jueves, 14 de octubre de 2021

Di, di, di que vas a ser, cuando seas grande

 

Supo que quería ser escritor la tarde que, por equívoco, entró a una biblioteca. Vio a Rebeca, la chica que traía asolada a toda la grey masculina estudiantil de la secundaria. No había uno solo que no suspirara al verla y ella, consciente de su atractivo y popularidad, se paseaba con displiscencia. Era una engreída.

     Aquella tarde, Mario la divisó en el centro. Pensó que no solo era presumida, sino también una ladina: de seguro mintió diciendo que iría a la biblioteca, pero ese fue solo un pretexto porque la joven estuvo parloteando con unas amigas afuera del recinto. De seguro iban a alguna tardeada de refrescos y baile, sus ropas apuntaban a que sí, también el maquillaje y los peinados anunciaban que estaban preparadas para un festín. 

     Un ventarrón increpó a todos los que andaban a esa hora en la calle; fue el único anuncio de la tromba que cayó e hizo correr a todo mundo. Mario se protegió bajo una cabina telefónica y no pudo evitar recordar la canción de Armando Manzanero: "esta tarde vi llover, vi gente correr, y no estabas tú..." Así fue, en efecto, Rebeca desapareció. A Mario le dio la impresión que aquella Rebeca era una nuñeca de azúcar y el agua la había disuelto. No la encontraba por ningún lado. Vio a dos amigas de ella riendo escandalosamente porque la lluvia les había modificado el peinado y el maquillaje. Mario no sintió el valor como para acercarse a las jóvenes y así, sin más, preguntar por Rebeca.

     Mario se apresuró a creer que Rebeca se protegió de la lluvia en la biblioteca. Se salió de la cabina telefónica y vio los toldos de los puestos ambulantes hechos trizas. Los semáforos no funcionaban y los vehículos hicieron un cataclismo haciendo sonar los cláxones sin misericordia. Mario tuvo que correr para cruzar la calle y entrar en la biblioteca. Una vez dentro, la lluvia volvió a arreciar y desde el ventanal del edificio vio a la gente rebullirse de nuevo. 

     Rebeca no se encontraba en la biblioteca. Mario deambuló por los pasillos y cogió una novela que leyó en una hora y media. Se quedó extasiado. Se asomó a la calle y le chocó la ciudad, prefirió recordar el sitio al que viajó durante la lectura. Nunca olvidaría el título de aquel libro: "tras el horizonte azul". Cogió otra novela que conocía el título. No pudo evitar no acordarse de la trampa que hizo para no leerla y ganarse una buena nota. Una compañera le escribió la sinopsis y él la presentó como suya. Nunca imaginaría Mario que aquella historia lo haría sentir demasiado bien, se acordó de su abuelo que vivía en la serranía del estado e infinidad de veces se preguntó cómo vivían las fiestas navideñas. El libro que leyó era "Navidad en las montañas". Entonces le nació un tremendo interés por la lectura, a partir de esa tarde tuvo la convicción de lo que sería su futuro a través de las letras; sería escritor, porque él también tenía muchas historias por contar, como la de aquella tarde en que Rebeca desapareció una tarde lluviosa y nunca nadie volvió a saber de ella.

Lety Grey.

miércoles, 22 de septiembre de 2021

LOS FUGITIVOS (Alejo Carpentier)

 

Los fugitivos

Alejo Carpentier 

I

El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro —nunca le habían llamado sino Perro— estaba cansado. Se revoleó entre las yerbas para desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría tal vez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía, retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omoplatos. Las sombras se hacían más húmedas. Perro se volteó, cayendo sobre sus patas. Las campanas del ingenio, volando despacio, le enderezaron las orejas. En el valle, la neblina y el humo eran una misma inmovilidad azulosa, sobre la que flotaban cada vez más siluetas, una chimenea de ladrillos, un techo de grandes aleros, la torre de la iglesia, y las luces que parecían encenderse en el fondo de un lago. Perro tenía hambre. Pero hacia allá, había olor a hembra. A veces lo envolvía aún el olor a negro. Pero el olor de su propio celo, llamado por el olor de otro celo, se imponía a todos los demás. Las patas traseras de Perro se espigaron, haciéndole alargar el cuello. Su vientre se hundía, al pie del costillar, en el ritmo de un jadeo corto y ansioso. Las frutas, demasiado llenas de sol, caían aquí y allá, con un ruido mojado, esparciendo, a ras del suelo, efluvios de pulpas tibias. Perro se echó a correr hacia el monte, con la cola gacha, como perseguido por la tralla del mayoral, contrariando su propio sentido de orientación. Pero olía a hembra. Su hocico seguía una estela sinuosa que a veces volvía sobre sí misma, abandonaba el sendero, se intensificaba en las espinas de un aromo, se perdía en las hojas demasiado agriadas por la fermentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre un poco de tierra, recién barrida por una cola. De pronto, Perro se desvió de la pista invisible, del hilo que se torcía y destorcía, para arrojarse sobre un hurón. 2 Con dos sacudidas, que sonaron a castañuela en un guante, le quebró la columna vertebral, arrojándolo contra un tronco... Pero se detuvo de súbito, dejando una pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos, descendían de la montaña. No eran los de la jauría del ingenio. El acento era distinto, mucho más áspero y desgarrado, salido del fondo del gaznate, enronquecido por fauces potentes. En alguna parte se libraba una batalla de machos que no llevaban, como Perro, un collar con púas de cobre con una placa numerada. Ante esas voces desconocidas, mucho más alubonadas que todo lo que hasta entonces había oído, Perro tuvo miedo. Echó a correr en sentido inverso, hasta que las plantas se pintaron de luna. Ya no olía a hembra. Olía a negro. Y ahí estaba el negro, en efecto, con su calzón rayado, boca abajo, dormido. Perro estuvo por lanzarse sobre él siguiendo una consigna lanzada de madrugada, en medio de un gran revuelo de látigos, allá donde había calderos y literas de paja. Pero arriba, no se sabía dónde, proseguía la pelea de los machos. Al lado del cimarrón quedaban huesos de costillas roídas. Perro se acercó lentamente, con las orejas desconfiadas, decidido a arrebatar a las hormigas algún sabor de carne. Además aquellos otros perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Más valía permanecer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del sur, sin embargo, acabó por llevarse la amenaza. Perro dio tres vueltas sobre sí mismo y se ovilló, rendido. Sus patas corrieron un sueño malo. Al alba, Cimarrón le echó un brazo por encima, con gesto de quien ha dormido mucho con mujeres. Perro se arrimó a su pecho, buscando calor. Ambos seguían en plena fuga, con los nervios estremecidos por una misma pesadilla, tina araña, que había descendido para ver mejor, recogió el hilo y se perdió en la copa del almendro, cuyas hojas comenzaban a salir de la noche. II Por hábito, Cimarrón y Perro se despertaron cuando sonó la campana del ingenio. La revelación de que habían dormido juntos, cuerpo con cuerpo, los enderezó de un salto. Después de adosarse a dos troncos, se miraron largamente. Perro ofreciéndose a tomar dueño. El negro ansioso de recuperar alguna amistad. El valle se desperezaba. A la apremiante espadaña, destinada a los esclavos, respondía ahora, más lento, el bordón armoriado de la capilla, cuyo verdín se mecía de sombra a sol sobre un fondo de mugidos y de relinchos, como indulgente aviso a los que dormían en altos lechos de caoba. Las gallos rondaban a las gallinas para cubrirlas temprano, en espera de que el meñique de la mayorala se cerciorase de la presencia de huevos aún sin poner. Un pavo real hacía la rueda sobre la casa- 3 vivienda, encendiéndose con un grito, en cada vuelta y revuelta. Los caballos del trapiche iniciaban su largo viaje en redondo. Los esclavos oraban frente a cazuelas llenas de pan con guarapo. Cimarrón se abrió la bragueta, dejando un reguero de espuma entre las raíces de una ceiba. Perro alzó la pata sobre un guayabo tierno. Ya asomaban machetazos en los cortes de caña. Los dogos de la jauría cazadora de negros sacudían sus cadenas, impacientes por ser sacados del batey. —¿Te vas conmigo? —preguntó Cimarrón. Perro lo siguió dócilmente. Allá abajo había demasiados látigos, demasiadas cadenas, para quienes regresaban arrepentidos. Ya no olía a hembra. Pero tampoco olía a negro. Ahora Perro estaba mucho más atento al olor a blanco, olor a peligro. Porque el mayoral olía a blanco, a pesar del almidón planchado de sus guayaberas y del betún acre de sus polainas de piel de cerdo. Era el mismo olor de las señoritas de la casa, a pesar del perfume que despedían sus encajes. El olor del cura, a pesar del tufo de cera derretida y de incienso, que hacía tan desagradable la sombra, tan fresca, sin embargo, de la capilla. El mismo que llevaba el organista encima, a pesar de que los fuelles del armonio le hubieran echado tantos y tantos soplos de fieltro apolillado. Había que huir ahora del olor a blanco. Perro había cambiado de bando. III En los primeros días. Perro y Cimarrón echaron de menos la seguridad del condumio. Perro recordaba los huesos vaciados por cubos, en el batey, al caer la tarde. Cimarrón añoraba el congrí, traído en cubos a los barracones, después del toque de oración o cuando se guardaban los tambores del domingo. Por ello, después de dormir demasiado en las mañanas, sin campanas ni patadas, se habituaron a ponerse a la caza desde el alba. Perro olfateaba una jutía oculta entre las hojas de un cedro; Cimarrón la tumbaba a pedradas. El día en que se daba con el rastro de un cochino jíbaro, había para horas y horas, hasta que la bestia, desgarradas las orejas, aturdida por tantos ladridos, pero acometiendo aún, era acorralada al pie de una peña y derribada a garrotazos. Poco a poco Perro y Cimarrón olvidaron los tiempos en que habían comido con regularidad. Se devoraba lo que se agarrara, de una vez, engullendo lo más posible, a sabiendas de que mañana podría llover y que el agua de arriba correría entre las peñas para alfombrar mejor el fondo del valle. Por suerte, Perro sabía comer frutas. Cuando Cimarrón daba con un árbol de mango o de mamey, Perro también se pintaba el 4 hocico de amarillo o de rojo. Además, como siempre había sido huevero, se desquitaba, con algún nido de codorniz, de la incomprensible afición del amo por los langostinos que dormían a contracorriente a la salida del río subterráneo que se alumbraba de una boca de caracoles petrificados. Vivían en una caverna, bien oculta por una cortina de helechos arborescentes. Las estalactitas lloraban isócronamente, llenando las sombras frías de un ruido de relojes. Un día Perro comenzó a escarbar al pie de una de las paredes. Pronto sus dientes sacaron un fémur y unas costillas tan antiguas que ya no tenían sabor, rompiéndose sobre la lengua con desabrimiento de polvo amasado. Luego llevó a Cimarrón, que se tallaba un cinto de piel de majá, un cráneo humano. A pesar de que quedasen en el hoyo restos de alfarería y unos rascadores de piedra que hubieran podido aprovecharse, Cimarrón, aterrorizado por la presencia de muertos en su casa, abandonó la caverna esa misma tarde, mascullando oraciones sin pensar en la lluvia. Ambos durmieron entre raíces y semillas envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al amanecer buscaron una cueva de techo más bajo, donde el hombre tuvo que entrar a cuatro patas. Allí, al menos, no había huesos de aquellos que para nada servían, y sólo podían traer ñeques y apariciones de cosas malas... Al no haber sabido de batidas en mucho tiempo, ambos empezaron a aventurarse hacia el camino. A veces pasaba un carretero conocido, una beata vestida con el hábito de Nazareno o un punteador de guitarra, de esos que conocen al patrón de cada pueblo, a quienes contemplaban, de lejos, en silencio. Era indudable que Cimarrón esperaba algo. Solía permanecer varias horas, de bruces, entre las yerbas de Guinea, mirando ese camino poco transitado, que una rana toro podía medir de un gran salto. Perro se distraía en esas esperas dispersando enjambres de mariposas blancas, o intentando, a brincos, la imposible caza de un zunzún vestido de lentejuelas. Un día que Cimarrón esperaba, así, algo que no llegaba, un cascabeleo de cascos lo levantó sobre las muñecas. Una volanta venía a todo trote, tirada por la jaca torda del ingenio. De pie sobre las varas, el calesero Gregorio hacía restallar el cuero, mientras el párroco agitaba la campanilla del viático a sus espaldas. Hacía tanto tiempo que Perro no se divertía en correr más pronto que los caballos, que se olvidó al punto de la discreción a que estaba obligado. Bajó la cuesta a las cuatro patas, espigado, azul bajo el sol, alcanzó el coche y se dio a ladrar por los corvejones de la jaca, a la derecha, a la izquierda, delante, pasando y volviendo a pasar, enseñando los dientes al calesero y al sacerdote. La jaca se abrió a galopar por lo alto, sacudiendo las anteojeras y tirando del bocado. 5 De pronto, quebró una vara, arrancando el tiro. Luego de aspaventarse como peleles, el párroco y el calesero se fueron de cabeza contra el puentecillo de piedra. El polvo se tiñó de sangre. Cimarrón llegó corriendo. Blandía un bejuco para azocar a Perro, que ya se arrastraba pidiendo perdón. Pero el negro detuvo el gesto, sorprendido por la idea de que no todo era malo en aquel percance. Se apoderó de la estola y de las ropas del cura, de la chaqueta y de las altas botas del calesero. En bolsillos y bolsillos había casi cinco duros. Además, la campanilla de plata. Los ladrones regresaron al monte. Aquella noche, arropado en la sotana, Cimarrón se dio a soñar con placeres olvidados. Recordó los quinqués, llenos de insectos muertos, que tan tarde ardían en las últimas casas del pueblo, allí donde, por dos veces, lo habían dejado, tras pedir el aguinaldo de Reyes, gastárselo como mejor le pareciere. El negro, desde luego, había optado por las mujeres. IV La primavera los agarró a los dos al amanecer. Perro despertó con una tirantez insoportable entre las patas traseras y una mala expresión en los ojos. Jadeaba sin tener calor, alargando entre los colmillos una lengua que tenía filosas blanduras de lapa. Cimarrón hablaba solo. Ambos estaban de pésimo genio. Sin pensar en la caza, fueron temprano hacia el camino. Perro corría desordenadamente, buscando en vano un olor rastreable... Mataba insectos que siempre lo habían asqueado, por el placer de destruir, desgranaba espigas entre sus dientes, arrancaba arbustos tiernos. Acabó de exasperarse cuando un sapo le escupió a los ojos. Cimarrón esperaba como nunca había esperado. Pero aquel día nadie pasó por el camino. Al caer la noche, cuando los primeros murciélagos volaron como pedradas sobre el campo, Cimarrón echó a andar lentamente hacia el caserío del ingenio. Perro lo siguió, desafiando la misma tralla y las mismas cadenas. Se fueron acercando a los barracones por el cauce de la cañada. Ya se percibía un olor, antaño familiar, de leña quemada, de lejía, de melaza, de limaduras de cascos de caballo. Debían estarse haciendo las pastas de guayaba, ya que un interminable dulzor de mermelada era esparcido por el terral. Perro y Cimarrón seguían acercándose, lado a lado, la cabeza del hombre a la altura de la cabeza del perro. De pronto, una negra de la dotación atravesó el sendero de la herrería. Cimarrón se arrojó sobre ella, derribándola entre las albahacas. Una ancha mano ahogó los 6 gritos. Perro avanzó, solo, hasta el lindero del batey. La perra inglesa adquirida por don Marcial en una exposición de París estaba allí. Hubo un intento de fuga. Perro le cortó el camino, erizado de la cola a la cabeza. Su olor a macho era tan envolvente que la inglesa olvidó que la habían bañado, horas antes, con jabón de Castilla. Cuando Perro regresó a la caverna, clareaba. Cimarrón dormía, arrebozado en la sotana del párroco. Allá abajo, en el río, dos manatíes retozaban entre los juncos, enturbiando la corriente con sus saltos que abrían nubes de espuma entre los linos. V Cimarrón se hacía cada vez más imprudente. Rondaba ahora en torno a los caseríos, acechando, a cualquier hora, una lavandera solitaria o una santera que buscaba culantrillo, retamas o pitahayas para algún despojo. También, desde la noche en que había tenido la audacia de beberse los duros del capellán en un parador del camino carretera, se hacía ávido de monedas. Más de una vez en los atajos se había llevado el cinturón de un guajiro, luego de derribarlo de su caballo y de acallarlo con una estaca. Perro lo acompañaba en esas correrías, ayudando en lo posible. Sin embargo, se comía peor que antes, y más que nunca era necesario desquitarse con huevos de codorniz, de gallinuela o de garza. Además, Cimarrón vivía en un continuo sobresalto. Al menor ladrido de Perro, echaba mano al machete robado o se trepaba a un árbol. Pasada la crisis de primavera, Perro se mostraba cada vez más reacio a acercarse a los pueblos. Había demasiados niños que tiraban piedras, gente siempre dispuesta a dar patadas y, al oler su proximidad, todos los perros de los patios lanzaban gritos de guerra. Además, Cimarrón volvía esas noches con el paso inseguro, y su boca despedía un olor que Perro detestaba tanto como el del tabaco. Por ello, cuando el amo entraba en una casa mal alumbrada, Perro lo esperaba a una distancia prudente. Así se fue viviendo hasta la noche en que Cimarrón se encerró demasiado tiempo en el cuarto de una mondonguera. Pronto, la choza fue rodeada por hombres cautelosos, que llevaban mochas en claro. Al poco rato Cimarrón fue sacado a la calle, desnudo, dando tremendos alaridos. Perro, que acababa de oler al mayoral del ingenio, echó a correr al monte por la vereda de los cañaverales. Al día siguiente vio pasar a Cimarrón por el camino. Estaba cubierto de heridas curadas con sal. Tenía hierros en el cuello y los tobillos. Y lo conducían cuatro 7 números de la Benemérita de San Fernando, que le daban un baquetazo a cada dos pasos, tratándolo de ladrón, de borracho y de malcriado. VI Sentado sobre una cornisa rocosa que dominaba el valle, Perro aullaba a la luna. Una honda tristeza se apoderaba de él a veces, cuando aquel gran sol frío alcanzaba su total redondez, poniendo tan desvaídos reflejos sobre las plantas. Se habían terminado para él las hogueras que solían iluminar la caverna en noches de lluvia. Ya no conocería el calor del hombre en el invierno que se aproximaba, ni habría ya quien le quitara el collar de púas de cobre, que tanto le molestaba para dormir —a pesar de que hubiera heredado la sotana del párroco—. Cazando sin cesar, se había hecho más tolerante, en cambio, con los seres que no servían para ser comidos. Dejaba escapar el maia entre las piedras calientes, sin ladrar siquiera, desde que Cimarrón no estaba allí para azuzarlo, con la esperanza de hacerse un cinturón o de recoger manteca para untos. Además, el olor de las serpientes lo asqueaba; cuando había agarrado alguna por la cola, era en virtud de esas obligaciones a que todo ser que depende de alguien se ve constreñido. Tampoco —salvo en casos de hambre extrema— podía atreverse ya con el cochino jíbaro. Se contentaba ahora con aves de agua, hurones, ratas y una que otra gallina escapada de los corrales aldeanos. Sin embargo, el ingenio estaba olvidado. Su campana había perdido todo sentido. Perro buscaba ahora el amparo de mogotos casi inaccesibles al hombre, viviendo en un mundo de dragos que el viento mecía con ruidos de albarca nueva, de orquídeas, de bejucos lombriz, donde se arrastraban lagartos verdes, de orejeras blancas, de esos que tan mal saben y, por lo mismo, permanecen donde están. Había enflaquecido. Sobre sus costillares marcados en hueco, la lana apresaba guisazos que ya no tenían espinas. Con los aguinaldos volvió la primavera. Una tarde en que lo desvelaba un extraño desasosiego, Perro dio nuevamente con aquel misterioso olor a hembra, tan fuerte, tan penetrante, que había sido la causa primera de su fuga al monte. También ahora caían ladridos de la montaña. Esta vez Perro agarró el rastro en firme, recobrándolo luego de pasar un arroyo a nado. Ya no tenía miedo. Toda la noche siguió la huella, con la nariz pegada al suelo, largando baba por el canto de la lengua. Al amanecer, el olor llenaba toda una quebrada. El rastreador estaba frente a una jauría de perros jíbaros. Varios machos, con perfil de lobos, se apretaban ahí, relucientes los ojos, tensos sobre sus patas, listos para atacar. Detrás de ellos se cerraba el olor a hembra. 8 Perro dio un gran salto. Los jíbaros se le echaron encima. Los cuerpos se encajaron, unos en otros, en un confuso remolino de ladridos. Pero pronto se oyeron los aullidos abiertos por las púas del collar. Las bocas se llenaban de sangre. Había orejas desgarradas. Cuando Perro soltó al más viejo, con la garganta desgajada, los demás retrocedieron, gruñendo de rabia inútil. Perro corrió entonces al centro del palenque, para librar la última batalla a la perra gris, de pelo duro, que lo esperaba con los colmillos de fuera. El rastro moría a la sombra de su vientre. VII Los jíbaros cazaban en bandada. Por ello buscaban las piezas grandes, de más carne y más huesos. Cuando daban con un venado, era tarea de días. Primero al acoso. Luego, si la bestia lograba salvar una barranca de un salto, el atajo. Luego, cuando una caverna venía en ayuda de la presa, el asedio. A pesar de herir y entornar, el animal moría siempre en dientes de la jauría, que iniciaba la ralea sobre un cuerpo vivo aún, arrancándole tiras de pelo pardo, y bebiendo una sangre fresca a pesar de su tibieza, en las arterias del cuello o en las raíces de una oreja arrancada. Muchos de los jíbaros habían perdido un ojo, sacado por un asta, y todos estaban cubiertos de cicatrices, mataduras y peladas rojas. En los días del celo, los perros combatían entre sí, mientras las hembras esperaban, echadas, con sorprendente indiferencia, el resultado de la lucha. La campana del ingenio, cuyo diapasón era traído a veces por la brisa, no despertaba en el perro el menor recuerdo. Un día los jíbaros agarraron un rastro habitual en aquellas selvas de bejucos, de espinas, de plantas malvadas que envenenaban al herir. Olía a negro. Cautelosamente, los perros avanzaron por el desfiladero de los caracoles, donde se alzaba una piedra con cara de muerto. Los hombres suelen dejar huesos y desperdicios por donde pasan. Pero es mejor cuidarse de ellos, porque son los animales más peligrosos, por ese andar sobre las patas traseras que les permite alargar sus gestos con palos y objetos. La jauría había dejado de ladrar. De pronto, el hombre apareció. Olía a negro. Unas cadenas rotas, que le colgaban de las muñecas, ritmaban su paso. Otros eslabones, más gruesos, sonaban bajo los flecos de su pantalón rayado. Perro reconoció a Cimarrón. —¡Perro! —alborozó el negro—. ¡Perro! Perro se le acercó lentamente. Le olió los pies, aunque sin dejarse tocar. Daba vueltas en torno a él, moviendo la cola; cuándo era llamado, huía. Y cuando no era llamado, parecía buscar aquel sonido de voz humana, que había entendido un poco 9 en otros tiempos, pero que ahora le sonaba tan raro, tan peligrosamente evocador de obediencias. Al fin, Cimarrón dio un paso, adelantando una mano blanda hacia su cabeza. Perro lanzó un extraño grito, mezcla de ladrido sordo y de aullido, y saltó al cuello del negro. Había recordado, de súbito, una vieja consigna del mayoral del ingenio, el día que un esclavo huía al monte. VIII Como no olía a hembra y los tiempos eran apacibles, los jíbaros durmieron hasta el hartazgo durante dos días. Arriba, las auras pesaban sobre las ramas, esperando que la jauría se marchara, sin concluir el trabajo. Perro y la perra gris se divertían como nunca, jugando con la camisa listada de Cimarrón. Cada uno halaba por un lado, para probar la solidez de los colmillos. Cuando se desprendía una costura, ambos rodaban en el polvo. Y volvían a empezar, con un harapo cada vez más menguado, mirándose a los ojos, las narices casi juntas. Al fin se dio la orden de partida. Los ladridos se perdieron en lo alto de las crestas arboladas. Durante muchos años los monteros evitaron de noche aquel atajo, dañado por huesos y cadenas.

viernes, 3 de septiembre de 2021

SOLO MIS LÁGRIMAS REGARÁN SUS FLORES


SOLO MIS LÁGRIMAS REGARÁN SUS FLORES

No conocía muy bien a la señora Gloria, de hecho, no conocía a casi nadie. Estaba estrenando departamento, y también, de hecho, todos estábamos de estreno: el edificio era totalmente nuevo.

Quizá había algunos que como yo era nuestra primera vez en un condominio; estábamos de plácemes porque veníamos hartos de vivir en patios de vecindad, y soñamos con una vida diferente. Solo sucedieron unas semanas y se me disolvió aquella utopía. Las hablillas y los problemas de esa índole o de cualquier otro son inherentes a los humanos vivan en donde vivan.

Llegó la administradora del edificio a tocar la puerta de mi vivienda, ahogándose, tras la titánica labor de subir por los escalones hasta llegar a mi cuarto piso. En lo que se reponía, yo, apoyada en el vano de la puerta esperé con paciencia a que terminara de decirme que yo le parecía una excelente persona, y apelaba a esa buena impresión que le di para que la ayudara en un caso muy bochornoso, o bien, aclaró, penosísimo, y abrió la boca con desesperación para alcanzar oxígeno y soltó finalmente: «¡hay un muerto en esta torre!»

No me estaba invitando a una reunión social de carácter funesto, me imploró que me hiciera cómplice de la señora Gloria que se le murió el amante en la cama. Era menester sacarlo del edificio con sigilo para que el buen nombre de la concubina no anduviera enredado en las lenguas de los nuevos vecinos. No me lo pensé hasta que ya estaba involucrada y aprobé mi acto pensando que, en lo futuro, si yo llegase a necesitar de un favor –ojalá no de esa índole− contara con la ayuda de Gloria y de la administradora.

Mi labor fue sencilla: debía estar alerta a que los hijos de Gloria, si se despertaban por el trajín a la hora de sacar al muerto, decirles que permanecieran en sus camas. Su madre estaba haciendo unos arreglos en la sala. Por fortuna los niños durmieron como palomitas inocentes y ajenos a toda aquella apabullante situación. La administradora, enorme como una ballena, hizo pasar a unos paramédicos que estacionaron la ambulancia lejos del edificio, y en una camilla sacaron al sujeto infiel mimetizándose en la oscuridad que permeó el ámbito cuando se ordenó apagar las luces de los pasillos y las áreas comunes.

La administradora tenía amigos influyentes debido a que su esposo trabajaba en oficinas gubernamentales. Esto aventajó en mucho y no fue tan engorroso el asunto de evitar la autopsia, conseguirle un ataúd y una capilla ardiente donde en menos de dos horas ya estaba el muerto acicalado y listo para ser velado antes de hervir en su caldo de gusanos. También se le había dado aviso a su viuda legítima, la cual llegó unas horas después, con un luto cerrado y riguroso, no dudo que ni los calzones no fuesen negros, a juzgar por la precisión con que se fijó en los detalles de los aretes de perlas negras, una mantilla primorosa de las que se usaban en otros tiempos, y las medias y los zapatos, todo acorde al suceso.

Era obvio que la viuda hubiese llegado espetada de rabia, de humillación, de ira y, llevaba listo el dedo flamígero para señalar a la corrupta mujer que osó romper los hilos sacros de un matrimonio bendito desgarrando la cortina de la decencia, rompiendo los preceptos éticos y morales, trastocando la virtud de una esposa que sabía que su marido tenía un problema severo de salud y por lo tanto, no ignoraba que en cualquier momento podía presentarse su óbito, pero ella, la amante, la muy desvergonzada no lo convenció de que procurara mantenerse lejos de ella, no fuera a ser que sucediera lo que sucedió: ¡se murió en una cama clandestina!

La curiosidad me pellizcó tan fuerte como si me hubiera golpeado el dedo chiquito del pie. Aquella noche de mediados de noviembre el frío calaba hondo, congelaba las ideas y adormecía las buenas intenciones. El calor que me proporcionó un buche de café me empujó a llevarme a la viuda a un lugar de la capilla ardiente que le decían el descanso. El descanso de qué, me pregunté, si era un lugar más frío y patético que donde estaba el difunto que lucía más cálido por la iluminación de los bombillos eléctricos y las veladoras. Pero, en fin, ahí en el descanso dejé que la viuda vaciara todo el resentimiento que, comprensiblemente, tendría apretujado en el pecho. Yo misma no podía imaginar los abismos de dolor por una afrenta de esa envergadura, y la mujer explotó como una tubería de agua rota escaldándose con los recuerdos de los buenos tiempos –presumiblemente de eso hacía demasiado tiempo−, de los hijos que llegaron a coronarla como la mártir que se tragaba los mocos ruidosamente, y todo para qué, decía con histeria, para que se muriera en la cama de otra mujer.

Y esa era precisamente mi inquietud. Le dije que por supuesto que nos llevaríamos de ese lugar a Gloria la cual, tal y como la viuda aseveraba, no tenía derecho de llorar y velar abrazando aquella materia vestida con traje de gala y bigote encerado, ese bagazo inútil que ya no sufría, no amaba, no odiaba, era nada. Pero le insistí que me explicara por qué ella quería estar ahí, tiritando de rabia y soportando un escupitajo más que, como secuela, ese señor le había sorrajado al morirse en la cama de otra mujer. 

La viuda me respondió que primero, porque le asistía todo el derecho, y aunque yo le dije que no era su obligación ella aseveró que le urgía que sí fuera su obligación, porque aquel hombre nefasto que fue el padre de sus hijos, de todos, fue el único hombre que la vio desnuda, el único que penetró en ella hasta lo más recóndito de su intimidad y que el compromiso no era propiamente con él, sino con los votos que hizo a perpetuidad ante el Altísimo. Que haría mandas para que su alma no se fuera al infierno por haber cometido un pecado capital. Me dijo:

−Soy la mujer sin mácula que ni con el pensamiento le falté, sabe Dios, soy la pobre viuda que no vestirá otro color que no sea el negro hasta que Dios se encargue de llevarme de este mundo, en el que solo viviré para destrozarme los dedos con las cuentas del rosario rogando por la intercesión de los santos para que mi marido alcance el perdón.

Entre más hablaba esa vieja la acritud más me agriaba el paladar.

»Soy la legítima, la única que tiene derecho a llorar sobre sus restos. Yo cuidaré su tumba la que visitaré domingo a domingo y le sembraré flores, las cuales, solo podrán ser regadas con el caudal de mis lágrimas amargas.

La administradora, Gloria y yo veníamos camino a casa vencidas por el silencio. No sé qué pensaban ellas, pero yo pensaba qué habría hecho si mi esposo, el que se quedó dormido como una piedra y no se enteró de lo que hice aquella noche, me hiciera algo semejante a lo que hizo el desleal que seguía tieso dentro de su féretro. Ha pasado tanto tiempo de aquello y se me queda la pregunta hecha bola en la garganta. Mi esposo no me pregunta qué me pasa y mientras yo me sigo revolcando en la duda.

FIN.

miércoles, 1 de septiembre de 2021

LOS EFLUVIOS DE UN TESORO MALDITO

 LAS JOYAS DEL PESCADOR 

Alguna nota de ese perfume removió los sedimentos dormidos de aquellas reminiscencias apagadas. Un anhelo le nació en el alma, como limo en una tierra donde se respira la humedad y la calidez de un pueblo tropical. Le habría encantado teletransportarse y al abrir los ojos descubrir el viejo mar que en la espumarada de sus olas semeja las barbas blancas de la senectud, pero aun así, seguiría vigoroso e infinito. 

     -¿Qué ha pasado durante mi ausencia, mi viejo mar?

     -¿Qué habría de pasar, mi sirena terrenal? pasó el tiempo, pasó la vida.

      Cierto. Pasó el tiempo y se le esquilmaron las fuerzas para correr por la arena sin fatigarse, pasó la vida y con ella se fue la vida de mucha gente. Tan solo le quedó el consuelo de aquellos vívidos recuerdos de cuando la Negra cantaba que la luz de los cocuyos bordaban de lentejuelas la oscuridad. Pero ella se tuvo que ir en un velero de ambiciones que encalló a medio camino en las arenas desérticas, y arribó a una ciudad de cristal que se quebró por el peso de sueños acumulados.

     -Pero he vuelto, mi viejo mar. ¿Crees que me puedas regalar alguna historia para hacer más placentera mi estadía en la soledad?

     -No, mi sirena descarriada. Yo no podré. Ve a donde las palmeras del norte y arranca los cuentos de los pescadores frustrados. Sumérgete en los intersticios de los que escuchan los susurros de los arrecifes de coral, yo te prometo que de ahí surgirán tales relatos que te harán levitar.

      Tuvo miedo, el salitre le resecó el cabello y le marchitó la piel, pero aquello no sería nada grave. Aspiró con vehemencia y anduvo tras la pista que dejaron las plantas de cadillos y se fue siguiendo las huellas del llanto de la viuda que fue la mujer del pescador de pulpos, el que su arpón tuvo el infortunio de chocar con una pieza sólida al errar el ataque del molusco. Aquella pieza era de oro, más la rémoras del tiempo bajo el mar la hacían parecer una barra vieja de metal, que no servía para gran cosa, pero el pulpero la guardó como solía guardar las cosas extrañas que le daban la impresión que tenían historia, y una jiribilla para tener amontonada con tantas cosas que aparecían bajo el agua. Quién habría de pensar que aquella pieza era de oro, y que erróneamente se llegó a precisar que era el tesoro de Moctezuma que nadie había podido encontrar, le costaría tantos días de horror y lágrimas ácidas. Y que sin saber nada del asunto, el hombre encontró más piezas, y otras más. Nunca sabremos si él las encontró al azar o aquel tesoro lo eligió a él para que fuera acusado de ladrón, de un hombre que le robó un gran tesoro a la nación nada más porque no sabía leer y escribir, y esas joyas, lo señalarían para siempre y lo harían infeliz y desgraciado. ¡Cuánta iniquidad, lamentos y desesperación vividos por culpa de las joyas del pescador! 

     Quién sabe por qué, cuando Raúl Hurtado murió, lleno de años y el resentimiento apretujado en el rescoldo de su ser, quiso que se llevaran sus restos en un bote al que él bautizó como: "el tonto siempre fui yo".

viernes, 27 de agosto de 2021

Reto #33 (índice)

 LA ANDRAJOSA

1. Quién es la criatura que puede vivir sin agua

2. Un mundo irresistible

3. De lo maravilloso y otras excentricidades

4. El primer ahogado

5. La sed no existe

6. La sed es moda antigua

7. No morimos ni envejecemos

8. Un pequeño inconveniente

9. Hasta aquí pudimos llegar ¿Aún quieres ser inmortal?

jueves, 26 de agosto de 2021

EL VENADITO Y EL GUAPO (1000 palabras)

 

EL VENADITO Y EL GUAPO

Entre el Guapo y el Venadito había una distancia abismal, aunque los dos eran mis abuelos. Ambos se conocieron hasta que alcanzaron más de ochenta años de edad y no pude percatarme si entre ellos hubo alguna química, lo que sí, es que tenían en común algo que les haría perdurar más allá de su ciclo en el mundo: yo.

El Guapo era un hombre sabio gracias a que, por ósmosis, el chorro de la luz del sol le trasmitió la sapiencia. Vivía labrando la tierra y lo que más amaba era pescar en el mar. Tenía tal habilidad en este campo que los peces se adormecían tras unas palabras que él les transmitía en un lenguaje ignoto; lo peces se dormían antes de ser sacados del agua y no sentían el espasmo de la muerte. Mi abuelo Bardo entendía el lenguaje de las flores que orlaban la vereda que conducía al río; obedecía las indicaciones del viento que le susurraba sus secretos y se ponía en alerta al ataque de los chaneques. Él se autonombró como el Guapo y cuando hubo algún temerario que lo cuestionó al respecto, mi abuelo siempre respondió lo mismo:

―Quién sabe por qué, pero siempre he sido muy guapo.

A mí me aconsejó que hiciera lo mismo y que cuidara mucho el no enredarme en las trampas de la vanidad o la petulancia. El Guapo aseveró que, si de un modo ineluctable nos pondrían un sobrenombre era mejor elegir por uno mismo uno que nos sentara bien. Y por eso él era el Guapo porque lucía galán bajo el sombrero sin importar que no anduviera vestido como un catrín. Calzaba huaraches y ropa repelente al calor. Su sonrisa le adornaba aún más su rostro tostado aunque solo se asomaran dos clavijas por dientes. Sabía tejer la palma y arreglar el tejado para que la casa no se lloviera, y mi abuela no llorara temiendo el grito de los huesos que sentía que se le llenaban de espuma.

Un día enfermó y no entendí por qué.

Con sus conocimientos bien pudo remediarse con la infinidad de yerbas que había en el campo y que él conocía a ciegas de entre tantas otras plantas que servían para dormir, para llorar, para reír o para sanar. Pero no las quiso usar, me dijo que había llegado su tiempo de irse un poco más allá del sol para ver cómo nacían las estrellas, para conversar con la luna y adquirir más conocimientos sobre las mareas que hacían picar a los peces que no estaban en veda. Y de allá del campo lo trajeron a la ciudad.

Acá conoció al Venadito. Se llamaba Pablo y tenía el eco de lo que fue su vida en el sombrero Tardan y el bastón con empuñadura de plata. El Venadito también se autonombró como tal porque dijo que de joven tenía la ligereza de estos hermosos animales astados. Él solo hablaba de bailes emblemáticos donde siempre resaltaba por el fulgor de su cabello tan negro como las noches sin luna, su camisa de seda y su pantalón de casimir, hechos particularmente para la ocasión. El Venadito sabía mucho de minerales. En el anular izquierdo lucía un diamante que parecía que tenía vida propia, él decía que era un gota de agua, carbono puro. A decir verdad, el Venadito no era tan cariñoso conmigo como lo era el Guapo. Pero los sigo amando a los dos.

Le pedí al Venadito que ayudara al Guapo a salir de su apuro, aunque mi abuelo Bardo me asegurara que no tenía ningún problema, y yo le creía, pero también sabía que el Guapo se iba a ir y yo lo quería seguir teniendo aquí.

El Venadito me dijo que consultaría a su amigo Víctor Hugues.

Lo conoció cuando él venía huyendo de España de la persecución del franquismo y el terror al fascismo. Vio al señor Hugues en un barco hecho de telarañas que lo saludó con mucha cortesía.

―Je suis Victor Hugues, et je serai ton ami pour toujours.

Dice el Venadito que así le dijo. El guapo y yo le preguntamos qué significaba eso que nos dijo arrastrando la «r» de modo cómico y él nos explicó que le habló en francés y le prometió que sería su amigo por siempre. Esto me invadió de esperanza y le imploré a mi abuelo Pablo que le dijera a su amigo que nos considerara por esta vez, que yo le estaría por siempre agradecido. Me convertiría en el grumete de su embarcación que andaba por el océano de la eternidad que se sostenía mágicamente con sus velas hechas por arácnidos, pero que convenciera a los duendes que pretendían emboscar al Guapo para que no se lo llevaran. Vi cuando mi abuelo Bardo le guiñó un ojo al Venadito. Sé que querían tomarme el pelo y no iba a ser tan fácil, yo ya era grande, tenía doce años e iba a seguir los pasos del Guapo, iba camino a la sabiduría más que las empuñaduras metálicas y los pedazos de carbón del Venadito.

Una mañana mi abuelo Pablo no despertó. Yo lo sacudí frenéticamente y le reclamé que se hubiera ido sin antes hablar con don Víctor Hugues. El guapo me sacó de mi error. Me informó con su juicio correcto que no había despertado precisamente porque se había internado en la densa penumbra del lado oscuro del espejo de su armario para hablar con el señor Hugues. Y volví a creerle al Guapo que también se quedó dormido para siempre unos días después del Venadito.

Algún día creceré y podré viajar en un cohete de sueños hasta donde hoy habitan mis abuelos; son un par de estrellas brillantes que titilan con efervescencia cada vez que busco respuestas a mis preguntas, y oteo el cielo y allá están. El Venadito sin el Tardan y sin el bastón y el Guapo sin el sombrero de paja… ya prontito voy a con ustedes.

 

 

viernes, 20 de agosto de 2021

Reto #32 NO ERA AMALGATOFILIA

 NO ERA AMALGATOFILIA.

La desvistió con pasión contenida, pero no esperó que las luces rojiazules de la torreta de una patrulla lo congelaran de horror. Se quedó inmóvil deseando que su cuerpo se mimetizara con el cuerpo de ella. La densidad de la noche le oprimía más la ansiedad, cerró los ojos apretándolos tanto que al abrirlos una ligera capa blanquecina lo encegueció, tendría que esperar a que los globos oculares se relajaran de aquella presión a los que los sometió por lo que pensó que debía darse tiempo. Pero desafortunadamente aquella patrulla policiaca seguía merodeando. Era de esperarse, la falla eléctrica había afectado toda la zona.

       La calma que volvió a él le regaló una tibieza interior, hasta las manos que parecían haberse tensado por el frío que golpeaba toda la ciudad adquirieron la temperatura ideal para hacerse más ágiles. 

     El vestido era verde, y lo había bajado hasta la altura del pecho. Claramente  podía ver la curvatura pétrea del seno izquierdo. El asunto se le estaba complicando mucho, pero no renunciaría. El cuerpo de ella esta helado, se veía tan ajena a todo, tan indiferente al afán de él, y quizá, es que ella era consciente de su belleza con sus curvas bien delineadas; perfectas. Él se encontraba tan excitado que el sudor le había perlado la frente y un hilo glacial le bajó lentamente por la espalda; un repeluzno le erizó la piel. Se encontraba en una posición realmente incómoda. 

       La glorieta estaba desierta, por eso creyó que no sería tan complicado, pero se equivocó. Arrancar ese vestido verde le podía costar la libertad, o quizá la vida. La camisa la tenía pegada a la espalda por el sudor, el viento ululaba incesante y, ¡ahí estaba otra vez la maldita patrulla! Dio una vuelta a la glorieta y volvió a alejarse. Debía darse prisa. Era imperante quitarle el vestido a esa Diana de los mil demonios. Y ella tan fresca, que decir, fresca, toda ella era un maldito témpano. Pero tendría que ganar aquella apuesta: ¡eran dos mil dólares si lograba su cometido!

       En la oficina del ministerio público, el hombre con las manos esposadas, confesó que debía entregar ese vestido verde faltando un minuto antes de las cinco de la mañana. No revelaría el nombre de los que vistieron a la Diana Cazadora, rogó que por lo menos le devolvieran el vestido para que lo entregara a los que le pagarían lo de la apuesta, aún estaba a tiempo. Si le otorgaban ese permiso, del dinero obtenido pagaría la multa y hasta les daría un poco más. Pero la negativa fue contundente: quedaría detenido por daño al patrimonio cultural establecido en el artículo 52 de la Constitución, aparte de ser sospechoso de ser agalmatofílico, por lo que sería llevado a una institución para ser evaluado psiquiátricamente.

jueves, 19 de agosto de 2021

BIOGRAFÍA (del libro Sacrificios Humanos de María Fernanda Ampuero)

 Qué imprudente, qué loca, dirán, pero quisiera que me vieran sin documentos en un país extranjero contando y alisando los pocos billetes para poder pagar la habitación y comprar una barra de pan y un café solo. La desesperación e internet se juntan, se montan, paren crías monstruosas, barbaridades. En las páginas de búsqueda de empleo escribía todas las opciones de trabajo que le podían dar a alguien como yo. Limpiar, cuidar, cocinar, lavar, coser, vender, repartir, clasificar, recolectar, apilar, reponer, cultivar, atender, vigilar. Llamaban y preguntaban de inmediato por los papeles. –Estoy tramitando mi permiso de residencia. –Llámenos cuando lo tenga. –¿Papeles en regla? –Todavía no. –Aquí no empleamos ilegales. Así todos los días. La angustia me trepaba por el cogote como una criatura negra, helada, crujiente, con aguijón. ¿Conocen a ese animal? Es difícil explicar cómo hace su nido en tu espalda. Es como morir y quedar viva. Como intentar respirar debajo del agua. Como estar maldita. En estas circunstancias escribir es la cosa más inútil del mundo. Es un saber ridículo, un lastre, una fantochada. Escribana extranjera de un mundo que la odia. Una tarde después de no sé cuántos anuncios para ofrecerme como cuidadora, niñera, limpiadora, cocinera y escuchar que sin papeles no, que no empleaban ilegales, decidí publicar una ridiculez.

¿Crees que tu historia es digna de un libro pero no sabes cómo contarla? ¡Llámame! ¡Yo escribiré tu vida! No pensé que ese mensaje, con sus signos de exclamación, fuera a interesarle a nadie. A la hora sonó mi teléfono. Número desconocido. –Tengo una historia que el mundo debe conocer. Se llamaba Alberto. Dijo que vivía en un pueblo del norte, que pagaría lo que le pidiera, que no podía darme más detalles por teléfono y que tendría que viajar al día siguiente si me interesaba el trabajo. Después de un silencio que ninguno rompió, pedí mucho dinero porque esa voz me daba miedo, porque tendría que atravesar un país que no conocía y porque pensé que pagar esa cifra a una desconocida, a una extranjera desconocida, lo haría desistir. –En este momento te envío una parte. El que dejara de tratarme de usted me asustó. Esa familiaridad que a veces adoptan los hombres mayores y que no sabes si es porque te ven como a una hija boba, porque te quieren meter mano o por ambas cosas. Al poco de ser inmigrante, mi jefe en el locutorio, el que decía que yo le recordaba a su niña allá en su país, había intentado violarme en una de esas cabinas de teléfono donde otros y otras como yo lloraban a sus muertos o consolaban a sus vivos. Al ver que me resistía, me estrelló la cabeza contra un teléfono. Con la boca llena de sangre me giré, grité, le escupí. Salí corriendo semidesnuda por las calles recién lavadas y nadie llamó a la policía porque en ese barrio todos sabían que lo que de verdad castigaba la policía era estar sin papeles, no ser violador. Mi jefe tenía los papeles en regla y la que estaba en problemas era yo. Véanme, véanme. Corro calle abajo sin un zapato, la blusa abierta, el sostén roto, la falda arrebullada en la cadera.

Véanme, véanme. Grito como si hubiera escapado de una explosión, el fuego todavía prendido en el pelo, soltando al aire la chamusquina de la carne, los dientes tintados de sangre negra. Grito que me muero, que me matan. Vean a mis vecinos, callados, a los lados de la calle. La procesión de Nuestra Madre de las Extranjeras, virgencita sin pompa, la que importa una mierda. Lloré en la ducha con la sangre ensuciando el agua como en las películas y al día siguiente empecé a buscar otro trabajo. No cobré los días del locutorio. Cuando el tal Alberto me envió el adelanto, una fortuna para mí, quise gritar de alegría, pero algo me dijo que no lo hiciera. Las inmigrantes indocumentadas guardamos los billetes de colores desconocidos cerquita del pecho, los calentamos con el corazón como a hijitos. Así los hemos parido también, con un dolor que abre en dos, que el cuerpo no olvida. Pensé hasta que me dolió la cabeza en mis opciones. Le pregunté a la mujer que me alquilaba un espacio en su salón para dormir, mi única conocida en la ciudad, mi compatriota, y me dijo que sí, que era peligroso, de hecho peligrosísimo, pero que peor era dormir en la calle. –Vea mija, cuando se emigra uno sabe que va a lo peor, como a la guerra. Uno no emigra si va a andar con miedos. Apriete bien los dientes y apriete bien las piernas y haga lo que tenga que hacer: verá que ya mismo es primero de mes. Ese día, con lo que envió el tal Alberto, me sentí humana por unas horas. Mandé dinero a casa, hablé por teléfono con mis padres y les dije que besaran a mi niña por mí, entré a un supermercado y compré carne y fruta fresca, me tomé un café sentada en la terraza de un bar como cualquier mujer.

Después el miedo me manguereó con su agua de ácido. En casa comí asustada, como comen los perros callejeros. Por la noche me subí en un autobús rumbo al norte. En el camino, no sé a qué hora, me dormí. Soñé que un pavo se había colado en el cuarto de mi hija y le estaba picoteando la mollerita. Supe de inmediato que el pavo era un demonio y que los demonios se alimentan de los pensamientos puros de los bebés. Quise gritar, pero no tenía boca. Los gritos resonaban en mi cabeza, todo por dentro, como una maraca, haciendo que el corazón me creciera y me creciera hasta casi no poder respirar. No tenía piernas. Tampoco tenía brazos para agarrar a mi bebé y llevármela lejos del pavo. No era una persona, era un ojo, un ojo que lloraba leche sanguínea, de teta infectada, sobre mi hija. El pavo se dio la vuelta, me miró. Su cara era mi cara. Me gritó corre. –¡Corre! Me desperté con mi propio grito y la mujer de al lado me miró con rabia y se cambió de lugar. Extranjera, pensó. Son tan raras, pensó. Seguro que está enferma, pensó. Le di asco. Esperándome en la estación había un hombre que no era el tal Alberto, sino alguien que, dijo, era discípulo del maestro Alberto. Era anciano o lo parecía: no tenía dientes y me llegaba a los hombros. Llevaba pantalón y camisa negros y una especie de capa de paño con capucha que lo hacía ver extrañísimo entre tanta gente con chaquetas acolchadas. Se me pasó por la cabeza decir que iba al baño, comprar un boleto de regreso y olvidarme del asunto, pero la otra mitad del pago me hizo quedarme. ¿A qué he venido si no es a ganar dinero? ¿A qué he venido si no es a poner el pecho? ¿A qué he venido si no es a intentar sobrevivir a la paliza?

Las mujeres desesperadas somos la carne de la molienda. Las inmigrantes, además, somos el hueso que trituran para que coman los animales. El cartílago del mundo. El puro cartílago. La mollerita. Pensé en mis padres a miles de kilómetros esperando las transferencias para empezar a pagar la deuda de mi viaje y para dar de comer a mi niña. Por supuesto que sabíamos que los chulqueros son bestias peligrosas que facilitan todo hasta que estás en aprietos y entonces te devoran vivo, pero también sabíamos que quedarse en el país era aún más insensato. Nos dolarizamos, nos fuimos a la mierda: que cada familia sacrifique a su mejor cordero. Habíamos escuchado historias de emigrantes deudores a los que llamaban esas voces terroríficas a decirles que en ese instante estaban viendo a su hijita jugar en el parque y qué bonita es tu hijita con sus trencitas, ha de oler rico, ya está grandecita, ¿no? Parece una flor. Viajé con el anciano media hora en ese coche largo y negro. Yo estaba demasiado asustada para conversar y él parecía no estar ahí, como el conductor pintado en un carro de juguete. Dejamos atrás el pueblo, las estaciones de servicio, los polígonos industriales y avanzamos por una carretera secundaria abandonada hasta el final, el bosque. Ahí descubrí que mi teléfono no tenía señal. Ahí estaba la casa del tal Alberto. La casa era casi bonita, de piedra blanca con techo rojo y un montón de girasoles en la entrada. A un lado había jaulas de conejos y gallinas y un pozo. Tenía una chimenea de la que salía humo y una parrilla de ladrillo para hacer asados. Recordé a aquellos que se dejaron tentar con las ventanas de azúcar desde las que miraba, golosa, la caníbal.

Alberto salió a recibirme con un dóberman a cada lado. De niña yo había tenido una dóberman llamada Pacha a la que alimentaba con flores, hojas, cualquier cosa que encontrara. Era dócil y tierna hasta que un día no lo fue. Le arrebató a mi hermana bebé un pan de dulce y dos deditos de la mano derecha. Esa tarde mi papá amarró a la Pacha, le dio de comer, le acarició el lomo suave como seda negra y luego le disparó en la cabeza. Yo lo vi todo desde la ventana. Le pregunté a Alberto si los perros eran bravos y me dijo que sí. Cuando me di la vuelta para despedirme del anciano ya no estaba el carro, ni siquiera el polvo que debía haber levantado al arrancar. Durante unos segundos Alberto y yo nos miramos, nos reconocimos. Véanme, véanme. Frágil como cuello de pollo. Una mujer extranjera con una mochila a la espalda frente a un hombre desconocido con dos perros enormes y feroces en lo más remoto de una ciudad remota de un país remoto. Véanme, véanme. Poquita cosa para el mundo, sacrificio humano, nada. Aquí no me escucharán gritar. Aunque me estallen las cuerdas vocales, aunque grite hasta desgarrarme por dentro, no me escucharán. Nada más los árboles, el bello cielo de invierno, pero bajo los árboles y bajo los cielos más hermosos ocurren cosas espantosas y ellos siguen ahí, inconmovibles, ajenos, suyos. Las que se comieron las hormigas, las que ya no parecen niñas sino garabatos, las muñecas descoyuntadas, las negras de quemaduras, los puros huesos, las agujereadas, las decapitadas, las desnudas sin vello púbico, las despellejadas, las bebés con un solo zapatito blanco, las que se infartan del terror de lo que les están haciendo, las atadas con su propios calzones, las vaciadas, las violadas hasta la muerte, las aruñadas, las que paren gusanos y larvas, las mordidas por dientes humanos, las magulladas, las sin ojos, las evisceradas, las moradas, las rojas, las amarillas, las verdes, las grises, las degolladas, las ahogadas que se comieron los peces, las desangradas, las perforadas, las deshechas en ácido, las golpeadas hasta la desfiguración. Ellas, todas ellas, pidieron ayuda a dios, al hombre, a la naturaleza. Dios no ama, los hombres matan, la naturaleza hace llover agua limpia sobre los cuerpos ensangrentados, el sol blanquea los huesos, un árbol suelta una hoja o dos sobre la carita irreconocible de la hija de alguien, la tierra hace crecer girasoles robustos que se alimentan de la carne violeta de las desaparecidas. Si salgo corriendo Alberto soltará a los perros. ¿Quién les avisará a mis padres? ¿Me encontrará alguien algún día? ¿Crecerá mi hijita pensando que su madre la abandonó? ¿Perdonarán nuestra deuda los chulqueros? Véanme, véanme. Con miedo de demostrar miedo. Que Alberto me vea asustada puede ser el detonante, el fósforo, el cortocircuito: ¿por qué tan nerviosa? ¿Te asusto? Ahora verás, puta de mierda, lo que es miedo de verdad. Véanme, véanme. Finjo aplomo y sonrío. Él no me devuelve la sonrisa. Pregunté el nombre de los perros y murmuró algo que no escuché, pero no me atreví a preguntar de nuevo. Aprendí muy chica a no importunar al hombre enojado, al hombre bebido, al hombre desconocido, al hombre. Aprendí a no decir esta boca es mía porque nunca lo ha sido.

Entró a la casa y lo seguí. ¿Por qué? El corazón de un inmigrante es un pájaro entre dos manazas. Debo comer. Debo dar de comer. Debo ser comida. Cuando él cerró la puerta con pestillo se me erizó una parte del cuerpo y la otra se me volvió de plomo. El corazón se recogió como si lo estuvieran sellando al vacío. Los labios se me pegaron a las encías. Tragué vidrio molido. Casi no podía respirar. Véanme, véanme. Y óiganme. Me digo a mí misma: no pasa nada, boba, ya verás. Vas a escuchar la historia que este hombre te cuente y luego te llevará a la estación, te subirás al bus y dormirás delicioso. Tendrás dinero para mandar allá. La niña podrá estrenar un vestido, mamá podrá hacer cazuela de camarón, tú existirás con todo el cuerpo. Existirás, boba, existirás. La casa por dentro era oscura y olía a comida vieja, a algo con col que se cocinó hace mucho y se fermentó, a ventilación pobre, a desaseo, a vicio. Casi no había muebles ni cuadros ni espejos. Parecía una casa abandonada, una guarida. Le pedí a Alberto el teléfono y me contestó que no lo había pagado y lo habían cortado. También la electricidad. Sentí como si hubiera pisado una mina terrestre, escuché en mi cabeza el ruido del percutor, click. Me paré sobre la trampa, esa que hace que los animales del bosque se mastiquen la propia pata para huir y se desangren en el camino. Un fogonazo de terror me cegó unos segundos y, al abrir los ojos, lo miré buscando una compasión, una disculpa, una comprensión del terror de una extranjera sola quién sabe dónde quién sabe con quién. No había ninguna. Nada. ¿Cuánto tiempo hay que fingir que todo está bien hasta reconocer que estás infinitamente jodida y que lo sabes? ¿Cuánto debes esperar hasta inten

intentar alcanzar un cenicero, un atizador, un florero para estampárselo en la cabeza? ¿Cuánto de prudencia puede demostrar un animal amenazado? ¿Y una mujer? Véanme, véanme: mantengo mis modales ante las fauces abiertas de la bestia, caigo con gracia de princesa al abismo, me trago el vómito negro para decir ah ya, es que quería avisar que todo está bien. Mi voz de ratita me llenó de asco. Nos sentamos alrededor de una mesa de madera bruta, él en la cabecera. Saqué mi grabadora, mi cuaderno y, mientras hacía algo que interpreté como rezar: ojos muy cerrados, brazos abiertos, palmas al cielo, miré alrededor. Había pintadas en la pared. Gordos brochazos de pintura roja y brillante con palabras de la Biblia: ¡Arrepentíos! Yo reprendo y disciplino a todos los que amo. ¡Hemos pecado! ¡Hemos obrado perversamente! ¡El fin está cerca! ¡Él volverá! Los ojos se me llenaron de lágrimas y, en lugar de correr, de gritar, de patalear, de decirle qué mierda es esto, puto loco, maldito psicópata, ahorita mismo me voy, saqué un paquete de pañuelos de papel y fingí sonarme la nariz. De pronto, sin previo aviso, sin levantar la cabeza, empezó a hablar como para sí mismo. Yo aplasté al apuro play y rec. Su voz sin inflexiones, plana como un conjuro, sonaba como lijar madera. Arrancó con su infancia pobre en la ciudad, con esa hambre tan enceguecedora que los obligaba a él y a su hermano gemelo a cazar ratas o palomas para masticar algo más que pura miseria, para callar al monstruo de la tripa, de los juegos con piedras y latas de cerveza vacías, de los sueños con helados, juguetes, fresas y nata dulce que terminaban al despertar en su catre inmundo, la pesadilla. Habló de la violencia, de su padre masacrando a su madre, su madre sangrando por todos lados, su madre renga, su madre devota, su madre sorda de un oído, su madre sin dientes. Su madre, la dolorosa. Él y su hermano se masturbaban el uno al otro para no sentir. Después se golpeaban con los puños el cuerpo, la cara, los genitales. Se asfixiaban con bolsas plásticas, se cortaban con cuchillas, se arrancaban las uñas, se rapaban las cabezas cortando cuero cabelludo, se hacían tatuajes chuecos y perversos con agujas y tinta, se quemaban la piel. Después encontraron el pegamento, los vicios, la prostitución. Contó que él y su hermano, cada día más grandes, cada día más hombres, cada día más siniestros, tomaron la decisión de matar al padre la siguiente vez que le diera una paliza a la madre. Hicieron puñales con latas y maderas afiladas y los guardaron bajo la cama. El padre no volvió a pegar a la madre porque no regresó nunca más. Él y su hermano terminaron la infancia ese día: los hombres de la casa no pueden soñar. Habló de que era un adicto en recuperación, que el amor de su vida habían sido las drogas y que por ellas se envileció más allá de lo que podía contar. Las había consumido todas hasta aquel incidente con su madre. La mujer estaba ya muy enferma cuando él y su hermano decidieron robarle, una vez más, los poquitos billetes que le daba la beneficencia y las medicinas que tomaba para el dolor. Compraron droga, bolsitas de una mierda asquerosa que calentaban en una cuchara y se inyectaban en los brazos ya casi sin venas. Se quedaron dormidos en una esquina con los otros yonquis. No soñaron. Esa noche, sola, sin medicación, en medio de unos dolores que le hacían dar alaridos de ultratumba, agitándose como poseída, masticándose la lengua, los ojos salidos de las órbitas, las manos crispadas como ramas, la madre murió. Ellos volvieron a casa surcando cielos púrpuras, goteando sangre de los brazos, cantando dulces nanas para niños muertos. Una vecina había llamado a los paramédicos. Al llegar en la ambulancia, les parecieron actores de una comedia de la tele. Todo les resultaba graciosísimo, sobre todo el gesto de la madre muerta con la mandíbula desencajada y los ojos abiertísimos. Mamá, qué graciosa, qué caras haces, mamá. Le dieron besos y abrazos. Cuando los paramédicos estaban por sacarla de la casa, decidieron encerrarse con llave. ¿Por qué se la quieren llevar esos payasos si ella está de lo más feliz? ¿Verdad mamaíta que estás más feliz que nunca? Mientras llegaba la policía a tirar la puerta abajo, la vistieron con un vestido de florecitas, bailaron con la madre muerta, le pusieron una flor de plástico en el pelo, le movieron los brazos para que danzara con coquetería, le dieron vino y cigarrillo. Es la última vez, mamaíta, le dijeron. Perdona por lo de las pastillas, no lo volveremos a hacer. Pero mira qué estupenda estás, si ya no las necesitas. Baila mamaíta, baila. Entonces la madre muerta les agarró los brazos con tal fuerza que les dejó unas marcas moradas por varias semanas. Alberto se apretó las muñecas como si aún le dolieran y después de un largo silencio le salió un hilo de voz. –Nos miró y nos dijo que si nos volvíamos a drogar vendría a matarnos. En ese instante los embistió la sobriedad y se dieron cuenta de que habían estado profanando el cuerpito decadente de la madre.

los otros yonquis. No soñaron. Esa noche, sola, sin medicación, en medio de unos dolores que le hacían dar alaridos de ultratumba, agitándose como poseída, masticándose la lengua, los ojos salidos de las órbitas, las manos crispadas como ramas, la madre murió. Ellos volvieron a casa surcando cielos púrpuras, goteando sangre de los brazos, cantando dulces nanas para niños muertos. Una vecina había llamado a los paramédicos. Al llegar en la ambulancia, les parecieron actores de una comedia de la tele. Todo les resultaba graciosísimo, sobre todo el gesto de la madre muerta con la mandíbula desencajada y los ojos abiertísimos. Mamá, qué graciosa, qué caras haces, mamá. Le dieron besos y abrazos. Cuando los paramédicos estaban por sacarla de la casa, decidieron encerrarse con llave. ¿Por qué se la quieren llevar esos payasos si ella está de lo más feliz? ¿Verdad mamaíta que estás más feliz que nunca? Mientras llegaba la policía a tirar la puerta abajo, la vistieron con un vestido de florecitas, bailaron con la madre muerta, le pusieron una flor de plástico en el pelo, le movieron los brazos para que danzara con coquetería, le dieron vino y cigarrillo. Es la última vez, mamaíta, le dijeron. Perdona por lo de las pastillas, no lo volveremos a hacer. Pero mira qué estupenda estás, si ya no las necesitas. Baila mamaíta, baila. Entonces la madre muerta les agarró los brazos con tal fuerza que les dejó unas marcas moradas por varias semanas. Alberto se apretó las muñecas como si aún le dolieran y después de un largo silencio le salió un hilo de voz. –Nos miró y nos dijo que si nos volvíamos a drogar vendría a matarnos. En ese instante los embistió la sobriedad y se dieron cuenta de que habían estado profanando el cuerpito decadente de la madre.

(Pueden comprarlo en físico o cualquier plataforma digital)

Muy recomendable. 



viernes, 13 de agosto de 2021

RETO #31: TRATANDO DE ENCAJAR(nuevos verbos) aunque yo sí los he usado en mis relatos

 Ahí estaba, tratando de ribetear la bastilla deshilachada que dejó en su último empleo de donde fue despedido. Sonreía requintando los labios y mostrando los dientes sin sentir ninguna simpatía porque denostaba a toda esa gente en las nuevas oficinas donde hervía el elitismo disfrazado de inclusión aunque el esnobismo salpicara al de enfrente al hablar. Pretendía embaírlos de que él, era una persona "nice", se repetía: "sé nice Alberto, tienes que, por lo menos, parecer nice". Le crispaba el talante el hecho de fingir que entendía el idioma de todos ellos que en cada frase, vienese al caso o no, remataban con la palabra "wey". 

     -Yo le dije eso a mis chavos, wey, conmigo contarán siempre, wey, es que, los amo, wey, les compro todo lo que quieren, wey.

      Maldijo la hora en que desovaron a esos mequetrefes, y a su vez, atiborraron al mundo con más sabandijas que no solo remataban con la palabra "wey" sino que solían decir: "todes seremos contemplades para la beca, ricos o pobres, wey" ¡Cuánta iniquidad! ¿Pretendían arrebujarse haciendo un amasijo entre los de abajo y los de arriba? Aquello era la oda a la hipocresía, si no, ¿qué demonios hacía él ahí emulándolos y rubricando en cada frase la palabra "wey"?

     Necesitaba medrar en ese campo minado, y debía andarse con tiento no fueran a descubrir la impronta de su pasado; ladraría como ellos, miaría como ellos, si acaso en un momento dado, escamotearía su sentir con respiraciones relajantes a la vez que abjuraría por haberse atrevido  a intentar  mimetizarse con aquella basura que se solazaba en la poltrona de la mediocridad, pero así eran las reglas.

jueves, 5 de agosto de 2021

Reto #30 Entre el miedo y la huida (navegar)

 RETO #30

Entre el miedo y la huida.

Sucede siempre, la fuerza de los miedos que me poseen como violadores agazapados que saltan sobre mí, me jalan hacia un lado, en tanto, nunca faltan momentos que me inunda la fe y en un manto lleno de agua tibia descanso en un remanso de espiritualidad y me nace esa otra fuerza que me inclina del lado contrario, pero esta segunda fuerza es más flaca que la primera, es endeble, es una fuerza que no es fuerza, es un modo de llamarla así porque es un estado quebradizo; una oblea que se deshace en un légamo de miedo, de nuevo el miedo, el horror que se ha apostado a mi diestra y me hace navegar en una barco de telarañas donde siempre me parece que voy a encontrarme con el lado siniestro del fantasma de Hemigway, que lejos de darme soporte me empujará hacia los mares plagados de cavernas que susurran más ideas intoxicantes para seguir padeciendo.

Pero un día, un momento en el que menos lo esperaré yo misma, voy a treparme a una nube donde surcaremos los cielos ignotos de la dicha, la nube y yo, con la ayuda de algunas estrellas remaremos en la inmesidad de ese tiempo que no existe en este plano, y yo, arrullada con el ruido blanco relajante de una lluvia de cánticos celestiales, navegaré en círculos interminables, y si por aras de mi suerte desmadejada el curso de mi nube fuera desbaratada por una tormenta insidiosa, me convertiré en un relámpago que partirá en dos aquel plano donde no se me da la quietud. Prefiero navegar en el limbo, en el cieno de los sueños de los infortunados que no alcanzaron a nacer, en los pantanos oníricos de las almas  de los que duermen con esperanza, lo que sea, antes que atreverme a volver a temer.

miércoles, 4 de agosto de 2021

Reto #29 ALEBRIJES VS MARIONETAS

 ALEBRIJES CONTRA MARIONETAS.

Dentro del sueño profundo en el que cayó Juanito al beber accidentalmente una medicina que confundió con un jugo, presenció la batalla campal a la que se enfrentaron un centenar de Alebrijes contra unas Marionetas.


La reyerta se debió a que Juanito había dejado de crear alebrijes y empezó a mover marionetas.


El que iba a la cabeza de los Alebrijes era el Sandor, con este nombre lo identificó su creador. Y el comandante de las Marionetas era el Catrín. Ambos comandantes eran fuertes y poseían la garra para luchar encarnizadamente y ganar la complacencia de Juanito quien se inclinaría por el ganador.


Sandor envió a su primer combatiente a que enfrentara al que el Catrín impusiera y seleccionó a Torcuata. Tintín, el Alebrije se plantó con sus dos patas de pato, y aunque no tenía manos, sus colmillos eran sagaces y peligrosos. Su punto débil era su cuerpo esférico de donde le brotaban un hermoso par de alas de mariposa monarca. Torcuata era una Marioneta feroz, fue creada para representar a una chamana y poseía dotes para adormecer a su contrincante con sus filosas uñas.


Tintín se abalanzó sobre Torcuata y la hirió rompiéndole uno de sus collares, que le daban algo de fuerza. Torcuata esquivó certeramente un ataque más de Tintín quien se elevó para después dejarse caer sobre la cabeza de Torcuata a la que no pudo encajarle sus colmillos mortíferos. Torcuata aprovechó la falla de Tintín y le encajó una de sus uñas en un ala, Tintín desprendió el ala antes de que el efecto de adormecimiento lo invadiera por completo. Torcuata hizo chocar otra de sus uñas contra un colmillo de Tintín y no pasó nada; esos colmillos eran poderosos. Tintín dio dos pasos más para liquidar a su contrincante, y Torcuata, cerrando los ojos levantó sus uñas para tocar al azar lo que fuera y liquidó a Tintín cuando perforó su cuerpo.


Ahora el Sandor decidió enfrentar al Catrín frente a frente. Sandor tenía alas de murciélago, cabeza de jirafa y patas de cerdo. El Catrín usaba un traje elegante, corbata de moño y llevaba un bastón con cabeza de serpiente. 


El Catrín lanzó su bastón para que la cabeza de serpiente, en el aire cobrara vida, y mordiera a Sandor. El yerro del primer ataque del Catrín puso en alerta a Sandor. Se tragó la cabeza de serpiente y dejó al Catrín perplejo. Sandor intentó patear al Catrín y encajarle una de sus pezuñas, pero también erró. El Catrín, desde su corbata, le lanzó un líquido a Sandor y lo dejó atontado, agitaba sus alas de murciélago tratando de moverse para evitar que el Catrín lo ultimara, ignoraba con qué más, parecía que tenía muchas armas que parecían inocuas y eran de lo más peligrosas. Sandor  con la mirada turbia siguió en la contienda, sus alas de vampiro al rodear a su enemigo hacían que un vórtice envolviera con un aire mortífero a su víctima. El Catrín perdió la conciencia mientras Juanito despertaba en un hospital, con la boca seca y la acritud de aquella guerra absurda.


"Volveré a adentrarme a los videojuegos, los Alebrijes y las Marionetas perdieron la razón"


Aseguró Juanito.

sábado, 24 de julio de 2021

DE PRISA QUE YA NO AGUANTO EL MIEDO

 DE PRISA QUE YA NO AGUANTO EL MIEDO.

Entré a su casa, sabía que esa era su casa, había investigado bien. Mi pecho rebosaba de un sentimiento indescriptible, mi boca, acre y seca. De pronto pensé que me había metido a una trampa. Era yo más estúpido que una rata. Mientras el sudor me corría por las sienes me acordé de aquella trampa que le puse a las ratas: una cayó, y ahí la dejé. Y no volvió a caer ninguna otra. Me dijeron que las otras ratas habían visto a la primera y no eran tan estúpidas para pisar esa tablilla pegajosa: las maté a todas despanzurrándolas con palos, cuchillos y hasta con machete. No tuve piedad, eran ellas o yo. Así estaba yo, con otra impertinente gota de sudor que se me resbalaba por la espalda y me robaba la concentración.

¡Me valió! 

Si ya estaba ahí tendría que mantenerme firme en mi determinación. Mi respiración era agitada, me faltaba oxígeno, pero debía seguir. Oteé por los espacios iluminados débilmente. Ignoraba en dónde estaba ella en ese preciso instante. Podía matarme y argüir más tarde que me confundió con un ladrón, y sí, me introduje a su casa como un ladrón.

Ella estaba en la cocina. Me sentí más tranquilo. Me di tiempo para que mi respiración volviera a su ritmo. Con sigilo, me escurrí al interior con mis pasos gatunos. Ella se viró.

-¡Ah! ¡Tú! -me dijo, fingiéndo no estar sorprendida.

Mi mirada debió advertirle que no iba dispuesto a nada bueno. Le vi el miedo en la ígnea sonrisa que me lanzó. "Pobre pendeja", pensé. Creerá que la creo muy valiente. Nadie, por cabrón que se sienta, te puede sonreír cuando sabe perfectamente que alguien escapó de la cárcel.

Me escapé de esa prisión donde estuve por su culpa. Me traicionó. Los dos cometimos el delito. Ella, la muy "sapa" me delató.

Yo debía actuar con mucha cautela, ella siempre fue audaz, tenía habilidades para resbalarse de los nudos más peligrosos, por eso hacíamos magnífica pareja.

- ¡Tengo una hija! ¿La quieres conocer?

No entendí a qué venía eso de provocar que mi ira se encendiera más. A mí eso qué chingados debía importarme su pinche hija, al contrario, ella estaba preñada de otro y por eso me delató, para deshacerse de mí,  pero supe que ese otro la dejó con el paquete.

Con toda la cólera y hambre de venganza que me empujaron a aquella trampa viscosa, entre el olor de la leche agria que eructaba su engendro de niña, la mierda de los pañales en el bote de basura y la papilla que le preparaba cuando la sorprendí me lancé sobre su cuello. No debió extrañarme que de entre las cucharas ella sacara un cuchillo pequeño, con los que cortan los bisteces, e intentó clavarmelo en la espalda. No pudo. Apenas y chocó la punta en una de mis costillas y aproveché su confusión para, después de doblarme, tomar vuelo para sorrajarle mi mejor golpe. Debía darme prisa, porque tenía un miedo inefable, un terror profundo, el peor de los ataques de pánico de que, la policía que me venía pisando los talones, me impidiera descargar todo el rencor añejado en esos meses que pasé en la cárcel por su estúpida traición.

miércoles, 30 de junio de 2021

¿YO, RACISTA?

 

¿YO, RACISTA?

    

Fue en el tiempo que no entendía qué significaba ser racista cuando odié a Fermina. Mi mamá me regañó y dio por sentado que yo la detestaba porque era prieta, prietita dijo mi mamá, como si eso suavizara mi odio. ¡No fue por eso! Ni siquiera me había dado cuenta que tan morena era Fermina. El caso es que yo era la favorita, la consentida de mi profesor y llegó ella, tan sotaca, tan estúpida y tan zonza: hablaba con la lengua asomada entre los dientes y hacía zumbar la «s» y por ello parecía una bobalicona. Tuve que hacer un acto de contrición antes de confesarme con el cura y decirle que detestaba a Fermina, y hasta que hice tal acto, fue que me di cuenta por qué se me hacía insoportable. Yo era la única que tenía un mesa-banco para mí sola, me distinguía hasta en eso, yo solía decir el juramento a la bandera, yo me destacaba en los bailables los días festivos, pero la llegada de Fermina me quitó el favoritismo y la sentaron junto a mí. En lo demás no se destacó y fue la clásica burra a la que no se le podía tomar en cuenta para nada. Era bastante estúpida la niña esa. Y la que le agarró más ojeriza y le hizo mucho daño fue Alicia.

     Alicia era demasiado vieja, a mi parecer, para ir a la escuela con nosotros. Tenía muchos amigos, pero ella me prefería a mí, aunque se la pasaba mejor platicando con mi mamá cuando íbamos caminando de regreso a nuestras respectivas casas. Alicia nos invitaba refrescos. Quién sabe de dónde sacaba dinero, pero pagaba la cuenta de hasta diez refrescos helados que bebíamos con avidez para apaciguar el calor debido aquel sol de fuego que nos quemaba hasta el buen humor. Esa mujer, cuando se enojaba, le perdía el respeto hasta a los propios profesores y al director. No supe jamás por qué no la expulsaron, ella se fue, el día que se quiso ir, o, mejor dicho, el día que se tuvo que ir. Mientras, cuando algo no le parecía, echaba pestes y madres a grito vivo y nosotros nos carcajeábamos divertidos. Esa lengua, mis papás me habrían obligado a mordérmela y la boca me la habrían reventado de un madrazo si hubiese hablado como lo hacía Alicia. ¡Oh por Dios! Dije madrazo, tampoco podía decir madrazo, aún no puedo decir esa palabra deliberadamente. Cualquiera habría pensado que yo estimaba a Alicia como muchos, y tal vez sí, pero de lejitos, Alicia era demasiado rubia, el fino vello de sus brazos era tan rubicundo como toda ella, parecía un animal colorado cuando estaba un rato bajo aquel impiadoso y colérico sol que no nos dejaba descansar ni en invierno. Alicia me daba asco.

     Los veranos eran insoportables: caían lloviznas tan tiernas que parecía que lo que caían eran las alas de los insectos que más tarde nos acribillarían con sus punzones y, la piel se nos ponía pegajosa porque el agua se evaporaba y nos calcinaba: no nos dejaba vivir. En tiempos así, trataba de imaginarme cómo viviría Alicia en su jacal que tenía enfrente al mar. Sus padres trabajaban ahí y por consiguiente les daban esa pocilga para vivir. Era un cuadro hecho de tablas viejas y podridas, el piso era la arena y no había mucho más qué decir. En cambio, Fermina vivía en la misma colonia donde vivía yo y no estábamos tan cerca del mar, pero su casa era enorme. Parecía una paloma blanca en medio del pantanal. