miércoles, 27 de junio de 2018

UN ESCUPITAJO CON TODO RESPETO

UN ESCUPITAJO CON TODO RESPETO

Ella me lleva en alma, y tu en la imaginación
tú me miras con los ojos, ella con el corazón;
lo tuyo es capricho, pura vanidad;
lo de ella cariño, cariño verdad.
Juan Legido
(Los churumbeles de España)









           Hay un dicho en el Istmo de Tehuantepec: ¡Ahora sí se juntaron piedra con coyol! El coyol es una palmera que se da por esas tierras tropicales. El fruto, también llamado coyol, es del tamaño de una almendra. De sabor un poco dulce. El centro de éste, tiene algo parecido a un coco, envuelto en una cáscara negra y muy dura. Demasiado dura.
           Describo todo ésto por el desafortunado encuentro que tuvieron doña Victoria y Aura. Aura era una mujer muy joven, de apenas veintiséis años. Tenía un carácter fuerte y había vivido sola desde hacía diez años. No lo había pasado bien, pero lo había pasado al fin. Y se veía bien. Era autosuficiente y obtenía ingresos haciendo un sinfín de cosas. No era una vendedora. Lo mismo podía redactar una nota para algún periódico, dibujaba haciendo sarcasmos políticos, pintaba primorosos atardeceres al óleo, Se codeaba con gente de alcurnia y no se puede entender por qué, no tuvo como pareja sentimental a una persona que se manejara en ese nivel social. 
           Eligió para vivir un barrio en una colonia popular. Ese barrio estaba en una región céntrica. Le quedaba cerca el aeropuerto, el centro de la ciudad, y no tenía queja alguna. Por ello, Aura vivía en ese lugar, donde, rara vez era visitada por algún amigo o amiga; pero salían bastante asustados por la mala pinta que tenía todo aquel paraje.
            Era una persona muy seria en sus asuntos y la vivienda que alquilaba la tenía muy bien acondicionada, para el gusto y el placer de su arrendadora, ya que, tampoco se atrasaba en los pagos. 
            No tenía algún horario fijo para entrar a ningún trabajo y vivía con desenfado en ese aspecto. Fue por ello que, no quizá, seguramente, el hijo mayor de doña Victoria, decidió instalarse cómodamente en aquella casa. Aura, que padecía de una crisis de soledad no se percató del momento exacto, en que ya estaba a sus anchas Sebastián en la poltrona más mullida de aquella casa.  Un hombre que le llevaba veinte años. Tenía un matrimonio destruido y varios hijos e hijas con distintas mujeres. 
             Instalarse en el sitio de Aura fue fácil. Que Aura fuera como las demás, no se pudo. Aura siempre fue determinante ante la idea de no tener hijos, y no los tuvo. Ni con él ni con nadie. Y eso que, mucho tiempo después, Aura se casó en una fastuosa boda con un hombre serio, bueno y guapo. 
             Aura jamás estuvo remotamente enamorada de Sebastián. Eso cualquiera lo percibía. Las mujeres desdeñadas, siempre conseguían el número telefónico, o la dirección de la mujer en turno, y la agredían o mentían diciendo que él, que Sebastián seguía yendo a verlas, tenían camas de amor con él, y Aura, o bien, colgaba el teléfono, o sostenía una plática con las despechadas; pláticas de lo más amenas porque Aura, gustaba mucho de platicar. 
              Por esa razón, las que buscaban pleito, terminaban peleando con el picaflor, o bien, sucumbían ante el carisma de Aura que no le hacía un sólo escándalo a Sebastián. No le interesaba en el aspecto sexual. 
               Sebastián por su parte, presumía orondo que siempre tuvo a la mujeres más bellas, y se había hecho a la idea de que siempre buscaría una, diez años menor que él, y sólo viviría con ellas, diez años. Y así lo hacía. 
                Aura tenía consciencia de que ese señor, sólo estaría diez años con ella. Mientras tanto, vivía su vida. 
                Las que parecían tener el alma amarilla por la hiel esparcida en sus vidas, eran la madre madre y las hermanas de Sebastián.
                - La putita que te regaló el coche - Solían decir.
                Aura no era ninguna putita, ni le regaló ningún coche. Se los dejó en alto y en claro la vez que Sebastián llegó pidiendo las llaves del automóvil, porque quería llevar a su madre y a una hermana al estado de Hidalgo y se llevó tremenda sorpresa.
                 - Lo vendí. -Dijo sin más.
                  Se encogió de hombros ante el cuestionamiento, y esa fue su única respuesta. No le dio la gana explicarle que estaba requiriendo dinero para invertir en un negocio que resultó bastante fructífero. El coche era de ella, y por ende, hizo con éste lo quiso, y sin consultárselo. 
                  Quién sabe que explicaciones habrá dado Sebastián a su madre y hermanas, pero la resulta es que él seguía ahí. Aura era un tanto generosa. Sebastián le venía mejor como una especie de huésped, que se asía a la paciencia, que sacaba de la otra paciencia, más paciencia para escucharla. Aura, cuando empezaba a hablar, no le paraba la boca. Una vez que se desahogaba, no tenía oídos para escuchar, y menos a Sebastián, o don Sebastián. Vaya si le costó trabajo hablarle de "tú" y quitarle el "don". Hoy día, es el vejete, cuando se refiere a éste. De vez en vez, muy de vez en cuando.

                 Alguna vez, doña Victoria le regaló un pantalón deportivo a Sebastián, éste, se percató que el pantalón le quedaba chico y corto, por lo que se le hizo fácil dárselo a Aura. Éste sería quizá, el único regalo que Sebastián le diera a ella. Sebastián empezó a poner muchos pretextos para ya no presentarse a su trabajo, y finalmente lo perdió. Total, ahí estaba, viviendo en la casa de Aura, y en la casa Aura, nunca faltaba nada. 
                  Cada uno tenía su recámara. Aura no toleraba dormir acompañada y era muy feliz en su recámara rosa. El tapiz aterciopelado, sus sábanas de satén, el tocador con ángeles dorados, su alfombra mullida... Solía decir que era muy "girly".

