando en realidad a la mujer se le había manchado por accidente cuando se le cayó en un charco de lodo.
Cuando los alegatos subieron de tono la mujer las ofendió diciéndoles muchas maldiciones amenazándolas incluso, asestó una cachetada a una de ellas. Todo parecía que iba a terminar en un zafarrancho entre mujeres pero la mayor de las hermanas intervino calmando a sus hermanas y diciéndole a la mujer:
-No queremos problemas con usted ni con nadie. No le devolveré el dinero pero a cambio le daré un vestido de estos... Sacando un viejo veliz lo abrió y le mostró tres vestidos de mucha mejor calidad que el que se había estropeado. La mujer de manera arrogante tomó uno floreado, el más bonito,  y se fue alardeando y diciendo una frase en voz baja..
¿No que no, cabronas?


Pasaron los días y la mujer problemática comenzó a enfermarse perdiendo mucho peso; sus uñas empezaron a caerse una a una igual que sus dientes. Por las noches despertaba gritando y golpeándose sola contra la paredes dejándolas algunas veces manchadas y escurriendo de sangre. Sus familiares la llevaron a la capital a hacerle estudios médicos pero siempre salía todo en orden, descartando enfermedades.  Su salud comenzó a agravarse cuando, por las noches, salía y se revolcaba con los puercos que tenían en un corral, hasta que una mañana amaneció sin vida con una horrible mueca de terror dibujada en su rostro.
Pasaron los años y las tres mujeres se mudaron a otro pueblo quedando abandonada la casa que habitaban.
Una mañana unos jóvenes entraron a husmear aquella casa, encontraron varios objetos extraños; entre esos objetos sobresalía una muñeca hecha con la misma tela del vestido floreado que una tarde le entregaron a la mujer que las ofendió. Los jóvenes la desenvolvieron de una patada y al caer la tela al piso una frase escrita con sangre se dejó ver. La frase decía:
¿No que no, cabrona? 


domingo, 25 de abril de 2021

¡A punto de ser publicada!

 

Estimados colegas: gracias mil por toda esta aventura iniciada a partir de la pandemia. He aquí la resulta positiva de aquellos que se enfocan en el trabajo y dan rienda suelta a su creatividad. Lo difícil no fue escribir, lo digo con toda sinceridad, sino lograr compactar el grupo que conformamos y que hemos llevado hasta coronar nuestras búsquedas. Aunque muchos de ustedes conocen mis historias por las "lecturas comentadas" de Lori, les dejo un fragmento de uno de los cuentos de esta recopilación de lo que será... (ustedes saben que uno propone y los sabios editores disponen títulos vendibles y llamativos)

Quiero felicitarlos por sus avances y logros. Yo escribo mucho menos que ustedes debido a mi carrera como actriz, la cual amo profundamente. Sin embargo, así como alguna vez decidí dejar las imitaciones y comedia de lado, se podría dar con mi carrera actual. Ya vi que nunca hay que cerrarse a nada. 

Muchas gracias por su soporte niños. Los admiro por su tesón e inteligencia. Y gracias por entrar a este, mi blog (una especie de blog de notas para las ideas y demás). Como pueden percatarse, de éstas notas han brotado las novelas, relatos y cuentos que se han comentado.

Aquí una especie de "snack" del cuento de la historia real de mi tía Guadalupe.

Infinidad de veces Lupe fue pateada por el energúmeno fracturándole las costillas, y lo peor, decían ellas, era por causas de las que Lupe no era responsable, como la vez que al tipo se le aferró la mula a medio camino y no quiso andar más. El hombre ultimó a la mula sorrajándole una piedra sobre la cabeza y de ahí llegó a su casa a darle a azotes a Lupe, quien a esa hora estaba desgranando maíz, por el cual, le pagaban tres cuartillos del mismo por cada costal de veinticinco kilos. Se desmayó tras el golpe de la piedra que el hombre le lanzó a la nuca. Volvió en sí dos días después...
Las cosas no cambiaron y el sujeto siguió propinándole severas golpizas a Lupe porque los huevos no estuvieron sancochados a su gusto, porque se le pasó de tueste el café, porque los mosquitos no lo dejaron dormir, porque las lluvias de junio llegaron tardíamente hasta agosto, porque una mujer en el pueblo le hizo muecas, y él no tenía derecho de golpear a la mujer de otro, pero a la propia, sí, y le dio duro, con una mano, con la otra… Los puños cerrados se estrellaban en los pómulos sangrantes de Lupe, le tumbó algunos dientes y la volvió a golpear porque el llanto de los niños, ante el susto de ver a su madre como una marioneta ensopada en manos de aquel energúmeno, era estridente y a él le desgarraba los oídos. Creyeron que el colmo sucedió cuando...

