domingo, 30 de octubre de 2016

TOMA CHOCOLATE, PAGA LO QUE DEBES

TOMA CHOCOLATE, PAGA LO QUE DEBES


En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre.
Friefrich Nietzche 
Imgaen: Hopper Edward







     No era posible que no lo recordara. Lo recordó y lo reconoció desde el instante en que él le dijo: « ¿Ya no te acuerdas de mí?» Le dio gusto ver que permanecía intacta la cicatriz que rompía el camino de su ceja izquierda. Saboreó el recuerdo que tenía tatuado en la mente de cómo consiguió esa huella.
     Lo que no le quedó claro fue,  por qué él le habló así. Con qué derecho, o qué esperaba que ella le respondiera. De hecho, a ella no se le ocurrió de momento qué hacer o decir. 
     Eran estudiantes de secundaria cuando lo conoció. Le rescató para bien, el lunar en el centro del labio inferior, y lo hermoso que lucían sus ojos con el marco de aquellas cejas tan pobladas y sus pestañas densas y rizadas. Sin embargo, a ella le gustó para novio el hermano mayor de él, de nombre Gustavo. Pero este no le prestó atención, si acaso, cuando se enteró que ella estaba interesada en él,  tuvo el atrevimiento de dos y hasta tres veces por semana, pedirle prestados cincuenta centavos que nunca solía pagar. Pero ella se los siguió prestando hasta que dejó de estudiar ahí.
    Este otro, se llamaba Roberto y le gustaba tener novias por un mes, las terminaba, y luego las volvía a rescatar, y las terminaba de nuevo. Más tarde, se descosía hablando de todo cuanto, supuestamente les había hecho. Aun así, siempre había quien caía en la trampa. 
    La mortificaba el hecho de que la mirara a los ojos con tanto descaro.  Emilia dio por perdido el sueño de hacerse novia de Gustavo,  siempre necesitando cincuenta centavos, y sucumbió pisando, como muchas, la trampa de  Roberto. Todo parecía bien, excepto lo chaparro. Una tarde en que le insistió por enésima vez, ella le dijo que sí. Le trató de mantener esas manitas calientes en paz, pero el tipo era extremadamente necio y Emilia no toleró que el joven intentara tocarla grotescamente.
     Como bofetada le cayó el grito de: ¡te vas a la chingada! Y lo dejó el mismo día que aceptó ser su novia,  con un palmo de narices en medio de la plaza cívica del colegio. El se sintió un náufrago en una isla perdida y tiritó de rabia al grado que se le congeló la sangre. Entonces optó por hacer lo de siempre: hablar mal, y de ella, hablaría un tanto peor.
      La puso en una picota para exhibirla ante todos como el monumento a la hipocresía. Esa joven, se empezó a decir, era lasciva, era rapaz, era ofrecida, tenía mucho de todo eso, menos vergüenza. En fin que Roberto, con la lengua desvirgó a la muchacha que tuvo que soportar estoicamente, las murmuraciones que la denigraron por un tiempo.
     Alguna otra joven víctima de las trapacerías de este tipo Roberto, se enredó con un aspirante a delincuente profesional, que iba a la escuela, no a aprender lecciones, sino a tratar de reclutar a todos aquellos que llevaran en la sangre el mismo fervor que él, y  tener una pandilla que soñó con liderar. Desgraciadamente este sueño no  se concretó. Dos años después de abandonar la escuela, recibió un disparo en la espalda y murió, cuando huía de la policía por haberse robado algo que le arrebató a un transeúnte distraído. Cuando al fin voltearon el cuerpo, que ante el estertor de la muerte,  apretó entre sus puños lo hurtado, se dieron cuenta que había robado una bolsa de plástico que contenía frascos con muestras de orina y excremento para ser analizados. 


     Este infortunado muchacho, le decían Chonina, y nunca se supo por qué. Y fue él, Chonina, quien le propinó una madriza descomunal a Roberto. Le hizo una abertura profunda en la ceja izquierda y lo marcó para siempre. Lo hizo escupir sangre y lo clavó sobre sus rodillas para que le pidiera perdón a la joven que había ofendido con su lanceta de víbora,  que cada vez era más larga y perniciosa. Emilia se sintió complacida pero no aliviada. No fue a ella a quien le pidieron perdón.  Trató de seguir su vida lo mejor que pudo y sortear ese traspié. 
     No pasaron muchos años. Sucedió que Emilia resultó una excelente diseñadora de modas, que iniciara aprendiendo a coser en el taller de corte y confección de la escuela; y salió con el título de excelencia. Sus vecinas tuvieron que coserse una cremallera en la boca, a fin de que no se les escaparan comentarios incisivos y Emilia no se negara a hacerles vestidos, faldas y blusas.  Creció vertiginosamente su prestigio  y se involucró con gente que le dio cada vez más nombradía y pudo salir de aquel paraíso de viejas chismosas. 
   Lo logró.
   Pronto era una de las damas más famosas y sofisticadas de su estado. Salía retratada en los periódicos, en la sección de sociales, y sus diseños eran requeridos para vestir a celebridades e incluso, a primeras damas de otros estados. Medró a tal grado, que obtuvo una propiedad que hubo sido un edificio histórico. Respetó la arquitectura y la fachada, pero por dentro lo acondicionó para tener su casa, oficinas,  departamentos de diseño y costura. También una enorme bodega al fondo en donde estaban las telas finas, hilos, agujas, botones, lentejuelas, plumas, encajes…  

     Regresó de un viaje corto hacia su empresa, tras sortear los flashes que la enceguecían, y tras responder la infinidad de preguntas que le hacían los reporteros cada que llegaba al aeropuerto. Se veía feliz caminando con sus sandalias de pedrería, un traje de lino, diseñado por ella e inspirado en Jawaharlal Nehru, primer ministro de la India, y dando pasos que dejaban la idea de un brote de primavera en su andar, por el hálito de su discreto y delicioso perfume francés.
     Enseguida fue informada por su secretaria de los pormenores, y le dijo que tenía en espera a una persona, que estaba solicitando el trabajo para la bodega. Revisó su documentación y ni la foto en la esquina de la solicitud amarilla, ni el nombre con apellidos le pellizcaron alguna pieza en su memoria. Leyó que tenía la instrucción de bachiller trunca, y encontró en la solicitud que había trabajado como chofer, ayudante de mecánico, empleado de limpieza y maletero en la estación de autobuses foráneos. Parecía que podía funcionar, porque  para que alguien operara la bodega, sólo necesitaban gente que supiera leer, escribir y hacer sumas y restas.  Fue entonces que por medio de un interfono le pidió a su secretaria, que hiciera pasar al solicitante. Se presentó con desparpajo y fue muy osado al decirle: « Emilia, soy Roberto y fuimos novios en la secundaria». Optó una pose fanfarrona y le dijo: « ¿Ya no te acuerdas de mí?»
     A Emilia no se le desdibujó la sonrisa que le iluminaba el rostro,  y lo divisó lentamente, de pies a cabeza, percatándose lo disminuido que lucía en tan poco tiempo. La vestimenta estaba sucia y raída, y le faltaban dientes a su boca. Fue entonces que  pidió a su asistente que estuviera en su oficina inmediatamente. Sólo en ese instante perdió el estilo; cuando tronó los dedos para indicar que ese sujeto, no podía estar  en su empresa ni un segundo más. Por esta razón fue escoltado hasta la salida. No estaba preparada para un encuentro fortuito con ese gañán, pero estaba doctorada para sobresalir y triunfar. Por esto,  recobró la compostura y decidió darle alcance. Llegó justo cuando los escoltas y el bocón, estaban muy cerca del portón de salida.
        Le dio una moneda de cincuenta centavos. Roberto, quiso hacer gala de su verborrea diciendo: « Voy a guardar esto como una reliquia Emilia » A lo que Emilia, haciendo señales a sus empleados para que pusieran a Roberto totalmente fuera de la propiedad, le dijo, dándole la espalda y caminando con donaire  « Esa moneda no es para ti, es para tu hermano Gustavo».
FIN.