domingo, 10 de junio de 2018

ES UN ASUNTO DE PODER


ES UN ASUNTO DE PODER
Todos quieren ser amos, y ninguno el dueño de sí mismos.
Hugo Foscolo






       En caso de no creerme, pueden ver la película "El hijo del pueblo" protagonizada por Vicente Fernández. Una vez internado en un rancho donde, nada aparentemente se podía conseguir con dinero, el protagonista hizo y deshizo con la huéspedes fortuitos y muy afortunados; vivos y completos, a pesar de haber caído ahí, con todo y el avión. Ellas; hermosas. El único varón, muy guapo y apenas con un esguince o algo en la pierna que no le dejaría cicatriz alguna. Eso sí, inverosímelmente los sentidos todos, muy abiertos para sufrir con el sentimiento vivo y expuesto, a la ojeriza que sentía Vicente Fernández contra la gente de la alta sociedad.

        Usted me ofrece dinero a mí, cuando aquí, el más rico soy yo.

         Y es lo que realmente quisiera poseer la mayoría de la gente. ¿El dinero? Sí. Porque, viviendo en una sociedad y un sistema como en el que creo, vive la mayoría de la gente que habita el planeta, el dinero da poder. Pero es sólo por eso. Si no, recuerden al "Rey Midas". Eso de que todo que lo  uno toque se convierte en oro, finalmente no resultó. Se equivocó. Creyendo que el oro, le daría poder, terminaría matándolo de hambre. 

           Y aunque nos digan que no sólo de pan vive el hombre, pues díganme de qué más. También eso de que han de preferir morir de pie que vivir de rodillas, suena bien. Lo haría yo, sí. Pero justo cuando se ha terminado la esperanza. Nunca a la primera de cambios.

El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente
Lord Acton.


           La señora era tuerta. A veces, sentía la necesidad de ponerse unos lentes oscuros, no propiamente dicho. En realidad eran de un vidrio verde oscuro. Ignoro para qué. Se los ponía cuando iba a comprar un cuarto de aceite y seis huevos. No había para más. 
       Quise tener poder para matarla, aquella vez que veía su trampantojo de vidrio verde oscuro, y el resquicio que quedaba entre el vidrio y su ojo seco. La maldije en silencio, pero no por tuerta. Era una desalmada; y quizá por tuerta. Era yo muy pequeña quizá para entender por qué quería cubrirse los ojos, si tan sólo iba a la tienda grande de la colonia, y todos los colonos sabíamos que era tuerta. Para qué llevar esa ridiculez de lentes. Maltrecha, con una bata de percal para sobrellevar el calor, apenas recogido el cabello entrecano y ensortijado. 
              Y si hubiera tenido el arrojo para preguntarle, y ella la humildad para responderme, entonces lo habría sabido. Pero tampoco creo que haya sido por el agobiante sol de aquel lugar. Justo esa vez que quise matarla, por segunda vez, a la vez que me enteré que sólo compraba un cuarto de aceite y seis huevos. La tendera le dio los buenos días de buen talante, la tuerta le contestó, vengo por lo de siempre. Yo, la veía de abajo para arriba, a la vez que me criticaba sin mirarme. Y no por el ojo faltante, porque mirada periférica no tenía. Sino porque sabía que estaba faltándome al respeto. Decía con malas palabras que comprar un refresco de cola no alimentaba. Maldecía a mis padres por carecer de criterio y sentido común. Qué lástima que sólo tengan dinero y no lo usen como debe de ser, decía. Mientras se autocompadecía, porque solo podía comprar seis huevos y tomaría un café. La tendera sonriente, a la vez que me despachaba a mí, respondió que ella tenía un tío que era muy sabio, y que de él aprendió que lo mejor era tomar agua. 