                   Una tarde en que, Aura tuvo un desencuentro con la hermana de Sebastián, a unos pocos pasos del mercado, lo último que se imaginó, es que tendría otro altercado, este sí, muy severo y con graves consecuencias, nada más y nada menos, que con la mujer cuervo: doña Victoria. 
                     Una mujer severa en el vestir y en el hablar. Un luto estúpido desde hacía más de treinta años, hasta con mantilla de encaje. Aura, alguna vez, en un mercado de antigüedades, compró dos, y se las envió con Sebastián. Así era Aura.
                      Lo que no era comprensible, era la actitud de doña Victoria. Tan sobre actuada con su decencia, cacareándola a gritos, como si a todo mundo le competiera eso. El luto cerrado por un hombre que murió de alcoholismo y que tuvo la desfachatez de tener como amante, a la mejor amiga de ese entonces de doña Victoria, y que, por lo mismo, la tenían viviendo en la misma casa. A casi un par de meses que sucediera la muerte del beodo, fue que se enteró doña Victoria, y hasta ese momento fue echada la mujer traicionera, y el traidor, ese, esperaron su muerte. No tardó mucho.
                       A qué vendrían esos aspavientos de mujer disfrazada de la eterna dolorosa, quién sabe. Quizá era el dolor de la traición. Tampoco era coherente que, si Aura era una puta devaluada, por qué, sí eran aceptados los regalos que ésta enviaba. 
                       Aura era tan desenfadada en ese aspecto, que cuando enviaba regalos a la casa de la madre de Sebastián, también enviaba viandas y otros obsequios a otra casa. Nunca esperando alguna respuesta. Alguna vez, supo que una de las tantas hijas de Sebastián, quería un árbol navideño, pero no tenían dinero. Aura adquirió muchas luces navideñas, y la niña pudo tener un árbol enorme, el que estaba en medio del patio de doña Victoria. Fue el árbol más admirado aquella vez.
                       Debido al  desprendimiento de Aura, doña Victoria, sin ningún remilgo, le mandó pedir con Sebastián, una serie de rosas con luces para decorar el nicho que tenía de la Virgen de Guadalupe. Aura la complació.
                       Y aquí es donde la puerca tuerce el rabo. Aura tuvo deseos de cocinar. Casi no se daba a esa tarea, pero quiso hacerlo porque se le antojó la idea de combinar pollo con una salsa de zarzas, que según Sebastián, era un guiso muy sabroso que preparaba su abuela, cuándo vivían él, su primo y su abuela, en Zitácuaro.
                       Ya había conseguido las zarzas; fue difícil porque en la ciudad no se daban. Las encargó hacía dos semanas, y ya estaban ahí. Pasó a la pollería y escogió las piezas que más le gustaban. Estaba dando la espalda al puesto de doña Victoria. Cuando Aura pasaba por ahí, rara vez se percataba quién atendía ese puesto. No le interesaba. Era un puesto de semillas de frijoles, arroz, garbanzos, etc. 
                       Escuchó una voz gruesa
                       - ¡Que poca abuela! ¡Ni la burla perdonas maldita buscona!
                       Fue entonces que Aura se volvió y vio a doña Victoria con la mirada lívida de coraje.
                       -¿ Es a mí?
                       Doña Victoria se le fue encima a golpes, arguyendo que el pantalón deportivo que vestía Aura, era de su hijo, regalo de ella. La gente de inmediato hizo un ruedo ante el degradante espectáculo. Hubo otra gente, mucho más prudente que intentó separar a las mujeres. Curiosamente, agarraban a Aura. No se dieron cuenta que al sostener a la mujer joven,  doña Victoria tenía a una Aura inerme ante la agresión; por esta razón Aura forcejeaba, y se desasía de unos, cuando ya la agarraban otros. 
                        Una mujer, casi de la edad de doña Victoria, se puso del lado de la colérica doña Victoria, quien, con los dedos como garras, le jalaba el pantalón deportivo a Aura. Aura no entendía lo que doña Victoria decía, a la vez que la agredía.  Si así hubiese sido Aura, sin ninguna mortificación, se habría quitado el pantalón, y se lo habría entregado. Así, en calzones, habría ido a cualquier tienda de ropa del mismo mercado y habría comprado otra prenda. 
                       Aura era especialista en hacer ese tipo de cosas. Y eso, habría escandalizado más a la falsa puritana de doña Victoria. 
                       Desgraciadamente, doña Victoria quiso humillar a Aura, simplemente porque así era esa atrabiliaria mujer. Aura escuchó
                        - ¡Con todo y calzones comadre! ¡Quítele el pantalón con todo y calzones!
                        Eso fue suficiente para que Aura despertara el animal salvaje que llevaba dentro. Quién sabe de donde le salieron fuerzas para quitarse de encima a todos los que la detenían, ignoraba si para bien o para mal. Pareció que una fuerza extraña los empujara y nadie pudiera dar un paso adelante. Doña Victoria se atemorizó. La comadre vio los ojos en llamas de Aura e intentó correr, pero no supo qué fue lo que la clavó en su sitio. Aura le sorrajó una bofetada a la comadre metiche y chismosa. Apenas se escuchó un leve quejido de la multitud, al tiempo que voló una gota de sangre. En cuanto a doña Victoria, no tuvo tiempo de nada, cuando sintió escurrir sobre su mejilla el escupitajo de Aura. 
                         Alcanzó acaso a cerrar los ojos, esperando algo peor. Se le saló el paladar, se le amargó aun más la existencia, y se confundió el salivazo con dos gruesas lágrimas que le brotaron de los ojos. Aura ya no pudo escuchar los lamentos de doña Victoria, haciendo alarde de la clase de mujer que era ella, una madre que sufría lo indecible por todos sus hijos, una viuda perenne que no comía carne ningún Viernes de todo el año, una mujer tan piadosa que no era capaz de mirar a los ojos a nadie en señal de humildad, una mujer que tenía un dormitorio para ella sola, que parecía un altar mayor de una iglesia de pueblo pobre, en fin un monumento a la bondad que no se merecía tal escarnio de una ramera, sí, una ramera que su hijo el mayor, habido tenido la imprudencia de hacerla su mujer, y ahora, su familia se estaba manchando de una manera tan inicua. Ella, no merecía vivir en ese légamo de injusticia, e imploraba a la corte celestial, enviaran a un ángel para que la escoltara hasta el umbral del Paraíso.
                      Aura, tras escupirla, le dijo
                      - Y no le hago más, porque le tengo respeto.
                      Y se alejó sin volver la vista atrás, ante la atónita mirada de la gente, que no sabían si reír a carcajadas por las sandeces de aquella remedo de santa, o la iracunda mujer joven que dos patadas y un pedo fétido, puso punto final a aquella infausta gresca. 



LA BODA DE MIS PESADILLAS




LA BODA DE MIS PESADILLAS











                 Yo no creía en los sueños, hasta que una noche volví de mi letargo, y lo que estaba viendo era una mancha de yeso, sobre la pintura rosa de la pared de mi recámara. Antes, la parte blanca, era el tocado y el velo de Chenchi, la parte rosa, era su rostro. Ella; feliz, sonriente, en un coche que quién sabe quién le prestó. Pero iba a su boda ¡en coche! Todos los vecinos nos arremolinamos ante ella. Yo no iría, ni siquiera a la misa. Mi mamá me dijo que a esos eventos una debe ir vestida de una manera muy apropiada, y ella, no tenía dinero para comprar ese tipo de indumentaria. Mi mamá sabe coser ropa, pero aún así dijo, que no se sentía con la capacidad de hacer un vestido elegante, no como para esa ocasión.
              Me resigné y me recosté en la cama. Aún no era hora de dormir. Y estoy segura que no me quedé dormida cuando tuve aquella visión. Me asusté y al levantarme vi que aquella amorfa figura de yeso que pusieron para tapar algún hoyo sobre la pared, me hizo soñar despierta. No me atreví a contarle nada a mi mamá a la hora que me llamó para cenar. Lo que sí hice, fue prometerle que, así como se veía Chenchi, así me vería yo, y así como la mamá de Chenchi, tan orgullosa y lamentándose de que no iríamos a la fiesta. 
             Jamás creí que mi mamá estuviera tan furiosa. No conmigo. Creo que con la situación. Me exigió que no dijera tonterías, no más de las que solía decir normalmente. Chenchi, me dijo, era de mi edad, y todo apuntaba a que su matrimonio sería una fracaso.  Chenchi era una mujer sin aspiraciones; era muy diferente a mí. Por esta razón, ella no me vería así como Chenchi, en un automóvil prestado, sobre la calle sin pavimento. 
                     El vestido era un asco según mi mamá. No le ajustaba debidamente. Los invitados que llegaron, de algún rancho remoto, llegaron con aspavientos de gente pudiente y a leguas se veía que no lo eran. Señaló por sobre todo a una rubia oxigenada, le dijo mamá, la que traía un overol de mezclilla que le quedaba chico del tiro y se le clavaba en su parte íntima. Esa, decía mamá, no era la indumentaria adecuada para estar en una boda. Y así siguió el resto de la noche y continuó al otro día. Parecía un moscón haciendo ruido y pidiendo a gritos que lo mataran.
                      Pasaron dos años y en efecto, Chenchi se quedó sola con dos hijos y aquella noche de felicidad se olvidó porque un año de escándalos y pleitos la sepultó. Yo, ya muy poco me enteré de cómo se dieron los hechos a detalle porque  viajé a la gran ciudad para estudiar la universidad.
                        Mi mamá era la que se pasaba horas en el teléfono contando los muertos y las desavenencias de Chenchi con su marido. A decir verdad, muy en el fondo, me alegré un poco, porque Chenchi, una vez casada yo no fue la misma. Tuvo la osadía alguna vez, de decirme que mi mamá tenía cara de máscara de carnaval. Lo dijo porque a mi mamá le brotó paño y sufría mucho por ésto. Chenchi, que tan sólo por haberse casado se sintió una mujer un tanto más superior, se volvió insoportable.
                         Cuando me cansé de ser hiper vigilada por mi tío en la gran ciudad, busqué una vivienda para mí, y de ser posible, traerme a mi mamá conmigo. Trabajaba y estudiaba. No fue nada difícil. Por las mañanas trabajaba como secretaria ejecutiva y  por las tardes, casi noche, pude estudiar radiología.
                  Mi mamá me visitaba muy a menudo y nos la pasábamos muy bien. No sé por qué, pero ella nunca quiso quedarse a vivir conmigo, definitivamente. Argüía que la casa heredada de mi padre, ya fallecido, podría serle expropiada, o que si la rentaba, los inquilinos podrían destruirla o... le sobraban pretextos. Ella quería seguir teniendo su vivienda en aquella provincia donde no pasaba gran cosa, y cuando algo pasaba, lo hacían gran cosa. Así me pasó a mí.
                            Tuve dos novios antes de conocer a Leopoldo. Con el primero duré acaso un año, y el segundo, quizá tres meses. Sí me enamoré de él, pero era un hombre obsesionado con el sexo. Parecía un buen partido, aunque bien, no era estudiante  como Leopoldo, tenía y siempre tuvo, un taller mecánico y se construyó su buena casa, tenía tres automóviles, y es la fecha, que tiene una familia muy bien avenida.
                                No fui yo quien terminó con ese noviazgo. Fue él. Una tarde se cansó de mis negativas ante sus intenciones y me dijo que me fuera ... muy lejos. Así era él. Me negué a tener relaciones sexuales, no obstante que él, aseveraba que se casaría conmigo, pero yo, siempre tuve miedo. Estaba, extremadamente chapada a la antigua. En cuanto a eso, él tenía razón. Ya no eran los tiempos como los de mi madre. Mis amigas tanto del trabajo como de la escuela, ninguna era virgen. Yo, varias veces mentí al respecto. Pero siendo sincera,  no llegué virgen al matrimonio. 
                               Me pregunto para qué hay que se pura y casta. Por qué cuando los hombres tienen varias mujeres, son admirados y calificados como muy cabrones, y las mujeres, si hacemos como ellos somos putas. Así de simple. ¿ Por qué ?
                            
                                 Chenchi es una mujer sola con dos hijos, y yo soy una mujer con la cara fea, chueca, por tanta amargura. Un sobre peso que nunca debí permitir que me trastocara, pero lo permití, y ahora éstas son las consecuencias. Chenchi y yo, seguimos siendo diferentes. Ella es feliz. Yo no.

                                Leopoldo desde el principio de nuestra relación fue impositivo. No supe en qué momento, en que hora, en qué instante, por cuál resquicio me penetró su sombra oscura y dañina, y me robó la voluntad. Perdí mi virginidad con él y de una manera tan abrupta que, ese fue el momento justo en el cuál ya no quería casarme con él. No sabía a quién decírselo. ¿A mi ex novio? ¿A mi madre? A mis amigas definitivamente no. Estoy segura que... no. No estoy segura de nada. Otra vez me dominó el miedo y mis prejuicios pasados de moda y obsoletos. Sí. Son obsoletos porque no sirven para mucho.
                               Yo, por ser una romántica sin remedio pensé que la primera vez, descrita tantas veces por los poetas en canciones, en versos de prosas y rimas, sería algo inolvidable. Bueno, inolvidable sí ha sido; terrible e inolvidable. 
                             Apenas me estaba limpiando la boca por unas tortas que Polo, Leopoldo me había invitado como cena, y ya me estaba gritando que me subiera al taxi. Aturullada y sin cuestionar me subí. Quedé petrificada de horror cuando el coche se metió al estacionamiento de un motel. Fui prácticamente empujada al interior de la habitación que olía excesivamente a cloro. El baño era aun peor: tenía moho y la taza estaba manchada de sarro. Todo era asqueroso. No tuve tiempo de decir nada. 
                                   Tampoco puedo acusar a Polo de violador. ¿O sí lo fue? Yo no quería, pero no se lo dije. Me dejé llevar. Fue una experiencia desgarradora, dolorosa, con manchas de sangre sobre las sábanas raídas de viejas. Sí se veían limpias, pero en sí, el ámbito, era sórdido. Polo llegó a decirme varias veces, cada que discutíamos y yo le reprochaba su acto artero contra mi primera vez, que si es que yo merecía un castillo, una cama con sábanas de seda ¿O qué? 
                                   Si hubiese sabido, quizá me habría entregado a mi ex. Él, siempre que me lo pedía, era después de una cena con candelas rojas, algún regalo, y él solía tomar dos copas de vino. Yo, nunca he querido tomar vino. 
                                  - Te va a gustar. Te lo hago despacito para que no te duela - Solía decir.  -Además, yo me quiero casar contigo. ¿Por qué no me rendí ante una propuesta -no una, varias- tan romántica y tan bien planteada ? Polo nunca se mereció mi primera vez, aunque se haya casado conmigo. Se casó porque debido a esa relación, yo quedé embarazada. 
                                No pasaron ni veinte días cuando vi mi periodo suspendido. Polo compró una prueba de embarazo en una farmacia y el resultado fue positivo. 
                                Recibí la clásica pregunta ¿Estás segura? pero no las otras clásicas ¿Estás segura que es mío? o ¿Y qué piensas hacer? Por fortuna no. ¿ O por desgracia?
                               Planeó la boda de inmediato. Me ordenó truncar mis estudios mientras que él sí continuaría estudiando. Él trabajaba en un hospital como intendente de limpieza. Ahí mismo trabajaba una de sus muchas hermanas, Matilde,  quién me tomó una ojeriza implacable y siempre me gritó: ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!
                               Polo me defendió una que otra vez, no siempre. Solía decir: Está loca. No le hagas caso. Y tenía que tragarme las ofensas de esa desquiciada. 
                                Cuando le avisé a mi mamá, no me quedó más remedio que decirle que estaba embarazada y ambas no tuvimos más remedio que aceptar todo lo que Polo ordenaba. Mi mamá no me regañó ni me reprochó nada. Yo esperaba lo peor, pero no fue así, al menos, no por parte de ella. 

   
                                 En un parpadeo ya todo estaba listo. Mi mamá, que pocos años antes me había dicho que no se sentía capacitada para hacerme un vestido para una fiesta, fue ella quien me confeccionó mi vestido de novia. Puedo asegurar que tuve un hermoso vestido. Fue blanco. Así lo decidimos ambas porque, si bien, no llegué virgen al matrimonio, sí me casaría con el hombre que me desvirgó. Así que, por eso. 
                                Ya no hubo tiempo de planear donde viviríamos ni demás cosas. Polo decidió que viviríamos en alguno de los muchos cuartos de la enorme casa de mi suegra. Doña Victoria; una mujer adusta, en todo y por todo, hasta en la voz que parecía de hombre. Jamás sonreía. Vestía de luto desde hacía más de treinta años. Y eso que mi madre yo, éramos las chapadas a la antigua, mi madre sólo vistió de luto riguroso un año. Doña Victoria me reprochó con el puro gesto mi ligereza y ahora las consecuencias de hacer una boda a las correndillas. 
                               Ojalá y hubiera tenido el valor de gritarle que Polo, apenas me dio tiempo a nada... pero, en fin, lo hecho, hecho estaba. 
                                   A decir verdad, sí me entusiasmé al ver que mis cuñadas decoraban la casa con alegría. Se haría un gran baile en el patio. Me dieron algunos regalos, incluso Matilde. Todas eran de carácter áspero, pero aun así, junto con los obsequios me dieron  algunos consejos. Repartieron invitaciones, pero no a todos. No eran de la alta sociedad, pero a veces, se paraban el cuello más de la cuenta. A veces decían ser gente sencilla y sin remilgos, porque tenían un puesto de semillas en el mercado, pero a veces, como un brote de alguna enfermedad, les nacía la idea de estirar el cuello y mirar a todos hacia abajo. Mi boda, fue una de las mejores ocasiones para ello y entonces decir, que invitaremos a éstos porque son parientes de un político que tiene futuro, a éstos otros no porque, el señor es un borracho y ella, parece de cascos ligeros. Como si los hermanos de Polo no fueran unos borrachos, que digo borrachos, alcohólicos sin remedio.
                                  Era la mañana de la víspera de mi boda. Había hecho una cita con la manicurista, cuando llegó mi suegra hecha una mole de ira. Me dijo que no me golpeaba, porque estaba yo encinta, pero, se señalaba el cuello con el pulgar, con ésto pago, decía, con ésto pago si ese hijo que llevas, es de mi hijo Polo. 
                                  Mi ex novio. Estaba furibundo o frustrado. No lo sé. Polo lo conocía, incluso sabía que ese muchacho había sido mi novio, y supo, no porque yo se lo hubiese dicho, sino porque todo fue muy transparente, y mucha gente supo que esa relación no duró mucho. Mi ex novio dijo:
                                    -Cuando quieras Polo, yo te digo dónde tiene cosquillas, y qué es lo que más le gusta.
                                Polo le reventó el labio inferior de un puñetazo. Pero la hablilla se enfocó más en lo que dijo mi ex, que lo que hizo Polo a mi favor. Mi suegra y mis cuñadas creyeron que él, mi ex era quien decía la verdad. A Polo no lo bajaron de pendejo y a mí de puta.
                                 Mi madre me aconsejó que yo, pasara por alto la ofensa de mi familia política, al fin y al cabo, me casaría con Polo, no con la familia. Qué equivocada estaba mamá.
                                   Me pusieron compresas de manzanilla a fin de desinflamar los ojos hinchados de tanto llorar. A mí no me importaba ya tanto, me sentía como un animal al sacrificio. Muy parecido a aquella tarde en que Polo me llevó a un motel percudido. Mi concuño, Fernando, esposo de Matilde, se ofreció a entregarme en el altar. Mi madre, tan severa en cuanto a que la tradición dicta que es un varón quien debe entregar a una novia; le agradeció mucho,  pero se negó. Le dijo a Fernando que ella me entregaría. No entendimos mi madre y yo, por qué mi concuño quería entregarme, si sabíamos que Matilde, su esposa, era de las más indignadas con la boda. Sus gritos, decían, hacían vibrar las paredes de las casas contiguas a la suya. Y los vecinos estaban hartos de escuchar la palabra: ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!
                                     Creí que Polo me iba a dejar plantada en la iglesia. No entiendo qué pasó, pero yo llegué antes. No me fui en ningún coche como Chenchi; la iglesia estaba muy cerca de la casa y caminé por el barrio de adoquín. La gente me saludaba y me sonreía; me deseaban suerte, como si yo fuera un torero matador y no una novia. La suerte ya estaba echada.
                                       Me confundí cuando vi a un hombre de traje y pensé que era Polo. Y no era. Era uno de sus hermanos. También estaba Fernando mi concuño, y muchos amigos de Polo. Algunas mujeres casadas y piadosas también estaban ahí. Varias jóvenes como yo, que si bien, no eran mis amigas, sí mis conocidas y habían recibido la invitación de manos de doña Victoria, mi suegra. 
                                 Esperaba a Polo ya sin fe. Creí que sobreviviría a esa humillación porque, me devolvería a mi pueblo. Esa era mi determinación. En eso estaba, cuando vi a Matilde. Tuve sentimientos encontrados. Recuerdo que sonreí nerviosamente. Pensé que, detrás de ella, vendrían mis suegra y mis otras cuñadas. No fue así.
                                           Matilde no iba ataviada con un vestuario adecuado a la ocasión. Iba, como solía estar de ordinario en su casa. Su paso era fuerte y decidido. Cuando estuvo frente a mí, sacó un bisturí e igual que como con Polo, no tuve tiempo de decir nada. Rasgó el velo que me cubría la cara.
                                           - Así como rasgada llevas la verija, así debe ir tu velo. ¡Puta! Las novias que son vírgenes son las que deben llevar el rostro velado, y tú, ¡eres una puta!
                                     Aquí el cuestionamiento que hizo desesperar al padre fue éste... me quito o no me quito el velo. Mi madre decía que me lo dejara, yo no era culpable que una enajenada mental lo hubiera rasgado con un bisturí. Polo, ya no esperándome en el altar  como dictaba el protocolo, dijo que me lo echara para atrás. ¡Ridículo protocolo! Y sí, ¡Polo era un pendejo! Tal y como sus hermanas y su madre le decían. Así que la unión estaba justificada: Un pendejo se casaría con una pendeja. Y el sacerdote decidió que me lo quitara. Se celebraría una boda para recibir un sacramento y eso era lo único importante. Hasta malas palabras soltó.
                                    -Ustedes que se ocupan de esas pendejadas. Que si el vestido es blanco, que si es marfil, que si es muy corto, que si es muy largo. El compromiso es ante Dios, y Dios no es modisto ni le interesan esas cosas.
                                  No hubo fiesta ni baile en la casa de mi suegra. Dicen que a maldiciones desbarataron todo lo que con tanta alegoría habían arreglado. 
                                         Hoy, tras una parálisis facial que me dejó el haber cuidado, casi día y noche una terrible enfermedad que padeció mi marido, el vivir con ésta gente, esta familia política que me acusa de ser bruja, y que por ésta razón Polo se enfermó -tuvo un derrame cerebral- ésta gente que a menudo me amenaza con entablar una demanda para arrebatarme a mi hijo les he tenido que decir, asesinando a la endeble y la sumisa:
                                         -¡Váyanse a la verga todas ustedes! ¡Váyase a la verga usted suegra! ¿Por qué me ve? ¡Véase usted vieja fea! Váyase a la verga, sí ¡a la verga! Vístase de vergüenza porque eso es usted ¡Una vergüenza! ¡Váyase a la verga! ¡Se lo digo con la "v" de la victoria, doña Victoria!
              