EL AMANTE DEMONIACO

 El amante demoníaco 

No había dormido bien; desde la una y media, después de que Jamie se fuera y ella se metiera lánguidamente en la cama, hasta las siete, cuando se permitió levantarse y preparar café, había dormido mal, se había estado despertando por los nervios, quedándose con los ojos abiertos en la penumbra, recordando una y otra vez, sumergiéndose a cada rato en un sueño febril. Estuvo casi una hora con el café —iban a desayunar como es debido en el camino— y después, a no ser que quisiera vestirse antes de tiempo, no tenía nada que hacer. Lavó la taza e hizo la cama, mientras repasaba con cuidado la ropa que había planeado ponerse, preocupándose innecesariamente, desde la ventana, por si haría un buen día. Se sentó a leer, pensó en escribirle una carta a su hermana, y empezó, con su mejor letra: «Queridísima Anne, cuando recibas esta carta, me habré casado. ¿No te parece divertido? Ni yo misma puedo creerlo, pero cuando te cuente cómo sucedió, verás que es aún más raro…» 

Sentada, con el bolígrafo en la mano, vaciló sobre qué decir a continuación, leyó las líneas que había escrito y rompió la carta. Fue hasta la ventana y vio que era un día innegablemente bonito. Pensó que quizá no debía ponerse el vestido azul de seda; era demasiado sencillo, casi serio, y ella quería estar dulce, femenina. Empezó a buscar ansiosa entre los vestidos del armario y dudó ante uno estampado que ya había llevado el verano anterior; era demasiado juvenil para ella, y tenía el cuello de volantes, y todavía era pronto para ponerse un vestido estampado, pero aun así… 

Colgó los dos vestidos uno al lado del otro en la parte de fuera de la puerta del armario y abrió las puertas de vidrio que estaban cuidadosamente cerradas ante el pequeño armario que era su cocina. Encendió el quemador de debajo de la cafetera y fue hasta la ventana; hacía sol. Cuando la cafetera comenzó a hacer ruido volvió y se sirvió un café, en una taza limpia. Me dolerá la cabeza si no como algo sólido pronto, pensó, todo este café, demasiado tabaco sin haber desayunado nada. Dolor de cabeza el día de su boda; fue a buscar la caja de aspirinas al armario del cuarto de baño y lo metió en su bolso azul. Iba a tener que usar el bolso marrón si se ponía el vestido estampado, y el único bolso marrón que tenía estaba gastado. Se quedó mirando con impotencia el bolso azul y el vestido estampado, y luego dejó el bolso, fue a buscar el café y se sentó junto a la ventana, bebiendo café y escudriñando el apartamento de un solo ambiente. Tenían pensado volver allí aquella noche y todo debía estar en su lugar. Con súbito horror, se dio cuenta de que se había olvidado de poner sábanas limpias en la cama; acababa de recibir la ropa de la lavandería y cogió unas sábanas limpias y fundas de almohada de la estantería superior del armario y deshizo la cama, actuando con rapidez para evitar pensar a conciencia por qué estaba cambiando las sábanas. Era una cama plegable, con una funda para darle aspecto de sofá, y después de hacerla nadie sabría que acababa de poner sábanas limpias. Cogió las sábanas y las fundas de almohada sucias y las llevó al cuarto de baño, las metió en el cesto, y también metió en el cesto las toallas de baño y puso toallas limpias. Cuando volvió, el café estaba frío, pero se lo bebió de todos modos. 

Al mirar por fin el reloj, vio que eran más de las nueve y empezó a darse prisa. Se bañó, usó una de las toallas limpias, la metió en el cesto y la reemplazó por otra limpia. Se vistió con cuidado, con ropa interior limpia y la mayor parte nueva; metió todo lo que había usado el día anterior, incluyendo el camisón, en el cesto. Una vez lista para ponerse el vestido, se quedó dudando frente a la puerta del armario. 

El vestido azul era, sin duda, recatado, y sobrio, y muy favorecedor, pero ya se lo había puesto varias veces para salir con Jamie, y no tenía nada que lo hiciera especial para un día de boda. El vestido estampado era más que bonito y Jamie no lo conocía, pero un estampado así con el año recién comenzado era adelantarse a la temporada. Al final pensó, hoy es el día de mi boda, me puedo vestir como quiera, y descolgó el vestido estampado. Cuando se lo puso por la cabeza, sintió su frescura y ligereza, pero cuando se miró al espejo recordó que los volantes del cuello no le quedaban muy bien, y la falda con tanto vuelo parecía hecha irresistiblemente para una muchacha, para alguien que la hiciera correr libremente, bailar, contonearse con las caderas al andar. Mientras se miraba al espejo pensó con asco, es como si estuviera intentando estar más bonita de lo que soy, solo por él; pensará que quiero parecer más joven porque se está casando conmigo; y se quitó tan rápido el vestido estampado que rompió una costura bajo el brazo. Con el viejo vestido azul se sentía a gusto y cómoda, pero insulsa. Lo importante no es lo que llevas puesto, se dijo con firmeza, y se volvió desalentada hacia el armario para ver si encontraba algo más. No había nada que ni remotamente pudiera ser apropiado para casarse con Jamie, y por un instante pensó en salir disparada a alguna tienda cercana a comprar un vestido. Entonces se dio cuenta de que ya eran casi las diez, y no tenía tiempo más que para peinarse y maquillarse. El cabello no tenía complicación, se lo iba a recoger hacia atrás y atar a la altura de la nuca, pero el maquillaje implicaba un equilibrio delicado entre tener el mejor aspecto posible y engañar poco. No podía intentar ocultar el tono cetrino de su piel, o las líneas de alrededor de los ojos, hoy, porque habría parecido que solo lo hacía para su boda, y sin embargo no podía evitar imaginarse a Jamie llevando al altar a alguien ojeroso y arrugado. Después de todo, tienes treinta y cuatro años, se dijo a sí misma con crueldad frente al espejo del baño. Treinta, decía en el carnet de conducir. 