                       ¡Qué buen madrazo! Y ya no pude saber más. Me fui. Y entonces revolcó mi paz el recuerdo. Vivía en un patio de vecindad desvencijado. Todo se veía ladeado por la decrepitud y la sordidez. Pero ello, no era causa para que esa vieja tuerta, fuera una salvaje con instintos caníbales. Siempre la veía lavando a pleno sol en los lavaderos comunes de su vecindad. Los que construyeron esa vecindad, no sembraron árboles en la zona de los lavaderos, o bien, no colocaron los lavaderos a la fronda de aquellos generosos framboyanes y tamarindos. Y ahí no la veía con lentes. Lo que sí vi, fue como a su hijo mayor le puso una golpiza que si él ya olvidó, yo no.
                         Le decíamos Campesino. No porque lo fuera. Éramos tan pequeños mi hermano y yo, que confundimos su nombre, con el nombre de la calle donde vivía. La calle se llamaba Campesino, y Campesino le dejamos.

                                 Campesino era como cualquier niño. Travieso,  inquieto, pero a la vez, estudioso y limpio. Era, quizá un poco más chico que yo, pero por ser varón, era más atrabancado. Sabrá Dios qué hizo Campesino para que la tuerta tomara un cinturón y le diera varios azotes. Campesino ya no soportó más y le detuvo la mano castigadora a su madre. La vieja, al ver que no podía desasirse de la mano del niño, lo mordió. El niño, ni con esos dientes que con tanta sevicia lo lastimaban, soltaba el puño; la tuerta lo mordió al grado que vi caer sangre, y salí corriendo y llorando, hasta que no pude más. 

                                A mi mamá le causaba gracia mi inquina contra esa mujer. Me oponía, en vano, a que mi mamá le regalara prendas de vestir viejas y usadas, o algún calzado que a ella ya no le gustara. Mi madre la compadecía por ser una mujer sola, sin marido y sin dinero. Para mí, ella no merecía nada. Ni vivir. Lástima que no me atrevía a decírselo y debía cumplir la encomienda de llevarle los regalos. Y recuerdo perfecto que, ella no agradecía sonriendo, y yo tampoco lo reclamaba.

                                Tampoco estoy de acuerdo con la modalidad del siglo XXI de dejar que los jóvenes hagan lo que les plazca. Los castigos, regaños y una nalgada a tiempo, con el tiempo se agradecen. Pero ese abuso, que raya en el maltrato impune, nada más porque es el padre o la madre, aunque sea tuerta, no. No, no, no, y no.

                                  Y otro colmo, que a la otra vieja, muy parecida a ella, el cabello, la forma de vestir, pero sin ser tuerta, yo le tenía que decir tía. No era mi tía. El tío era él. Pero bueno, uno tan civil ¿verdad? Tan sólo porque a mi tío el enano, se le ocurrió cohabitar con esa energúmena, a la que tenía que decirle tía. Era de noche y mi mamá nos mandó a comprar pan a la tienda. Vimos a nuestro primo agonizar de miedo mientras mi tía le apretaba el cuello y el primo Horacio ya casi al desmayo. Cuando la tía nos sorprendió atisbando a su violento hogar, nos echó de ahí a gritos que hicieron volar una parvada de tordos que dormían plácidamente en un almendro. 

                               ¡Pobres tordos! que un desgañitado reproche les irrumpió el sueño. ¡Pobre primo! Que tuvo la desgracia de nacer de esa araña, que, bueno, era una mujer, pero parecía una licósida; creo que, una tarántula era más inocua que ella. Quién puede preciarse de decirse madre y apretarle el cuello a su hijo, tan sólo porque llegó con la ropa sucia. ¡Cuánta iniquidad!

