AL CALOR DE AQUELLOS PERROS
¡Ayudadme! a cambiar por rosas, mis
espinas.
¡Ayudadme! a cambiar mi mundo por
amor.
Camilo Blanes
1946-2019
Un semestre después de aquel funesto año, tiritando de miedo,
confundida, enemistada con la vida y suplicando al Espíritu Santo que, dormida la
sacara ya de aquel suplicio que era seguir existiendo; lamentaría haberlos
echado de su lado. ¿Qué hacían ahí? Los hizo a un lado varias veces. No era ese
un sitio para ellos, eran vagabundos. Después cambió de opinión.
Ese lugar, era la sala de espera de emergencias de un hospital regional
y de gobierno. Bueno, una sala en sí, no, no lo era. O bueno, sí, lo era,
aunque no pareciera.
Entonces las personas eran las
que estaban en el lugar erróneo. Los perros estaban en la calle, y la gente
también. Sí. ¡Esa era la sala de espera del hospital! Y ese lugar estaba en la
ciudad capital de la República Mexicana. Los dirigentes del nosocomio decían
que, no había nada por qué quejarse.
El lugar, estaba techado; por si
llovía. No había sillas; si alguien quería sentarse había un enorme suelo
cagado por los perros. Había también, enormes botes para echar basura, había
una iluminación exangüe; la ponían cuando oscurecía, y por si pensaban sentirse
viviendo algo en verdad inicuo, decían que no, no lo era: había una bocina
donde anunciaban a cualquier hora del día y de la noche, si alguno de aquellos
enfermos de gravedad necesitaba algo, o simplemente si había fallecido. Era
estrictamente necesario que los familiares de algún enfermo estuviesen en eso,
que era la sala espera, una espera
ignominiosa, desesperante, atroz, las veinticuatro horas del día, la cantidad
de familia que quisiera estar. No ponían ningún reparo. Por lo tanto ¿queja de
qué?
Ella, no se sentía como un náufrago sin esperanza en ese pantano
miserable que, fortuitamente le tocó vivir en aquel inicio de año. Al
contrario, se sentía con mucha fuerza, a pesar de tener mucho dolor en el
tobillo izquierdo; muchas esquirlas de bala se incrustaron en éste, muchas más
que en el tobillo derecho. En aquel lugar llegó a dormir un poco mejor que en
el lugar del atentado.
Allá, en aquel señorial lugar
que amaba profundamente tan sólo por su historia, arquitectura, y situación
geográfica: Guanajuato.
En Guanajuato, penas conciliaba el sueño y no tanto por el frío, sino
por la idea de que muchas balas le perforarían el cráneo. El frío no era tan
intenso a pesar de que era pleno invierno, aun así, le calaba hondo, y es que
decidió poner la cobija con impreso de piel de jaguar sobre su esposo. Él, más
delicado, con dos heridas de bala en su cuerpo. Ella no fue hospitalizada, pero
sí le exigieron que estuviera presente, para estar al pendiente de él. En ese
hospital de Guanajuato, las enfermeras no se ocupaban de asear a los enfermos
ni llevarles cómodos y patos para que éstos hicieran sus necesidades
fisiológicas; debía ser un familiar. Además, ni ella ni él vivían ahí. De no
haber sido éstas las exigencias del hospital, ella bien pudo pagar un hotel mientras
él estuviera hospitalizado, y ni eso habría sido necesario. El empresario que
la llamó a Guanajuato a trabajar, le ofreció un cuarto de su hotel
gratuitamente si se requería. Otro amigo
del empresario muy gentilmente ofreció, gratis también, la suite presidencial;
no la cedió a nadie, en caso de que ella aceptara.
Si esto tampoco se hubiera ofrecido, había mucha gente dispuesta a
ofrecer hosterías, casas de huéspedes, y lo más admirable, hasta sus propias
camas, con tal de que éstos impávidos turistas borraran de su mente, su alma y
su corazón, la terrible imagen que quizá tendrían de su ilustre ciudad de
Guanajuato.
Fue muy difícil digerir la idea de un atentado en la plazoleta llamada La valenciana, lugar de espera para
entrar a un museo que, antes fuera una iglesia que ofrecía como atractivo tres
retablos de oro. Un lugar de tantísimos que hay en Guanajuato para visitar.
También, a unos pasos de esa iglesia, estaba una mina que ya no operaba como
tal y, por lo tanto, los turistas podían visitarla, verla por dentro, indagar
qué tipo de mineral se extraía de ahí, etc. Ellos ya no pudieron visitar nada…
De repente, todo fue confusión. Ella, sólo escuchó unas voces de alarma,
no fueron gritos propiamente, como solía oírlos cuando trepidaba la tierra en
la ciudad capital por los endémicos terremotos; fue diferente. Oyó una voz de
mujer que no gritó, pero dijo algo; no le quedó claro qué, pero era como un
reclamo, como cuando una madre reprende a un hijo severamente. Eso la hizo
virar la cabeza y dejar de admirar la portada de aquella iglesia de arte
churrigueresco del siglo XVIII, y al tiempo, agradecía aquella mañana –aunque
se sentía cansada por no haber dormido suficiente- descubrió entonces a un
hombre que disparaba con una pistola, no sabía a quién, pero no era directo a
ella, o mejor decir, ellos. Su esposo estuvo sentado a su izquierda, en una fuente,
al centro de la plazoleta. Tomaban un ligero desayuno a los pies de esa fuente
sin funcionar. Él había puesto, en medio de ella y él, un vaso de plástico de
medio litro de agua de tamarindo.
Ella no recordó nada en ese instante, ni si era casada, ni si estaba
sentada junto a su esposo. Su vista alcanzó a apreciar a un hombre chaparro con
otra arma, esas armas que sabía que les decían cuerno de chivo. Era una pequeña ametralladora y entonces pensó con
absoluta convicción: ‹Voy a morir›
No recordó si sintió miedo, quizá sí, pero no
entró en pánico. Se dio el tiempo suficiente para, por instinto, incorporarse e
intentar ponerse a salvo, aunque estaba más que cierta, y por lo mismo,
extrañamente resignada a morir. Así que hasta ahí había llegado. No sintió
rabia como en el más reciente temblor de tierra vivido unos meses antes, que
rechinó los dientes y al tiempo que imploraba clemencia, se le revolvían las
ideas en el estómago, y le reclamaba a Dios –así era su relación con Él- que no
le parecía justo se le terminara el tiempo de vida, si ya todo pintaba de
maravilla, tenía coronado su anhelo de estar entre actores famosos de México,
como productora y actriz, además, justo le habían aceptado una obra teatral
más, también escrita por ella. Obviamente, ella ignoraba, que la futura puesta
en escena de esa obra teatral con actores famosos, sería una pesadilla que, le
cerraría para siempre las puertas de aquel teatro donde todo era breve: las
piezas breves, la producción breve, la paga breve, y en sí, todo fue breve, al
menos para ella.
No se le acabó la vida en aquel terremoto, pero ésta vez, estuvo
consciente que sí. Tras recordar aquel episodio de los balazos repetidamente, muchas,
quién sabe cuántas, ella aseveró haber visto al Espíritu Santo.
Dijo que lo vio, y no le reconoció al momento, pero aseguraba que era
Él, porque antes ya lo había visto. Dijo que lo vio por primera vez, alguna vez
pasada la medianoche, que una mujer blandía su puño contra ella, la amenazó con
golpearla, y entonces ella, con todo y el miedo que sintió, se espetó con
dignidad, y no se abrió ante tal amenaza. La mujer no asestó ningún golpe. Se
le borró la cara de odio y se le transformó en vergüenza, bajó la guardia, y de
monstruo, pasó a ser un gusano arrastrándose, buscando desesperadamente un
rincón para esconderse. Ésa y ésta vez, ella dijo que el Espíritu Santo estuvo
presente. Mucha gente le preguntó qué aspecto tenía, y, esas mismas personas
terminaron terriblemente decepcionadas. No parecía ningún ángel de esos que
venden en estampitas afuera de las iglesias. Tampoco tenía la apariencia del
tan egregio y milagroso San Miguel Arcángel, ni de los otros seis, no Rafael,
Gabriel, Uriel, Barachiel, Jofiel ni Salatiel, ninguno de esos. De ninguna
manera se parecía al Jesucristo que las empresas cinematográficas de Hollywood
le han hecho creer a mucha gente. No hombre con barba, bigote y cabello largo
enfundado en túnica.
El Espíritu Santo, dijo ella, de la mejor manera que pudo explicarlo,
era como cuando derramas leche en un vidrio, y al escurrir esa capa blanquecina
quita lo diáfano del cristal, esa visión borrosa de leche escurrida, es la
verdadera y absoluta presencia del Espíritu Santo. Así lo dijo, así lo creyó y
no hubo nadie que le quitara esa idea de la mente, aunque algunos médicos le
aseguraron que la descarga de adrenalina que genera cualquier emoción, puede
hacer que la mirada tienda a hacerse turbia. Ella no discutió de eso con ningún
galeno. Era por demás tratar de convencer a nadie, a ella no le
interesaba. Se concretó a decir que no
era sólo una visión, sino un sentir, un palpar aquella presencia. Eso era todo.
Era absurdo buscar explicaciones científicas de reacciones químicas del cuerpo.
Ella vio, y aseguró para siempre, que así era el Espíritu Santo.
Lo que nunca pudo explicar era, por qué se daba cuenta de aquella
inverosímil situación una vez dados los hechos. Pero en aquel momento no estaba
para disertaciones. Explicaba a los agentes del ministerio público o quien se
lo pidiera, al mismo alcalde de la ciudad de Guanajuato, que se vio a sí misma
en cámara lenta. Sus movimientos eran extremadamente lentos. Creyó que el
instinto estaba adormecido y la voluntad rota, esa sí, totalmente destruida, y
todo apuntaba a que, sin esperanza de ser reestructurada, y ello, la hacía
moverse lerda. Al incorporarse, vio sus zapatos azules de baja calidad, que el
día anterior había combinado con un collar del mismo color, con aquel vestido
blanco, con estilo mexicano pero fabricado en China; y hasta entonces vio
sangre en sus tobillos. Pensó: ‹ Me
dieron ›
Y al mismo tiempo pensó que había sido el roce de algún proyectil. Hasta
ese momento sintió algo caliente que le rodeaba los tobillos. Entonces recordó
lo que veía que hacían en las películas donde se registraba una balacera, la
gente se tiraba al suelo y se arrastraba, cubriéndose la cabeza con los brazos.
Ella sólo alcanzó a doblarse un poco, y ya no llegó hasta el suelo. Una
aparente calma le detuvo ahí. Aparente porque ya no oía los balazos, sólo murmullos,
voces de excitación. Las cámaras de seguridad mostraron que ella sí se quitó de
ese lugar, pero no corriendo, apenas dando dos saltos ligeros. Se habrá alejado
del lugar en que estuvo sentada acaso tres metros, y se volvió para ver a la
gente que corría de un lado a otro. Ya no se veía gente armada. Apenas si veía
a aquellas vendedoras de comida que, cuando ella y su esposo arribaron al
lugar, aún no montaban del todo sus puestos.
Fueron a uno donde vendían tacos de carne asada. Ella no quiso. Probó la
noche anterior esos tacos de carne asada y le parecieron muy salados. Lo único
que le pareció delicioso esa noche, fue escuchar sus pasos, haciendo eco en una
de las paredes de la monumental Alhóndiga de Granaditas. Toda esa vista
monumental, bien iluminada para ella sola. Se sintió privilegiada. Caminó sobre
el suelo mojado por una ligera lluvia, y respiró una paz que, se decía no era
posible respirar en la capital.
Volviendo a la plazoleta la
Valenciana, había otro puesto que ya estaba listo para vender tacos de
guisado. Ningún guisado le atrajo. Apenas y pidió un taco de papas hervidas. No
lo sazonó con ninguna de las salsas que le ofrecieron. Fue cuando su esposo en
los tacos de asada pidió un vaso de agua de tamarindo, que ofreció pagar
después, porque la vendedora no tenía cambio para devolver, después que él
intentara pagar con un billete. Le dijo a la vendedora que comería junto con su
esposa, sentado a los pies de la fuente apagada. Pocos turistas andaban por
ahí. En una esquina, junto a la iglesia museo, había una tienda de artesanías.
Ella tenía muchos rebozos, pero cuando llegaron, le llamó la atención uno azul
turquesa que vio en esa tienda, y pensó para sí misma que se lo compraría,
quizá le haría juego con los zapatos azules. Aquella mañana, por vestirse a las
volandas, usó un collar de enormes rosas, color rosa palo. Le encantaba, era su
favorito, y de momento no le importó que llevara tres colores diferentes en su
vestimenta. Quizá se quitaría el collar y por ello lo del rebozo, quien sabe,
ya no hubo tiempo para más.
***
Miró a su esposo de espaldas y se fijó en el corte tan exacto y perfecto
que él mantenía siempre. A la vez pensó, mirándolo sentada desde la cama: ‹Qué sería de mí, si a Gus le pasara algo›
No se lo dijo, pero se imaginó a
su esposo con algún daño y sintió mucha pena por él. No fue ningún barrunte,
ella, seguido tenía ese tipo de pensamientos. Ella casi siempre tenía miedo,
pero era un miedo que podía manejar. Desde pequeña, cuando vio a una mujer
muerta, en su ataúd, y con un traje de San Martín de Porres como sudario, con
un ojo entreabierto, no dejó de pensar en la muerte, en la muerte de su madre
principalmente, y era su propia muerte y la de su madre las que más le
amedrentaban, un poco menos, pero también la estremecía la idea de la muerte de
sus hermanos, de su padre…
Tuvieron que pasar muchos años para que tuviera menos miedo a morir,
particularmente, de tenerle miedo a la mujer muerta, con el hábito de San
Martín de Porres. No supo cómo, pero hizo un relato que nombró “Piso de tierra” donde, detalló los
pormenores de aquel velorio y entierro sin precedentes para ella, por su corta
edad, y lo aderezó con otros sucesos rocambolescos y pueriles. Un asco de
novela, pero depurativa para su alma martirizada con aquel trauma infantil. Más
tarde se dio cuenta que hizo una catarsis sin proponérselo, a la vez que
aprendió más palabras en español, sinónimos, antónimos y parónimos. A nadie
pudo decirle que mientras escribía, primero en una libreta, a lápiz, aquella
inconcebible historia, luego a máquina de escribir y finalmente en una
computadora; que percibía olores y sabores de su niñez, de su lugar de origen:
el puerto de Veracruz.
En el tiempo que escribió, ya le era insoportable aquel clima cálido y
húmedo; se había adaptado al clima de la capital. Habló pestes de aquel piso de
tierra que le pareció una marca del infortunio, y fue repetitiva al describir
aquel ataúd forrado de terciopelo oscuro y adornado con unos flecos
impertinentes, y todo sucedió, según su escrito, en el suburbio maldito
infestado de la cruz negra, y todo aquel que tuviera por casa una jacal ladeado
de decrepitud y piso de tierra, estaba condenado a morir, tras haber tenido una
vida maltrecha y sórdida, sobre todo, vivirían toda su vida con diarrea, y por
supuesto, con un imborrable peste a mierda que se acabaría única y
exclusivamente cuando fueran sepultados éstos y su maldición, bajo una montaña
de tierra. Un escrito espantoso, pero finalmente, el que exorcizó ese fantasma
que le aquejó desde su niñez.
Ahora era ella la que tenía a la diarrea. Esa mañana no desayunó en el
hotel. Temió que el jugo de naranja le laxara más. Desvaneció un poco el mal
talante imaginando que visitarían San Miguel Allende, petición de ella, Dolores
Hidalgo sugerencia de él. San Miguel Allende ya lo habían visitado. Empezaba a sentirse molesta, porque su
esposo tenía la manía para ella, para él, el buen hábito de despertarse
temprano, aunque se desvelara.
Se habían desvelado la noche anterior debido al último show que ella
presentó en el bar de ese hotel. Contrario a la costumbre de ambos, estuvieron
platicando con el empresario que estaba un poco pasado de copas, y se rieron de
sus chistes, sin chiste. Estuvieron contentos, porque ese empresario tenía como
principal característica, ser muy serio, aunque gentil. Esa vez resultó ser muy
simpático.
El éxito de la venta de aquel show lo empujó a tomar unas copas,
desinhibirse, y hablar, y hablar. Ni ella ni él tomaban alcohol, pero
acompañaron al empresario con refrescos. Se veía tan amigable, que ella se
atrevió a confesarle lo que siempre pensó de él: que era homosexual. Y que el
médico que antes fuera su socio, que años antes la habían contratado, ambos
eran amantes, porque el empresario no era casado. Entonces él les dijo que sí
era casado y ya divorciado. Del tiempo que ella hablaba de su sociedad con
aquel médico, en efecto, él era soltero, poco tiempo después se casó y muy
pronto se divorció. Procreó una hija que, al hacer cuentas entre todos, se
dieron cuenta que ya habían pasado muchos años. Rieron con la idea de que todos
eran muy viejos. El empresario no se inmutó por lo que ella le dijo que pensaba
de él, al contrario, se desternilló de risa y le dijo que le acusara de todo
cuanto ella quisiera, pero de homosexual no, en absoluto.
El empresario seguía con la firme idea de reabrir el antiguo bar su
hotel, que ahora tenía como bodega. Su madre, era la socia mayoritaria, y no
cedía ante la idea de reabrir ningún bar, pero el insistía que ya accedería.
Éste empresario era un magnífico chef y muy buen ser humano.