Faltaban dos minutos para las diez; no estaba satisfecha con su ropa, su cara, su casa. Calentó el café otra vez y se sentó en la silla junto a la ventana. Ahora ya no puedo hacer nada, pensó, no tiene sentido intentar mejorar nada en el último momento. 

Reconciliada, convencida, intentó pensar en Jamie pero no pudo ver su cara con claridad ni oír su voz. Siempre sucede lo mismo cuando amas a alguien, pensó, y pasó del hoy y el mañana a un futuro más lejano, en el que Jamie se había consolidado como escritor y ella había dejado su trabajo, la futura casa dorada en el campo que habían estado preparando la última semana. «Antes era una gran cocinera —le había asegurado a Jamie—, con un poco de tiempo y práctica podré recordar cómo hacer un pastel de ángel. Y pollo frito —dijo, consciente de que estas palabras quedarían fijadas en la mente de Jamie, con cierta ternura—. Y salsa holandesa.» 

Las diez y media. Se levantó y se dirigió decidida hacia el teléfono. Marcó, y esperó, y la voz metálica de la chica dijo: «…son las diez y veintinueve minutos». Atrasó su reloj un minuto casi inconscientemente; estaba recordando su propia voz la noche anterior, mientras decía, de camino a la puerta: «Entonces a las diez en punto. Estaré lista. ¿Todo esto es de verdad?» 

Y a Jamie riendo bajando hacia el vestíbulo. 

A las once ya había cosido la costura rota del vestido estampado y había guardado con cuidado la caja de costura en elarmario. Con el vestido estampado puesto, estaba sentada junto a la ventana tomando otra taza de café. Me podría haber vestido con más calma, al fin y al cabo, pensó; pero ya era tan tarde que podía aparecer en cualquier momento, y no se atrevió a cambiar alguna cosa sin empezar con todo de nuevo. No tenía nada para comer en casa, excepto la comida que había ido guardando para la vida en común que iban a empezar: un paquete de tocino sin abrir, una docena de huevos en su caja, un pan sin abrir y una mantequilla sin abrir; era para el desayuno del día siguiente. Pensó en bajar corriendo a la tienda a buscar algo de comer y dejar una nota en la puerta. Pero decidió esperar un poco más. 

A las once y media se sentía tan mareada y débil que tuvo que bajar. Si Jamie hubiera tenido teléfono, lo habría llamado. En vez de eso, abrió el escritorio y escribió una nota: «Jamie, he bajado a la cafetería. Vuelvo en cinco minutos.» La pluma le manchó los dedos y fue al lavabo y se lavó, usó una toalla limpia que reemplazó. Pegó la nota en la puerta, inspeccionó el apartamento una vez más para comprobar que todo estuviera perfecto y cerró la puerta sin llave, por si él venía. 

En la cafetería se dio cuenta de que no tenía ganas de nada salvo de más café, pero lo dejó a medias porque pensó que Jamie debía de estar arriba, esperando, impaciente, ansioso por ponerse en marcha.

En la tienda se encontró con que no había nada que le provocara excepto más café, y lo dejó a medio terminar porque súbitamente se dio cuenta de que Jamie probablemente estaba arriba esperando e impaciente, ansioso por comenzar.

Pero arriba todo estaba preparado y tranquilo, tal como lo había dejado, su nota sin leer en la puerta, el aire del apartamento un poco viciado por tantos cigarrillos. Abrió la ventana y se sentó junto a ella hasta que se dio cuenta de que había estado dormida y que faltaban veinte minutos para la una.

Ahora, de repente, estaba asustada. Despertando sin estar preparada en la habitación de la espera y la predisposición, todo limpio y sin tocar desde las diez en punto, estaba asustada y sintió la urgente necesidad de apurarse. Se levantó de la silla y casi corrió al baño, se echó agua fría a la cara y usó una toalla limpia; esta vez puso la toalla cuidadosamente de nuevo en el toallero sin cambiarla; había tiempo de sobra para eso luego. Sin sombrero, aun en el vestido estampado, con un abrigo encima, en su mano la incorrecta cartera azul con las aspirinas adentro, cerró con llave la puerta del apartamento detrás de ella, sin nota esta vez, y corrió escaleras abajo. Tomó un taxi en la esquina y le dio la dirección de Jamie.

No era mucha distancia; podía haber caminado si no hubiera estado tan débil, pero en el taxi repentinamente se dio cuenta de lo imprudente que sería conducir descaradamente hasta la puerta de Jamie, exigiéndole. Le pidió al chofer, entonces, que la dejara en una esquina cerca a la casa de Jamie y, luego de pagarle, esperó hasta que se alejó para empezar a caminar por la cuadra. Nunca había estado aquí antes; el edificio era agradable y antiguo, el nombre de Jamie no estaba en ninguno de los buzones del vestíbulo, tampoco en los timbres. Miró la dirección; era correcta, finalmente tocó el timbre marcado «Portero». Luego de un minuto o dos el portero automático sonó y ella abrió la puerta y entró en el pasillo oscuro donde dudó hasta que una puerta al final se abrió y alguien dijo, «¿Sí?».

Supo en el mismo instante que no tenía idea de qué preguntar, así que se acercó hacia la figura esperando contra la luz de la puerta abierta. Cuando estuvo muy cerca, la figura dijo, «¿Sí?» de nuevo y ella vio que era un hombre en mangas de camisa, incapaz de verla más claramente de lo que ella podía verlo.

Con repentino coraje dijo, «estoy tratando de contactar a alguien que vive en este edificio y no encuentro su nombre afuera».

«¿Qué nombre busca?» preguntó el hombre, y ella se dio cuenta de que tendría que responder.

«James Harris», dijo. «Harris».

El hombre estuvo en silencio por un minuto y luego dijo, «Harris». Volteó hacia la habitación dentro de la puerta iluminada y dijo, «Margie, ven acá un minuto».

«¿Ahora qué?» una voz dijo desde el interior, y luego de una espera lo suficientemente larga como para que alguien se levante de una silla cómoda una mujer se le unió en la puerta, mirando al pasillo oscuro. «La señorita aquí», dijo el hombre. «La señorita busca a un hombre con el nombre Harris, vive aquí. ¿Alguien en el edificio?».

«No», dijo la mujer. Su voz sonaba alegre. «Ningún hombre llamado Harris aquí».

«Lo siento», dijo el hombre. Empezó a cerrar la puerta. «Tiene la dirección equivocada, señorita», dijo, y añadió en un tono más bajo, «o al tipo equivocado», y él y la mujer rieron.

Cuando la puerta estaba casi cerrada y ella estaba sola en el oscuro pasillo le dijo a la pequeña grieta de luz que aún se veía, «pero el sí vive aquí; lo sé».

«Mire», dijo la mujer, abriendo un poco la puerta de nuevo, «sucede todo el tiempo».

«Por favor no cometa un error», dijo, y su voz era muy digna, con treinta y cuatro años de orgullo acumulado. «Me temo que usted no entiende».

«¿Cómo era?», dijo la mujer de manera cansina, la puerta seguía solo un poco abierta.

«Él es más bien alto, y rubio. Usa muy seguido un traje azul. Es escritor».

«No», dijo la mujer, y luego, «¿podría haber vivido en el tercer piso?».

«No estoy segura».

«Había un tipo», dijo de manera reflexiva la mujer. «Usaba mucho un traje azul, vivió en el tercer piso un tiempo. Los Royster le prestaron el departamento mientras visitaban a unos parientes en el norte».

«Ese podría ser; creo, aunque…».

«Este usaba mayormente un traje azul, pero no sé qué tan alto era», dijo la mujer. «Se quedó ahí casi un mes».

«Hace un mes es cuando…“.

«Pregúntele a los Royster», dijo la mujer. «Volvieron esta mañana. Departamento 3B».

La puerta se cerró, definitivamente. El pasillo era muy oscuro y la escaleras parecían aun más oscuras.

En el segundo piso había una pequeña luz proveniente de una claraboya muy por encima. Las puertas de los departamentos en fila, cuatro en el piso, poco comunicativo y silencioso. Había una botella de leche afuera del 2C.

En el tercer piso esperó un minuto. Se oía el sonido de música detrás de la puerta del 3B y podía escuchar voces. Finalmente tocó, y tocó de nuevo. La puerta estaba abierta y la música salió hacia ella, la transmisión de una sinfonía temprano en la tarde. «¿Cómo le va?», le dijo educadamente a la mujer en la puerta. «¿Sra. Royster?».

«Así es». La mujer llevaba una bata de casa y el maquillaje de la noche anterior.

«Me preguntaba si podría hablar con usted un minuto».

«Claro», dijo la Sra. Royster, sin moverse.

«Sobre el Sr. Harris».

«¿Qué Sr. Harris?», dijo la Sra. Royster cansinamente.

«El Sr. James Harris. El caballero al que le prestó su departamento».

«Oh señor», dijo la Sra. Royster. Pareció que abría los ojos por primera vez. «¿Qué hizo?».

«Nada. Solo estoy tratando de contactarlo».

«Oh señor», dijo de nuevo la Sra. Royster. Luego abrió más la puerta y dijo, «pase», luego, «¡Ralph!».

Adentro, el departamento seguía lleno de música y habían maletas a medio desempacar en el sofá, en las sillas, en el suelo. Una mesa en la esquina tenía los restos de una merienda, y el joven sentado ahí, por un momento parecido a Jamie, se puso de pie y atravesó la habitación.

«¿Qué hay con él?», dijo.

«Sr. Royster», dijo ella. Era difícil hablar contra la música. «Abajo el portero me dijo que aquí estuvo viviendo el Sr. James Harris».

«Seguro», dijo él. «Si es que ese era su nombre».

«Pensé que usted le prestó el departamento», dijo ella, sorprendida.

«No sé nada de él», dijo el Sr. Royster. «Es uno de los amigos de Dottie».

«No mis amigos», dijo la Sra. Royster. «No era mi amigo». Ella había ido a la mesa y estaba esparciendo mantequilla de maní en un pedazo de pan. Le dio un mordisco y dijo densamente, agitando el pan y la mantequilla de maní hacia su marido. «No es mi amigo».

«Lo recogiste en una de esas malditas reuniones», dijo el Sr. Royster. Empujó una maleta de una silla junto a la radio y se sentó, cogiendo una revista que estaba junto a él en el piso. «Nunca le dirigí más de diez palabras».

«Tú dijiste que estaba bien prestarle el lugar», dijo la Sra. Royster antes de dar otro bocado. «Nunca dijiste una palabra en contra de él, después de todo».

«Yo no digo nada sobre tus amigos», dijo el Sr. Royster.

«Si el hubiera sido uno de mis amigos hubieras dicho bastante, créeme», dijo oscuramente la Sra. Royster. Tomó otro bocado y dijo, «Créeme, él hubiera dicho bastante».

«Eso es todo lo que quiero oír», dijo el Sr. Royster, por sobre la revista. «Basta».

«Ves». La Sra. Royster apuntó el pan y la mantequilla de maní hacía su esposo. «Así es, día y noche».

Hubo silencio excepto por la música saliendo de la radio junto al Sr. Royster, luego ella dijo, en una voz que difícilmente creía que fuera a ser escuchada sobre el ruido de la radio, «¿se ha ido, entonces?».

«¿Quién?» preguntó la Sra. Royster, mirando por arriba del frasco de mantequilla de maní.

«El Sr. James Harris».

«¿Él? Se debe haber ido esta mañana, antes de que regresáramos. No hay señal de él por ninguna parte».

«¿Se fue?».

«Todo estaba en orden, aunque, perfectamente en orden. Te lo dije», le dijo al Sr. Royster, «te dije que él se encargaría de todo muy bien. Siempre puedo darme cuenta».

«Tuviste suerte», dijo el Sr. Royster.

«Nada fuera de lugar», dijo la Sra. Royster. Agitó su pan y la mantequilla de maní inclusivamente. «Todo justo como lo dejamos», dijo.

«¿Sabe dónde está él ahora?».

«Ni la menor idea», dijo alegremente la Sra. Royster. «Pero, como dije, dejó todo en perfecto estado. ¿Por qué?», preguntó de repente. «¿Lo estás buscando?».

«Es muy importante».

«Lamento que no esté aquí», dijo la Sra. Royster. Se aceró educadamente cuando vio que su visitante volteaba hacía la puerta.

«Quizá el portero lo vio», dijo el Sr. Royster a la revista.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella el pasillo estuvo oscuro de nuevo, pero el sonido de la radio se había reducido. Estaba a mitad de camino en el primer tramo de escaleras cuando la puerta se abrió y la Sra. Royster gritó escaleras abajo, «si lo veo le diré que lo estabas buscando».

¿Qué puedo hacer? Pensó, afuera en la calle de nuevo. Era imposible ir a casa, no con Jamie en algún lugar entre aquí y allá. Se paró en la vereda tanto tiempo que una mujer, asomada a una ventana de enfrente, volteó y llamó a alguien de adentro para que saliera a ver. Finalmente, en un impulso, entró a la pequeña tienda de comestibles al lado del edificio, en el lado que llevaba a su propio apartamento. Había un pequeño hombre leyendo el periódico, apoyado contra el mostrador; cuando entró él la miró y camino al interior del mostrador para atenderla.

Sobre el mostrador de cristal lleno de carnes y queso ella dijo, tímidamente, «estoy tratando de contactar a un hombre que vivió en el edifico de al lado, y me preguntaba si usted lo conocía».

«¿Por qué no le preguntas a la gente de ahí?» Dijo el hombre, sus ojos entrecerrados, inspeccionándola.

Es porque no estoy comprando nada, pensó, y dijo, «lo siento. Les he preguntado, pero no saben nada de él. Creen que se fue esta mañana».

«No sé que quiere que haga», dijo él, moviéndose un poco atrás hacía su periódico. «No estoy aquí para llevar registro de los tipos que entran y salen de al lado».

Ella dijo rápidamente, «pensé que quizá lo haya visto, eso es todo. Él tendría que haber pasado por aquí, un poco antes de las diez en punto. Era alto, y usualmente llevaba un traje azul».

«¿Cuántos hombres en traje azul pasan por acá todos los días, señorita?», preguntó el hombre. «Usted cree que no tengo nada más que hacer que…».

