viernes, 7 de agosto de 2015

EL QUERIDO PROFESOR POUS

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Ante las atrocidades, tenemos que tomar partido.
El silencio, estimula al verdugo
Elie Wiesel. Premio Nobel de la Paz 1986
















EL QUERIDO PROFESOR POUS





     No la reconocí a primera vista. Tenía el cabello tan procesado con químicos, que lucía extremadamente albina y maltrecha. De haberla visto en el día, habría pensado en una bruja de antología,  perdida en la luz. Nunca fue popular en la  secundaria, porque era demasiado tímida. Era chocante verla con la cabeza hundida entre los hombros y el cabello -en ese entonces lacio y negro- sobre la cara. Yo fui la única que notó que era bonita, la más bonita del colegio, y fui tildada de tonta por las compañeras que no  percibieron, que sí, Angélica Márquez era la muchacha más bonita de la escuela  en ese tiempo.
     Era la única mujer en el taller de electricidad, a cargo del profesor Pous. Por llegar tardíamente al curso, los cupos para corte y confección, y secretarias, estaban llenos.
     El profesor Pous era esposo de la maestra del taller de secretarias. La simpática y gorda Ernestina que nos daba, aparte de la clase, muchos consejos sobre sexo. Solía decir: Cuando estén besándose con sus novios, no dejen que con la boca les acaricien el cuello y se vayan hasta la orejas. Eso la pone a una demasiado caliente, y es ahí donde pueden perder. No sean pendejas.
     El profesor Pous no era menos simpático que Ernestina, aunque jamás nos hablaba de los mismos temas que nos hablaba Ernestina.  A mí me tenía fascinada porque me tomaba muchas fotografías, las veces que yo cantaba como solista en el coro escolar. Todos mis profesores, no hubo uno solo que no dijera, que mi futuro serían los escenarios. Y ahí estaba yo. Claro que pensé que los escenarios, todos, eran de  prestigio. Me equivoqué. Estaba trabajando en un burdel, como cantante, pero era un nefasto burdel. Aunque no tenía queja, al menos, del escenario a mi camerino, estaba de fábula.
    Fui muy directa y honesta en el sentido de que, si me tocaba cantar en un lugar donde hubiese ficheras, por nada en el mundo iría al salón, para no ser confundida con ninguna de ellas. Anhelaba hasta el delirio, convertirme en una artista famosa que grabara discos, para nunca en la vida, cantar en antros disfrazados de ladies-bar.
     Por lo mismo, mi respuesta fue contundente, cuando oí que alguien dio unos leves toques a la puerta de mi camerino. Creí que era un mesero y grité — ¡No voy a ninguna mesa de ningún cliente! Supuse que el camarero se fue, pero enseguida, escuché otros toques a la puerta, y repentinamente vi al dueño adentro de mi camerino. Me indigné y  se lo mostré con mi gesto hosco. Lo seguí con mi mirada airada cuando lo vi sentarse en la punta del diván capitonado. — Disculpe señora. Es que hay una mujer, de mis muchachas, usted sabe, las putitas. — Interrumpí. — No me interesan sus putitas. — Y él siguió. — Fíjese que hasta yo me extrañé, porque aquí la conocemos como Roxana, pero dice que se llama Angélica, y que entre ustedes se conocen, de la escuela dice. ¿Usted fue a la escuela? —Yo  con los brazos en jarras y mi boca fruncida dije — ¡Claro que fui a la escuela! Y tocante a su putita, qué se supone que yo deba hacer. — Le dije. —Él dijo — Que le gustaría platicar con usted.
     El cuadro se resquebrajó cuando el dueño, se quedó ensimismado un momento, pero después soltó una risita burlona. — ¿De qué se ríe usted? — pregunté frenética. — No nada, es que, pensé, que fueron a la escuela, y terminaron aquí.
     Le indiqué con mi dedo índice y con mucha furia la salida, al tiempo que se asomaba la carita pintarrajada de Angélica. — ¿En verdad no te acuerdas de mí?

    — Tú te mereces esto. — Decía Angélica al tiempo que se le iba la vista en el tapiz de figuras de terciopelo, la alfombra, el espejo enorme rodeado de focos, el vestuario luminoso. Ignoraba la pobre, que ahí yo parecía una reina, pero era una miserable, en un hotel donde no había agua, excepto de siete a  nueve de la mañana y luego de ocho a diez de la noche. Era un nido de cucarachas donde reinaban el ruido de las polillas y el comején en los muebles podridos.  Me sentía muy incómoda con su presencia. Nunca fuimos amigas, de hecho, ella no fue amiga de nadie. No sabía de qué podríamos hablar.
     Todo el tiempo estuvo con la cabeza gacha, sin mirarme a los ojos, y gracias a esto pude ver estragos de mala vida en toda ella. Me dijo que antes de entrar a la escuela donde la conocí, habían sufrido un aparatoso accidente, en donde su madre recibió un golpe en la cabeza que la dejó con la mirada fija a un solo objetivo, de quién sabe cual otra dimensión. No hablaba. No podía atender a su hermana menor, de apenas un año de vida. Su padre, quien era alcohólico, y alcoholizado estuvo al volante aquel fatídico día, la abusaba. Ella lo soportaba con tal de no perder de vista a la pequeña que quién sabe cuál sería su suerte ante lo ignominia. Se sentía al borde de los más injustos abismos de la crueldad, y no podía escapar. Una tarde, quiso desahogarse, temiendo envenenarse con sus propios sentimientos, y al finalizar el taller de electricidad se lo contó todo al profesor Pous. Siempre tan bonachón y bromista, con su puro en la boca con mostacho. — Se portó más atento conmigo después del desfile de modas. — Me dijo. — Me inspiró confianza, y por eso hablé, lo que hable. Y pasó, lo que pasó.
    ¡Ah! ¡El desfile de modas!
    Recordé claramente que yo organicé eso, con tal de tener una oportunidad más para cantar,  y fue cuando dije, que era Angélica Márquez, y no Evangelina, ni Blanca, ni Alma Rosa, las niña más bonita del colegio.
      Se habló con la maestra de corte y confección y se organizó un desfile con vestidos hechos por las alumnas. Recuerdo el alboroto de la organización entre las prefectas, las maestras y yo.  Nunca se había hecho un evento así. Montaron una muy decorada pasarela, y por allí desfilaron las chicas, con atavíos rebuscados de telas vaporosas. Se hizo una especie de concurso, mientras contabilizaban los votos, yo canté.
 Ganó el vestido que modeló Angélica, y ella, ganó notoriedad, que casi al mismo tiempo mató, porque volvió a su ostracismo desquiciante.  
      Yo estaba perdiendo el control, estaba sintiendo náuseas, ante lo que escuchaba de una muchachita tan delgada, que parecía el pellejo apenas sosteniendo los huesos. No lloraba. Sólo hablaba, y decía que, aquella tarde en que las clases habían concluido, corría un viento caliente con olor a llanta quemada. El sopor le quemó las mejillas y le ardieron las lágrimas que le rodaron al tiempo que le decía al querido profesor Pous, la inicua vía en la que estaba a punto de descarrilar. El profesor se quedó paralizado un momento, pero luego, se abalanzó sobre ella y la poseyó sobre una de las mesas del taller. Vio los ojos vidriados de lujuria y sintió la pestilencia de su aliento a tabaco, al tiempo que mugía de placer. Se acomodó la ropa, terminado su acto salvaje, y la amenazó con denunciar al padre violador, si ella lo acusaba. Y le dijo una retreta de sandeces de lo que sería su futuro si no lo obedecía. Le dijo que su madre iría a un asilo donde se pudriría en el siniestro abandono en que tienen a todos los manicomios del mundo, su padre, iría a la cárcel para ser penetrado infinidad de veces por el culo, por violador y desgraciado, y su hermana y ella, a un orfanato, donde, casi siempre, las mujeres eran adoptadas por depravados insaciables, bueno, qué más le podía decir...  Ella ya los conocía.
     Y tragué un nudo ponzoñoso al tiempo que se sobresaltó el sujeto que venía en el asiento junto al mío, en aquel autobús destartalado porque solo atiné a gritar. ¡Hijo de su puta madre! porque estaba a nada de ahogarme. No entendí el peso del silencio de Angélica en aquellos tiempos. Me fastidiaba cuando adolescente, y me purgó la existencia esta otra vez. Me corrieron del burdel y no me quisieron pagar mi pasaje de avión, para colmo, escuché ese deleznable relato. El hígado se me habrá dañado permanentemente, al recordar la llamada que me hiciera la profesora Ernestina. Ya habíamos terminado la secundaria, pero nos mantuvimos en contacto algunas compañeras, y nos enteramos que Pous amaneció muerto en su cama. — ¡Tuvo la muerte del justo! — Dijo bañada en lágrimas  Ernestina. Y la consolamos, y la abrazamos, y todas la acompañamos con - para mostrar respeto- vestimenta negra y talar, hasta la tumba que regamos con nuestras lágrimas y dijimos adiós, al aquel entonces, querido profesor Pous.

FIN.