              
                                  
          
                                        
          
                                 
                                  

                              
                                

          

                       

                    
               

LA FALSA MEDEA

LA FALSA MEDEA












          El piso no parecía tan duro para dormir. Ahí estaba, con gruesas cobijas para hacer más llevadero el frío y la dureza de aquel suelo que, por un instante, Aura creyó que estaba contaminado. Estaba en un hospital, cuidando a una mujer que, no entendía cómo había salvado la vida. 
          La mujer se llamaba Matilde y sus encuentros, fortuitos la mayor parte del tiempo con Aura, nunca fueron agradables. Maltilde la agredía salvajemente con calificativos y palabras hirientes. Y todo porque, Aura era la mujer de su hermano. Y para nada que lo hiciera porque Matilde amara mucho a su hermano, no, para nada, Matilde odiaba a su hermano y a la humanidad entera. Alguna vez, entre las maldiciones que lanzaba a Aura, aseveró que prefería ver a su hermano muerto o en la cárcel, que con ella. 
         Todo apuntaba a que, si ella no era feliz, nadie lo sería; y si el destino la contrariaba, entonces ella  encararía al destino. 
         Aura estaba ahí sólo por curiosidad, y no porque su concubino le hubiese ordenado cuidar esa noche a su hermana que, hacía unos días, los médicos la habían desahuciado; y en caso de sobrevivir, le esperaba una larga y dura condena en la cárcel. 
         Sobrevivió y no fue a parar a la cárcel.
         Aura quería ver cómo es que estaba respirando esa mujer que tuvo un severo corte en la garganta, cómo se le veía el cuello con tremendos navajazos, y también, fue un acto de piedad para una mujer, esposa del hermano de su concubino, a quien sí obligaban que cuidara a la moribunda, aún en las fiestas de Navidad y año nuevo. Aura la percibió muy cansada, y a punto de sucumbir. Aura solía desvelarse y por ello se ofreció; también quería ver cara a cara a aquella energúmena, que no tenía un ápice de piedad para con ella. Quería verla así, derrumbada. 
           No la vio triste, ni derrumbada. Al contrario. Aura vio como en la ronda de la tarde noche de los médicos, la auscultaron minuciosamente, colocaron el estetoscopio sobre todo en la zona pulmonar y escuchó: ¡Ya la hiciste mujer! ¡Ya la libraste!
            Matilde sólo esbozó una sonrisa y Aura la secundó, y la secundó con honestidad. Celebró la vida. Más tarde sí se sintió contrariada. Pudo dormir, no obstante que sus noches siempre en vigilia, muy entretenidas por cierto, eran de ordinario. 
            No volvió a acordarse de la hermana de su concubino hasta que  un aciago medio día, ésta la increpó como era su costumbre. Se abalanzó a ella con gritos e improperios. Aura no sesgó su camino. La miró hacia arriba. Era muy alta, pero no se replegó. Fijó la mirada en el centro de su frente y no la bajó hasta que la agresora dio por terminada su retreta de insultos. Cuando otra mujer la alejaba de su víctima, aprovechó a ver el avance de aquella cicatrización en el cuello. Pensó que estaba cicatrizando bien. La odió por tener una buena piel para la cicatrices. Aura no tenía esa fortuna porque ella tenía cicatrización queloide; apenas un rasguño y éste se abultaba, dejando una muy desagradable marca en su piel. 
           La pregunta que más tarde se haría Aura era que, así como tuvo la suerte de vivir, cuando estuvo desahuciada, así como tenía la fortuna de cicatrizar bien ¿tendría la dicha de cicatrizar el alma?  De esa última vez que la insultó también se percató que la mujer no tenía mal aliento, cuándo parecía que tenía el hígado agrietado por la ira crónica que padecía.

        
           Aura se enteró que Matilde estaba en serios problemas una tarde que telefoneó a su concubino para notificarle algo sin importancia. Él estaba en la casa de su madre en ese momento. Aura ignoraba que él estaba tratando de convencer a su cuñado, esposo de Matilde, que no levantara cargos contra su hermana. Apenas él pudo decirle, sin profundizar, que él, su madre, y toda su familia estaban recibiendo la peor humillación de su vida. Aura no pudo hacer mucho, colgó el teléfono y se sumergió en las vidas de aquellos seres que protagonizaban las telenovelas toda la tarde y no sintió ni una pizca de preocupación por su concubino, la madre de éste, Matilde y demás.

