domingo, 3 de septiembre de 2023

YO SOLO SOY SARAHÍ



                YO SOLO SOY SARAHÍ

Nací en la costa, en Veracruz. Allá me fue a parir mi mamá en la maternidad Alejando Sánchez, un lugar pegado a la Cruz Roja y muy cerca de la central camionera. Casi, casi que se bajó del autobús para expulsarme; ya no podía más conmigo. Llegó a contarme que mi papá se puso bilioso la noche anterior a mi llegada porque mi mamá ya no sabía cómo se podía estar más cómoda, no toleraba estar sentada ni acostada y le dio por caminar de un lado al otro y esto desquició a mi papá. «Así te la vas a pasar, de un extremo a otro como centinela», le dijo él, tan inconsciente, tan colérico él.

Qué bueno que mi mamá esa noche lo mandó al carajo y se fue a buscar a la tía Romana a quien se le ocurrió que se quedara ahí con ella para que tempranito tomaran el primer autobús a la ciudad.

Nací a las diez de la mañana, me dijo mi mamá, «a la hora del quehacer, te pusiste impertinente llegando a una hora donde la mujer debiera estar más ocupada haciendo cosas más importantes que estar tumbada en una cama y pujando. Eso no se hace, Sarahí, por eso te dejé con la tía Romana».

Allá me crie con mi madrina, a ella se le ocurrió nombrarme Sarahí, con una hache antes de la «i», cosa que a toda la gente de San Pancho se le hacía raro, incluso a mí, pero a la tía Romana no se le podía cuestionar algo así como así porque se descosía hablando de tantas cosas que, entendiera uno o no, había que darle la razón. Estrictamente prohibido contravenirla, carecíamos de argumentos.

No me gusta acordarme de los tiempos en San Pancho, si llevo más años viviendo en la ciudad grande, en la capital, en el caldero del pecado, decía la madrina Romana cuando supo que Ernesto, el  hombre con el que me arrejunté, me traería para acá y después me abandonaría. No me dio ninguna oportunidad de hacerle la lucha al destino que torció los tubos que la conectan a una con la maternidad, algo obstruyó la vía, pero siempre creí que era cosa de empujar esa piedra que bloqueaba mi naturaleza. Pero Ernesto fue implacable y me dejó por incompetencia para ser madre.

No me quedó de otra que resignarme, pero ni loca me regresaría a San Pancho. Mi madrina les decía fracasadas a las mujeres que no morían en la cama de sus maridos y viceversa; aprendí a decirlo como ella: «viceversa», hablaba así para apantallar al pueblo.

 Antes difunta que ser señalada que no funcioné, que no serví, que tiré por la borda todo el empeño que puso en educarme.

Anduve al garete por un tiempo hasta que me dijeron que andaban «necesitando muchacha», perdón, requerían servicios domésticos en una casa más arriba de el Bosque de las Lomas, todavía más lejos que las casas de Chapultepec.

Cuando vi al señor, pensé que así tendría que decirle, pero era un hombre muy joven, recién casado con la señora Rebeca que se veía muy niña también. El primero en  recibirme fue don Abraham, un señorón espigado, altísimo y buen mozo. Eran judíos. No me asustaron. Estaba segura que iban a tomarme porque me llamaba Sarahí.

Hasta les dije cómo se escribía: con hache antes de la «i», justo como llevaba el nombre la mujer de Abraham, el de la Biblia. Así me lo explicó la madrina Romana.

―Sarahí de Abraham hubiera querido ponerte, pero esta bola de ignorantes nunca lo hubieran entendido porque son obtusos como tu padre, hija ―solía decir la madrina Romana.

Entonces tuve que ir jalando hilos de un canuto de paciencia que instalé en alguna esquina de mi ser, porque mi madrina hablaba raro, y era cosa que si no estaba de buenas me dejaba chapaleando en un pantano de dudas y no me quedaba tranquila así. Por eso le encontré el modo y me fueron creciendo un poco las entendederas, no sé si sea correcto decirlo como lo he dicho, pero lo que sí, es que de mi madrina aprendí mucho.

Lo que me falló fue la suerte y ahí sí ni modo. Me acostumbré a conformarme, acepté que seré muy Sarahí como la de Abraham, pero eso no me convertía en la original, yo era una Sarahí de nombre, de dicho, algo sobrepuesto y endeble que se puede sacudir con facilidad.

Ya tengo sesenta años y no soy importante para nadie. Tal vez un poco para doña Rebeca, que, aunque jamás me cuenta sus cosas, es gentil, es una mujer educada y por eso le debo de estar muy agradecida.

Ha tenido la delicadeza de ponerme ayudantes porque la casa es enorme, solo que las ayudantes no duran; se van pronto porque se embarazan de sus novios, porque no se entienden con los patrones o nada más porque les da la gana.

No hace mucho que llegó Eva. Me cayó bien la chamaca. Es bonita, pero cuando la traté más me imaginé que no iba a durar. Solo que nunca pensé que se fuera a ir como se fue. No reparé en que los niños estaban creciendo; sobre todo Jacobo. Tal vez ni la misma doña Rebeca se dio cuenta que los niños desaparecían frente a nuestras narices. David sí sigue siendo niño, no sé cuándo nos dará la sorpresa.

Tengo el corazón arrugado más que mi cara y mis manos. Las grietas del tiempo en el rostro no duelen; las del corazón sí, mucho. No me gustó cómo vi a don Isaac la noche que ellos celebraron el Pésaj. Se parece a la Navidad de nosotros, sólo que ellos lo hacen en otro tiempo, como pasada la Semana Santa. A mí me gusta, siento el espíritu festivo cuando preparo el cordero que se coloca en un plato especial, no sé por qué se debe poner un huevo duro y algunas verduras amargas como el rábano. También traen un pan raro. Todo hubiera sido perfecto de no ser por cómo se veía mi patrón. Le pusieron una peluca con un peinado de mujer. Su mirada estaba lejana, como visualizando un anhelado futuro glorioso que se le estaba escapando al tiempo que se burlaba de él. Sus ojitos azules parecían un lago muerto por un cieno malicioso. Cada que me asomaba al comedor veía a todos muy alegres y platicadores, tan ajenos a la pena de mi patrón, con todo el peso de algún dolor que flotaba a su alrededor y luego se instalaba en el color violáceo de sus ojeras.

No sé cómo le hice para aguantarme las ganas de llorar, si hubiese llorado, Eva se habría burlado de mí; parecía que no le caía bien la familia, sobre todo la señora. De buenas a primeras empezó a hacerle mohines de burla a escondidas, a torcer el gesto cuando oteaba su ropa. Con la cara verde de envidia decía que usaba perfumes y ropa muy caros. ¡Pobre Eva! La entendí y por eso no la acusé. Comprendí que con toda esa juventud y belleza se le despertaran los celos. A mi madrina Romana le hubiera caído muy bien; era una chamaca con muchas ambiciones, hasta estaba yendo a la escuela de comercio a estudiar, según me dijo quería llegar a ser secretaria. A lo mejor lo va a lograr, pero aun así debería andarse con cuidado, una persona con tanta fuerza y calor en la sangre, puede levantar un remolino que arrase con todo a su paso: aquí dejó un desastre, uno más que se sumó a la calamidad que nos estaba amenazando.

Fue que a don Isaac de repente se le empezaron a hinchar los pies y se empezó a enflacar, de la nada, se fue yendo en picada sin detenerse como cuando se les hace una carrera a mis medias. Yo percibí una vibración oscura alrededor de la casa. En un principio creí que el niño Jacobo había tenido la culpa, se volvió retobado, perezoso y hasta sucio, cosa que antes no era así. Pero como ya antes dije, frente a nuestros ojos se disolvió el niño y empezó a asomarse un varón que ni parecía tan hombre, pero eso sí, se estaba tragando a la criatura inocente de antes. 

Después me di cuenta que Jacobo no tenía culpa de nada, fue el soplo mal agorero que nos escupió una salazón que no sé cómo se va a remediar. Y ni cómo preguntar nada si vi a la señora a punto de romperse toda. Le dio por pintar en su estudio dibujos raros, pinceladas de loca, trazos de desquiciada, además, yo sólo soy Sarahí. Mis deberes eran los mismos: estar pendiente de lo que corresponde, tener la comida a punto. Hacer la limpieza; ahogar mis quisquillas en el trajín de las sábanas que había que lavar, desentrañar la angustia evitando que se llenara de cochambre la estufa; fregar hasta lo más recóndito de lo invisible, a mí no debía importarme la suerte infausta de don Isaac.

Mi madrina Romana me habría molido a golpes, por supuesto, antes que cualquier cosa, por haberme empleado como sirvienta y después por metiche. Y es que no le di tiempo de moldearme a su modo, la sesera no me dio para ser como ella que fue modista; nunca fui diestra para cortar tela y armar piezas hasta convertirlas en un vestido.

Por eso estaba fregando platos, encerando pisos y planchando cortinas. Solo que de repente, el polvo en los muebles se hizo más denso y olía a desgracia. Empezaron a nacer arañas al por mayor, de modo inconcebible llovieron pájaros muertos como en las novelas inverosímiles de un tal García Márquez.

Clarito sentí cómo se desintegró algo dentro de mí cuando vi a don Isaac todo calvo, con algunas hebras amarillentas pegadas al cráneo de su piel blanquísima que ya no parecía saludable, era un color que anunciaba tragedia; las cosas iban mal y ni así se le bajó el mal humor que le hacía sorrajar vasos, jarras y todo lo que le llegara a las manos. Cada que se iba de viaje con doña Rebeca al extranjero, volvía peor de salud y su mal genio intacto. Conmigo nunca fue grosero y eso hizo mella en mí. Si me hubiese tratado con más severidad, no estaría como estoy; una tristeza insondable me tiene en vilo.

Gracias a una de esas salidas a Houston, fue posible que le preparara un pastel al niño Jacobo porque cumplió quince años. Vinieron los abuelos don Abraham y doña Leah; se portaron de lo más cariñosos con los niños, como siempre, pero también con nosotras, con Eva y conmigo. No vino más nadie, no llegaron amigos del colegio, a lo mejor por eso el chamaco cortó su rebanada de pastel y se fue a su cuarto a estudiar, al menos, eso fue lo que dijo. Yo le noté un aura triste que lo hacía parecer jorobado, tal vez él no se daba cuenta, pero la desgracia que ululaba en silencio contra la familia la sentía su alma inocente.

Doña Rebeca llegó a estar tan desesperada, que se atrevió a traer a una yerbera de las que hacen sahumerios y adivinan cosas mirando al trasluz un huevo de gallina vaciado en un vaso de agua. Eso, ni mi madrina Romana lo hubiera hecho, bueno, al menos no en el tiempo en que me crio a mí, era una católica empedernida. Pero a como estaban las cosas con la familia Ulensky, no sé, tal vez. 

El colmo fue cuando la señora dijo que iba a ir a buscar a unos cristianos filipinos que decían que hacían milagros, y hasta dijo: «que viva Jesús». Lo dijo con un dejo de amargura porque su esperanza estaba mermada con tanta visita a médicos y gente que no solucionaban el problema de don Isaac, se nos estaba muriendo ante nuestros ojos, así como Jacobo niño desaparecía para convertirse en otra persona se nos estaba escabullendo el patrón, depauperándose sin remedio. No sé por qué lo dije en plural, me ganó el sentimiento, siempre se me olvida que sólo soy la sirvienta. Por mi parte feliz que la señora nombrara a Jesús, pero eso no era cosa de judíos, no de esos judíos.

Nadie pudo hacer nada. La marejada con despojos que infectaron la casa llegó a un nivel que no sospeché porque me quedé dormida, tal vez me venció el cansancio de la preocupación o la cabrona de Eva le puso algo a mi comida o a mi bebida. Jacobo trajo a sus amigos, a una mujer de la vida galante, una exótica, una puta, pues, y eso, de haber estado yo presente jamás lo hubiera permitido, aunque yo sólo fuera Sarahí, al muchacho lo habría reprendido y si se me hubiera puesto al brinco habría recurrido a los correazos, aunque después me demandaran o me corrieran. Las cosas estaban muy calientes como para echarle más leña a esa fogata perniciosa que nos estaba calcinando sin piedad.

Eva tuvo la osadía de hacer cosas impronunciables con Jacobo. En la recámara de los señores, con la ropa de la señora, se roció el cuerpo con el perfume exquisito de doña Rebeca; se pasó Eva. Fue echada en el acto y me enteré hasta el otro día: la casa y la familia eran el acabose.

A mis dudas sólo me respondía el silencio tenso de la respiración de doña Rebeca, los sollozos que escuchaba a lo lejos desde su recámara hasta mi cuarto que estaba un poco lejos del de ella, un poco más cerca de la cocina, el departamento único que debía importarme. A veces les daba permiso a mis recuerdos que espantaran mi presente con ráfagas de mis primeros años en San Pancho. Me engañaba volando en quimeras pensando que yo solo tenía treinta años, nada tenía de malo aturdirme en postrimerías alucinantes al final de mi camino; soñar, era lo único que tenía a la mano y era gratis. Vivir aquel presente era un entuerto que no se disipaba con nada, no existía un analgésico para ello.

Y se llegó la hora. Me tragué el nudo que se me atoró en la garganta y lloré como no recordaba haberlo hecho antes. Se murió don Isaac, mejor se murió mi patrón y no el bicho raro que llevó Jacobo para hacer un experimento; creí que se estaba volviendo un salvaje porque ese animal se estaba hinchando como se empezaron a inflamar los pies de don Isaac. Pero ahora el muerto era el señor de la casa y no Goliat, así le pusieron al bicho.

Yo no sé lo que hubiera dado con tal de que no hubiese sufrido tanto si de todas maneras se iba a morir. Dejó en un légamo de incertidumbre a doña Rebeca, y era mentira que porque tenían dinero, como decía Ismael, el chofer, que la señora no tendría problemas. Los tendría, de hecho, tenía tremebundo problema desde hacía meses. Yo solo le rendí un pésame de compromiso, ni modo de perderle el respeto y abrazarla diciéndole que lo último que yo hubiera querido era que don Isaac se hubiese muerto, no tenía ningún derecho de decir eso ni más nada, tenía que tener presente que yo solo fui, soy y seré Sarahí. Nada más impropio que romper las paredes que nos colocan a cada quien en su sitio, como los muebles que se crean para estar en un lugar determinado. Sarahí debe ser como una silla que sirve para sentarse, una mesa para poner un plato de comida, un retrete para ponerle el culo encima, no más.

Tendría que estar lista para hacer lo que me dijeran sobre la mentada Shiva, ese duelo sin el muertito que suelen hacer los judíos. Los tendría que ver sentados en el suelo, comiendo cosas raras usando sus ropas rasgadas, y me empeñaría en hacerlo de la mejor manera, servir solícitamente y mostrarme serena ante la aflicción de los dolientes, al fin y al cabo, para eso me han tenido aquí. Pasado un tiempo, doña Rebeca podría conseguirse otro marido al que yo no le pareciera bien por vieja, no lo sé, no soy un artículo de primera necesidad, hay gente mejor que yo y el nuevo jefe de la familia me podría poner de patitas en la calle, eso ha sido y siempre mi culpa, la resulta de que yo sólo soy Sarahí y no hay más nada qué hacer al respecto.

FIN.


Relato que me inspiró mi personaje en la película que hice.