Así quedó demostrado, ya que, estaría durmiendo apenas dos horas su
borrachera, soñaba que se besaba apasionadamente con su antiguo socio, el
médico, y el timbre le rompió el goce de aquel momento onírico. Contestó el
teléfono, y le oyó a ella decir:
–Le dispararon a Gus.
Él le diría muchas horas más tarde, con el rostro estragado por la
vigilia y el alcohol, que no soportaba la vergüenza de haberlos llevado a vivir
una experiencia tan horripilante. Ella jamás imaginó que esa vergüenza la
sintieron muchos ciudadanos de aquel lugar apacible y bello. Se percató de eso,
cuando se asomó por una ventana, estaba en el primer piso, y vio algunas
decenas de personas con pancartas y cartulinas que decían: ¡Perdónenos!
Este pesar se lo llevó de viva voz, el alcalde del lugar. Le ofreció su
ayuda incondicional. Ella no le creyó, pero agradeció aquel abrazo fraterno de
él en aquel ominoso día que ella no quería que fuera verdad, pero
desgraciadamente, era verdad.
Aquella mañana de un fresco día de
principios de febrero, cuatro turistas heridos y un muerto, por una balacera en
la plazoleta La Valenciana en la
ciudad de Guanajuato, se leía en los medios impresos y digitales.
En las redes sociales asociadas a la entidad
los usuarios mostraron su indignación ante el suceso. Hubo quien hizo vídeos y
los subieron a la red, culpando al gobierno pasado, al presente, a los
maleantes, y se vieron muy amedrentados de que el turismo se alejara de ese
Guanajuato repleto de lugares de historia, teatros y mucho de arte y cultura.
En algún momento que ella estuvo sola,
sin saber nada de nadie, esperando que su esposo saliera del quirófano, con la
incertidumbre carcomiéndole las tripas, se le ocurrió revisar su teléfono
móvil. Buscó las palabras claves: "balacera en Guanajuato" y vio su
imagen con gente cercana al alcalde. El abrazo parecía paternal. No se reprochó
que, ante ese infame momento, ella viera con gusto que, al fin su cabello
estaba más largo. Como nunca lo había logrado. Ya rebasaba los hombros. También
se dio cuenta que, aunque el cabello estaba húmedo aún, estando en el hotel, se
puso rizadores en las puntas y éstos lograron un efecto de bucle en muy poco
tiempo.
Al ser derechohabiente de la institución de
salud, pidió que le revisaran los tobillos. Le lavaron las heridas y la
enviaron a rayos X.
Todo volvió a confundirse. Un médico, al ver las placas de rayos X,
comentó que la vida del señor, el esposo de ella, no corría ningún peligro.
Esas esquirlas no afectaron ningún tendón, ni intervinieron venas. Era muy poco
probable que se movieran. Dado el caso, entonces se haría algo al respecto.
Eran muchas esquirlas, se haría más daño si las quitaban.
Alguien le aclaró que la turista con
esquirlas era la esposa. El señor seguía en el quirófano. Ahí lo que hicieron
fue suturar la herida de la pierna y lavar lo más posible la otra herida, la
más seria.
No soportó la soledad de la zona de
emergencias. Contrario a la orden médica, de estar en reposo, se salió del
hospital. No tenía idea en donde podría reposar con las piernas en alto.
Esperaba noticias de su esposo, pero no podía esperar sentada. La diarrea se
hizo presente. Tras salir del baño del hospital, vio que el nosocomio estaba
situado en un lugar muy alto. Estaban en plena montaña. Ni siquiera había
transporte público para llegar ahí. Era una clínica hospital al servicio
público. No entendía cómo era posible que no hubiese manera de llegar ahí más
que en automóvil o taxi. Su esposo fue transportado en ambulancia. Eso era por
demás reprochable. Un hospital para el sector público, sin servicio de
transporte público.
Un mal bordado con hilos de esperanza. El nuevo gobierno, la esperanza
de México con el lema PRIMERO LOS POBRES,
se encargaría de solucionarlo. La mayoría de mexicanos idolatraban al nuevo
presidente.
Hilvanaba su memoria con retazos de
recuerdos amargos y dulces. Quiso ver
desde lo alto, dónde estaba la presa de
la olla, lugar que habían visitado su esposo y ella la tarde anterior.
Comieron ahí, y conversaron sobre el magnífico resultado del primer show de la
noche. Tanto gustó, que le compraron uno más al empresario para esa noche. Aun
así, les quedaban dos días para andar como turistas por esos lugares. Se
tomaron muchas fotos. Eran felices. Ella, logró echar por tierra el hecho de
enterarse que su esposo le había sido infiel.
Se culpó a sí misma porque empezó a ser frígida tras una histerectomía
total. Su libido desapareció. Los encuentros sexuales de su esposo con putas no
los consideraba infidelidad.
Lo que sí le dolió, fue enterarse que su
esposo tuvo una amante, muy joven, por cierto, y que en una gira artística que
duró tres meses, y él no la pudo acompañar debido a que tenía su propio
trabajo, muy diferente al de ella, él aprovechó, y tuvo a la joven amante
viviendo esos meses en su propia casa.
Esa casa la montaron entre los dos. Cierto que ella no quería; estaba
muy cómoda viviendo en un patio de vecindad, donde ellos eran los únicos que no
parecían ser vecinos de nadie. No tuvieron ningún problema. Aun así, él
insistió en tener un lugar propio, ya no tirar el dinero de la renta que, iría
a parar a las arcas de la casera.
En ese tiempo, los ingresos de ella eran
mayores que los de él. A él no le importó y a ella menos. Ella tenía una
característica que a veces no era tan plausible: regalaba el dinero. Si era
capaz de hacer eso, cuánto podía importarle dar o compartir ese dinero con su
esposo. Y fue así como adquirieron un hermoso departamento, nuevo, con cocina
equipada y totalmente alfombrado.
Cómo pudo Gustavo mancillar, ese santuario
que entre los dos adecuaron a su gusto. La cama la mandaron a hacer muy alta, para
que cupieran muchas cajas con ropa y accesorios de ella, debajo de ésta. Cosas
que debía tener bien resguardadas. Era cantante y tenía que tener vestuario
para show. Era actriz y productora de teatro y debía tener vestuario para sus
actuaciones; accesorios, joyería e infinidad de chécheres que, la gente de teatro
suele llamarle prop art, algo así
como, arte de ultilería.
Pues encima de todo eso, a él no le importó
acostar a una intrusa que, era corta de ideas y grandes ambiciones. Con esa
mujer yació después de la mutua entrega frenética; y a ninguno de esos dos, les
importó que ella, estaría lidiando con el insomnio crónico que tenía. No lo padecía realmente, ocupaba ese tiempo
escribiendo, estudiando francés y practicaba el idioma inglés.
La joven amante mientras, sólo vislumbraba
su futuro en esa casita donde apenas limpiaría y haría de comer. Después, se
tumbaría en el sofá favorito de la esposa para ver telenovelas. Quizá, hasta se
reiría en una de esas, si veía a la legítima actuar en un melodrama, y ella,
gozando del usufructo que él le había concedido.
No pudo ser. Él confesó su falta, sin aceptar que se tratase de una
falta. La amante joven desapareció repentinamente sin dar explicaciones.
Probablemente esa joven se enojó mucho, la vez que él la tuviera en su casa, y
de pronto tuvo que decirle que se fuera; su esposa estaría de regreso en
cualquier momento.
Él, se deprimió y le dijo todo a ella, a
la esposa. Ella, que siempre tuvo frases de admiración y respeto para su esposo,
ésta vez enmudecieron sus labios. Esa confesión le estrelló el corazón como si
hubiese sido de cristal. Siempre hacía referencia que él, era un magnífico
civil, extraordinariamente limpio. Un santo del orden y la pulcritud y un
monumento a la paciencia. Tras conocer esto, no le quedaron muy claras las
ideas. No se sentía merecedora de ese trato; pero no sabía por qué, no quería
beber el amargo cáliz de un proceso de divorcio.
Él, la siguió lastimando porque ni
siquiera estaba arrepentido. Si confesó fue, porque no tenía con quién
desahogarse, y lo hizo con ella. Le preguntó cuál sería su postura y a donde
iría ella, si la amante regresaba. Dicho esto, entonces ella estaba en un
predicamento. No lloró, ni le suplicó amor a él. Sucedió que ella intentaba
seguir con su vida, trabajando, ahorrando dinero, sin dirigirle la palabra a
él, y éste, repentinamente, pasado un tiempo se puso de rodillas ante ella y le
pidió perdón. No sucedió una catástrofe, porque algo, no se sabe qué, a ella la
detuvo. Pero él, no lo pasó muy bien.
En lo alto de ese lugar, divisaba las
montañas. Era un lugar hermoso. Nunca pudo definir dónde estuvo la presa de la olla, ni los muchos
sitios que tanto le gustaban de Guanajuato. De pronto vio a dos personas
acercársele. Se acurrucó en el suelo y se protegió la cabeza con los brazos.
No eran los maleantes, pero sí se
portaron como tal. Hombre y mujer. La llevaron a empellones a un lugar donde el
viento helado no les estorbara para hablar. La acorralaron con sus cuerpos y
con la mirada vidriosa y la voz queda le preguntaron, quiénes eran los que
disparaban. Por qué la atacaron. Qué tipo de relación y tratos tenía con ellos.
Cuántos más estaban implicados. ¿Era un ajuste de cuentas? ¿Era por drogas? ¿Cuánto les debía? ¿Qué
demonios hacía en Guanajuato?
Le dijeron que estaban analizando las cámaras de seguridad de la zona de
la Valenciana, así que, si lo que
llegaran a ver no coincidía con su versión, ella estaría en serios problemas.
tuvo la fuerza de la verdad en su
ser.
–A ti –Le picó el pecho
con el dedo índice a cada uno –ni a ti, les responderé
esas preguntas tan estúpidas como ustedes. En cuanto
salga mi esposo del quirófano, llévame a ver las imágenes de las cámaras de
seguridad. Quiero ver de dónde venía ese desdichado que corría despavorido de
los que lo perseguían a balazos. – Les dijo ella.
Eso fue suficiente para que la dejaran en
paz. Intercambiaron unas palabras con gente que sí vestía ropa de policía.
Abordaron una camioneta y se fueron. Ella se acercó a los policías y los encaró
sin un ápice de respeto. Los cuestionó sobre, en calidad de qué, se encontraban
ella y su esposo ahí, si como sospechosos, culpables o víctimas.
Los policías le respondieron, que los
jóvenes que la interrogaron eran unos pendejos. Eso, ella aseveró, ya lo sabía
y se los escupió a la cara. Ella quería una respuesta a lo que había
preguntado. Ninguno supo responder nada. Se acercaron a otros hombres, vestidos
de civil, que ella creyó, que eran personas que se encontraban esperando el
servicio médico, y resultó que no. Estaba todo el hospital rodeado, de policías
uniformados, otros, camuflados, haciéndose pasar por pacientes, fingiendo ser
enfermos en espera. Ella ya no sabía qué más le esperaba. Nunca imaginó estar
en aquel abismo de perplejidad. Sin duda no se lo merecía, ni siquiera su esposo,
con todo lo infiel, desleal, que le deshonró su lecho, que desquebrajó la
promesa, que no tuvo madre en meter a otra mujer a su hogar. No, ni siquiera él
merecía ser sospechoso, ni acusado de estar involucrado en un asunto de balas.
Era un traidor, sí. Pero eso era un asunto entre ella y él.
Cuánta anhelaba ella, no ser ella. No le estaba gustando ser ella. Nunca
imaginó que los sonidos de balazos no fueran como los que se veían en las
películas. Ella, no había hecho ninguna película de balazos. Tenía tres
películas en su haber, pero ninguna de balazos.
Hizo una, donde era madre de un boxeador. Era la primera película que
hacía con un personaje tan complejo. Pasó la prueba de inmediato. Sólo tuvo que
llorar, diciendo que su hijo, ese ingrato hijo, a quien ella cuidó con tanta
diligencia, que le robó la paz y el sueño, que lo arropó hasta el delirio,
porque no quería que, ni siquiera lo que le hacía bien, le hiciera mal. No un
viento traicionero le constipara, no un alimento en mal estado le intoxicara,
no la ropa mal enjuagada le hiciera estragos a su piel suave y tersa, y todo
para qué. Ese hijo ya no existía. Ese, que corría hacia ella con sólo
extenderle los brazos, ahora buscaba otros brazos. Ella, que fue para ese niño,
la primera mujer en su vida, ahora tenía otro lugar, el que fuera. El primer
lugar en su vida era otra mujer; una desconocida. Sólo llegó, y en un par de
meses ya significaba su oxígeno, lo único que le daba sentido a su vida. Cómo
era la vida tan absurda, tan cruel, tan culera… Y se quedó con el rol para
actuar como madre de un boxeador.
Fue feliz por un tiempo. Muchas lágrimas le costaron, el ir al estreno
de esa película. Por fortuna, fue sola y nadie más fue testigo de su ridículo.
La escena de aquel llanto tras ver caer a su hijo, contra la lona, con el
rostro visiblemente fustigado por la golpiza del otro, que se repitió una y
otra vez, ella, llegó a contar veinte, y de ahí perdió la cuenta; fue borrada.
No fue en sí, su escena la que borraron. Aquella película la rodaron en
Finlandia, e hicieron algunas escenas en México. A la hora de la edición, todo
lo concerniente a las escenas que se rodaron en México fueron descartadas.
Lloró y se rio, al recordar el tiempo que platicaba con el boxeador que no era
actor, y se quitaba el maquillaje de aquella impactante caracterización de
hombre torturado… De aquel que por una tarde y noche fuera su hijo.
Ella en realidad nunca tuvo hijos. Nunca
los quiso tener. Antes de casarse por la iglesia, ambos, su esposo y ella,
acudieron a unas pláticas obligatorias para poder recibir el sacramento del
matrimonio. Una monja habló con el pretenso, y le hizo saber que, la pretendida
ya contaba con treinta y siete años. La idea de procrear hijos a esa edad, ya
era muy arriesgado y probable que, si concebía hijos, no nacerían rozagantes de
salud. Él dijo que no tenía ningún interés que ella le diera hijos. Él cuidó de
sus hermanos menores. Su padre falleció cuando él tenía trece años. Fueron
nueve hermanos aparte de él. Él fue el segundo, por lo tanto, de los mayores.
Su madre viuda y el hermano mayor, se dispusieron a trabajar. Gustavo, se
encargó de la casa. Dijo a la monja que ya no sentía interés por procrear
hijos. Lo único que le importaba era, que esa mujer, la primer y única novia de
le que le habló a su familia, fuera su esposa ante la ley civil y religiosa. Y
así se hizo.
Tras aquella boda hubo fiesta en la iglesia
que aderezaron con música de banda y pirotecnia. Ella creyó que así sonaban los
balazos. No fue así. No supo cuando iniciaron los balazos porque estaba absorta
viendo la puerta de la iglesia museo, sintiéndose muy privilegiada, y si oyó
truenos, probablemente creyó que eran cohetes de los que usan los niños en las
fiestas patrias o en la Navidad. Ni cuando se percató que un hombre, sin piedad
disparaba, el sonido le pareció de pistola. Parecían chinampinas. No había
ningún estruendo. Lo que la hizo pensar que se trataba de algo serio, fue la
metralleta cuerno de chivo que jamás
fue accionada.
No tenía mucho de haber visto de cerca y
tocado una réplica de ese tipo de arma. Hizo un capítulo de narcotraficantes,
no hizo ninguna escena de balazos, pero sí una escena donde ella, era una
tramposa, ligada al narcotráfico. Su personaje se prestó para hacer una farsa
ante la protagonista de la historia. Fue una actriz, que hizo de actriz con
mucha mala intención. Le pusieron esposas en las muñecas y la llevaban
escoltada a la cárcel, porque mentiría diciendo que había asesinado a su marido
con un puñal que asestó contra su humanidad doce veces. La escena le pareció
divertida, cuando al falso abogado que se ofreció a ayudarla a salir de ese
embrollo, ella tuvo que decirle que él era, el santo más chingón que conocía.
Fue en lo que preparaban otras escenas, que
un par de actores extras traían las metralletas cuerno de chivo. Ella se fotografió con ellos y al pie de la foto
escribió que ya contaba con guaruras que la protegían. Lo subió a su red
social,
Ésta vez era diferente. Las balas y las armas eran reales. Ahora sólo
había cámaras de vigilancia por analizar; se auto fotografió sonriendo a la
cámara, poniendo como pie de foto ésta mentira: "Saludos desde Guanajuato. Gozando del primer puente vacacional
del año. Sean tan felices como yo".
Arráncame la vida, y si acaso te hiere el
dolor, ha de ser de no verme, porque al fin tus ojos, me los llevo yo.
Ésta estrofa de una canción que escuchara
cuando fue muy niña, le habría venido bien hacerla verdad. No quería ella tener
vida, ni ojos. Lo que veía le estaba trastocando la existencia. Cuando volvió
la vista hacia donde estuvo sentada antes, estaba un hombre muerto. No. No era
posible. Siguió con la mirada el corte perfecto e impecable del cabello. Lo
había visto un par de horas antes, y se preguntó: Qué sería de mí, si a Gus le pasara algo.
Su primer pensamiento ante el cataclismo,
dando la espalda al muerto fue: ¿Qué le
voy a decir? Pensando en su suegra, en la madre de su esposo. Después pensó
en toda la familia de él, particularmente en sus hermanas, más que en sus
hermanos.
