martes, 6 de septiembre de 2022

ABRAZANDO MI GUITARRA

Así comenzó todo. En la escuela secundaria había convocatorias para concursos de oratoria, declamación y canto. Me inscribí en declamación y oratoria, este último, no tenía idea de qué se trataba. 

   En declamación me sentía muy segura, desde que fui educanda de primaria llamé la atención cuando mi maestro me trepó a la tarima y me enseñó ademanes y a recitar bellos poemas; la verdad no entendía mucho de lo que decía. Hoy me da risa, mucha risa; «del cielo desciende a enjugar mi llanto», no entendía la frase completa, tenía siete años. «¡Qué triste es la vida en esta orfanidad». ¡Vergonzoso! No sabía qué significaba orfandad, mucho menos la inexistente orfanidad.

   Creo que la gente que sí conocía ese tipo de vocabulario le restaba importancia a esos detalles, o no sé, yo solía ver llorar a muchas madres de familia con este poema llamado «Mater».

    En las preliminares me fue mal. Ocupé el quinto lugar. La que más se destacaba en esa disciplina en la secundaria era una niña de apellido Fragoso. No era popular, al contrario, era la nerd, la niña buena que caía mal porque no era «desmadrosa».

      A mí no me importaba no ganar popularidad, no la tenía o quizá una poca; era por el cabello: «Lety, la del pelo bonito». Pero reitero que me importaba muy poco.

     El quorum para el concurso de canto estaba desierto. Quizá había muchos que sabían que cantaban bien, pero no podían romper la barrera del miedo a la vergüenza, el sopor, el bochorno que les harían pasar los cabecillas con sus secuaces, orgullosos de su mediocridad, aprendices de rufianes de poca monta.

     El director pidió a los maestros de música tomar una medida para que se inscribieran a dicho concurso. Fueron enérgicos: para no reprobar el mes debíamos pasar al frente y cantar, no importaba si éramos descuadrados, desafinados, o nuestra voz era una tortura para cualquier oído. Cuando terminé mi canción escuché un rugido, sí, fue un rugido de júbilo seguido por una catarata de aplausos. Hubo vítores y la esperanza de que yo ganaría ese concurso. Estaba sorprendida y medrosa: no sabía que cantaba; tampoco quería concursar.

    Pero mi popularidad estaba en juego, cierto que no me importaba a nivel general; dentro del grupo sí. Mis compañeros me presionaron mucho. En casa mis padres recibieron la noticia con mucha extrañeza. 

      —¿Cantar? ¿Tú? Si de panzazo pasaste a la final de declamación —exclamó mi mamá—, ¿qué lugar ocuparás en canto?

        Le di la razón. No era yo quien quería participar, me estaban obligando prácticamente. Mi papá se sonrió cuando me escuchó, él sabía de eso. Mi mamá se enamoró de él cuando cantaba en la Sonora Azucarera, banda del ingenio azucarero en medio de los ardientes cañaverales internados en la sierra de mi estado.

       —No lo hace mal, negra. Nuestra hija canta y no lo sabíamos, pero tanto como para concursar... no sé, me da miedo.

      Yo también tenía miedo. Cuanto más leía la convocatoria más se apoderaba de mí la angustia. Decía que el tema musical debía tener cierta exigencia vocal, el jurado tomaría en cuenta eso, se cantaría a capella, no entendía cómo podrían saber de la cuadratura, y resultó que de eso se trataba la competencia, de entonarse y cuadrarse con el puro oído.

  Busqué un tema complicado: «Sueño imposible». Como no tenía guía musical debía grabarme qué tan bajo debía iniciar, porque esa canción es para un registro amplio. Mi mamá no estaba de acuerdo, ella quería que cantara algo ranchero, pero aparte de que recibiría burlas, las polcas y los corridos no requerían tanto registro vocal.

     Se llegó el día y toda la grey estudiantil estaba espectante. La mayoría estaba segura que ganaría un joven llamado Emilio; cantaba siempre junto con su hermano, quien no calificó para el certamen y derrochó un río de llanto por su desolación. Extrañamente, un concurso al que nadie quería inscribirse, resultó que salieron tantos aspirantes que se resolvió admitir a uno por grado.

     Semifinal y final el mismo día. Pasé a la final con la máxima calificación. No lo podía creer. Entonces el horror me hizo volver el estómago, porque anhelaba ese primer lugar hasta el final.

    En el receso del concurso recibí muchas felicitaciones de mis maestros. Mis compañeros de grupo estaban exitados en demasía, gracias a un compañero llamado Ferreira dejé de temblar un poco.

     —¡Bueno, compañeros! ¡Creo que Lety ya cumplió con lo que le pedimos! ¡En la final, quede en el lugar que quede, estamos con ella!

       ¡Ah, no! El triunfo tenía un sabor delicioso, las palabras de respeto y admiración de mis maestros me hizo generar algo, y ya era adicta a esa sensación. Quería ganar. Los gestos de sorpresa de compañeros a quienes no conocía bien, me erizaban el vello de la espalda, como los perros cuando se ponen bravos. Las miradas de odio de los otros contendientes me ardían, por eso necesitaba ganar, para pagarles con la misma moneda.

    "¿Qué pasará mañana?", no lo sabía, pero ese tema me dio la victoria. El alumnado, por fortuna, no estaba dividido excepto por el grupo de Segundo "B" que era el de Emilio quien ocupó el tercer lugar. Yo también habría protestado, porque el compañero que se llevó el segundo no me encantó, particularmente el color de voz. El jurado dijo que ocupó un sitio arriba de Emilio por cómo interpretó: ¡tú me admiras porque callo y miro al cielo, porque no me ves llorar...!

     De modo que fue eso, el cantante se llevó las manos a las sienes y con frenesí entonó el coro, mientras Emilo estuvo siempre con una postura desgarbada, solo abría la boca. Y yo no sé qué hice, no lo recuerdo. Quizá la declamación me ayudó, pero... ¡Gané! ¡Gané! ¡Gané!

    La premiación fue más tarde. Me dieron una guitarra y trescientos pesos. Iba llegando a casa con la guitarra envuelta en una bolsa plástica cuando me abordó una tía.

   —¿Ya fue el concurso? ¿En qué lugar quedaste?

    —¡En primero, tía!

     Mi mamá salió con una sonrisa que no le cabía en el rostro. Me dijo que no volviera a concursar más, se sufría mucho. Que había ganado porque le prometió a Santa Cecilia un cuerpo de plata. Mamá se olvidaba que la final de declamación era al otro día y aunque ganó Fragoso, mi segundo lugar estuvo muy aplaudido. Mi premio fue un sobre con doscientos pesos. Mis compañeros, mi público, me pidieron cantar.

     Desde aquella vez no tuve que ser la bonita o la  «desmadrosa» para ser popular. El cabello lo perdí por un corte mal hecho y llevé el pelo corto muchos años; no me crecía, pero no hacía falta. Me convertí en «Lety, la que canta», la que deseó con toda el alma ser artista y lo logró. Yo quería ser artista desde antes de cantar, desde que tengo uso de razón, aunque, a decir verdad, la razón me falla un buen, todo lo necesario para orlar los caminos con cantos balsámicos, para deshacer el miedo y la tristeza. Cantar es enfrentarse a la vida sin importar de qué color se ponga... al menos eso pensé la vez que volví a casa abrazando mi guitarra.

Lety Grey.