EL
VENADITO Y EL GUAPO
Entre el Guapo y
el Venadito había una distancia abismal, aunque los dos eran mis abuelos. Ambos
se conocieron hasta que alcanzaron más de ochenta años de edad y no pude
percatarme si entre ellos hubo alguna química, lo que sí, es que tenían en
común algo que les haría perdurar más allá de su ciclo en el mundo: yo.
El Guapo era un hombre sabio gracias a que, por ósmosis, el chorro de la
luz del sol le trasmitió la sapiencia. Vivía labrando la tierra y lo que más
amaba era pescar en el mar. Tenía tal habilidad en este campo que los peces se
adormecían tras unas palabras que él les transmitía en un lenguaje ignoto; lo
peces se dormían antes de ser sacados del agua y no sentían el espasmo de la
muerte. Mi abuelo Bardo entendía el lenguaje de las flores que orlaban la
vereda que conducía al río; obedecía las indicaciones del viento que le
susurraba sus secretos y se ponía en alerta al ataque de los chaneques. Él se
autonombró como el Guapo y cuando hubo algún temerario que lo cuestionó al
respecto, mi abuelo siempre respondió lo mismo:
―Quién sabe por qué, pero siempre he sido muy guapo.
A mí me aconsejó que hiciera lo mismo y que cuidara mucho el no enredarme
en las trampas de la vanidad o la petulancia. El Guapo aseveró que, si de un
modo ineluctable nos pondrían un sobrenombre era mejor elegir por uno mismo uno
que nos sentara bien. Y por eso él era el Guapo porque lucía galán bajo el
sombrero sin importar que no anduviera vestido como un catrín. Calzaba
huaraches y ropa repelente al calor. Su sonrisa le adornaba aún más su rostro
tostado aunque solo se asomaran dos clavijas por dientes. Sabía tejer la palma
y arreglar el tejado para que la casa no se lloviera, y mi abuela no llorara
temiendo el grito de los huesos que sentía que se le llenaban de espuma.
Un día enfermó y no entendí por qué.
Con sus conocimientos bien pudo remediarse con la infinidad de yerbas que
había en el campo y que él conocía a ciegas de entre tantas otras plantas que
servían para dormir, para llorar, para reír o para sanar. Pero no las quiso
usar, me dijo que había llegado su tiempo de irse un poco más allá del sol para
ver cómo nacían las estrellas, para conversar con la luna y adquirir más
conocimientos sobre las mareas que hacían picar a los peces que no estaban en
veda. Y de allá del campo lo trajeron a la ciudad.
Acá conoció al Venadito. Se llamaba Pablo y tenía el eco de lo que fue su
vida en el sombrero Tardan y el bastón con empuñadura de plata. El Venadito
también se autonombró como tal porque dijo que de joven tenía la ligereza de
estos hermosos animales astados. Él solo hablaba de bailes emblemáticos donde
siempre resaltaba por el fulgor de su cabello tan negro como las noches sin
luna, su camisa de seda y su pantalón de casimir, hechos particularmente para
la ocasión. El Venadito sabía mucho de minerales. En el anular izquierdo lucía
un diamante que parecía que tenía vida propia, él decía que era un gota de agua, carbono puro. A decir
verdad, el Venadito no era tan cariñoso conmigo como lo era el Guapo. Pero los
sigo amando a los dos.
Le pedí al Venadito que ayudara al Guapo a salir de su apuro, aunque mi
abuelo Bardo me asegurara que no tenía ningún problema, y yo le creía, pero
también sabía que el Guapo se iba a ir y yo lo quería seguir teniendo aquí.
El Venadito me dijo que consultaría a su amigo Víctor Hugues.
Lo conoció cuando él venía huyendo de España de la persecución del
franquismo y el terror al fascismo. Vio al señor Hugues en un barco hecho de
telarañas que lo saludó con mucha cortesía.
―Je suis Victor Hugues, et je serai ton ami pour toujours.
Dice el Venadito que así le dijo. El guapo y yo le preguntamos qué
significaba eso que nos dijo arrastrando la «r» de modo cómico y él nos explicó
que le habló en francés y le prometió que sería su amigo por siempre. Esto me
invadió de esperanza y le imploré a mi abuelo Pablo que le dijera a su amigo
que nos considerara por esta vez, que yo le estaría por siempre agradecido. Me
convertiría en el grumete de su embarcación que andaba por el océano de la
eternidad que se sostenía mágicamente con sus velas hechas por arácnidos, pero
que convenciera a los duendes que pretendían emboscar al Guapo para que no se
lo llevaran. Vi cuando mi abuelo Bardo le guiñó un ojo al Venadito. Sé que
querían tomarme el pelo y no iba a ser tan fácil, yo ya era grande, tenía doce
años e iba a seguir los pasos del Guapo, iba camino a la sabiduría más que las
empuñaduras metálicas y los pedazos de carbón del Venadito.
Una mañana mi abuelo Pablo no despertó. Yo lo sacudí frenéticamente y le
reclamé que se hubiera ido sin antes hablar con don Víctor Hugues. El guapo me
sacó de mi error. Me informó con su juicio correcto que no había despertado
precisamente porque se había internado en la densa penumbra del lado oscuro del
espejo de su armario para hablar con el señor Hugues. Y volví a creerle al
Guapo que también se quedó dormido para siempre unos días después del Venadito.
Algún día creceré y podré viajar en un cohete de sueños hasta donde hoy
habitan mis abuelos; son un par de estrellas brillantes que titilan con
efervescencia cada vez que busco respuestas a mis preguntas, y oteo el cielo y
allá están. El Venadito sin el Tardan y sin el bastón y el Guapo sin el
sombrero de paja… ya prontito voy a con ustedes.