            Hacía meses, casi el año que Matilde sabía que su esposo tenía una amante. Lo que más le dolió fue que, el esposo no se defendió ni recurrió a ningún subterfugio cuando ella le cuestionó sobre el asunto. Y la remató diciéndole que la amante estaba esperando un hijo de él. 
            Matilde no lloró. Tampoco lo echó de la casa. Hizo uno que otro intento para asirlo a su vida de nuevo, yendo a un mercado que vendía pócimas para los maridos extraviados con los elixires ajenos; él nunca le dio oportunidad y no bebió esas pócimas. Compró polvos de "ven a mí" para atraerlo; quemó veladoras sobre platos preparados con azúcares mágicos, y se rindió.
             Se concretó a trabajar. Era parte del personal que organizaba todo el material que se usaba en un hospital. Precisamente, en el mismo hospital dónde salvó la vida milagrosamente. Tenía acceso incluso, a material quirúrgico y conocía de la "a" a la "zeta" todo lo concerniente a ese tema. Pidió tiempo extra para ganar más dinero y se desentendió de los hijos que eran tres. El mayor, un varón de aproximadamente doce años, y sus dos hijas, la mayor de éstas de ocho años y una pequeña que, quién sabe que cómo se las arregló para, siendo tan pequeña, no se enfermara, porque, dejó la atención de ésta niña de entre cinco a seis años, al cuidado de los mayores que,  dieron muy poca importancia a la menor.
            El esposo de Matilde ya no tenía empacho alguno en llegar o no a su casa. No habían pleitos y discusiones. Una total y absoluta indiferencia reinaba ahí. Nunca había comida preparada, ni para él, ni para los hijos. Él, también se desentendió de sus hijos y pasó la mayor parte del tiempo con la amante que, finalmente dio a luz, a un rozagante varón. 
            Mientras tanto, Matilde, obsesionada con ganar cada vez más dinero, no sólo se enfocó en trabajar tiempo extra, sino que, organizó tandas para de éste modo, obtener más dividendos. Nunca dejó en claro para qué quería el dinero. Se ignoró siempre ésto, ya que, parecía que el dinero sólo se revolvía en un círculo vicioso y no crecía, no había ganancias. Eso de las tandas fueron su perdición. Compraba una colcha cara y organizaba una tanda entre sus compañeras de trabajo. Entregaba la colcha a una y entre todas iban juntando el dinero para pagarla, siendo Matilde la organizadora, para que, al siguiente mes, se comprara otra igual, y dársela a la siguiente compañera, y así sucesivamente. Después compró baterías de cocina, televisores y optó por comprar joyas, no para su uso personal, todo, lo ofrecía en tandas. En algún momento todo se le fue de control. Su casa, sólo se veía atiborrada de enseres que nadie usaba. Colchas finas, pero las camas siempre estaban sin hacer. Baterías de cocina aún en sus cajas, porque ahí, ni ella ni nadie cocinaban. Alhajas que ella no usaba porque en el hospital tenían prohibido usar joyas. Debían usar, exclusivamente el uniforme.
          El colmo de males vino cuando el hijo mayor, ante la ausencia tan presente de sus padres, se enroló con una pandilla y empezó a usar drogas y alcohol. Alguna vez le pidió dinero a su madre, quien no se lo negó, para pagar la fianza de un amigo, que estuvo preso precisamente por andar en la pandilla. Finalmente se supo que quien estuvo preso fue él mismo, alguien pagó la fianza y ahora él tenía que reembolsar el préstamo. Por esos tiempos, nadie se enteró de lo sucedido. Todos estaban muy ocupados. Matilde en hacer dinero, el esposo en consentir a su amante y su nuevo hijo, y las dos hijas menores, muy probablemente en sólo sobrevivir.
         Matilde fue amenazada por una de sus colegas al no recibir la prenda, la batería de cocina y otros enseres domésticos, que ella, ya había pagado, y Matilde, no tuvo el dinero efectivo para cumplir. Se imaginó lo peor. Su nombre embarrado con el mote de estafadora en la frente, y sabía que era verdad. Lo que no sabía era cómo resolverlo. No tenía a quien confiarle su desesperación. 
         El mote de estafadora en la frente se vendría a sumar al de engañada, o divorciada. No lo podía soportar. Era una mujer muy desdichada, aunque eso de que no toleraba a la gente feliz y era chismosa, insidiosa, y malasangre, ya sucedía desde antes. ¡Imaginarse a sí misma derrotada! No. 
         El hombre que sí quiso ser su esposo la aceptó con un pasado bastante turbio. Era casi una niña, cuando se le hizo fácil treparse a una moto con un individuo que, en su momento lo creyó guapo y no paró hasta que un garrotazo de la vida le hizo ver que, era una prostituta de la zona de tolerancia en Acapulco.
         Salió corriendo cuando, tras vivir un año sórdido entre sábanas hediondas a sudores acumulados de hombres sin nombre en su cama maltrecha y concupiscente,  vio a su hermano, el concubino de Aura, que la andaba buscando por petición de su madre. Ella imaginó que su hermano la descuartizaría viva. Lo habría hecho, sí. Ese hombre era un ser maligno y actuaba como "dios todopoderoso". Como si sólo él tuviera derecho a cometer errores y hacer disparates. Pero ella estaba equivocada. Su hermano tenía órdenes estrictas de su madre de no injuriar, agredir o lastimar a Matilde, en el remoto caso de encontrarla. Y así fue. 
          El concubino de Aura, llevó de regreso a la capital a su hermana sin reproches ni agresiones. Nadie más volvió a hablar del asunto, y Matilde finalmente encontró a ese hombre, de muy baja estatura y con un ligero sobrepeso que sí quiso llevar a Matilde al altar. Lo que no es comprensible, es el por qué, Matilde siempre, sin motivo alguno, cuando sus hermanos varones tenían novias, o incluso esposas, ella se convertía en la enemiga más acérrima de sus vidas. Las vituperaba impiadosamente y de "putas" no las bajaba. Para ella, cualquier mujer que tuviera alguno de sus hermanos, todas, sin excepción, casadas ante la iglesia o no, eran putas. 
          Fueron dos noches seguidas, en que Matilde pensó que, era la casa la que tenía algún embrujo. El día que su compañera de trabajo le reclamó por la estafa, Matilde llegó temprano a su casa. Apenas puso en orden algunas cosas, y sobre el resto del desorden se acostó pero no durmió. Apagó las luces pensando que se sentía rendida ante el agobio del trabajo y la deuda, y por supuesto, vendrían más deudas, ya que,  así como perdió el dinero de las cosas de la mujer agraviada, así estaba para con las demás. 
          Le era intolerante el olor a orines, le caminaban las cucarachas en la cara y apenas podía soportar el ruido del comején y la polilla en los muebles de madera. Encendió la luz y vio las paredes de su cuarto y de toda la casa desfiguradas por la plaga de las chinches. Algunas, apachurradas, desangradas, muertas. Eso, parecía un calabozo abandonado de la mano de Dios. 
          Eran casi la tres de la madrugada cuando un ruido la hizo virarse con la mirada trastocada por el miedo. Era su hijo.
          Lo llamó a su recámara y ahí el muchacho le dijo que, iba llegando a esa hora porque perdió la noción del tiempo en la casa que tenía su padre, con otra mujer.
           Matilde no dio crédito a lo que escuchó. No vio un sólo gesto de reproche del muchacho contra su padre y lo veía fresco contándole a detalle, cómo era su hermano, el recién nacido. Apenas pudo controlar lo que su amargo destino le hacía vivir con tanta sevicia.

           Con el cuerpo y el alma estragados por la vigilia Matilde llegó temprano a su trabajo. Se volcó de lleno a éste y se hizo la sorda ante las murmuraciones de aquellas que, se cuestionaban sobre si Matilde también las estafaría a ellas. Nadie la abordó debido a un acto de compasión. Lucía tan descompuesta que nadie tuvo la capacidad de abordarla. Ya llegaría el tiempo. A la hora de salida Matilde tomó un bisturí y volvió a su casa.
            El tufo a orines le volvió a decir que su casa estaba abrazada por una mala sombra, tan perniciosa que, no la dejaba dormir. No sabía cómo otras noches sí pudo dormir, y justo, estas dos, eran insoportables. Maldijo a la amante de su marido. Ella y nadie más que ella le echó mal de ojo a su hogar, que sólo ella, Matilde, parecía ciega ante eso. Eso, ya no era una hogar. Era una casa, sí. Pero era un sitio inhóspito, infectado, fétido.   
           Fue a la recámara de sus hijas y las vio dormidas entre sábanas percudidas con sudor rancio y el tiradero de juguetes, útiles  escolares, y migajas de pan, que eran devoradas por las cucarachas. 
           -Después ellas - Dijo Matilde para sí.  
           Fue al cuarto de su hijo quien apenas había conciliado el sueño. Matilde se percató que esa recámara estaba pintada de color gris, y tenía pintados también, dibujos muy extraños: telarañas, insectos, calaveras... El desorden y el hedor imperaban tanto como en la recámara de sus hijas. El joven se la quedó mirando mientras ella escrutaba los cambios. No lo cuestionó al respecto, fue hasta su cabecera y le dijo que intentara dormir. El muchacho empezó a sollozar, e imploró perdón por haber estado visitando a la amante, a la nueva mujer de su papá. Matilde le dijo que lo último que ella quería, era verlo sufrir. Ni a él, ni a sus hermanas. Lo arropó hasta la cabeza y ahí le lanzó, con el bisturí hurtado, una cuchillada que no atinó a cortar la vena yugular. El joven atinó a empujarla y dio voces para despertar a sus hermanas.
          -¡Nos quiere matar!

          Matilde ya no tuvo más remedio que esconderse en su cuarto, y enloqueció ante los gritos de sus hijas y su hijo. Los vecinos que acudieron al llamado de auxilio del joven no lograron convencerla de que abriera la puerta de la recámara. Ella, trémula se dio un navajazo en el cuello, y otro, y otro... Cuando derribaron la puerta del dormitorio, Matilde se sintió como si estuviese desnuda en una multitud.  Tomó la decisión de empujarse en el centro de la garganta el bisturí.
         Para el tiempo que llegaron los paramédicos ella exigía que se atendiera primero a su hijo. Tuvieron que sedarla para impedir que siguiera empujando, con su dedo índice, el bisturí que se clavó en la garganta, debido a que, por más que le insistían que el muchacho sólo tenía un rasguño en el cuello, ella quería verlo, pero el muchacho no accedía ante tal petición.
         Fue tal su estado de gravedad, que tuvo que ser trasladada de la primera clínica, a otra, por medio de un helicóptero. Aura tiempo después, preguntó si ésto fue porque, ella trabajaba en ese hospital, o porque realmente estaba grave que recibió ese trato tan, para Aura, inmerecido. 
         -Por su gravedad - le dijeron. Aura recibió con muy mal sabor de boca esta afirmación.
         Para el tiempo en que el esposo de Matilde, el bígamo, sí, pero también el ofendido por el intento de homicidio de sus hijos, sabía que Matilde estaba fuera de peligro, no había poder humano que lo convenciera de poner a Matilde en la cárcel, o en el manicomio. Definitivamente tenía su oportunidad para deshacerse. de ella y no la quiso desaprovechar.  Nadie tuvo los arrestos para reclamar su traición, se veía imponente y muy decidido; reclamando que, ya era el tiempo que supieran, que sí se dio cuenta  que nadie le aplaudió cuando casó con Matilde sin ningún remilgo ante su nebuloso pasado. 
          La madre de Matilde, que era, aparentemente una mujer muy religiosa, con unos valores sobre estimados, por sí misma, acerca de su bondad; era como Matilde, o Matilde como ella. Todas la mujeres de sus hijos varones eran unas putas. Nadie más pura que ella, nadie más diligente que ella, nadie mejor mujer que ella, excepto sus hijas, pero un poco menos que ella. 
         Doña Victoria, la madre más buena del mundo; se puso de rodillas ante su yerno, para que éste, por favor, retirara los cargos contra Matilde. Llamaron al concubino de Aura, para que éste, con su figura prepotente, su sombra pesada, la voz que fingía cuando quería hacerse pasar por un perdona vidas; pudiera intimidar al chaparro regordete que lucía los mofletes arrebolados por la ira. 
          Nada. Ni la aspavientos que tenía de matón a sueldo del concubino de Aura, los ruegos de doña Victoria, los insultos y amenazas de los otros hermanos y hermanas hacían ver, alguna efímera luz de convencimiento a un hombre decidido a machacar la existencia de Matilde. Al contrario de todos, como balde de agua fría, le cayó la noticia que Matilde había salvado la vida. 
          Las ríspidas discusiones no paraban día a día. Este señor, no quería para nada el título de Jasón y quería a su falsa Medea fuera de su vida total y absolutamente. Quería la custodia de todos sus hijos, a quienes llevaría a vivir con la amante, y su nuevo hermano. No le convencía nadie. Ni las compañeras de trabajo, quienes, condescendieron y perdonaron a Matilde la estafa, porque hasta entonces se dieron cuenta que esa forma de trabajar tan afanosa, no era más que un trampatojo ante su profundo dolor de mujer engañada. No lo convenció su hija, la que estaba en el justo medio de su hermano mayor, la disputa y la menor. Ella, no entendía lo que estaba sucediendo, ignoraba que tenía un hermano recién nacido, y sólo quería estar al lado de su madre. De la amante de su padre nada quería saber.
           Vivieron con un  retorcer de dedos ante la angustia, la ansiedad y el miedo debido a la incertidumbre de la salud de Matilde, el futuro de los niños, fruto de un matrimonio totalmente roto.
            El esposo de Matilde fue inclemente y les hizo recordar, con pelos y señas, lo inconscientes que habían sido con otra joven. La que recién se había casado con el hijo menor de doña Victoria. Todavía habían sedimentos de ese chisme de cuando la muchacha contrajo nupcias, y en la víspera de la boda, un resentido escupió voces contra la pureza de la joven. Eso bastó para que dejaran a la novia, con su vergüenza y su vestido nuevo, mojado de llanto abandonada a su suerte. Y por supuesto, las hermanas y la madre del futuro esposo, comandadas por Matilde. Menos mal, que el hermano menor de Matilde ignoró a las mujeres y se casó, teniendo por acompañantes, algunos amigos, y su cuñado.
           - Entonces yo sí debo ser pendejo. - Decía el esposo de Matilde - Abandonaron a Polo en su boda, todo porque llevó al altar a una puta, y ¿Matilde? ¿Qué era Matilde cuando yo la desposé?
           Y aquí se hizo presente el silencio de todos los silencios.
           Fue por ello que Aura, al ver la profundas ojeras azuladas de la mujer de Polo, quien con tal de ser aceptada, con tal de que se dijeran de ella cosas mejores, con tal de que la displicencia de la cual era objeto por parte de la familia de Polo se redujera, aceptaba quedarse a velar a Matilde, se solidarizó y pidió permiso para relevarla de tan ardua labor.
            No lo hizo para quedar bien. Aura no tenía el mínimo interés en ello. Algo, no supo qué fue, la movió a hablar con el esposo de Matilde, y él, sin pensarlo mucho, le dijo que a Aura que sí, que retiraría los cargos contra Matilde, siempre y cuando, ella, fueran tan generosa con él, como lo fue con las autoridades, que con cargos o sin éstos, volvieron la vista a otro lado y no siguieron de oficio la investigación que no beneficiaría a Matilde. La cárcel o el psiquiátrico eran las únicas opciones viables.
            Aura le dio una cantidad considerable para él. Para ella no. La cantidad que le dio, era lo que Aura gastaba en algún almuerzo fuera de la ciudad con su concubino. Era una mujer independiente, en el terreno de los ingresos económicos. 
            Le dio diarrea cuando, el joven, ya con el cerebro contaminado por las drogas intentó patearla y le dijo puta, así sin más. Se le reviró el hígado y quizá quiso revirar el tiempo y no haber pagado nada a nadie y se hubieran llevado a Matilde a la cárcel o al hospital mental, que era lo único que merecía porque Aura seguía siendo calificada como lo peor. 
            Y lo peor de lo peor, fue aquel calamitoso medio día que Matilde, intentando cubrir la piel herida con una blusa de cuello alto la increpó y la bañó a maldiciones. Matilde iba a su trabajo, que conservó por la gracia de sabrá Dios quién, se instaló en la casa de su madre con todos sus hijos, y Aura iba al mercado.
             -¡Eres una puta! ¡Eres una pinche puta! ¡No se te olvide!
             Este reclamo de Matilde a Aura fue, porque Aura no quiso acompañar a Matilde al encuentro con una bruja. Una charlatana que le aseveró, que sí, en efecto, ella no quiso jamás matar a sus hijos ni haberse auto infligido esas heridas mortales a su existencia. Todo fue producto de un hechizo. Los autores en un conciliábulo quisieron quitarla de en medio, y esos eran, el esposo y la amante. 
             Al no complacer a su "cuñada", por ser extremadamente escéptica, Aura perdió la oportunidad de congratularse con ésta, por lo que, a pesar de aquellos desembolses generosos que evitaron que Matilde tuviera un fin más aciago, Aura volvió a ser la deleznable concubina que merecía ser vituperada, agredida, golpeada, azotada y demás.
             Cuando Aura vio alejarse a Matilde, adoquinada de cicatrices en el cuerpo, en el alma y en la vida, sostenida por el brazo de una mujer que le hizo el quite, no pudo menos que sentir lástima, al tiempo que se preguntaba por qué ella, Aura, era parte de eso, esa familia, sin necesidad alguna. No se respondió, prosiguió su camino hasta el mercado, compró pollo y unas zarzas, para preparar por fin, una antigua receta que mucho añoraba su concubino, recordando a su abuela, suspirando por ella... 

    
            
       
            





             

domingo, 10 de junio de 2018

ES UN ASUNTO DE PODER


ES UN ASUNTO DE PODER
Todos quieren ser amos, y ninguno el dueño de sí mismos.
Hugo Foscolo






       En caso de no creerme, pueden ver la película "El hijo del pueblo" protagonizada por Vicente Fernández. Una vez internado en un rancho donde, nada aparentemente se podía conseguir con dinero, el protagonista hizo y deshizo con la huéspedes fortuitos y muy afortunados; vivos y completos, a pesar de haber caído ahí, con todo y el avión. Ellas; hermosas. El único varón, muy guapo y apenas con un esguince o algo en la pierna que no le dejaría cicatriz alguna. Eso sí, inverosímelmente los sentidos todos, muy abiertos para sufrir con el sentimiento vivo y expuesto, a la ojeriza que sentía Vicente Fernández contra la gente de la alta sociedad.

        Usted me ofrece dinero a mí, cuando aquí, el más rico soy yo.

         Y es lo que realmente quisiera poseer la mayoría de la gente. ¿El dinero? Sí. Porque, viviendo en una sociedad y un sistema como en el que creo, vive la mayoría de la gente que habita el planeta, el dinero da poder. Pero es sólo por eso. Si no, recuerden al "Rey Midas". Eso de que todo que lo  uno toque se convierte en oro, finalmente no resultó. Se equivocó. Creyendo que el oro, le daría poder, terminaría matándolo de hambre. 

           Y aunque nos digan que no sólo de pan vive el hombre, pues díganme de qué más. También eso de que han de preferir morir de pie que vivir de rodillas, suena bien. Lo haría yo, sí. Pero justo cuando se ha terminado la esperanza. Nunca a la primera de cambios.

El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente
Lord Acton.


           La señora era tuerta. A veces, sentía la necesidad de ponerse unos lentes oscuros, no propiamente dicho. En realidad eran de un vidrio verde oscuro. Ignoro para qué. Se los ponía cuando iba a comprar un cuarto de aceite y seis huevos. No había para más. 
       Quise tener poder para matarla, aquella vez que veía su trampantojo de vidrio verde oscuro, y el resquicio que quedaba entre el vidrio y su ojo seco. La maldije en silencio, pero no por tuerta. Era una desalmada; y quizá por tuerta. Era yo muy pequeña quizá para entender por qué quería cubrirse los ojos, si tan sólo iba a la tienda grande de la colonia, y todos los colonos sabíamos que era tuerta. Para qué llevar esa ridiculez de lentes. Maltrecha, con una bata de percal para sobrellevar el calor, apenas recogido el cabello entrecano y ensortijado. 
              Y si hubiera tenido el arrojo para preguntarle, y ella la humildad para responderme, entonces lo habría sabido. Pero tampoco creo que haya sido por el agobiante sol de aquel lugar. Justo esa vez que quise matarla, por segunda vez, a la vez que me enteré que sólo compraba un cuarto de aceite y seis huevos. La tendera le dio los buenos días de buen talante, la tuerta le contestó, vengo por lo de siempre. Yo, la veía de abajo para arriba, a la vez que me criticaba sin mirarme. Y no por el ojo faltante, porque mirada periférica no tenía. Sino porque sabía que estaba faltándome al respeto. Decía con malas palabras que comprar un refresco de cola no alimentaba. Maldecía a mis padres por carecer de criterio y sentido común. Qué lástima que sólo tengan dinero y no lo usen como debe de ser, decía. Mientras se autocompadecía, porque solo podía comprar seis huevos y tomaría un café. La tendera sonriente, a la vez que me despachaba a mí, respondió que ella tenía un tío que era muy sabio, y que de él aprendió que lo mejor era tomar agua. 

                       ¡Qué buen madrazo! Y ya no pude saber más. Me fui. Y entonces revolcó mi paz el recuerdo. Vivía en un patio de vecindad desvencijado. Todo se veía ladeado por la decrepitud y la sordidez. Pero ello, no era causa para que esa vieja tuerta, fuera una salvaje con instintos caníbales. Siempre la veía lavando a pleno sol en los lavaderos comunes de su vecindad. Los que construyeron esa vecindad, no sembraron árboles en la zona de los lavaderos, o bien, no colocaron los lavaderos a la fronda de aquellos generosos framboyanes y tamarindos. Y ahí no la veía con lentes. Lo que sí vi, fue como a su hijo mayor le puso una golpiza que si él ya olvidó, yo no.
                         Le decíamos Campesino. No porque lo fuera. Éramos tan pequeños mi hermano y yo, que confundimos su nombre, con el nombre de la calle donde vivía. La calle se llamaba Campesino, y Campesino le dejamos.

                                 Campesino era como cualquier niño. Travieso,  inquieto, pero a la vez, estudioso y limpio. Era, quizá un poco más chico que yo, pero por ser varón, era más atrabancado. Sabrá Dios qué hizo Campesino para que la tuerta tomara un cinturón y le diera varios azotes. Campesino ya no soportó más y le detuvo la mano castigadora a su madre. La vieja, al ver que no podía desasirse de la mano del niño, lo mordió. El niño, ni con esos dientes que con tanta sevicia lo lastimaban, soltaba el puño; la tuerta lo mordió al grado que vi caer sangre, y salí corriendo y llorando, hasta que no pude más. 

                                A mi mamá le causaba gracia mi inquina contra esa mujer. Me oponía, en vano, a que mi mamá le regalara prendas de vestir viejas y usadas, o algún calzado que a ella ya no le gustara. Mi madre la compadecía por ser una mujer sola, sin marido y sin dinero. Para mí, ella no merecía nada. Ni vivir. Lástima que no me atrevía a decírselo y debía cumplir la encomienda de llevarle los regalos. Y recuerdo perfecto que, ella no agradecía sonriendo, y yo tampoco lo reclamaba.

                                Tampoco estoy de acuerdo con la modalidad del siglo XXI de dejar que los jóvenes hagan lo que les plazca. Los castigos, regaños y una nalgada a tiempo, con el tiempo se agradecen. Pero ese abuso, que raya en el maltrato impune, nada más porque es el padre o la madre, aunque sea tuerta, no. No, no, no, y no.

                                  Y otro colmo, que a la otra vieja, muy parecida a ella, el cabello, la forma de vestir, pero sin ser tuerta, yo le tenía que decir tía. No era mi tía. El tío era él. Pero bueno, uno tan civil ¿verdad? Tan sólo porque a mi tío el enano, se le ocurrió cohabitar con esa energúmena, a la que tenía que decirle tía. Era de noche y mi mamá nos mandó a comprar pan a la tienda. Vimos a nuestro primo agonizar de miedo mientras mi tía le apretaba el cuello y el primo Horacio ya casi al desmayo. Cuando la tía nos sorprendió atisbando a su violento hogar, nos echó de ahí a gritos que hicieron volar una parvada de tordos que dormían plácidamente en un almendro. 

                               ¡Pobres tordos! que un desgañitado reproche les irrumpió el sueño. ¡Pobre primo! Que tuvo la desgracia de nacer de esa araña, que, bueno, era una mujer, pero parecía una licósida; creo que, una tarántula era más inocua que ella. Quién puede preciarse de decirse madre y apretarle el cuello a su hijo, tan sólo porque llegó con la ropa sucia. ¡Cuánta iniquidad!

                              ¡Y somos los grandes sobrevivientes! De Campesino no volví a saber más. Tampoco de la tuerta, si acaso, supe que su nombre era Felipa, pero yo le dije tuerta a secas. De la tía masacradora me alegré, cuando supe que cayó de cabeza a un pozo profundo, y la encontraron dos días después. ¿Y qué esperaban? ¿Que lo lamentara? No. Y no importa que el suceso de la tía colérica haya sucedido ya que el primo Horacio era padre de familia. Pudo hacer una familia a pesar de haber purgado una condena, no tan severa en la cárcel por haber asesinado a un amigo del barrio. 
                              Alguna tarde de visita a un productor que estaba preso por fraude, vi al primo pasar con unos escritos en la mano. Parecía más un empleado ejecutivo que un prisionero. No me habló ni yo hice un intento por hablarle. Éramos primos segundos, pero nunca me avergoncé de que hayan sido los primos pobres, o porque eran hijos de mi tío el enano, ni mucho menos por el asunto del homicidio imprudencial. No le hablé porque estaba más ensimismada en el asunto de la grabación de un disco que, el empresario aun preso, seguía con sus planes, su trabajo y muchos etcéteras. 

                               El empresario me pregunto con el ceño fruncido si conocía a ese joven y le dije que sí, que éramos primos. Y fue entonces que supe que, tanto él como mi primo, estaban, de algún modo, en un sitio de privilegiado. Se le llamaba "sala de distinción". Y bien, si algún consuelo podían encontrar en el encierro, ahí no me quedó más que alegrarme. No le conté al empresario de la casa de disquera que mi primo estaba ahí porque, alguna ominosa noche, pasado de copas, con el ánimo embelesado por la soberbia de que ahora, él era el que tenía el poder, le dio un balazo a un amigo de él, que tenía una verruga enorme en el ojo. Estoy segura, que entre chanzas y risas, mi primo le dijo a su amigo que le volaría, con una bala, esa verruga que era motivo de mofa de muchos. 

                              ¿Que por qué dije que éramos los grandes sobrevivientes? Pues porque yo no sé por qué, ni Campesino, ni Horacio ni yo, estábamos muertos a manos de nuestros progenitores. Yo no sé qué edad tendría, pero una botella de aceite, no un cuarto de aceite, una botella enorme de a litro que se llamaba Patrona, y que tenía como sello distintivo a la Virgen de Guadalupe se me resbaló de las manos cuando la tomé del estante. Parecía que no estaba bien cerrada y el aceite en el vidrio hizo que la botella acabara hecha añicos sobre el suelo. Por esta simple razón, mi mamá le sacó las correas a mi mochila de piel, y no recuerdo cuántos azotes me dio. Entre el pánico y, -no recuerdo si había dolor- pero diré que dolor, vi a nuestro perro pasar y echarse en el rincón más fresco de la casa. Nunca antes le tuve envidia a un perro. Se veía tan ajeno a mi desgracia, porque los azotes venían acompañados de una retreta de maldiciones, que lejos de aletargar la ira de mi madre, la acrecentaba. Entonces, ya no parecía mi madre. Tampoco se veía tan aberrante como la tuerta o como la mamá de Horacio; se veía mucho peor. El peor monstruo jamás antes concebido ni en mi más recónditas pesadillas. 

                         Yo estaba de rodillas frente al colchón de la cama. Y mis gritos se fueron ahogando, o bien, cuando enrolló la cinta en mi cuello y apretó, y apretó, y apretó... entonces la vida ya no parecía tan interesante. Los gritos de mamá se fueron apagando, o se confundieron con los míos. Todo se hizo oscuro de una forma tan densa, que me habría quedado para siempre ahí. ¡Maldita la hora que llegó otra tía! Peleó con mi madre cuerpo a cuerpo y se disputaron ambas cuñadas el cinto. Apenas me di cuenta de esto, porque una tos de supervivencia me increpó. 

                           En ninguno de los tres casos antes mencionado, estuvo el dinero de por medio. Cuando la gente cree que puede, lo hace. Si no hay castigo, si no hay culpa, si no hay consecuencia, lo hace. En este mundo y entre los seres vivos, todos, es la ley del más fuerte. Las plantas inteligentes devoran a las plantas que no lo son. Entre los animales hay, tremendas luchas, hasta la muerte, para quedarse como el rey. Es también entre los hombres... y las mujeres. Todo el abuso que se vive en este planeta, es por una enfermedad, quizá no lo sea, sólo sé que, es un asunto de poder. 

FIN.