                              ¡Y somos los grandes sobrevivientes! De Campesino no volví a saber más. Tampoco de la tuerta, si acaso, supe que su nombre era Felipa, pero yo le dije tuerta a secas. De la tía masacradora me alegré, cuando supe que cayó de cabeza a un pozo profundo, y la encontraron dos días después. ¿Y qué esperaban? ¿Que lo lamentara? No. Y no importa que el suceso de la tía colérica haya sucedido ya que el primo Horacio era padre de familia. Pudo hacer una familia a pesar de haber purgado una condena, no tan severa en la cárcel por haber asesinado a un amigo del barrio. 
                              Alguna tarde de visita a un productor que estaba preso por fraude, vi al primo pasar con unos escritos en la mano. Parecía más un empleado ejecutivo que un prisionero. No me habló ni yo hice un intento por hablarle. Éramos primos segundos, pero nunca me avergoncé de que hayan sido los primos pobres, o porque eran hijos de mi tío el enano, ni mucho menos por el asunto del homicidio imprudencial. No le hablé porque estaba más ensimismada en el asunto de la grabación de un disco que, el empresario aun preso, seguía con sus planes, su trabajo y muchos etcéteras. 

                               El empresario me pregunto con el ceño fruncido si conocía a ese joven y le dije que sí, que éramos primos. Y fue entonces que supe que, tanto él como mi primo, estaban, de algún modo, en un sitio de privilegiado. Se le llamaba "sala de distinción". Y bien, si algún consuelo podían encontrar en el encierro, ahí no me quedó más que alegrarme. No le conté al empresario de la casa de disquera que mi primo estaba ahí porque, alguna ominosa noche, pasado de copas, con el ánimo embelesado por la soberbia de que ahora, él era el que tenía el poder, le dio un balazo a un amigo de él, que tenía una verruga enorme en el ojo. Estoy segura, que entre chanzas y risas, mi primo le dijo a su amigo que le volaría, con una bala, esa verruga que era motivo de mofa de muchos. 

                              ¿Que por qué dije que éramos los grandes sobrevivientes? Pues porque yo no sé por qué, ni Campesino, ni Horacio ni yo, estábamos muertos a manos de nuestros progenitores. Yo no sé qué edad tendría, pero una botella de aceite, no un cuarto de aceite, una botella enorme de a litro que se llamaba Patrona, y que tenía como sello distintivo a la Virgen de Guadalupe se me resbaló de las manos cuando la tomé del estante. Parecía que no estaba bien cerrada y el aceite en el vidrio hizo que la botella acabara hecha añicos sobre el suelo. Por esta simple razón, mi mamá le sacó las correas a mi mochila de piel, y no recuerdo cuántos azotes me dio. Entre el pánico y, -no recuerdo si había dolor- pero diré que dolor, vi a nuestro perro pasar y echarse en el rincón más fresco de la casa. Nunca antes le tuve envidia a un perro. Se veía tan ajeno a mi desgracia, porque los azotes venían acompañados de una retreta de maldiciones, que lejos de aletargar la ira de mi madre, la acrecentaba. Entonces, ya no parecía mi madre. Tampoco se veía tan aberrante como la tuerta o como la mamá de Horacio; se veía mucho peor. El peor monstruo jamás antes concebido ni en mi más recónditas pesadillas. 

                         Yo estaba de rodillas frente al colchón de la cama. Y mis gritos se fueron ahogando, o bien, cuando enrolló la cinta en mi cuello y apretó, y apretó, y apretó... entonces la vida ya no parecía tan interesante. Los gritos de mamá se fueron apagando, o se confundieron con los míos. Todo se hizo oscuro de una forma tan densa, que me habría quedado para siempre ahí. ¡Maldita la hora que llegó otra tía! Peleó con mi madre cuerpo a cuerpo y se disputaron ambas cuñadas el cinto. Apenas me di cuenta de esto, porque una tos de supervivencia me increpó. 

                           En ninguno de los tres casos antes mencionado, estuvo el dinero de por medio. Cuando la gente cree que puede, lo hace. Si no hay castigo, si no hay culpa, si no hay consecuencia, lo hace. En este mundo y entre los seres vivos, todos, es la ley del más fuerte. Las plantas inteligentes devoran a las plantas que no lo son. Entre los animales hay, tremendas luchas, hasta la muerte, para quedarse como el rey. Es también entre los hombres... y las mujeres. Todo el abuso que se vive en este planeta, es por una enfermedad, quizá no lo sea, sólo sé que, es un asunto de poder. 

FIN.