Un miedo lacerante la recorría de arriba
abajo, le daba la vuelta, se burlaba de ella. Ella, volvía la mirada hacia el
muerto. Entonces se sintió abandonada en una isla tóxica de preguntas sin
respuestas, y la mordió la ira: ¿Por qué
me hiciste esto? Ésta pregunta estuvo repleta de muchos más reproches. Gus
sabía el tremebundo problema que era morirse, para empezar, en un lugar que no
fuera la ciudad donde se habita. Aparte, el hecho de morirse él. Con ella, él
no habría tenido ningún problema. Ella, estaba totalmente abandonada. Él no
habría tenido que preocuparse por rendirle cuentas a nadie.
Ella daba la espalda porque aún no tenía
fuerzas para correr, huir, desembarazarse de todo ello. Ella no tenía culpa de
nada. Estaba en un barranco de desesperación. Si hubiese podido, por supuesto
que habría corrido hasta donde se le agotaran las fuerzas; de ahí, sacaría más
voluntad para seguir corriendo, hasta llegar a un lugar ignoto. Un lugar donde
nadie la conociera, y eso, le habría borrado de tajo la memoria. Un lugar,
donde ni ella misma se reconociera. Y quizá entonces, empezar de nuevo, o de
una vez terminar.
Cuando se volvió de nuevo a donde yacía el
muerto, cuan largo era, y los brazos cruzados frente a su cabeza; pareciendo un
borracho vencido por la intoxicación y durmiendo la mona en medio de la
plazoleta, ella dio dos pasos hacia adelante. Trémula, intentaba reconocer el
rostro clavado en el piso. Parecía tan ajeno a todo, a la infinita pena de
ella, y la embargó un sentimiento irreconocible: ¿Por qué a ti? ¿Por qué así? Yo, ya te había perdonado. Nunca hubiera
querido esto para ti.
Volvió a dar la espalda. Cada que veía el
cadáver y le daba la espalda, era una total y absoluta negación a los hechos.
No funcionaba. Con sólo dar la espalda todo se veía igual, tan estático como el
muerto.
Miró de nuevo, inquisitivamente, lo
recorrió minuciosamente sin esperanza, y al ver los zapatos del difunto,
entonces una chispa de calma se asomó a su desventura. Su esposo no usaba ese
tipo de zapatos. Ella, alcanzó a ver que la suela de éstos eran tipo cuña y,
además veía esta cuña blanca. Gustavo usaba zapatos especiales debido a un
accidente que sufrió desde muy niño. Pero ella definitivamente aceptó la
verdad. Dijo para sí misma que la mente era en extremo audaz. Ahora la
jugarreta se la hacía la mente. Todo esto lo aceptó dando la espalda de nuevo.
Respiró profundo y se volvió de nuevo, con
el propósito de encarar esa maldición que la estaba desgarrando viva.
Los pantalones de mezclilla, la camisa
negra; el muerto traía playera, pero ella ya no distinguía más. Gustavo agitó
los brazos desde un lugar más lejano del cuerpo inerte. De hecho, la mente sí
que le jugó muy sucio. El fallecido traía zapatos tenis, ni siquiera tenían esa
cuña blanca que, ella advirtió desde su sórdido espacio y momento.
Al
menos, la vida de él, no corría peligro. Ella se quedó un poco preocupada por
la suerte de una mujer a la que auxiliaron primero, metida en una ambulancia,
con oxígeno, porque recibió un tiro en la espalda. No obstante, su nerviosismo,
no perdió el control en ese momento. De hecho, es probable que no lo haya
perdido nunca, aunque muchas veces haya parecido que sí.
Ella quedó estupefacta cuando, al tercer
día del internamiento de su esposo, el director del hospital le dijo fríamente,
que él no tenía nada. Que esa multifragmentación del hueso cúbito de la mano
derecha, sanaría sola. Así que, no tenían más remedio que abandonar el
hospital. Ella tenía la idea de que su esposo, recibiría una segunda
intervención quirúrgica, ahí en Guanajuato, y de no ser así, sería trasladado
en ambulancia hasta la capital. Esto segundo era lo que menos deseaba. Conocía
cómo operaba el hospital de la capital; siempre atestado de gente, el servicio
pésimo, los malos tratos… Pero estaba resignada a resistir lo que fuera. No
aceptó la decisión del médico.
Imaginó que habían politizado el asunto,
y acertó. Nunca pensó, que ese médico que ostentaba el título de director de la
clínica hospital de gobierno, hubiese roto el juramento de Hipócrates. En
efecto, el tipo estaba furibundo porque era de los que idolatraban al nuevo
presidente, la esperanza de México, pero en la ciudad de Guanajuato, ganó un
alcalde que no pertenecía al mismo partido político de al alto mandatario de la
nación, y ahí estaba la consecuencia.
Ella alcanzó a ver cómo el director del
hospital, discutía con un colega.
–¡Nunca contravengas una orden mía delante
de nadie!
El otro médico le insistía que la herida de
Gustavo, era de cuidado. No era ético echarlo fuera con una mentira. Y el médico
director gritó:
– ¡Es que ya no los quiero aquí!
¡Habían sido todos tan amables! Recordó a
don Benito, el dueño de la tienda de artesanías. La mantuvo informada todo el
tiempo sobre su automóvil que, quedó estacionado, y dentro del círculo del
siniestro. Una empleada de la tienda de artesanías, auxilió a Gustavo, jaló sin
piedad aquellos rebozos que ella hubo visto antes, y que hasta pensó en comprar
uno azul, y más tarde lo vio enrollando en la pierna de su esposo, a manera de
torniquete.
La conducta del empresario, y de aquellas
humildes personas del pueblo que, sabrá el buen Dios cómo llegaron hasta aquel
cerro, si ni siquiera había transporte público, para mostrar esas cartulinas
con el rótulo “perdónenos”. Y todo
para que, como una garra de bestia salvaje, éste galeno de pacotilla, desgajara
aquella bonhomía mostrando su odio a ella.
Sí. A ella. Le dio la mano al alcalde.
¡Hasta salió en los diarios vespertinos y circulaba una foto por la Internet
abrazando al maldito alcalde! Refunfuñaba el director.
Fue entonces que no quiso morirse
chapaleando en ese légamo de injusticia. Lo último que a ella le interesaba era
la política. Había mucho furor, sí, y justo, cuando se hablaba del enorme
cambio que habría en el país, a ella le tocó vivir un atentado. Un cacareado
cambio que, con sólo tocar con las nalgas la silla presidencial, el pueblo
bueno y sabio lo notaría. Dijo en aquel entonces el candidato a la presidencia,
a algún periodista, cuando le preguntó cómo sería su combate a la violencia, él
respondió
– Ya lo verán. Cuando vean que yo soy
bueno, en automático todos se volverán buenos.
Era en extremo irónico. Nunca, ante la
inesperada llegada del alcalde aquella mañana, a ella se le ocurrió preguntarle
de qué partido político venía.
Estaba muy ofuscada, y miró con furia a un
vigilante, que la alcaldía puso a resguardar el cuarto que ellos ocupaban. A éste vigilante le extrañó, ya que ella,
antes había sido muy amable con él. Con tal de que éste joven no sucumbiera
ante el aburrimiento, ella le hacía plática. Pero éste joven, sólo hablaba de
política.
El joven
le dijo que el país, al fin tenía un buen presidente; el mejor presidente del
mundo. Ella le preguntó por qué lo consideraba así, si apenas llevaba tres
meses de gobierno. Él no supo decirle concretamente por qué. Entonces ella lo
quiso poner incómodo, preguntándole si sabía a qué se debía el puente
vacacional. Él le dijo que era por la celebración del día de la bandera. Ella
presintió que el sujeto diría eso.
No.
No hubo un puente vacacional por eso. El puente vacacional fue por el día de la
constitución de los Estados Unidos Mexicanos. El vigilante entonces dijo que lo
vio anunciado en las redes sociales.
Así fue, y fue motivo de muchas burlas de
los usuarios de las redes sociales, que se la vivían cazando los errores del
nuevo gobierno, y peleando con los que decían defender con su propia vida al santo elegido con el voto de la mayoría
de los mexicanos. Se anunció el puente vacacional por el día cinco de Febrero “Día de la Bandera”. El vigilante dijo
que también vio eso, que mucha gente calificó como un error, pero que, si el
presidente lo había dicho, entonces ya no era un error. Era oficial.
El presidente tenía derecho de cambiar los
días festivos a la manera que él quisiera. Podía incluso, decidir que
Jesucristo nació el 21 de Marzo y echar por la borda la celebración del día de
la primavera. Ella le dejó en claro que el 21 de Marzo, era un día feriado, sí,
pero no por el equinoccio de primavera, sino por el natalicio de don Benito
Juárez. El muchacho trató de ignorar eso, y dijo que aplaudió el hecho que,
aunque desestabilizó un poco a los inversionistas extranjeros, de cerrar ductos
de combustible en casi todo el país, para que ya no se lo robaran. Ella le dijo
al vigilante que, a ella le hubiera gustado ver alguna propuesta, por lo menos,
para combatir ese robo. Le dijo alto y claro que, no funcionaba: ¿Te duele la cabeza? ¡Córtatela! ¿Andan
libres y sin freno los secuestradores? ¡No salgas de casa! Es decir, los
criminales en las calles, y el pueblo encerrado. ¿No debía ser al revés?
El
vigilante no estuvo de acuerdo. Disipó un poco su mal humor con unas galletas
que ella misma le había llevado. Masticaba con furia preguntándose, cuándo era
entonces la celebración del puto día de la bandera nacional, y qué coño
significaba la palabra equinoccio.
Así
estaba viviendo ella la idolatría por la esperanza de su país, y le estaba
descuartizando la existencia.
Durante el momento en que se sentía apaleada y
desechada como trapo viejo, recordó que el alcalde le entregó un documento con
infinidad de números telefónicos, en caso que ella los necesitara. Marcó sin
esperanza el primer número que vio, y la respuesta fue inmediata. Habló a
gritos, cosa que molestó mucho a su esposo. Le reclamó incluso, que ella
quisiera darse a notar que tenía influencias. Ella le gritó que se callara.
Ella estaba luchando por la salud de él. Él no vio ni escuchó al director
discutir con otro médico, diciendo que, ellos, ella y él, eran simpatizantes
del partido ganador de la ciudad de Guanajuato.
Él, había estado durmiendo en una cama,
bien abrigado, y ella, apenas dormitaba en el piso frío, con los brazos
cubriéndose la cabeza; a pesar del vigilante en la puerta del cuarto. Después,
él le dijo, que sí dormía, y que también, a pesar del vigilante en la puerta,
dormía con la inquietud que los maleantes llegaran a rematarlo.
No le quedó más remedio que callarse. Él
la conocía cuando se ponía así. Y entonces, ella perdió el sentido. Sintió que
todo se oscurecía y sólo una luz, como un bombillo eléctrico de lonchería
seguía encendido débilmente, apenas si percibía que era una luz, porque veía el
bombillo turbio por el cochambre. Cuando abrió los ojos, estaba siendo atendida
en la sala emergencias; y buscó desesperadamente su teléfono móvil. Se lo
entregaron. De un manotazo echó lejos la charola con el desayuno que le
ofrecían.
–¡No
quiero nada! ¡No sea que por nuestra causa este hospital vaya a la quiebra!
Médicos jóvenes, hombres y mujeres,
enfermeras y personal encargado de los alimentos, le pidieron que tomara el
desayuno.
– No todos en Guanajuato somos tan pendejos como
el director. –Le dijeron.
Ella
sintió vergüenza, y aceptó el desayuno. Casi se atragantó con el pan blanco
untado con mantequilla y mermelada de fresa. Le ardió el estómago. Llevaba tres
días con una alimentación precaria. Ella no estaba en calidad de paciente, y no
tenía derecho a los alimentos. Tampoco se despegaba del lado de su esposo, que
necesitaba ser alimentado por ella. Él, tenía ambos brazos inhabilitados. Uno
por la fractura, y el otro, por la aguja que transportaba el suero con antibiótico.
Había una máquina de sodas y galletas. Eso, había sido su alimento.
Todas las personas que trabajaban en el
hospital, estaban enteradas de la desoladora decisión del director, de negar
una ambulancia al herido; tan sólo porque él supuso que eran simpatizantes del
alcalde. Eso, ahí, no aplicaba. La vida primero que cualquier partido político,
credo, color de piel… Lo que ese hombre había hecho, fue como haber escupido
una mancha color bermellón sobre esas inmaculadas batas blancas de jóvenes que,
se iniciaban en una carrera en la que su único objetivo era trabajar por el
bienestar y la salud de la gente.
Cuando ella se fue a ese pozo negro, fue
que escuchó la voz del alcalde que le dijo:
“Y que quiere que yo haga”
Una hoja al viento pensó que eran ella, y
su herido. Su esposo que dejó su sangre en el suelo de la plazoleta de La Valenciana, ahora era botado como
algo indeseable. Primero, señalados como sospechosos e interrogados por un
sinfín de personas que nunca querían identificarse; pero finalmente lo hicieron.
Ambos, ella y él, a pesar del conflictivo momento, estuvieron muy alertas a
todo cuanto decían. Respondían con firmeza la verdad, ante cualquier pregunta
insidiosa. Ellos tuvieron que ser más perspicaces que nunca.
Ella fue ayudada por el empresario, y un
amigo de éste, a recuperar el automóvil, que gracias a don Benito, ella fue
enterada a tiempo que había intención de llevárselo a un corralón. La policía,
tras tener acordonado el lugar, con el hombre muerto por más de ocho horas, decidió
incautar el carro que parecía estar
implicado con todo ese asunto. Don Benito, con su cuerpo cubrió toda parte
del automóvil que iba a ser ajustada al gancho de la grúa. Cuando ella arribó a
ese sitio, los policías le dijeron que sólo querían guardar el auto, en un
lugar seguro. Esa zona, le dijeron, era peligrosa. Eso, ella ya lo sabía.
Fue un tanto extraño que, como si ella
fuese una celebridad, mucha gente la rodeara cuando llegó a recuperar su coche,
y entonces, agentes de la policía quisieron intervenir y brindarle protección,
pero fueron echados como quien espanta moscas al pan. Gritaban:
–¡Ahora manda el pueblo! – Decían, y se les
veía erguidos de empoderamiento. Llegaron a decir que, si bien tenían un
alcalde corrupto, porque no pertenecía al nuevo partido oficial, nada les
quitaba el derecho, como mexicanos, hacer lo que les viniera en gana.
Una
mujer joven, casi una niña, se le puso de frente. Cargaba un niño. Ella creyó
que esa mujer era quizá, la esposa del difunto. Estaría ella dando una
declaración a una joven agente del ministerio público, cuando escuchó por un
radio que en el lugar de los hechos ya se encontraba quien pudiera identificar
al occiso. Una mujer con un niño, muy joven.
La gente que rodeó a ella, fue más para,
otra vez, pedir perdón y para protegerla de aquella chiquilla que era, en
efecto, la esposa del occiso. Ella lo supo a casi un mes de lo sucedido. En una
plática telefónica que tuvo con don Benito. La joven con el niño en brazos, en
cuanto entendió que esa mujer del vestido blanco estaba implicada en el asesinato, se le abalanzó.
Ella no lo percibió. Dio gracias a todos,
y prometió volver a Guanajuato, volver a esa plaza y entrar a esa iglesia
museo. Dejó recuerdos y muestras de gratitud de parte de su esposo; quien les
envió un cúmulo de bendiciones. Toda la gente que la rodeaba, con la cámara de
vídeo de sus teléfonos móviles, captaban este discurso. Más tarde, muchos
vídeos con ese mensaje, circularon por las redes sociales. El empresario ocupó
el lugar del conductor. Ella, no podía manejar debido a que, las luces de los
dispositivos que la grabaron, la dejaron ciega. Tomó el lugar del copiloto, y
el amigo del empresario la parte trasera del auto, y se marcharon de ahí.
Ahora se sentía a la deriva. Lo único que
la acompañaba era su temeridad. El
teléfono móvil no paraba de sonar. Era el alcalde que marcaba insistentemente
ese número telefónico, porque sólo escuchó voces de alerta “que la señora se desmayó”, cuando ella lo llamó para decirle que
necesitaba de su ayuda, porque el director del hospital de gobierno los estaba
echando, como si fueran cáscaras podridas.
Ella le explicó al alcalde que, el
director del hospital daba de alta a su marido y que momentos después, lo vio
discutiendo con otro médico, y aseverando que, aunque el enfermo requiriera más
cuidados, él, simplemente no los quería tener ahí. Ella estaba de acuerdo que, la herida que ella
creyó más grave, en la pierna derecha, fue superficial. La bala se llevó mucha
piel y quedó el músculo expuesto; pero no era grave. Lo más fuerte fue lo que
ella no pensó que lo fuera. Ella sufrió
el desmayo cuando escuchó:
–Y qué quiere que yo haga.
Eso acabó con ella. Entonces, tal y como
ella pensó, sus palabras no habían sido sinceras. Estuvo posando para los
medios informativos, estuvo haciendo proselitismo.
Pero ella se equivocó.
Una vez aclarado el mal entendido, ella le
pidió que convenciera al director que trasladaran a su esposo en ambulancia
desde Guanajuato hasta la ciudad de México. El alcalde no hizo propiamente eso,
hizo algo mejor.
Envió dos médicos especialistas en
traumatología para que revisaran las placas de rayos X. Envió una ambulancia
con dos paramédicos especializados en traslados y un abogado para lo que diera
lugar. Ella se vanaglorió de su hazaña, y se le puso de frente al director. Le
gritó que era un pendejo, que era el rey de los pendejos y le preguntó, qué se
sentía estar al mando de unos médicos extraordinarios, éticos y profesionales,
siendo él, el más perfecto de todos los pendejos. El director más rojo que un
jitomate, firmaba todos los documentos que los paramédicos le pedían. No sólo
tuvo que hacer eso, tuvo que llamar al hospital de la capital y decir en qué
condiciones iba el herido. Con qué número de orden y cómo debía ser atendido.
Es decir, quedaba al descubierto de que esa “fracturita”
no sanaba en su casa, con ternura y cariño.
Fue pues, esclarecida esa mentira que daba
náuseas, diciendo que se requería una placa con cinco tornillos. Y, empujado
por órdenes del alcalde, le simpatizara o no, tuvo que recomendar al paciente
en calidad de, muy delicado, aunque
no lo estuviera. En parte sí. Tenía que ser tratado, bajo estricta vigilancia
médica, con mucho antibiótico, ya que, el paso de la bala por entre el cúbito y
el radio, dejó mucha pólvora y esquirlas. Había, antes que nada, prevenir a toda
costa una infección.
Una persona más se agregó a la
peregrinación del viaje de regreso. Un chofer que condujo el automóvil. El
viaje fue placentero. El paciente iba sentado en el lugar del copiloto y no en
la camilla. No quiso llevar suero porque esto le hacía orinar mucho, y quería
evitar ser atendido por los paramédicos en esa cuestión. Éstos le dijeron que
podían parar en cualquier baño de alguna gasolinera, y sólo lo hizo una vez. No
le encantó el hecho de haberse bajado de la ambulancia, con una bata verde,
raída y vieja. Sin calzones, y no saber con qué mano cubrirse el culo. Con la
mano herida, no quería correr riesgos, con la sana o empujaba el torniquete de
entrada al mingitorio, o qué demonios.
El abogado fue documentando el viaje con
vídeos y testimonios. Más de ella que de él. Él era muy tímido. Obviamente, sí
se trataba de ensalzar al gobierno y a su partido político. Ni ella ni él
gustaban de la política; no tuvieron más remedio que acceder. Ella lo hizo de
buena voluntad. Estaba en extremo agradecida. Pensó que aquella pesadilla iba a
terminar. Por supuesto, con sus bemoles. Su esposo iba a ser intervenido
quirúrgicamente; eso no sería muy grato, pero tan necesario, como el estar
haciendo vídeos agradeciendo al alcalde, sin mencionar el partido político. Pero
estaba cierta que usarían toda esa parafernalia para adornar al partido. No era
legal, pero era cierto. Ella no creía que tenían al mejor presidente del mundo.
Ella creía que todos los presidentes, sin excepción, al partido que
pertenecieran, eran iguales. Y no favorecía a ninguno; todos eran deshonestos a
su parecer.
La llegada a la capital fue rápida. El
cruzar toda la ciudad sí fue caótico. Hicieron casi tres horas. El mismo tiempo
que hicieron durante el viaje en carretera. El abogado, cansado del parloteo,
se durmió un rato en la camilla del paciente. Los paramédicos contaban las
experiencias más estrambóticas en su vida de rescatistas. A ella, le afectó un
poco cuando hablaron de un autobús que se desbarrancó y, esa plática a detalle,
de un brazo de niña entre sus manos y tantas piezas humanas que no estaban en
su sitio, hizo que ella pidiera un receso para comprar bebidas y botanas. Ellos
aceptaron encantados y del bolsillo de ella salió la compra de jugos, bebidas
carbonatadas, papas fritas, barras de chocolate y pastelillos. Al paciente no
le dieron más que jugo. El abogado documentó en vídeo también este refrigerio,
y tomó el boleto de la compra, agregándolo a “gastos del partido”. Y así se fue dando aquel regreso. Durante el
camino sintieron calor, y a la llegada los oprimió el frío.
Él le pidió a ella que avisara, ahora sí,
a su familia. Cuando sucedió aquel aciago momento, él le pidió que no diera
aviso a nadie. Ella, hacía todo cuanto él le pidiera, menos, quedarse callada y
no exigir lo que era menester. A él le quedó claro que ella había actuado,
extravagante e histérica, pero favorablemente para su salud. Se asustó cuando
los médicos del gobierno lo revisaron y le dijeron que, de no ser atendido en
un hospital, la cantidad de esquirlas que aún tenía en el antebrazo, según la
placa de rayos X, provocaría una infección severa que gangrenaría la mano, y la
perdería. ¡Vaya ética del director! Entonces sí, sí era un pendejo ese
mequetrefe.
Cuando el paciente les dijo que estaban a
menos de un kilómetro del hospital, tuvieron que canalizarle la vena, ponerle
el suero con antibiótico y debió estar recostado en la camilla. Eran las seis
de la tarde. En el paradero de las ambulancias, también había congestionamiento
vial, obviamente de ambulancias. Tanto el abogado como el chofer que manejaba
el automóvil de ambos, quedaron estupefactos de la agitada vida en la gran
ciudad. Dijeron que no cambiaban por nada su glorioso, señorial y soberbio
Guanajuato.
–Pero
ahí nos balacearon “lic” – Dijo ella.
El
abogado se ruborizó. Era un joven blanco, buen mozo y con mucha labia. No era
para nada extraño que anduviera en politiquerías y mitotes gubernamentales.
Felicitó a Gustavo por la enorme cantidad de familia que, agitaban las manos
con algarabía.
–Te quieren mucho amigo. – Le dijo con un
tono de amabilidad exagerada.
Ella tragó saliva. Intuyó que la pesadilla
continuaría. Justo lo que pensó cuando creyó que el muerto era su marido. “¿Qué les voy a decir”?
Los paramédicos se encargaron del paciente
y la papelería. El abogado, fue hacia la familia de él, les dio un informe
detallado de lo acontecido. Un suceso poco común en la ciudad de Guanajuato, y
como siempre, enalteciendo los altos valores del gobierno con su alcalde, y
como de “refilón” haciendo notar que el partido político también había actuado
con mucha benevolencia. Ella, la esposa fue delegada a un plano inexistente. Ya
no era la parlanchina de la ambulancia. Se quedó en algún lugar a merced del
viento helado, sin saber a dónde estaba su esposo. Cuando quiso ingresar al
hospital una mujer vestida de policía le negó el acceso. Fue a donde el chofer
que estaba con el automóvil. Hasta ahí se habían terminado sus privilegios como
recomendados del gobierno de Guanajuato. El coche no tenía derecho al
estacionamiento del hospital. Podía usar la calle, como cualquiera. A ella poco
le importó y dejó el automóvil al cuidado de uno de tantos, que cobraban
cantidades exorbitantes por cuidar los coches.
Cuando volvió a la ambulancia, no sabía
nada de nada. Los paramédicos seguían dentro. El trámite les llevó más de una
hora. Entonces, cuando quiso indagar dentro, fue una de sus cuñadas, quien con
el puño cerrado le puso un tope en el hombro.
–¡Tú
no entras! ¡Primero es mi madre!
No
dijo nada. No era buen momento para gritar. Primero era su esposo. La madre de
él, a ella no le interesaba. Y aunque no era la manera, comprendió.
Se sentó en una banqueta del
estacionamiento. Veía cómo toda esa ola humana era, la familia de su marido.
Todos embullados, entre ellos. A ella ni la miraron. Le volvió la vida cuando
vio al abogado. Se desconcertó cuando escuchó sus palabras.
–Créame
que lo lamento. Creo que es tiempo de que usted vaya a su casa a descansar.
Olvídese de todo este grotesco episodio. De haber sabido, la habríamos dejado
en su casa y le habríamos evitado este bochorno. Ya hablamos con la esposa de
Gustavo, y es a ella a quien le corresponde atenderlo.
Ella no tuvo tiempo de decir nada. Todos
se treparon a la ambulancia y lanzaron adioses a la familia de Gustavo. Ella se
quedó agitando la mano a nadie. Ella era una puta. Así lo dijo una de las hermanas
de su esposo. Y se firmó un documento de ingreso con la firma de Ana Gutiérrez,
esposa. Esa, que venía con ellos en la ambulancia, solo era una puta.
Ella aun no lo sabía. Sólo veía pasar el
tiempo, sin que pasara más nada y era desesperante. Vio a su suegra acercarse a
ella y exigirle el portafolio de su hijo, con su computadora. Ella le dijo que
todo eso estaba en el automóvil. Uno de sus cuñados le arrebató las llaves del
coche, y se marchó en este. Todos suponían que el automóvil que manejaba el
esposo de ella, él lo había comprado. No. Todos los automóviles, que hasta ese
día había manejado Gustavo, los había comprado ella.
No era, además, el momento de rendir
cuentas y hacer reparticiones, qué pagó quién, cuánto pagó éste o aquel. La
suegra de ella actuó del modo que Gustavo pidió. Le rogó a su madre que
ayudaran a su esposa con el asunto del coche. Traían dinero, y cosas
importantes. La señora dio por sentado, que eran cosas importantes para él.
Ella violó una puerta de seguridad y entró
al hospital. Su esposo estaba en un pasillo, en una camilla alta, y había
muchas más camillas, y gente en silla de ruedas, y gente de pie esperando en la
demencial y atestada sala de emergencias. Ya era la media noche. Hasta entonces
la suegra de ella le dijo que tenían mucho rato esperando. Que hiciera algo.
¿No que venían recomendados por el gobierno de Guanajuato?
Ella indagó y se enteró que todo se había
ido por un desfiladero de bazofia. El paciente tenía el privilegio apenas
sostenido con alfileres. Que se presentara la legítima esposa, Ana Gutiérrez y
entonces las cosas podrían caminar un poco mejor. La habían voceado y no daba
señales de ningún tipo. Y es que Ana Gutiérrez estaba afuera de la sala de
emergencias. Ordenando quién era el siguiente en pasar a ver a Gustavo. Era
mucha gente ahí, entre hermanos, hermanas y hasta sobrinos y sobrinas. Era un
ingreso, y no era, para nada momento de visitas.
Ella tuvo que llenar de nuevo el registro.
Entonces le devolvieron la hoja que Ana Gutiérrez firmó como esposa y
responsable del paciente. ¿Por qué no se fue entonces? Era buen momento. No lo
aprovechó.
Escribió su nombre. Isabel Dorantes, sin
equivocarse, ya que siempre solía escribir, Isadora. Le molestaba mucho su
nombre verdadero. Agradeció que nunca le dijeran Chabela, como se acostumbraba decir a quienes llevaban ese nombre.
Odiaba ambos. Y nunca pudo recordar quien le puso el nuevo nombre, el que no
constaba en los documentos oficiales. Ella suplicó que le dijeran Isa, y al
agregar el apellido, se formó su nombre artístico: Isadora.
Pasó otra hora, y hasta entonces salió a
informar a la familia de su esposo que, no tenía caso que esperaran ahí.
Gustavo sería internado para luego ser intervenido quirúrgicamente. Hasta
entonces enfrentó a Ana. Le dijo que la recomendación del gobierno se fue por
tierra, debido a que el partido político, más que el gobierno mismo, fue quien
estuvo al frente. Por muchos era sabido que, la gente del partido político
blanquiazul, era característica por ser muy persignada y atenta a la
moral. Odiaban los amasiatos y a las
putas.
–Y
tú les dijiste que yo era una puta, y que tú eras la esposa.
Ana lo negó. Isadora sólo mostró el papel
arrugado con la ira reprimida de aquella primera humillación y gran
descubrimiento. Nadie de la familia dijo nada.
Isadora supo entonces que, aquella familia
tenía un rencor añejo hacia ella. ¿Cómo hicieron para soportarla conteniendo
tanto odio anidado en sus almas? En la interminable espera a que Gustavo fuera
atendido, tuvo tiempo suficiente para cuestionarse, cómo le hicieron para no envenenarla,
en las cenas de Navidad o Fin de Año. Fueron varias la veces que, ella fue
invitada a comer a la casa de su suegra, donde ahí vivían todas sus cuñadas.
Todas sin marido y con muchos hijos de hombres que, ellas no nombraban jamás,
no fueran a arder esos labios que sólo tenían para nombrar el bendito nombre de
Dios. Ellas eran inimputables en su conducta, y tan sólo víctimas de un hombre,
dos, o tres quizá, que se cruzaron en sus vidas, tan solo para dejar una simiente
en sus vientres y luego correr; haciendo eco de su cobardía tangible con su
reprobable conducta. Todos, sin excepción, todos.
Los
hermanos también vivían ahí. Ellos muy responsables para con sus hijos. Tenían
la mala suerte de elegir esposas que parecían diligentes y hacendosas, y de
repente se hacían golfas y caprichosas. Ellos, recogían a sus hijos, liberaban
a las esposas, y ahí, entre todos, se las arreglaban para vivir bonito y bien.
Era una casa pequeña. Isadora, cuando
aceptaba aquellas invitaciones, lo hacía de muy mala gana porque, se asfixiaba
ante el barullo de tantos niños que a la vista se hacían adolescentes, y, sobre
todo, la presunción de aquella imperturbable alta calidad moral y religiosa. Se
recitaba el ángelus al medio día, y se rezaba el rosario antes de cenar. La
suegra, iba a misa al alba, diariamente.
Nunca le resultó muy grata la familia de
él, pero tampoco imaginó que ella fuese un ser tan repudiado. Pudo haber
comprendido que estuvieran todos un poco alterados por el acontecimiento; no
aceptaba para nada la culpa con la que se le señalaba, con la punta de un puñal
sobre su corazón.
–¡Yo
siempre dije que esta vieja no le convenía! ¿No se los dije? ¡Por nada y lo
matan por su culpa! ¡Yo siempre dije que esa puta, iba a ser perdición! –
Gritaba Ana Gutiérrez, hermana de Gustavo.
Tenían diecinueve años de casados. Recién
los habían cumplido en Enero. Cierto que cuando se casaron, no se le ocurrió
hacer ninguna fiesta. Ella aún no congeniaba con esa gente, y se mantuvo a
distancia. Él no le exigió nada al respecto. Si acaso, que sí se casaran, ya
que ella, ni eso quería. Lo quería a él, y si quería, se podía quedar a vivir
con ella. El casamiento por parte de lo civil y religioso fue lo que él no
exigió, pero lo pidió. Ni siquiera tuvo que ser una condición. Ella estaba tan
enamorada, que aceptó. No le pareció tan romántico, pero le pareció que sería
divertido. De hecho, ellos se casaron en una boda colectiva que se realizó con
motivo de la fiesta patronal de los Santos Reyes.
La fría tarde aquel seis de Enero suspiró
en una de las bancas del atrio. Pensó que, si le hubiese dicho a su madre, habría
sido un evento bonito de recordar. Disolvió aquel pensamiento que no valía la
pena. Su madre vivía lejos de la capital. No eran muy cercanas, no había
simpatía mutua. Cada que ella hablaba con su madre por teléfono, pasaba
deprimida el resto del día. No se sentía a gusto con ningún miembro de su
familia. Fue en vano tener tanto miedo durante su niñez, a que su madre
muriera, temía vivir sin ella y tuvo que abandonar la casa paterna con tan solo
dieciséis años de edad.
Aprendió a sobrevivir, y al parecer, lo
había hecho muy bien, tanto que, era totalmente independiente cuando conoció a
Gustavo.
En cambio, Gustavo aun dormía en una
pequeña pieza compartida con su madre cuando conoció a Isadora. Él, y no alguna
de sus hermanas. Cuando le informó a la familia que tenía novia, aquello fue
una catastrófica noticia que desestabilizó un poco a aquella resiliente familia
que, por su trato tan cercano con Dios, decían que cuando se caían, no se
levantaban, volaban. Eran los hijos de una madre tan buena, que no dudaban ni
un segundo, que tuviera dotes de santa.
No les quedó más remedio que sobreponerse.
Gustavo era un proveedor de aquella familia de tantos hijos sin padre. No sólo
cuidó a sus hermanos debido a su orfandad paterna, sino que también, hizo la
labor de los padres biológicos que, según las mujeres, éstos no quisieron
hacer. Gustavo los mantenía de cabo a rabo.
Para Isadora, que no creía en la suerte,
aquello que les ocurría a las hermanas de Gustavo, no era más que costumbre.
Ellas nunca asumieron su responsabilidad por la elección de aquellos truhanes
que, sólo a ellas les tocaba en suerte de conocerlos. Alguna vez Isadora dijo
que, para aquellos tiempos ya existían las pastillas anticonceptivas. Un silencio
sepulcral se creó ante aquel comentario tan impertinente; sólo se percibían las
respiraciones complicadas de todos y la mirada torva de la suegra.
– La
iglesia prohíbe el uso de anticonceptivos. Si el aborto en sí, como aborto, es
un pecado capital, imagínate una pastilla cada mes, – Dijo la suegra con aires
de doctorado – sería cada mes, tener un aborto chiquito.
Cuando Isadora escuchó esto último, su
carcajada la hizo revirarse y levantar las piernas que, escandalizó aún más a
su familia política. Esa conducta era impropia, en efecto, en la sobre mesa de
sus parientes tan recatados y severos. Pero Isadora creyó que esos protocolos
deberían romperse, si es que querían que ella los considerara familia política. Quizá era también, porque no le
cuadraba eso de familia “política”; a
ella no le gustaba ni entendía nada de política. Le asqueaba la política. ¿Por
qué le llaman familia política?