                                
                               

sábado, 9 de junio de 2018

NO PASA NADA, AHÍ TIENES TU "COCA"





NO PASA NADA, AHÍ TIENES TU "COCA"
Todos llevamos un sobreviviente dentro.
Carlos Páez
(Sobreviviente de los Andes)






            Ya había perdido ese cosquilleo que me invadía la emoción al hecho de tan sólo pensar, que ya estaba viviendo en la capital. Cuando recién llegué, me quejé poco del frío, y quizá me habría quejado nada, si hubiese tenido y llevado la ropa adecuada para el clima de la Ciudad de México.
                  Llegué con la esperanza viva, tan viva como ahora. No tengo la cuenta de cuántos años han pasado. Pero, desafortunadamente, siempre me quejé y me sigo quejando -cuando se me olvida que no tengo por qué hacerlo- que si Dios se tarda, que por qué se superó más "fulano" si no es mejor que yo, que si soy fea, que si soy flaca, cuando era flaca, que si soy gorda, cuando fui gorda, que si soy vieja, porque ahora soy vieja. 
                  El frío no. Alguna vez, por llevar unas sandalias más apropiadas para el clima de mi tierra, la costa, sentí en mis pies un muy doloroso calambre, que con el simple hecho de recordarlo, aun se me eriza la piel. Entonces debió ser fuerte. Algunos médicos me dicen que tengo un amplio umbral de dolor. Pero eso no quiere decir que me guste el dolor. Y en cuanto al frío, pues no sé. No quiero decir con esto, que estaría muy contenta en un desierto de nieve sin protección alguna. No. Definitivamente no.
Sin embargo, sí me siento mucho más cómoda, con la ropa apropiada, en un clima no cálido. Me quejo tanto que, algunas personas me han retirado el habla, y otras me han dicho que no saben por qué se frenan, de no golpearme, porque cuando estoy en tierras calientes y húmedas. Me quejo al delirio.

               -Si te veo una gota de sudor más, te voy a dar una cachetada- Dijo- Era un joven chaparro que alguna vez fungió como mi representante. Era veracruzano, como yo. Me di un baño de agua tibia, y de ahí fuimos a un súper mercado, y no lograba controlar el calor. De plano me quedé un rato en el estante de las verduras... Temía un "golpe de calor". Me han dado como tres, hasta hoy sin consecuencias graves, pero dicen que incluso esto, puede conllevar a la muerte. No entendí ni entiendo por qué tanta violencia o intolerancia. ¡Me quería dar una cachetada! 

                    Aquella tarde, recién pasado el medio día, hizo calor en la capital. Aún recuerdo que me olvidé del sabor amargo que tuve en la televisora, y vi un negocio de hamburguesas -que en aquel tiempo, eran para mí una novedad- y me la compré. No le puse picante. Y me dieron, dos vasos de papel encerado, con refresco de cola y hielo picado. Tomé un taxi de regreso a casa y le regalé el vasito extra de refresco al conductor.

                          Al llegar a casa, prendí el televisor. ¿Qué? ¿Ese tipo que estaba viendo en la televisión estuvo sentado junto a mí? ¿Y era nada más que un... ?

                             Fui a mis rondines de siempre. Con el acerbo y haciendo una coraza por el tan repetido "no", que aun sigo escuchando... la esperanza viva... y seguimos andando. Era el calor, pero sin conocer ni el nombre del señor que estaba sentado junto a mí, le dije: "Todos son basura. Nada más porque la ven a una prieta y fea. Míreme, es que tengo las piernas flacas" ¿Es a mí? Preguntó con acento el señor. Y lo miré con desdén. Era alto, blanco, de ojos azules, y me dije: ¡Un pinche argentino! Para aquel tiempo, yo solía dejarme llevar por lo que el populacho decía; no tenía mis propias convicciones. Los argentinos son malas personas. Y yo lo creía. Hoy día, a mí me gusta la gente, de donde sea.  Era el calor lo que me tenía hastiada y de mal talante. Me quejé ante el fuereño de lo que había sido mi vida, en aquel tiempo, a dos años de carrera artística. Y ese deambular, y ese "no", sólo porque no soy como usted. Casi le escupí la cara cuando una secretaria muy gentil le dijo: "Don Carlos, en un momento pasará a mi maquillaje".
                      
                      Pero por supuesto que pasaría a maquillaje, y a un estudio de televisión, que, en aquel tiempo, yo aún no conocía uno en Ciudad de México. Y de seguro, ya iba por un protagónico. En México el malinchismo a la orden del día. Tenía todo para triunfar, el talento era lo de menos.

                     El argentino sólo me miraba y se sonreía. Negaba con la cabeza a cada descalificación que le daba a la conducta de los empresarios, a mi persona, y a mi propio país. Dejé a la mitad mi retreta de sandeces, para ir a una máquina de golosinas y refrescos; metí una moneda, apreté un botón, y se rodó hasta mis manos una coca cola de lata. Y seguí hablado, con un léxico de carretonera que a la vida yo, fui prácticamente eructada. Sí, como vómito fui arrojada aquí, y todo para qué... hablaba yo con tal vehemencia y negatividad, que mi aliento pudo haber podrido la fruta que llevaban en una canasta, para el camerino del visitante distinguido. Y ahí seguía yo, como una tubería de agua rota y un vocabulario pestilente, que, un par de tetas y una "panocha" disponible, hacían la voz más codiciada del momento, como mi paisana Yuri. Sí, tenía buena voz. Pero, ella era güerita, con un par de piernas hermosas, ojos verdes... Y yo, yo qué. Le reproché a la vida el por qué no tener un micrófono para que desde ahí me escucharan lo buena que era yo también cantando. Que había estudiado danza, pero nada. Todo parecía como echar margaritas para alimentar a los cerdos. 

                     Llegado un momento, mi escucha dijo de buen talante y una serenidad que hasta me dio miedo
                            - Pero no es tan grave. No pasa nada. Mírate, ahí estás, con tu coca.

                              Me odié por no haber tenido la fuerza bruta para, como aquel representante, de darle una cachetada. Ni se lo dije, ni lo hice. ¿Con qué derecho me hablaba así? Y me respondí, tengo la pésima costumbre de hablar con desconocidos, y discutir de temas sin importancia. Además, a ese tipejo qué tanto le podría importar mi baja estima, porque él, ya iba a pasar a maquillaje, con sus ojos azules, su tez tan blanca. Y que bueno que no estuvo de pie. Se me habría torcido el cuello de tanto mirarlo para arriba. Ahí seguía él, con la pierna cruzada que, hizo que la valenciana de su pantalón se levantara y pudiera yo ver, unos finos calcetines, y su resplandeciente zapato de charol. A pesar del calor, vestía traje y corbata. Bueno, dentro de esa sala de espera, había aire acondicionado. 

                           Abrazada por mi ataque de ira, y dominada por mi soberbia no le pregunté quién era. Algunas otras personas me miraban con recelo y hasta con un gesto de molestia. Y qué bueno que nadie me hizo algún reclamo, estaba yo en un plan tan atrabiliario, que habría hecho un zafarrancho sin olvido. 

                          "No pasa nada, ahí estás con tu coca"

                           Estúpido, pendejo, superlativamente pendejo. Qué más podría decir. Pensé que fue una muy débil defensa porque le dije, en cuanto a su persona, toda la verdad. Que era buen mozo, que se distinguía por su personalidad y que tenía los ojos azules. No creo que ese señor, hubiera podido negar eso.

                              Salió de nuevo la recepcionista y le dijo al visitante que pasara. Yo la arribé y le pregunté por el jefe de reparto artístico. Ella me dijo que ya le había entregado mi material y que la respuesta era que por el momento yo no les interesaba. Con mi mirada torva seguí el camino del visitante hasta que se cerró la puerta. No se volvió a mí. Y dudo que haya sido por miedo. Quizá me tuvo demasiada lástima, pero  me adivinó agresiva y me evitó la vergüenza de un espectáculo atroz. Poco logró.

                              Estaban entrevistando a Don Carlos. Conocía esa historia, primero, por una película mexicana, no muy bien hecha. Años después hicieron una versión en inglés, muy al estilo de Hollywood , y como ellos aún dicen, es la versión Disney.

                              Me imagino que él, y los que aún viven, están acostumbrados a muchos tipos de preguntas. La pregunta que le hizo el entrevistador a don Carlos fue ¿A qué sabe la carne humana?

                                Siempre sentí gran admiración por aquella épica supervivencia. Lloré cuando leí el tamaño de su fe, y me dije que si algún día veía a uno, al que fuera, a uno solo, le abrazaría fuertemente, y les diría que, creyentes o no, fue la Virgen de Guadalupe quien intercedió por ellos. Según lo que leí, el 12 de Diciembre encontraron plantas verdes, y agua corriendo, antes de ver a don Hilario.

                                 Estaba yo metida en mi cama, con un nudo en la garganta y hasta entonces entendí eso de que "no pasa nada, ahí tienes tu coca" mientras que yo vociferaba mi gran desgracia, cuando sólo tuve que meter las monedas a una máquina, tuve incluso las monedas... 

                                 Estuve diciéndole los peores improperios, no a un actor que iba por el protagónico, no era argentino sino chileno. Estuve sentada junto a uno de los 16 sobrevivientes de los andes, y lo supe, ya que había orinado la coca cola... ya que había llegado a mi casa aún rumiando mi suerte desgraciada, cuando la desgraciada era yo, por no darme cuenta, cuán agraciada era, y lo sigo siendo.

FIN.