«Lo siento», dijo ella. Lo oyó decir, «por el amor de Dios», mientras salía por la puerta.

Mientras iba hacia la esquina, pensó, él debe haber venido por este camino, es el camino que habría seguido para ir a mi casa, es el único camino si es que caminaba. Trató de pensar en Jamie: ¿dónde hubiera cruzado la calle? ¿Qué clase de persona era él realmente, hubiera cruzado frente a su propio edificio, al azar en medio de la cuadra, en la esquina?

En la esquina había un puesto de diarios; podían haberlo visto ahí. Se apuró y esperó mientras un hombre compraba el periódico y una mujer pedía indicaciones. Cuando el vendedor la miró, ella dijo, «¿Podría decirme si un joven alto en un traje azul pasó por aquí esta mañana alrededor de las diez en punto?». Cuando el hombre solo la miró, sus ojos entrecerrados y su boca un poco abierta, ella pensó, cree que es una broma o un truco, y dijo urgentemente, «es muy importante, por favor créame. No estoy bromeando».

Mire, señorita”, comenzó el hombre, y ella dijo ansiosamente, «es un escritor. Puede que él haya comprado revistas aquí».

«¿Para qué lo busca?», preguntó el hombre. La miró, sonriendo, y ella se dio cuenta de que había otro hombre esperando detrás de ella y que la sonrisa del vendedor lo incluía. «No importa», dijo ella, pero el vendedor dijo, «Escuche, quizá sí vino por aquí». Su sonrisa era cómplice y sus ojos saltaron sobre su hombro al hombre detrás de ella. De repente ella se volvió extremadamente consciente de su vestido estampado demasiado juvenil, y se ciñó el abrigo rápidamente. El vendedor dijo, con gran consideración, «no estoy muy seguro, que conste, pero puede que alguien como su amigo haya venido esta mañana».

«¿Alrededor de las diez?».

«Alrededor de las diez», asintió el vendedor. «Un tipo alto, traje azul. No me sorprendería para nada».

«¿En qué dirección se fue?», dijo ansiosamente ella. «¿Hacia el centro?».

«Hacia el centro», dijo el vendedor, asintiendo. «Fue en dirección al centro. Eso exactamente. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?».

Ella retrocedió, ciñendo el abrigo a su alrededor. El hombre que había estado parado detrás la miró por sobre el hombro y luego él y el vendedor intercambiaron miradas. Se preguntó por un minuto si debía o no darle una propina al vendedor pero cuando los dos hombres empezaron a reírse se apuró a cruzar la calle.

Al centro, pensó, eso es, y empezó a subir por la avenida, pensando: Él no tenía que cruzar la avenida, solo subir seis cuadras y luego voltear por mi calle, siempre y cuando haya empezado en el centro. Casi una cuadra más allá pasó por una florería; había una exposición nupcial en el escaparate y pensó, este es el día de mi boda después de todo, puede que él me haya comprado flores, y entró. El florista salió de la parte de atrás de la tienda, sonriente y elegante, y ella dijo, antes de que él pudiera hablar, para que no tuviera tiempo de pensar que ella iba a comprar algo: «Es muy importante que me ponga en contacto con un caballero que puede haber pasado por aquí para comprar flores esta mañana. Muy importante».

Se detuvo a tomar aliento, y el florista dijo, «Sí, ¿qué clase de flores eran?».

«No lo sé», dijo ella, sorprendida. «El nunca…». Se detuvo y dijo, «era un joven alto, en un traje azul. Fue alrededor de las diez en punto».

«Ya veo», dijo el florista. «Bueno, en realidad, me temo…».

«Pero es muy importante», dijo ella. «Puede que él haya estado apurado», añadió amablemente.

«Bueno», dijo el florista. Sonrió cordialmente, mostrando todos sus pequeños dientes. «Por una dama», dijo. Fue a un atril y abrió un gran libro. «¿Adónde las iban a mandar?», preguntó.

«¿Por qué?», dijo ella, «no creo que haya hecho que las envíen. Verá, él estaba viniendo… o sea, él las iba a traer».

«Señora», dijo el florista; estaba ofendido. Su sonrisa se volvió reprobatoria, y siguió, “de verdad, debe darse cuenta de que al menos que tengo algo con lo cual pueda continuar…”

«Por favor trate de recordar», le rogó. “Él era alto, llevaba un traje azul y eran casi las diez de la mañana”.

El florista cerró los ojos, un dedo en su boca, y pensó profundamente. Luego sacudió la cabeza. «Simplemente no puedo», dijo.

«Gracias», dijo ella desanimada, y se dirigía a la puerta, cuando el florista dijo con voz chillona, emocionado, «¡Espere! Espere un momento, señora». Ella volteó y el florista, pensando de nuevo, dijo finalmente, «¿Crisantemos?» La miró inquisitivamente.

«Oh, no», dijo ella; su voz tembló un poco y esperó un minuto antes de seguir. «No para una ocasión como esta, estoy segura».