No le venía bien esa gente por donde le
buscaran. Isadora no era ningún dechado de virtudes, pero la hipocresía no la
practicaba mucho, y por eso, casi nunca le salía bien. Toleraba apenas,
aquellos golpes de pecho, narices respingadas y falsa honestidad. Era la verdad
o la verdad. Esa gente era hipócrita.
Tampoco soportaba mucho los comentarios de
sus sobrinos, cuando decían que el sol de Tabasco era un sol más generoso,
menos dañino que el sol de la capital. Mencionaban Tabasco, porque tenían un
pariente en aquella tierra, y era el único lugar que visitaban durante las
vacaciones. Casi todo les salía gratis. Y lo peor es que no se les podía
contravenir. Isadora se atrevió a preguntar de cuántos soles estaban hablando.
Una mirada de reproche le hizo callar. Ante todos éstos inconvenientes,
Isadora, sí los evitaba; lo más que podía.
El único que había estudiado una
licenciatura había sido Gustavo. Tenía un carácter noble. Era muy paciente,
tanto con su familia como con su esposa.
Sí tuvo novias, pero nunca se atrevió a presentarlas a la familia. A
Isadora tampoco la presentó; ella no se resintió por esto. Sí supo que la madre
y las hermanas hicieron todo lo que tuvieron al alcance para hacerlo desistir
de su idea.
Le hablaron de lo inconveniente que podría
ser en su vida una mujer que, para colmo de males, le gustaba andar cantando, de
show en show, de circo en circo. La descalificaron como mujer y como prospecto
de buena esposa. Ese tipo de mujeres, le dijeron, andaban a la caza de un
incauto, para luego, dejar de trabajar y seguir obteniendo los dividendos que
obtenían con su mala vida. No lo convencieron.
Optaron por buscar ayuda del pariente de
Tabasco. A éste, se le ocurrió indagar el número telefónico de Isadora. Le
propuso hacerla su amante, y que dejara en paz a Gustavo. Él, le dijo, la podía
mantener con lujos por un año quizás.
Isadora tenía el estómago revuelto. No
debió comer papitas saladas, barras de chocolate y combinar esto con refresco
de cola. Llevaba mucho tiempo sin dormir, y se percató que no puso en su sitio
a Ana, como debió ser. Como en una escena llena de niebla recordó la pregunta
más estúpida que le habían hecho en su vida.
–¿Qué
hacía mi hermano contigo allá en Guanajuato?
Esto le dijo ella, justo después de que,
con un golpe seco, con el puño cerrado le negara el acceso al hospital. E
Isadora no dijo nada. Raro en Isadora. Sí estaba cansada Isadora, sí se
encontraba en mal estado Isadora. Y nadie, en absoluto, le preguntó a ella cómo
se encontraba, por qué renqueaba con una pierna. Todo lo contrario. Llevaba
puesta una venda en el tobillo izquierdo, el más lacerado por las esquirlas. Y
una de ellas le dijo
–¿Y
esa venda? ¡Ah! Es que como vienes de Guanajuato, vienes con complejo de momia.
Todos rieron. Isadora pensó que el chiste
era bueno, pero mal contado. No tenía el tono ni el ritmo ideal para hacerla
reír. O quizá, fue el pésimo gusto por el momento que se vivía. Además, el
principal atractivo de Guanajuato no era ese museo que exhibía gente muerta,
momificada por la tremenda cantidad de minerales del subsuelo. Pero qué se
podía esperar de esa gente que, creía que cada ciudad contaba con su propio
sistema solar, y que la menstruación de una mujer que usaba píldoras
anticonceptivas, tenía cada mes un aborto
chiquito.
Aparentemente estaban muy afligidas por la
salud de su hermano. Y para rematar, antes de irse todas ellas y la dejaran con
su tremenda carga, con su tremebundo miedo y la ira, ésta última atenazada con
algo dentro del pecho, Ana le dijo:
–¡Con
tu vida me respondes, si algo le sucede a mi hermano!
Con amenaza de muerte y todo. Tomó un
analgésico para suavizar el dolor del tobillo y un dolor en la espalda que la
empezó a aquejar, y que le duró un par de meses: la hacía llorar.
La tuvieron que mover para que despertara.
Se colocó debajo de la camilla de su esposo, para que la gente pudiera pasar
sin que la regañaran. Estaba obstruyendo el paso. No supo cuánto tiempo estuvo
ahí.
Visiblemente afectada por la falta de
descanso, entró al consultorio donde ya habían ingresado a su esposo. El
médico, de súbito le cayó mal. Ella tenía la mirada perdida y el galeno le
exigió que parara de mirarlo a él y observara a detalle el cuestionario que le
había puesto enfrente. Isadora no lo estaba mirando a él. Hasta ese momento se
dio cuenta que era un médico joven y guapo. Muy engreído o falto de paciencia
para tratar con la gente.
Para ingresar a Gustavo a la parte que ya
fungía como hospital de emergencias, tuvo que, por su cuenta, Isadora llevarlo
al departamento de rayos X. Debían tomar una placa del pecho de Gustavo. Los
camilleros no estaban en sus puestos correspondientes. Ella, quizá debía
también, llenarse de esperanza con las promesas del nuevo gobierno. Todo eso
cambiaría. Al menos, eso le dijo el radiólogo que, hizo gala de buen samaritano,
pero dejó en claro que ese, no era su trabajo. Él era radiólogo y no camillero.
Refunfuñando la ayudó porque seguramente esos baquetones camilleros, estarían
dormidos, en lugar de estar haciendo su trabajo. Se compadeció de la señora que
podía apenas llevar la pesada camilla, con un pie lastimado y el rostro
visiblemente estragado por varios días de mala vida. Parecía que tenía pintada
toda su mala vida en un rostro con ojos rodeados de sombras violáceas. La vida,
en efecto, le estaba golpeando sin un ápice de piedad. Eran casi las cuatro de
la mañana.
Llevaban la camilla de Gustavo hacia el
área de hospitalización, y el cuadro que Isadora vio, le hizo recordar una
escena de una película sobre la guerra de Vietnam. No sabía cuál; había tantas…
Y hacía mucho que ella, ya no veía películas concernientes ni a esa, ni a
ninguna guerra.
Los enfermos que ya no alcanzaron cama, ni
silla, los instalaban en el suelo. Esa era la razón de no permitir, sin
excepción alguna, pasar ningún dispositivo que tuviera cámara de fotos y vídeo.
Éstos aparatos debían depositarse en la entrada de vigilancia. Una mujer muy
vieja, llegaba con un grito vivo a cada paso que daba. Una enfermera le dijo a
Isadora que su familiar, sería quitado de la camilla y le cederían el lugar a
la señora.
Isadora sintió mucha piedad por la señora
que gritaba, y con cada grito, se le desmigajaba el corazón. Pero, ya que tanto
le faltaba. Su sufrimiento, pensó, ya casi terminaba. Cubrió con su cuerpo, el
cuerpo de su esposo.
–¡No!
– Gritó. – ¡Mi esposo trae una herida de bala en la pierna también!
El esposo agradeció en silencio, y unos
días después también de viva voz le dijo que estuvo muy atinada su
intervención. Los familiares de la pobre anciana suplicaron por su madre en
estado tan grave. Isadora les dijo que les apoyaría en su pena. Les cedería su
hombro para llorar su desconsuelo. Isadora hizo bien. Vio cuando la señora
expiraba al cabo de una hora. La camilla, de haberla cedido, jamás se la
habrían devuelto a Gustavo. Ahí, así se tenía que bregar. Parecía y era, una
zona de guerra.
Nadie le quitó el teléfono celular a Isadora. Lo
llevaba en su bolsa, y ésta, la traía terciada desde el hombro. Ahí llevaba
varias cosas que le servirían para permanecer en la sala de espera, es decir,
en la calle, con un techo, por si llovía. Llevaba también, amarrado a la
cintura, un abrigo que la cubriría del pavoroso frío de ese invierno fatídico
de su jodida existencia.
Entonces le pidieron que se retirara de
ese lugar. Ella, debía permanecer en la sala de espera. Isadora no lo pensó.
Fue a un motel y pagó una cantidad regular, para bañarse, lavar su ropa
interior, secarla con lo toalla y volvérsela a poner. Su maleta con ropa se
había quedado en el automóvil que su cuñado se llevó sin dar explicación
alguna. Con el vestido no se arriesgó. Hasta entonces lo revisó y vio que el
faldón tenía gotas de sangre. Había pasado tanto tiempo, y apenas se percataba
que la falda de su vestido estaba manchada. La mancha ya se veía café. Regresó
a la sala de espera y ya la gente que había dormido ahí, tenían todos sus
lugares escombrados. Esperaban sentados sobre gruesas cobijas apiladas.
Vocearon el nombre de cada paciente, y
sólo se permitía la entrada de un solo familiar. El nombre de Gustavo no fue
voceado por lo que Isadora quiso pasar a pesar de ello. Una guardia intentó
impedirle el paso. Isadora preguntó:
–¿Bajo
qué cargos tienen a mi esposo aquí?
– ¿Cargos? –Preguntó la mujer vigilante.
–Sí. Es que no sé si esto es un hospital o
un reclusorio.
Dicho esto, de un tirón se deshizo de la
mano de la guardia que la sujetaba. La guardia pidió refuerzos a través de un
radio, como quien quiere impedir el atraco a un banco. Las personas que
llegaron, en fila, hicieron una valla que, a Isadora la hizo carcajearse. Tres
hombres que, con las manos empuñadas y puestas casi, sobre su área genital,
tuvieron el buen tino de formarse, desde el más alto, al más chaparro. Desde el
más gordo, al más flaco. Pasó en medio de ellos, sin ningún forcejeo. Todos
vieron como una enfermera bajaba, furibunda, porque no aparecía ningún familiar
de Gustavo Gutiérrez, que hacía horas le urgía ir al baño, además, alguien
debía asearlo también. Los guardias se quedaron tal cual como Isadora pensó que
eran: unos pazguatos.
¡Cuánto daño hace el tener poder! Apenas tenían un poco de poder, sobre
aquella gente tan abrumada por la desventura de un familiar enfermo. Era muy
poco poder, pero era poder, al fin y al cabo. Había mucha gente que venía de
pueblos remotos, con la esperanza de aliviar las dolencias de sus esposos,
hijos, hermanos, etc. Y esos guardias, no tenían el bálsamo para aquella aflicción.
Lo que sí, eran grandes dosis de ácido que brotaba de sus corazones, para
lacerar esos otros corazones que estaban, como en la rueda de la fortuna, en la
parte baja. Sólo era cuestión de tiempo. A ellos, también les tocaría, en un
momento dado, estar del otro lado. ¿Quién se atrevería a asegurar lo contrario?
¿Quién era bueno en ese mundo de quincalla?
Isadora vio llegar a su suegra y tres
hermanas de Gustavo. Ana, entre ellas. Se burlaron de ella por su vestido
mojado y su pinta de patuleca, con la venda en el tobillo, un tanto deshecha.
Había estado con su esposo. Lo bañó con mucho cuidado de no lastimarlo, y no le
importó mojarse ella. Tampoco hizo caso de esos varones enseñando sus
testículos, sus penes fláccidos, ayudados por sus hijos, hijas, esposas, con
sus gestos de dolencias, más pálidos que una hoja de papel.
Más tarde le dio el desayuno en la boca.
Intentó sin conseguirlo, indagar sobre cuándo sería intervenido
quirúrgicamente. Gustavo le dijo que ningún médico, desde su ingreso le había
ido a valorar. Sólo le ponían suero con antibiótico, siguiendo la recomendación
del director del hospital de Guanajuato. No se quejaba de dolor. De hecho, no
se quejaba de nada. No le preguntó a ella cómo se encontraba. Gustavo era tan
frío casi todo el tiempo.
Nunca se imaginaron que habían cometido un
error. Así no se iba a poder. Soledad, una hermana de Gustavo, fue hacia
Isadora con un peine.
–Te
voy a hacer una trenza. Dice mi mami que pareces una bruja. Mañana traeré unas
tijeras para cortarte ese greñero.
Con el brazo derecho Isadora se quitó a
Soledad quien, la miró extrañada. ¡Su
cabello! Al fin lo llevaba tan largo como nunca antes pudo tenerlo. Su madre,
desde que ella tenía recuerdos, se lo cortaba siempre. Después, cuando vivió
sola, siempre se la deterioraban las puntas, por falta de cuidado, por falta de
dinero para comprar buenos tratamientos. Le crecía lento. Esta vez, tras casi
cuatro años de cuidados intensivos, ya casi le rebasaba los hombros.
Primero
era una puta, ahora era una bruja. Ana hizo un connato de bronca. Isadora las
paró en seco. La suegra, se veía apacible. Sólo hacía de espectadora. No hacía
un mínimo esfuerzo para controlar a nadie. Tenía un magnífico pretexto. Estaba
sorda. Sólo daba órdenes y éstas debían ser acatadas al instante. Isadora la
miró, y le quedó más que claro, lo que siempre pensó de ella. Esa mujer parecía
un zopilote. La forma de tener la boca fruncida, su manera de mirar de uno a
otro lado, esperando la presa, para, como la carroñera que era, alimentarse.
Ahí estaba, sentada, fingiendo indiferencia. Apenas y dio unos pasos para
acercarse cuando vio a su hija Ana muy agitada.
Isadora les dejó en claro que, con ella
era poco y bueno. Ellas, ya habían hecho demasiado, y muy mal, por cierto. Les
informó que, a su hermano, no lo había atendido nadie, debido a que las órdenes
de Guanajuato, se traspapelaron en la deshonra de un amasiato ficticio. Ahora,
ella tuvo que empezar de nuevo, y estaba extremadamente fastidiada de todo. Ana
respondió
–¡Es tu obligación atenderlo! ¡Con algo tienes
que pagar el hecho que él, te ande metiendo la verga!
Hasta Soledad se escandalizó. Detestaban a
Isadora, en efecto. No eran esas puras y castas vírgenes, seducidas por lobos
travestidos de ovejas, pero ese vocabulario, era por demás dejarle en claro a
Ana, era total y definitivamente inaceptable. Acababan de comulgar. Habían ido
a la misa, y después al hospital.
Sin embargo, lejos de imaginar que esta
majadería, airaría a Isadora, no fue así. Su gesto fue suave, arqueó una ceja y
miro con una sonrisa de burla a toda su política parentela. La madre de estas
se acercó, con pretensión de indagar por qué Ana agitaba las manos, y gritaba
tanto, que ella, sorda, alcanzaba a percibir algo del color estridente de su
voz. Otra hermana, de nombre Norma, la más prudente hasta ese momento, trató de
apaciguar esos ánimos.
–Cálmense todas. Háganlo por mi mami. –
Dijo al tiempo que abrazaba a la anciana.
–Tu mami, tú, y este otro par ¡váyanse
mucho a chingar a su puta madre! – Gritó entonces sin pudor Isadora. Con un
tronido de dedos les ofreció una propuesta que ellas desdeñaron súbitamente. O
bien, ellas se encargaban de atender al herido, y ella se desentendía de todo,
absolutamente, o la dejaban en paz. No cabían todas allí. Ella, les dijo,
ignoraba que tuvieran un rencor enconado en sus almas podridas, que ni rezando
diario, tenían salvación.
Norma, hablando a duras penas, por una
gripe que la tenía ojerosa y con los ojos de perra agonizante, le pidió a
Isadora que se repartieran las labores. Ellas, irían al medio día. Una vez
cumplidas todas sus tareas y compromisos que tenían con la iglesia. Ella, podía
tomarse un descanso en esas horas. Y a partir de la tarde y durante la noche,
podía Isadora cuidar de su esposo. Tan sencillo como eso. Eso sí, que procurara
bañarlo y rasurarlo, para que cuando su mami entrara a verlo, en la oportunidad
que daban al medio día, ella no sufriera un impacto visual que la afectara.
Estaba tan enferma la pobre…
La respuesta de Isadora fue inesperada
para todas. Dijo que sí, siempre y cuando, Ana Gutiérrez, la que firmó como
esposa, la que la señaló a ella como una suripanta sinvergüenza, hiciera un día
la auténtica labor de esposa. Y no habría cama sexual de por medio, porque él
se encontraba discapacitado por el momento, pero, quizá después, cuando él
sanara. Por lo pronto, ella tendría que subir al área del hospital, desnudarlo,
bañarlo, lavarle el ano cuidadosamente, los testículos, el pene. Tendría que
tener especial cuidado con el escroto, el prepucio y el glande. Norma, con un
acceso de tos, imploró a Isadora se abstuviera de detallar tan grotescamente
esas instrucciones. La madre de Gustavo, que ladeó la cara para poder escuchar
a Isadora, protestó
- ¡Eres una depravada!
¿Quién era ahí la degenerada? Isadora las
interrogó a todas. Les reprochó como escupiéndolas a la cara, cómo pudieron
permitirle a Ana, hacerse pasar por la esposa, tan sólo por un resentimiento
añejado por casi veinte años. Cómo, siendo ellas tan devotas, vigilantes de la
buena conducta, con tan altísima moral resguardada de las malas tentaciones,
permitieron que Ana desacreditara lo que Dios había unido en un santo
sacramento, eso, que para ellas era tan importante. No hubo respuesta. Isadora salió corriendo,
cómo hacía tantos días quiso correr y olvidarse de toda esa perfidia que la anduvo
acosando con tanta sevicia.
Las
cuatro mujeres, con un gesto de lástima hacia ellas mismas, la vieron alejarse,
y aunque no parecía una bruja, sí parecía una loca, que detuvo un taxi y se
desapareció por el tránsito de la ciudad.