El florista apretó los labios y apartó la mirada con frialdad. «Bueno, claro que no sé de qué ocasión se trata», dijo, «pero estoy casi seguro que el caballero por el que pregunta vino esta mañana y compró una docena de crisantemos. Sin envío».

«¿Está seguro?» preguntó.

«Más que seguro», dijo enfáticamente el florista. «Definitivamente ese era el hombre». Sonrió brillantemente, y ella le sonrió de vuelta y dijo, «bueno, muchas gracias».

Él la acompañó a la puerta. «¿Un lindo ramillete?», dijo, mientras cruzaban la tienda. «¿Rosas rojas? ¿Gardenias?».

«Ha sido muy amable al ayudarme», dijo ella en la puerta.

«Las damas siempre se ven mejor con flores», dijo él, inclinando su cabeza hacia ella. «¿Orquídeas quizá?».

«No, gracias», dijo ella, y el dijo, «espero que encuentre a su joven», e hizo un sonido desagradable.

Subiendo por la calle ella pensó, todos creen que es muy gracioso: y se ciñó aún más el abrigo, de manera que solo se veía el volante alrededor de la parte inferior del vestido estampado.

Había un policía en la esquina y pensó, por qué no voy a la policía, uno va a la policía cuando alguien desaparece. Y luego pensó, qué tonta parecería. Tuvo una rápida imagen de sí misma parada en la estación de policía, diciendo, «sí, nos íbamos a casar hoy, pero él no llegó», y los policías, tres o cuatro de ellos parados a su alrededor escuchando, mirándola, mirando el vestido estampado, su maquillaje demasiado brillante, sonriendo entre ellos. No podía decirles nada más que eso, no podía decir, «sí, ya sé que suena tonto, ¿no es verdad?, yo toda vestida y tratando de encontrar al joven que prometió casarse conmigo, ¿pero qué hay de todo lo que ustedes no saben? Yo tengo más que esto, más de lo que ustedes ven: talento, quizá, y humor de algún tipo, y soy una dama y tengo orgullo y afecto y delicadeza y una cierta visión clara de la vida que podría satisfacer a un hombre y hacerlo productivo y feliz; hay más de lo que ustedes creen cuando me miran».

La policía era obviamente imposible, dejando de lado a Jamie y lo que él podría pensar cuando se enterara de que ella puso a la policía a buscarlo. «No, no», dijo en voz alta, apurando sus pasos, y alguien que pasaba se detuvo y la miró.

En la siguiente esquina —estaba a tres cuadras de su propia calle— había un puesto de lustrabotas, un hombre viejo sentado casi dormido en una de las sillas. Se detuvo frente a él y esperó, después de un minuto él abrió los ojos y le sonrió.

«Mire», dijo ella, las palabras saliendo antes de pensarlas, «lamento molestarlo, pero estoy buscando a un joven que pasó por aquí a eso de las diez de esta mañana, ¿lo vio?». Y comenzó su descripción, “alto, traje azul, llevando un ramo de flores”.

El viejo empezó a asentir antes de que terminara. «Lo vi», le dijo. «¿Es amigo suyo?».

«Sí», dijo ella, y le sonrió involuntariamente.

El viejo parpadeó y dijo, «recuerdo que pensé, vas a ver a tu chica, jovencito. Todos van a ver a sus chicas», dijo, y movió la cabeza con tolerancia.

«¿Por qué camino se fue? ¿Subiendo la avenida?».

«Así es», dijo el viejo. «Se lustró los zapatos, tenía sus flores, iba arreglado, estaba muy apurado. Tienes una chica, pensé».

«Gracias», dijo ella. Hurgando en su bolsillo en busca de cambio.

«Ella seguro se puso contenta al verlo, cómo se veía», dijo el viejo.

«Gracias», dijo ella de nuevo, y sacó la mano vacía de su bolsillo.

Por primera vez estaba segura de que el la estaría esperando, y se apuró esas tres cuadras, la falda del vestido estampado balanceándose bajo su abrigo, y volteó en su propia calle. Desde la esquina no podía ver sus ventanas, no podía ver a Jamie mirando hacia afuera, esperándola, y bajando la cuadra estaba casi corriendo para llegar a él. En la puerta de abajo la llave temblaba en sus dedos, y mientras miraba la tienda pensó en su pánico, bebiendo café ahí esta mañana, y casi rio. Ya en su propia puerta no podía esperar más, y empezó a decir, «Jamie, estoy aquí, estaba tan preocupada», aun antes de que la puerta estuviera abierta.

Su propio apartamento la estaba esperando, silente, yermo, sombras vespertinas alargándose desde la ventana. Por un minuto solo vio la taza de café vacía, pensó, él ha estado aquí esperando, antes de reconocerla como suya, dejada ahí esta mañana. Buscó por toda la habitación, en el clóset, en el baño.

«Nunca lo vi», dijo el empleado de la tienda. «Lo sé porque me hubiera dado cuenta de las flores. Nadie así ha venido».

El viejo en el puesto de lustrabotas despertó de nuevo para verla parada frente a él. «Hola de nuevo», le dijo, y sonrió.

«¿Está seguro?», ella preguntó. «¿Se fue subiendo por la avenida?».

«Yo lo vi», dijo el viejo, circunspecto por el tono de ella. «Pensé, ahí va un joven que tiene una chica, y lo vi entrar en esa casa».

«¿Qué casa?», dijo ella remotamente.

«Justo ahí», dijo el viejo. Se inclinó hacia adelante para apuntar. «En la siguiente cuadra. Con sus flores y sus zapatos lustrados y yendo a ver a su chica. Justo a su casa».

«¿Cuál?», dijo ella.

«Casi a la mitad de la cuadra», dijo el viejo. La miró con sospecha y dijo, «¿Qué intenta hacer, de todos modos?».

Ella casi corrió, sin detenerse a decir «gracias». En la siguiente cuadra caminó rápidamente, escrutando las casas desde afuera para ver si Jamie miraba desde una ventana, prestando atención para escuchar su risa adentro en algún lugar.

Una mujer estaba sentada frente a una de las casas, empujando un coche de bebé monótonamente de atrás hacia adelante la longitud de su brazo. El bebé adentro dormía, moviéndose de atrás a adelante.

La pregunta era fluida, para entonces. «Lo siento, ¿pero vio a un joven entrar a una de estas casas alrededor de las diez de esta mañana? Era alto, llevaba un traje azul y un ramo de flores».

Un chico de aproximadamente doce años se paró a escuchar, girando atentamente de una a la otra, ocasionalmente mirando al bebé.

«Escuche», dijo cansada la mujer, «el niño tuvo su baño a las diez. ¿Vería yo a un extraño caminando por aquí? Le pregunto».

«¿Un montón de flores?» preguntó el chico, jalándole el abrigo. «¿Un montón de flores? Yo lo vi, señora».

Ella miró abajo y el chico le sonrió insolentemente. «¿A qué casa entró?» le preguntó cansinamente.

«¿Se va a divorciar de él?», preguntó el niño insistentemente.

«Esa no es una pregunta amable para hacerle a la señora», dijo la mujer meciendo el coche.

«Escuche», dijo el niño. «Lo he visto. Entró ahí». Señaló a la casa de al lado. «Yo lo seguí», dijo el niño. «Me dio una moneda». El niño agravó su voz, y dijo, «”Este es un gran día para mí, niño”, dijo. Deme una moneda».

Ella le dio un billete de un dólar. «¿Dónde?», dijo.

«Al último piso», dijo el niño. «Lo seguí hasta que me dio la moneda. Hasta el último piso». Retrocedió a la vereda, fuera de alcance, con el billete de un dólar. «¿Se va a divorciar de él?», preguntó de nuevo.

«¿Llevaba flores?».

«Sí», dijo el niño. Comenzó a chillar. «¿Se va a divorciar de él, señora? ¿Le descubrió algo?» Se fue a toda velocidad calle abajo, gritando, «le descubrió algo al pobre tipo», y la mujer meciendo al bebé se rio.

La puerta principal del edificio no tenía seguro; no había timbres en el vestíbulo exterior y no había lista de nombres. Las escaleras eran estrechas y sucias; habían dos puertas en el último piso. La delantera era la de la derecha; había un papel de florería arrugado en el suelo afuera de la puerta, y una cinta de papel enlazada, como una pista, como la última pista en la persecución.

Tocó la puerta y creyó escuchar voces adentro, y pensó, súbitamente, con terror, ¿qué debería decir si Jamie está ahí, si abre la puerta? Las voces parecieron callarse repentinamente. Tocó de nuevo y hubo silencio, excepto por algo que pudo haber sido una risa muy lejana. Él podría haberme visto por la ventana, pensó, es el departamento frontal y ese niño hizo un ruido espantoso. Esperó, y tocó de nuevo, pero hubo silencio.

Finalmente fue a la otra puerta en el piso, y tocó. La puerta se abrió bajo su mano y vio el ático vacío, listones desnudos en las paredes, entarimados sin pintar. Avanzó un poco hasta entrar, mirando alrededor; la habitación estaba llena de bolsas de yeso, pilas de periódicos viejos, un baúl roto. Había un ruido que ella reconoció repentinamente como una rata, y luego la vio, sentada muy cerca de ella, junto a la pared, su cara malvada alerta, sus ojos brillantes mirándola. Se tropezó en su apuro por salir y cerrar la puerta, y la falda del vestido estampado quedó atrapada y se rompió.

Sabía que había alguien adentro del otro departamento, porque estaba segura de que podía oír voces bajas y a veces risas. Regresó muchas veces, todos los días la primera semana. Iba en su camino al trabajo, en las mañanas; en las tardes, en el camino a comer sola, pero no importaba cuán seguido o qué tan fuerte tocara, nadie nunca abrió la puerta.


viernes, 23 de abril de 2021

EL CORAZÓN DELATOR

 Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

FIN


jueves, 22 de abril de 2021

EL GATO NEGRO

 

El gato negro

E.A.P


No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!


“The Black Cat”

Mi Raza Magazine, Estados Unidos 2016