La
casa olía a humedad. No estuvieron tanto tiempo fuera, como para que ese olor
estuviera esparcido en todo aquel ámbito solitario. Una semana quizá. Contrario
a lo que pensó, Isadora no tuvo miedo. Hizo todo cuanto pudo, tan
diligentemente, que el miedo esperó en cualquier esquina de sus sentimientos.
Se dio un bañó caliente y la relajó
bastante. Se puso por fin, ropa interior limpia y seca. Analizó ese vestido
blanco que llevó tantos días puesto. Recordó el olor a nuevo, y revisó la
etiqueta: made in China. Apretó los
labios para reprimir una sonrisa. Parecía un vestido típico mexicano. Por eso
lo compró. La primera vez que se usó ese vestido, no lo usó ella. Lo trajo
puesto por un par de horas, una actriz que contratara, para hacer de la muerte,
en un canto popular llamado la llorona,
en un vídeoclip.
Sí resultaba un poco intrigante. Ese
personaje que representaba a la llorona, y a la vez, la misma muerte, la
seducía. Hicieron una escena que parecía el de una joven, intentando seducir a
una mujer de más de cincuenta años. No era propiamente una escena lésbica. Era,
la muerte misma, ataviada con el vestido de la vicisitud, cubierta con un
rebozo blanco en la cabeza, coronada con rosas blancas también. Cuando Isadora
lo usó, ya sin fines de actuación, le encantó ese olor a textil nuevo. Ese olor
se perdió. Se convirtió en olor a muchos sudores de miedo, de varias noches de
vigilia, de desesperanza, de… muchas cosas que no sabía si tenían nombre.
Guardó el vestido, los zapatos y el collar
en una bolsa de plástico. Nunca volvería usar esas prendas. Referente al
collar, fue uno adquirido en Kansas, en Estados Unidos. Le costó caro, y no le
importó pagar lo que pagó. Le encantaban esas enormes rosas, color rosa palo.
Pero todo cuanto llevaba puesto esa nefasta mañana, en la plazoleta de la Valenciana, quería dejarlo aparte. No
sabía qué haría con todo eso.
La ropa de Gustavo, quién sabe en qué
basurero quedó. El pantalón desgarrado por la bala que le dejó expuesto el
músculo, estaba batido de sangre y tuvo que ser cortado con tijeras para
quitárselo de encima. La camisa, probablemente también. Todo, incluidos los
rebozos nuevos de la tienda de don Benito, fue hecho bolas y se arrojó muy
lejos. Lo único que Isadora rescató, fueron los zapatos. Gustavo usaba zapatos
especiales.
Isadora buscó una ropa cómoda, pero que
luciera bien. Quería darle otra cara a la adversidad. Usaría un collar, por
supuesto. Le encantaba andar ataviada con abalorios gigantes o pequeños
alrededor del cuello. También le gustaban los aretes. Ni pulseras ni anillos le
gustaban. Le hacían sentir inquieta. No usaba ni siquiera su argolla de
matrimonio. Siempre tuvo miedo de perderla. Cuando se casó, la argolla le
estaba grande. Después no le quedaba. En este tiempo le quedaba bien; pero no
tenía costumbre de usarla.
Buscó una cobija gruesa, como las que vio
que tenían los otros familiares que esperaban a la intemperie. En la búsqueda
de ropa y calzado, sintió calor. Menos mal que no creyó que se trataba de algo
muy de ella; se acaloraba con facilidad. Pero las noches venideras, todas,
estuvieron altamente frías e inmisericordes.
La maleta plástica donde tenía utensilios y
productos para el aseo, estaban en una caseta de vigilancia del hospital.
Siempre que viajaban, llevaban esa maleta. No era necesario empacar nada de
eso. Se llevó una muda de ropa, por si acaso la que llevaba puesta, se le
hiciera incómoda para dormir. Se previno con un impermeable, para cuando
tuviera que bañar a su esposo. También empacó unas chanclas de hule. De pronto,
viró y se dio cuenta que una planta estaba seca.
–¡Por qué no me esperaste! – Lloró
compungida Isadora.
No le importaban las plantas, ni las
mascotas. Ésta vez, al ver la euphorbia
pulcherrima, mejor conocida como flor de nochebuena en México, le sacó el
llanto que llevaba atorado por tanto tiempo. ¡Cuánto necesitaba tener un amigo!
Alguien, que le prestara su oreja, que le brindara un abrazo, aunque fuera tan
solo por unas horas.
Llevó la maceta con la planta seca a la
regadera del baño, la roció y la dejó escurrir. Esa planta ya había cumplido un
año ahí. Esas flores, comúnmente las usan de ornato en la temporada navideña, y
las dejan morir impíamente. Gustavo se dio a la tarea de cuidarla con esmero.
Ella se la regaló hacía dos navidades. Y no fue la planta, sino una pequeña
maceta de ónix. La maceta era tan pequeña, que apenas podía albergar plantas
cetáceas. La nochebuena, aunque llegada la temporada, no floreció, la
conservaron. Gustavo le cambió el macetero y ahí seguía, con los tallos rojos y
las hojas verdes; no llegaban a hacerse rojas.
Ya casi oscurecía, pero Isadora estaba muy
a tiempo para la visita de las siete de la noche. Tuvo tiempo suficiente para
sentarse, como Dios manda, a comer en una de tantas loncherías que rodeaban el
hospital. Degustó unos tacos dorados de pollo, que masticó lentamente. Al
tiempo miraba alrededor y reparó en el bombillo sucio. El cochambre y las cacas
de moscas, hacían que la luz fuera débil. Se acordó de aquel desmayo en el
hospital de Guanajuato. Y si pensó que la única luz turbia que veía, era la de
una lonchería, se debió a que, estaba anhelando mucho estar en una. En aquel
hospital, empotrado en una montaña, no había loncherías cercanas, ni tiendas.
Nada. Tampoco transporte público. Ella tenía su automóvil. No lo manejó. Las
calles de Guanajuato eran sinuosas y angostas. Sus nervios no estaban como para
andar batallando, y arriesgando más de la cuenta.
Cuando llegó a la sala de espera, vio que
no había ningún sitio disponible para poner su tendido. La gente se prevenía y
apartaba su lugar, sobre todo, el que estaba junto a una pared. Los lugares del
centro estaban más expuestos. Había quien armaba pequeñas tiendas de campaña.
Se acercó a unas mujeres que eran hermanas. Llevaban un mes ahí. Ocupaban mucho
espacio, pero le aseguraron que el lugar junto a ellas quedaría libre esa
noche. Ellas le cuidaron sus cosas. Entró a la visita y de nuevo, vivió la
frustración de que, a Gustavo, aun no lo valoraba médico alguno.
No supo quién de sus arpías políticas lo
habría visitado al mediodía. No se lo preguntó. Le dio gusto que, hasta ese
momento, se enteraran, que sólo podía pasar un familiar, y que no podían
turnarse la visita. Es decir, no podía pasar un tiempo una, y luego otra, como
Ana hiciera la noche del ingreso. Le encantó la idea de que aquella visita,
fuera en vano. Le envió un mensaje a Norma, a través de su teléfono móvil,
diciéndole claramente que no quería a ver ninguna de ellas ahí. De lo
contrario, ella, se olvidaría del asunto y dejaría a Gustavo a su suerte. Se
percató que su cuñada sí vio el mensaje. No le devolvió ninguna respuesta.
En la sala de emergencias, le preguntó a
Gustavo sobre el señor que estaba enfrente.
–Murió. – Respondió Gustavo.
Isadora vio otra cama vacía y debido a un
escalofrío que, le hizo correr un hilo de sudor helado por toda la columna
vertebral; ya no pudo preguntar. También observó que, en la cabecera
de su esposo, había una cortina plegable. Estaba una mujer con una infinidad de
tubos por la nariz, por la boca, en los brazos, y un aparato con una pantalla
verde que tenía una línea recta y un sonido plano. Estaba muerta. Quién sabe
cuánto tiempo hacía de eso. No se atrevió a culpar a nadie de esa situación. No
parecían -ni médicos y enfermeras- estar pachorrudamente ajenos a los enfermos.
Todo lo contrario. Todos corrían. Algunas personas con jeringas preparadas,
puestas en alto, otros con desfibriladores para resucitar a los más posibles.
Ya qué más daba una mujer muerta.
Había incluso, un pequeño quirófano para atender
urgencias menores. Ya no había gente internada en el suelo, ni al costado de
las puertas del elevador. Pero la población seguía siendo densa.
Antes de dejar a Gustavo dormido, habló
con una doctora joven y le comentó sobre su esposo. Ella le dijo que iría a
verlo, pero de momento, la agarraba en un momento muy inoportuno. Era una
cirugía en un dedo de una mano. El paciente saldría del nosocomio por su propio
pie. Nunca fue a ver a Gustavo.
Empezaba la gente a preparar sus tendidos
y vio cuando las hermanas ayudaban a una mujer joven, desoladísima, a recoger
sus cosas. Ella sólo fue a casa de alguien que, se compadeció de ella, y le
prestaron el baño para que tomara una ducha. Llevaba varios días ahí. Había
viajado desde Durango. Le avisaron que su esposo tuvo una caída, y estuvo en
estado comatoso por el golpe. Él se encontraba en la capital, porque estaba
estudiando una maestría de algo. Isadora se enteró que a esa mujer joven la
estuvieron voceando varias veces y al no aparecer, llevaron al esposo al
depósito de cadáveres. Informaron a las autoridades y se abrió un expediente de
investigación para con ella. Era sospechosa de homicidio. Por esa razón, las
hermanas le dijeron a Isadora, que ese lugar quedaría desocupado.
A Isadora se le arrugó un ventrículo. No
pudo alegrarse de haber captado un lugar privilegiado, donde los que no
alcanzaban un lugar como ese, harían de valla humana, y recibirían el golpe del
frío que ululaba en la noche. Parecía que hablaba y les decía a todos: “Bruuuu-tooos”
Quiso hacer una buena labor. La policía
estaba presta para arrestar a la joven. Isadora intervino y le preguntó a la
señora si conservaba su boleto de autobús. Ella dijo que era de avión. Buscó
por entre la infinidad de chucherías de su bolsa, y arrugado lo mostró. Isadora
le dijo:
–Con esto, vas a demostrar tu inocencia.
El día que tu esposo se cayó y golpeó el cráneo, tú estabas en Durango. Puedes
demostrar que, viajaste cuando te avisaron. ¿Tienes el registro de la llamada?
– Ella mostró por medio de su teléfono que sí.
Los policías ya no usaron las esposas.
Cambiaron de actitud, ante la mirada penetrante de Isadora. Ayudaron a la viuda
a cargar sus cosas. Sí la llevaron en la patrulla, en la parte de atrás, pero
aparentemente, ya no iba en calidad de indiciada ni de detenida. Uno de ellos,
se regresó con aires de pendenciero.
–Qué, y tú quién eres o qué… ¿Quién te
crees?
–¿De verdad quieres saber quién soy?
El policía se alejó, soltando una risita
que pretendía fuera de burla. Fue una risa de frustración.
La
gente se amotinaba ante unos muchachos que llevaban un recipiente grande y muy
singular. Tenía una llave por donde salía atole caliente. No lo vendían. Lo
regalaban en unos vasos desechables, y también regalaban piezas de pan. Isadora
sucumbió ante aquel gesto tan gentil. Se fue a un rincón a llorar, y no quiso
que nadie le diera consuelo alguno. ¿Cómo podía haber gente con semejante talla
de corazón? La gratitud, la clave maestra para abrir cualquier puerta, pensó
Isadora. Supo, por medio de ellos mismos,
que rogaron tanto a Dios que su madre saliera con vida de aquel hospital, que
prometieron, durante un año, ir a repartir atole y pan a esa gente que dormía y
vivía con una angustia incesante en el alma. Ellos lo vivieron, y les dolió de
tal modo, que lo único que podía resanar aquella herida, era ir a ese lugar
inicuo, tan indigno, esa sala de espera hecha especialmente para reavivar más
la crueldad, a la intemperie, a entibiar un poco aquellos cuerpos que parecían
soportarlo todo. Y hasta entonces se percató que no parecía estar en sus
cabales. Se preguntó ¿Quién era ella? Nada. Esa parecía la respuesta.
Un par de veces, Isadora, despertó ante el
sonido del altavoz. Temblorosa, con mucha dificultad para darse cuenta dónde
estaba y por qué. No escuchaba el nombre de su esposo. Se volvía a dormir. Un
par de veces se despertó también debido a las ganas de orinar. Espantaba a dos,
y a veces tres perros, que se acurrucaban a dormir junto a ella. Iba al baño y
se volvía a su sitio. Volvía a dormir. A la hora que se anunciaba el alba,
nadie se quejaba del inclemente frío que hacía surcos por entre aquellas desdichadas
familias que dormitaban, volvía a hacer ecos, diciendo: “es-tuuu-pi-doooos”
La gente se levantaba, con la resaca del
mal dormir. Decían que el frío había sido muy severo, pero no a manera de
queja. Lo decían por decirlo, por iniciar una plática. Para no contar los
muertos acaecidos durante la noche.
Se daban cuenta que alguien había
fallecido, cuando el vocero, indicaba que los familiares de tal paciente, se
presentara a un módulo específico. Más tarde se oían los llantos, los clamores,
los reclamos a Dios, al sistema, a la suerte.
Isadora despertó trémula cuando escuchó al
vocero, pidiendo que el familiar de Gustavo Gutiérrez se presentara a la sala
de emergencias.
Corrió a donde la buscaban, y no presentó
ninguna credencial de identificación oficial. Las guardias estaban enfermas de
tanto soportar a ese vinagrillo de mujer que, no acataba todas las órdenes;
consideraba que eran absurdas. Ahí se estaban disputando la vida, contra la
muerte. Al diablo los protocolos. Agradeció esa llamada súbita, sabrá Dios a
qué hora de la madrugada fue. Su esposo quería orinar, y no había nadie
desocupado para llevarle el pato. Ella lo hizo con gusto. Dejó a su esposo
dormido y volvió a su lugar. Para esto, tres perros callejeros la olfateaban y
le movían la cola, como si ella fuese su ama. Los espantó. Se acostó y se
durmió. Al despertar, los perros seguían dormidos allí, junto a ella.
Una mañana tras bañar a su esposo y darle
de desayunar, ella salió y fue a la fonda más cercana a la puerta de entrada.
Los puestos daban a la calle. Veía pasar los coches a toda prisa. Dejó la
comida sin terminar. Le agredió un pensamiento por demás infame. Se imaginó
que, en cualquier momento, un hombre gordo, con barba y bigote, con medio
cuerpo casi fuera de la ventanilla, pasaría echando balas a diestra siniestra.
Sin ninguna razón. Por el simple hecho de matar. Más que el desayuno, se tomó
un tranquilizante y volvió a la sala de espera. Justo ahí, donde ya no quiso
esperar.
En el jaloneo que tuvo con las guardias,
se le desató una agujeta del zapato. Se sentó en el suelo para atarla de nuevo.
Volvió a colocar la venda del tobillo izquierdo y ya estaban ahí, esos tres
guardias que hacían de rescatistas de las ineptas y déspotas guardias de la puerta
de emergencia.
–Señora, levántese. La gente va a decir
que la hemos tirado.
–La gente que diga misa – Dijo Isadora sin
mirarlos. Más atenta al arreglo de la venda y mantener bien atados los cordones
del zapato.
–No puede usted meterse así, como así. Hay
horarios y debe respetarlos. – Ella, sentada muy cómodamente en el suelo,
extendió los brazos.
–Bueno, entonces, ponme las esposas y
méteme a la cárcel.
–Nosotros no estamos facultados para meter
a la cárcel a nadie.
Isadora les dejó claro que no estaban
facultados para muchas cosas. Se pasó y volvió a dejarlos con la sangre maldita
y revuelta. Aprovechó que era la llegada de muchos médicos. Iban los maestros y
muchos practicantes. Los iba persiguiendo, haciendo alto, justo detrás de
ellos. Volvía a seguirlos y los interceptó justo cuando, ignoraron la camilla
donde se encontraba su esposo.
Le informaron que tenía un expediente
abierto como paciente foráneo. Tenían confundido todo. Él no venía de fuera. Es
decir, sí. Fue herido fuera de la ciudad, y tuvo que ser trasladado a ese
hospital, porque ese, era el que le correspondía. Ya era el cuarto día y nadie
lo había valorado. Delante de ella, revisaron las notas, y en efecto, se
percataron que era un paciente para cirugía. Revisaron las placas de rayos X, y
dijeron que la clavícula se veía chueca, pero no rota. Entonces, no requería
cirugía.
No. Esa placa era para ver algo del
corazón, porque estaba recomendado para cirugía. ¡Los huesos de Gustavo! Tuvo
muchas quebraduras y cicatrices desde niño. Ella, tuvo que mostrarles, el brazo
hinchado, con el vendaje que cubría el agujero que, le dejó una bala,
multifragmentando el hueso cúbito. Encontraron las otras placas, y vieron que,
en efecto, mostraban huesos del antebrazo izquierdo, con infinidad de fisuras
en el hueso cúbito.
–Bueno – Dijo el galeno. – Las
indicaciones son las mismas. Suero con antibiótico. No hay fecha para cirugía.
No hay quirófano disponible, ni cama libre para subirlo a piso. Permanecerá
aquí en emergencias.
Los protocolos de emergencias eran, que
algún familiar del paciente debía permanecer ahí las veinticuatro horas. Si
hubiese estado en piso, a ella, le habrían dado un pase, para estar con él, el
tiempo que quisiera. Podía entrar y salir, las veces que quisiera. Llegada la
noche, le acondicionarían una cama al lado de él. Era una situación menos
escabrosa. Pero, con los privilegios derrumbados, ahí seguiría su vía crucis.
Cuando salió, ya la esperaba un guardia
que pretendió intimidarla, diciéndole que él tenía más jerarquía que todos los
demás. Ella le dijo
–¡Entonces, saca tu metralleta y ¡Ta! ¡Ta!
¡Ta! ¡Ta! ¡Ta!... Aniquílame en este instante.
La mirada del guardia brilló e hizo una
mueca que lo hizo verse, aún más feo de lo que ya era. Su respiración le hizo
transpirar, dejando todo el ámbito con un olor rancio. Isadora, ya con todo el
dominio en sus manos, aunque lastimeramente lo que más le importaba no lo
lograba, dijo
–Es más, como no veo que traigas metralleta,
voy a hacer algo más…
Abrió la puerta de emergencias. Llamó a gritos
a un señor que, esperó toda la noche sin estar preparado para una velada
invernal, y lo hizo pasar. Les dijo que ese señor, llegó desde las seis de la
tarde del día anterior. Su esposa se quedó internada en emergencias, y no le
dieron a él, ninguna razón del por qué. Ella llegó con un dolor de espalda
severo. Se lo llevó del brazo al área de hospitalización y hasta entonces se
enteró que su esposa presentaba una falla cardiaca. No estaba acostada en una
cama, ni en una camilla. Estaba más adolorida que antes, por la postura de
tantas horas, en una silla ordinaria, con suero y nada más.
–¡Sácame de aquí viejo! Si he de morir,
que no sea en éste espantoso lugar.
Una enfermera, le dio el informe al
esposo, de todo cuanto el médico le había dicho. Su estado era delicado. Muy
delicado. Los dolores en la espalda, eran un eco de una posible falla cardiaca.
Lo endémico: no había camas para pasarla a piso. Se le estaban haciendo
estudios para indagar qué procedía. Se llevaría su tiempo. Nada alentador, pero
al menos, el señor ya tuvo noticias. Isadora le dio un abrazo de cordialidad.
No podía hacer más nada.
Isadora estuvo durante casi toda la
mañana, hasta pasado el mediodía, intentando hablar con una cabeza más
pensante. Alguien que, le diera una razón más concreta sobre el estado de salud
de su marido. Al menos, las gárgolas de sus parientas políticas ya no se
pararon por ahí. Ella no las extrañó. Se sentía aliviada de que, ya nadie le
diría que con esas greñas parecía una bruja. Ya nadie la señalaría como una
puta, y ya nadie le gritaría cuáles eran sus obligaciones porque Gustavo le
metía… bueno, porque era su obligación de esposa. Ella no estaba haciendo nada
de lo que hacía por obligación. Su tesón y su lucha, eran porque deseaba
fervientemente, ver a su esposo totalmente recuperado.
Volvía al ingreso de urgencias, y volvía a
ver al altanero médico, el que le dijo que no lo mirara a él, y él, la razón
que le daba, es que no había cama en piso, ni quirófano disponible. No podían
enviarlo a casa. Su estado era delicado por el tratamiento con antibiótico. Debía
estar bajo estricta vigilancia médica. La cirugía, se realizaría entre veinte o
veinticinco días.
Bastante descorazonador. Pensó seriamente
en adquirir una casa de campaña, para ahí poder asearse a medias. Cambiarse de
ropa y todo lo que fuera menester. Lo olvidó. Se seguiría quedando sobre las
mullidas cobijas, rodeada de esos perros callejeros que la rodeaban. En el día
no los volvía a ver. No sabía de dónde venían. Tuvieron la decencia, de dejar
sus desechos fecales por muchos lados, pero nunca encima de sus cobijas.
Una mañana, en que el cansancio la estaba
haciendo languidecer, se levantó de tácito y decidió ser más dura que las otras
veces. Se metió, como siempre, a empellones y buscó directamente la oficina del
director. Fue recibida por una secretaria. Era una mujer, no muy joven. Muy
elegante, y con una frescura tal, que Isadora no creyó que estaban en invierno.
Parecía un hálito de primavera toda ella y su entorno. Se podía apreciar su
vestido de estampado de flores, aun por encima de la bata blanca. Le ofreció un
asiento y un café. Isadora rechazó el café. El café, el picante, las
mermeladas, y muchos alimentos más le provocaban acidez.
Se presentó con su nombre real, aunque
mucho le fastidiara.
–Entonces ¿no es usted Ana Gutiérrez? –
Lívida respondió
–No. Soy Isabel Dorantes, la esposa del
señor Gustavo Gutiérrez.
La simpática mujer ordenó le llevaran el
expediente del esposo de Isadora. Encontró el registro de un ingreso con un
paciente de nombre Gustavo Gutiérrez, herido de bala y con múltiples fracturas
en el hueso cúbito. Pero había cosas que no cuadraban. Le rogó que entendiera y
perdonara la confusión.
La recomendación del partido político, ya
no aparecía por ninguna parte. La que sí aparecía, y le hizo tragarse un nudo
que le cayó de peso, fue la amplia recomendación del director del hospital,
ubicado en la ciudad de Guanajuato. Gustavo no estaba siendo atendido por
nadie, debido a que, lo demás no encajaba. Había dos nombres de esposas
responsables. Isadora aclaró que, lo de
Ana Gutiérrez, fue un berrinche que hiciera su cuñada. Hasta entonces la médico
que cubría el área ejecutiva, comprendió.
–Sucede a menudo señora Isabel- Dijo con
una sonrisa pulcra – A veces, se presentan aquí la esposa, y varias concubinas.
Hizo algunas notas, y mientras, Isadora se
quejó del pésimo trato que recibían por parte del personal de seguridad.
Trataban a los familiares con la punta del pie. No le parecía un trato digno,
para personas que, ahí no la estaban pasando bien. Tenían, además de la congoja
de un familiar enfermo, la inclemencia del tiempo, ahí, a la intemperie.
–Bueno, tienen un techito, por si llueve. –Interrumpió la mujer con una voz dulce.
Le
aceptaba lo del techito, que poco
hacía para evitar que aquellos desdichados se mojaran. El agua escurriría por
las orillas del techito, al fin y al
cabo, no era tiempo de lluvias, sino de frío. Y la queja no era por aquello que
no estaba en sus manos remediar. La queja era por la gente de seguridad. Aparte
de que no se dirigían con respeto a nadie; siempre eran gritos y regaños, no
respetaban los horarios de visita que, aparecían en un cartel, muy alto y no
era posible leer con claridad. El cristal, había sido cubierto con papel
celofán verde. Las letras eran muy pequeñas. Había otro cartel, debajo del
vidrio del escritorio de las que vigilaban. En éste anunciaban:
VISITA A LAS 7:00 A.M.
(EN CASO QUE EL PACIENTE TENGA QUE SE ASEADO)
VISITA A LAS 9:00 A.M.
VISITA A LAS 12:00 P.M.
VISITA A LAS 6:00 P.M.
Éstos horarios no eran jamás respetados.
La gente empezaba a hacer una línea, una media hora antes, del horario de
visita. Daban las nueve, las nueve treinta, o las diez. Muchas veces esas
visitas, sólo duraban cinco minutos. Todo ese problema de sobrepoblación del área
de emergencias, no era más que una tremenda falta de organización. Hasta
entonces, la mujer sonriente y gentil cambió el gesto y gritó:
–¡Tráiganme aquí al jefe de seguridad!
Era un hombre que parecía más decente que
la gente que dirigía. Se presentó con mucha cortesía y fueron llevados, a Isadora
y a él, a una sala de juntas. El señor se sentó en una silla secretarial.
Dejando caer todo su peso, y fue a dar al suelo. El señor logró contener la
risa, mientras Isadora lo miraba fijamente sin devolverle la cortesía. Tampoco
se burló de él. Por ahí iniciaría su queja.
Le dijo que si esa silla averiada, tuviera
un letrero, simple, a papel y tinta, él, no hubiese caído al suelo,
desmoronándose su investidura de jefe de seguridad. Y le habló de esos letreros
que sus guardias no respetaban. Ya se había dado el caso, que no vocearon el
nombre de un señor que había fallecido. El anuncio se dio cinco horas más
tarde. La esposa que se encontraba en la sala de espera, había ido a darse una
ducha. El hecho de no presentarse cuando la llamaron, levantó sospechas y se
presentaron cargos en su contra por homicidio.
Pero el caso que más le importaba, era el
de ella misma. Una guardia le había le dicho que ella, era una mujer insoportable,
histérica, y maldita la hora que su marido fue a dar a ese hospital. La
esperanza que guardaba, era vocear su fallecimiento. Tenía un testigo, pero no
lo quiso usar. Quería que esa joven, frente a frente, le volviera a repetir lo
que hacía pocas horas le había dicho.
El jefe de seguridad, fue hasta donde se
encontraba la joven de guardia. Le preguntó si ella había dicho todo lo que la
señora Isabel le había contado. Ella, sin ningún signo de molestia o
indignación, puso las manos cruzadas en el escritorio y dijo
–A mucha honra. Sí se lo dije. Es que ella
cree que es temible, pero conmigo no se va a poder. Yo no le tengo miedo.
El jefe le pidió que anotara todos sus
datos en una hoja de papel, ordinaria, sin ningún membrete ni sello. Ella
obedeció. Al tiempo que escribía dijo:
–No me interesa perder este trabajo. Ya mi
primo me consiguió una plaza en el reclusorio femenil oriente.
Una sonrisa pícara de Isadora, hizo que el
jefe le pidiera a la empleada, ya sin observar ningún protocolo, que se callara
y que, abandonara el lugar de trabajo en ese instante. La joven guardia intentó
decir algo más. Al grito de un ¡cállate
ya! No le quedó más remedio que abandonar su plaza. Se dio el gusto de
sorrajar una palabrota a Isadora. Esas palabrotas que Isadora conocía muy bien,
le brotaban como burbujas de jabón. No le hacían ninguna mella.
El jefe de aquella fauna de seguridad, intentaba quitarse el acerbo, invitando a
Isadora a tomar un refresco. Le rogó que se atendiera ese tobillo que lucía
brillante, rojo e hinchado. Ella le dijo que tenía muchas cosas más importantes
que hacer, como el de lograr que su marido, fuera de tácito, intervenido
quirúrgicamente. Además, ese lugar, era el menos recomendable para ella. Ya se
daría el tiempo, si es que le daba tiempo. Su empleada, la recién despedida,
algo de razón tuvo en sus palabras. Quizá ya no tendría la oportunidad de
vocear la muerte de esposo; pero ineluctablemente, él y ella, tendrían que
morir. Ella, no quería que su marido muriera antes que ella. No, porque pesaba
sobre ella, una amenaza de muerte. Esto último, no se lo dijo de viva voz. Lo
recordó y se le retorció el hígado. Casi como que volvió a escucharlo.
–¡Con tu vida me respondes, si algo le
pasa a mi hermano!
Se dirigían a la cafetería, y entonces, se
le desorbitaron los ojos al jefe de guardias del hospital. ¡Un guardia estaba
golpeando a una mujer! Literal. Le sorrajaba manotazos a la cabeza. La mujer
gritaba y sostenía en su mano el carnet que la acreditaba como derechohabiente
a ese hospital de salud. Llevaba la glucosa y la presión arterial alta. Se
desmayó.
Por radio fue requerida una patrulla policiaca,
y con policías por supuesto, con todas las facultades para esposar y arrestar a
ese guardia atrabiliario, soez, artero y ruin.
El jefe de guardias de seguridad se veía
macilento y desguanzado por saber, que él, y nadie más que él, se había
presentado ante Isadora, como el jefe de la mejor cuadrilla de guardias de
seguridad. ¡Amén y amén!
Le
sangró la herida de su amor propio, al descubrir que esa mujer, había defendido
a ultranza los derechos de aquellos seres desvencijados fortuitamente por la
ausencia de la buena salud.
Había puesto en duda las acusaciones de
Isadora. Si intentó mostrarse afectuoso con ella, fue porque había sido
requerido por la secretaria del director del nosocomio. Debió intuir, que la
fuerza de la justicia, lo hizo sentarse en la silla destartalada, y caer al
suelo con todo el pundonor que profesaba y del que se enaltecía. Toda esa
hidalguía se derramó frente a la mujer, a la que, según él, encontraría el modo
y la maña, de hacerla tragarse sus palabras, su soberbia y su engreimiento.
Ella ya no se enteró, que él tenía el reporte de la conducta de esa mujer, a
quien casi todo el personal de la sala de emergencias, la tenían calificada
como un ser despreciable, por sañuda y petulante.
En otro concepto la tenían los familiares
que, lánguidos, los había elegido la cizaña de su mal dormir. Infinidad de
veces recurrieron a ella, para a través de su conducta temeraria, indagar sobre
el estado de aquellos pacientes martirizados por la desgracia. A Isadora no le
molestaba hacer eso, que no se acercaba siquiera a un trabajo social de manera
oficial. Todo lo contario, la distraía. Le alejaba el pensamiento de que, en
cualquier momento, cualquier persona, desenfundaría una pistola y arremetería
contra todos. No podía quitarse de la mente, la imagen del hombre muerto. Con
los brazos cruzados frente a su cabeza, clavado en el piso. Ni una sola gota de
sangre alrededor. Ese, al que intentó acercársele, una vez que vio que asistían
a su esposo, ese, que le dejó en claro que no era su marido. Y tuvieron que ponerle
la mano en la panza, y de ahí empujarla, porque ella avanzaba sin intención de detenerse.
Quería estar justo con los pies muy cerca de su cabeza. Blandía su dedo índice,
y no supo por qué profirió éstas palabras
–¡Grandísimo cabrón! ¡Encontraste tu
destino! Que un ejército de ángeles te acompañe hasta tu última morada, y que
Dios le de consuelo a tu pobre madre.
En el fondo, le agradeció, infinitamente,
que él, y no su marido, fuera el muerto.
Esa noche, cuando terminó de darle la
cena a su esposo, se enteró que ese sería el último alimento que Gustavo
recibiría en el hospital de emergencias. Colocaron un pequeño papel en la
cabecera del herido con letras mayúsculas la palabra: AYUNO.
Le
pidieron a Isadora, recogiera todas las pertenencias del esposo, o bien, todo
lo que ella considerara de más valor. Le extrajeron sangre, y se prepararon
para la cirugía que se realizaría al día siguiente, después del mediodía.
Otra vez la abrazó el pánico. Sufrió
horrores de imaginar que su esposo, debido a la anestesia, tuviera una reacción
negativa. Tuvo miedo el tener que pagar con su propia vida, si la vida de su
marido se apagaba. Consideró pertinente, dar aviso a los consanguíneos de ese
marido, que ya parecía su cruz, tan pesada, como para pagar esa, y muchas más
equivocaciones. Y se volvió a equivocar.
Ahí estaba la suegra, con la semejanza de
un zopilote, mirando hacia todos lados, No podía, en su frenética búsqueda,
reconocer a ese hijo idolatrado repentinamente, que tuvo el mal tino de elegir
como esposa, a la única que decidió llevarlo de la mano a Guanajuato, con la
firme voluntad de que lo asesinaran, sin lograrlo. Ahí lo tenía de frente y no
lo reconocía. Seguía buscando, desesperadamente, arrugando los ojos a través de
los lentes, intentando reconocer el rostro de su hijo, en los rostros de otros
hombres y mujeres, que yacían en sus lechos de dolor. Isadora la llamó por su
nombre y le señaló que había pasado justo enfrente de la camilla de su hijo
que, por cierto, ya estaba siendo conducido al quirófano.
A ambas les fue permitido ir hasta el área
de espera del quirófano. Un médico vestido con ropa extraña, forrados los
zapatos, y usando gorro y cubrebocas, le pidió a la persona responsable de
Gustavo Gutiérrez firmar la autorización de la cirugía. Deslindar de cualquier
responsabilidad al hospital y a los médicos, si la muerte ocurría debido a la
anestesia general a la que el paciente debería ser sometido.
Isadora lo pensó. Le preguntó a su suegra
si ella quería firmar, y ésta se negó. Firmó ella, con el corazón latiéndole
con una arritmia que la hizo sudar. Sudó a mares a pesar de que, justo ese día,
no brilló el sol y no hizo más llevadero ese congelante día.
Entonces a ambas les dieron la orden de
abandonar el sitio. Isadora no obedeció debido a que, en ese momento, a una
pobre mujer le avisaban que su pequeña hija de nueve años de edad, le sería
amputado un brazo. Un cohete perdido de una feria de pueblo, por las recientes
fiestas del día de San Valentín, le había explotado en la mano e hizo daño a
toda la extremidad. La mujer por poco y pierde el sentido. Isadora se acomidió
a ayudarla, a consolarla. Por toda respuesta por parte de su suegra, fueron
reproches.
–¿Qué tienes tú que andar metiendo la
nariz en lo que no te incumbe? – Le gritó la suegra sosteniendo un rosario en
la mano. Prosiguió
– Y usted – A la madre de la niña –¿No le
da vergüenza estar haciendo estos zafarranchos? ¿No es usted una mujer de fe?
–¡Cállese señora! – Respingó iracunda
Isadora. – ¡Lárguese de aquí con su librito de oraciones y su puto rosario de
mierda!
Intervinieron, ahora sí con justa razón,
unos guardias de seguridad. A la madre de la niña la llevaron a la sala de
emergencias. A Isadora y a su suegra, las escoltaron hasta la sala de espera,
ya no la de emergencias, la sala de espera del hospital. Otra sala de espera
cruel. La único que la diferenciaba de la infame sala de emergencias, era que
el techo, estaba construido con unos picos, dando la apariencia de estar bajo
una lona. Pero era de concreto. No contaba con paredes. Contaba con sillas de
metal.
El viento silbaba notas tristes y
lúgubres. Resecaba el llanto de las familias que también ahí, enaltecían el
nombre de quien estuviera a cargo de remediar lo irremediable. Anhelaban ser
favorecidos con lo que mucha gente solía llamar milagro. Prometían, si eran malos, volverse buenos. Si eran buenos,
volverse santos.
¡Ahí tenían una! Era una santa viva que
había puesto en su sitio a una mujer que carecía de fe. Había, según la vieja,
insultado el sacrificio del ungido, haciendo una parafernalia que sólo motivaba
a sentir pena, lástima, y lanzarle un gargajo para que se quitara de hacer
payasadas.
Isadora se arrepintió de haber jugado a
hacerse la prudente. No debió avisar nada a nadie. Ahí tenía las consecuencias.
–¿Con quién vino usted? – La cuestionó
Isadora, al percatarse, que esa mujer, sorda, y por lo visto, ciega o
desorientada, era la única ahí, haciendo un papelón.
–Con José, María y Jesús ¿Necesito a
alguien más? –Le respondió airadamente
la señora.
Isadora fue por una de las cobijas que, le
mulleron el suelo, en aquellas noches en que, sólo tres perros callejeros
tenían compasión por ella. Nadie más. Era porque no hablaban el mismo idioma.
De haber sido así, le habrían preguntado
–¿Cómo te sientes hoy? ¿Es que ya has
comido adecuadamente? Todo va a estar bien ¿Verdad que lo sabes? ¿Te duele
mucho el tobillo?
Sí. Le dolía mucho. El frío mordía,
pellizcaba, agredía, cuarteaba la piel y detenía el flujo sanguíneo. Se cubrió
con la cobija hasta la cabeza; y retó a la vieja a que, con su santidad hiciera
frente a aquella inclemencia, ignorándola por completo. Todavía le ardían sus palabras en los oídos.
¿Cómo pudo ser capaz de tratar así a una pobre mujer que recibe la noticia de
que a su hija le amputarían un brazo? La odió. La odió para siempre. Se
prometió, terminada aquella pesadilla, jamás volver a estar de frente, o de
lado, ni muerta siquiera, junto a esa mujer.
–¿Cuánto tiempo estaremos aquí? – Preguntó
la suegra, con las mandíbulas apretadas, los labios visiblemente morados por el
frío.
–No sé. – Respondió seca Isadora. – Aquí
así es. Hay que esperar el tiempo que sea necesario.
–¿Pero aquí? ¿Con éste frío? – Dijo la
suegra, sobándose los brazos, intentando inútilmente mitigar el castigo de
aquel aire polar, inmisericorde.
–Este lugar está mejor que el de allá
enfrente – Le dijo Isadora.
En efecto, la sala de espera de
emergencias la tenían un poco lejos, pero de frente se veía perfectamente.
Allí, ella había tenido que vivir, prácticamente. Y se lo dijo a gritos, por la
exasperante sordera de la vieja. También le recalcó que todo lo hizo porque
quiso, y no porque su hijo le metiera, o le sacara nada.
–¡Ya! ¡Ya! ¡Eso ya pasó! – Dijo la suegra.
Lo último que quería esa mujer cicatera del
alma, era recordar aquellas palabras proferidas por su hija Ana. Lo que Ana
dijo, en la forma en que lo dijo, les caló a todos. También a ellos, es decir,
a los que estaban contra Isadora. Por eso no la volvieron a molestar, ni con su
presencia. Delegaron todo a Dios y pusieron a su hermano en sus manos. Isadora
había recibido un mensaje de Norma, donde le ofrecían, llevar a Ana, y ponerla
de rodillas a sus pies, por aquella ofensa tan perversa hacia su persona.
Isadora no respondió ese mensaje. Tan sólo se imaginó a Ana encorvada y a su
merced, y no creyó aguantarse las ganas de patearle la cara. Y le zumbaron los
oídos al recordar “Con algo tienes que
pagar, el hecho de que él te ande metiendo la verga”
Dicho esto, se rompió toda idea de reconciliación
con esa gentuza. Ella era una olla, o un hoyo. Gustavo era un falo, y ella era
una vagina. Nada más. ¿En dónde había quedado pues aquella creencia y bendición
de las cosas sacramentales?
Hacía tiempo que Isadora había dejado de
sentir lástima por sí misma, por no haber sido querida por su familia
consanguínea, con el tiempo, con terapia, con dolor, dejó de dolerle. Cuando
unió su vida a la de Gustavo, jamás esperó verse mimetizada con su familia
política ante la carencia de la suya propia. No pudo soportar el hecho que,
tanto fanfarronear que poseían virtudes propias que halagaban al todopoderoso,
y al tiempo, ante la desesperación de convencer a Gustavo que no la eligiera
como esposa dijeron:
–¿Qué
te puedes esperar de una persona que ni su propia madre la quiso?
¿De dónde el alarde que eran infinitamente
piadosas?
Y las llamadas telefónicas no se hicieron
esperar. No llamaban a la señora, o bien, sí lo hacían, pero por sorda no
respondía. Entonces llamaban a Isadora. Le imploraban, en el nombre del buen
Dios, cuidara de aquella viejecita que, violó los cercos que le pusieron las
hijas, y se lanzó caprichosamente, a estar cerca de su hijo. Él, contaría con
sus oraciones, y por supuesto, al ser hijo de una santa, se vería favorecido. Todo apuntaba que, en la tierra como en
cielo, también hay recomendados. Jerarcas
que pueden interceder con la cabeza grande, abogar por ellos, y ver el
resultado positivo. No por nada, cuando informaron que Gustavo había salido
bien de la operación, la vieja dijo que su hijo había salido bien, gracias a
sus oraciones.
No contaron, aquellas noches de frío entre
baba de perros callejeros. Tampoco aquellas heridas sin atender, que estaban haciendo
mella. Mucho menos, el apenas dormir, comer, asearse, etc.
Gustavo tuvo que dormir toda la noche en
la sala de recuperación. Isadora entró a verlo con un traje parecido al del
médico que pidió que firmaran para autorizar la operación y deslindar
responsabilidades, si la mala hora le tocaba al paciente. Se tomó una
fotografía, y la publicó en su red social. Hizo el signo de amor y paz con los dedos. Y hasta ese
momento anunció en su red social que, su esposo iba saliendo de cirugía, que
habían estado en un atentado, con balazos, con un muerto, con heridas, con
sangre, con amargura, con llanto contenido. No pidió, como solía leer en otros
casos, oraciones y ruegos de sus conocidos, agregados y, quizá, amigos. Sólo
quiso, por esa vez, desahogarse y postear lo que a ella se le ocurrió en ese
momento.
Le pidió a la persona encargada, le diera
por escrito, con letras grandes, el informe de que el paciente no iría a ningún
cuarto de hospital, porque no había camas disponibles. Todo esto, para que la
suegra entendiera, que ya era por demás que estuviera ahí.
Se protegieron del frío en una sala de
espera, para la gente que va de emergencias, pero que no está hospitalizada. El
personal de seguridad, les dio ese privilegio, porque el frío azotó peor que
nunca, y en particular, le ofrecieron la sala a Isadora, a manera de resarcir
los daños antes causados por un equipo de seguridad mediocre. La suegra aseveró
que fue debido a que José, Jesús y María, ablandaron esos corazones de piedra.
Isadora entonces, le mostró el papel, y le dijo que José, Jesús y María, la
acompañaran al transporte público y se devolviera a su casa.
Acomodó las cobijas y se dispuso a tomar
un taxi. Le hizo saber a la señora que se iría a casa. Dormiría por fin en su
cama, y al otro día, volvería al hospital. Llevaría ropa para Gustavo. Le
dijeron que era alta la probabilidad de ser dado de alta. Vio los ojos de
zopilote de la vieja, con la mirada perdida, buscando dónde se encontraba el
transporte público de regreso a casa. Isadora no la dejó ahí, Acató la súplica
de su esposo. Él, rogó e imploró, que no dejara sola a su madre. Aceptaba y
entendía lo tozuda que era, pero al menos, esa noche, tan álgida, no se
desentendiera de ella.
En el taxi, otra llamada telefónica erizó
los cabellos de Isadora. Respondió en altavoz y se escuchó claramente la voz de
una de sus cuñadas, con el llanto vivo, de dónde y con quién había regresado su
santita del alma.
–Con José, María, Jesús, y un demonio –
Respondió la señora.
La salida del hospital fue un día domingo.
No había coches, ni gente en las calles. Cruzaron el puente peatonal y el
silencio de la ciudad, puso triste a Isadora. Tras la operación, Gustavo estuvo
dos días más en el piso numero veinte. A Isadora le acondicionaron una cama, al
lado de la cama de su marido. Las personas ahí, estaban mucho más relajadas.
Podían tener su teléfono móvil con acceso a Internet. Un sonido de balazos hizo
que tanto Isadora, como su esposo se pusieran en alerta. El compañero de cuarto
de Gustavo se disculpó. Dejó de ver esa película de balazos y se quedó dormido,
viendo una película romántica de rancheros.
En
tan sólo dos días, Isadora se encariñó con todos los demás enfermos. Al único
que le sorrajó una mirada de reproche, fue al médico que le dio las
instrucciones a su marido, de cómo continuar el tratamiento, las citas
externas, y muchos etcéteras. Dijo en voz alta que, ese médico era un amargado
solitario, porque desde la madrugada que lo vio por vez primera, fue grosero.
–¡Deje de mirarme a mí señora!
Lo que ahora le veía, era la misma ropa. Y
las veces que se lo topó, lo vio con la misma ropa. El mismo pantalón al menos.
Lo reconoció por unas bolsas con cierres impertinentes.
Y pasaron los días y las semanas. Y don
Gustavo no reaccionaba a ninguna de las quejas de Isadora. Unos tremebundos
dolores en la espalda la tenían tiesa. En ningún momento le fue sugerida la
idea de ir a un médico. Tomaba analgésicos, no resultaban. Meses después quedó
estupefacta cuando, con sólo una pastilla que contenía vitamina B12, le quitara
ese, y mucho otros dolores.
Las quemadas del tobillo estaban sanando.
Las cicatrices por las esquirlas ahí se quedarían. Se veían horribles, pero eso
era lo que menos importaba. Lo que sí merecía atención, era cicatrizar esa
llaga viva que tenía en el alma.
Si Gustavo alguna tarde se puso de
rodillas ante Isadora implorando perdón por haber metido a la amante a la casa
de ambos, no se supo si fue por franca convicción. Por ese tiempo en que
Isadora no supo qué hacer, ni imploró cariño para ella, se quedó muda. Sabía
que él, y toda su familia, eran relojitos perfectos para con sus comidas, su
sueño, sus tiempos para defecar. Sucediera lo que su sucediera, a Gustavo no se
le espantaba el sueño.
Isadora aprovechó su insomnio crónico. A
eso de la una o dos de la mañana, sorrajaba tapas de su batería de cocina.
Rompía vasos, tazas, y descompletaba aquellas vajillas adquiridas a su gusto y
diseño. Habían pagado precios altísimos por éstas, pero ya qué más daba. Sólo
eran cosas sin importancia. Lo que
realmente importaba, Gustavo lo había roto sin tomar conciencia de ello.
Es muy probable que don Gustavo, harto de
despertar sobresaltado y trémulo, decidiera decir que se encontraba arrepentido
de haber faltado a la promesa matrimonial. Isadora ya no le creía mucho. Se dio
cuenta que, para ellos, eso de ponerse de rodillas, era como ponerle sal a una
tortilla. No les daba frío, ni calor.
No debió extrañarle pues, que Gustavo, estuviera
en la misma postura. Le agradecía, sí, todo lo que ella hizo por él. Le dijo
que no encontraba las palabras adecuadas para hacérselo saber. Isadora exigía
hechos, más que palabras.
No. No y no. Gustavo se negó a reclamar a
nadie, ni a sus hermanas ni a su madre, el trato que le habían dado a ella. No
fue capaz de moverse a su favor, ni cuando Norma, en un acto desesperado, le
contó toda la verdad a su hermano, le dijo las muchas humillaciones que
acometieron a Isadora, y le pidió perdón a él. A ella no.
Y entonces toda aquella fortaleza que
poseía se derritió como el hielo bajo el sol. Los aires de la primavera le
quemaban la piel. No soportaba el calor del día. Se enemistó con todos sus
vecinos por un recorte de agua que hubo. Limitaron el suministro del líquido
vital, e hicieron vídeos para de éste modo, mostrarle al nuevo presidente, la
esperanza del pueblo, que estaban dispuestos a vivir, no sólo sin combustible,
sino sin agua también. Argumentaban que lo hacían, por una nota que vieron en
una red social. Las comunicaciones estaban más averiadas que antes, porque la
gente ya estaba más desinformada que un siglo atrás. Había muchas notas
confusas. Declaraciones falsas. Vídeos con trucos.
Isadora, que no estaba al pendiente de las
noticias, mucho menos de noticias del presidente; apenas pudo creer, que la
gente creyera que, si vivían con austeridad hasta ese grado, el presidente
regalaría becas a los jóvenes. Eso, sonaba por demás absurdo. Pero aquella
gente se tragó toda la historia y la histeria de Isadora.
Contrario a su costumbre, escandalizó en
todo el edificio. Rompió candados y rejas e hizo funcionar las bombas que
abastecían el agua. Se presentaron cargos en su contra, la acusaron, y con
razón, de ser una desquiciada mental. Pero en ese momento se enteraron que, no
había ninguna promesa gubernamental de ofrecer becas por agua. Había que tener
un coeficiente intelectual un tanto normal para creer semejante falacia. El
presidente era, en efecto, un tanto extravagante en su gobierno. Hacía
cualquier cosa para no parecerse a los gobernantes anteriores, sobre todo para
que su partido político, no se pareciera en nada a los que estuvieron antes.
Otra vez la política. Y quedó resuelto que
la política de Isadora, era que ella era apolítica. Ya nada le cuadraba y todo
la irritaba.
Y aceptó su condición de náufrago, sin una
sola unidad hacia su rescate. Ya no había más cristalería de bohemia que
estrellar. Las tapaderas de las baterías de cocina, ya estaban abolladas y su
sonido no despertaba ni a un bebé. Si la trataba un médico, era muy probable
que la encerraran y encadenaran de por vida, con el diagnóstico
de una esquizofrénica sin remedio, Un peligro para la sociedad.
Y entonces decidió como aquella guerrera
que vivía en su ser, en sus tiempos de adolescencia. La que tomó solo dos pesos
y corrió a la estación de trenes para viajar a la capital. Su familia
consanguínea, le había pedido, por las buenas, que dejara el hogar paterno. No
estaban dispuestos a ofrecerle una carrera universitaria o algo por el estilo.
Ya estaba en edad de buscarse quien le diera el sustento. Su madre, vivió de
por vida la amargura de unos celos, que nunca tuvieron razón de ser, tan sólo
porque eligió un marido blanco y ella era negra. Odiaba ser negra. Sorrajaba
sobre Isadora toda esa frustración y para ya no lacerarle más la existencia a
correazos, le pidió que se fuera.
Muchas lágrimas le costaron el aceptarse
huérfana, sin serlo bien a bien. Quizá lo sería. No sabía lo que le deparaba el
destino. Pero no tenía en mente aventarse a un abismo para fracturarse el alma.
Tampoco quería pender de una cuerda balanceándose con la lengua de fuera,
renunciando al porvenir. Estaba dispuesta a afrontarlo, así tuviera el gesto
más feo que un susto.
Iría a aquel lugar, que alguna vez pensó,
era el lugar apropiado para regodearse en la desdicha y despertar la
conmiseración de muchos, y la soberbia de otros. Se sintió liberada de toda esa
carga. Estaba harta de asomarse a la recámara, y con una luz tenue, estar al
pendiente de si su marido estaba respirando o no. Ella, creyó que estaba casada
con un ser mortal, al igual que ella, pero si no lo era, además, provenía de
una familia con dotes de santidad, eso, era una bronca en la que no quería
estar.
Apenas una lágrima se le meció en el ojo
derecho, y no la secó. Alcanzó a rasguñarle la cara. Esas heridas eran menores.
La ignoró. Recogió un vestido brillante, para resaltar en un escenario. Algunos
cosméticos y eso fue todo.
Aquí
en ésta bolsa, me cabe a la vida…
Recordó la estrofa de ésta canción. Con ella a la espalda, soy libre otra vez…
Y por lo menos lo intentó. No le permitió a
la cobardía abrazarla, y hacerla su amante y ponerla a su merced. Ella
intentaría, una vez más, vivir con plenitud. No parecía el mejor comienzo, pero
para ella, era un comienzo; y todo iría bien. Dormiría plácidamente, tras haber
brindado consuelo a aquellos menesterosos de afecto, por su desdichado momento
de haber sido tocados por la imprudente mala salud de algún familiar. Ella
estaría ahí, fúlgida como una estrella, loca, pero de felicidad, compartiendo su
destino, al calor de aquellos perros.
FIN.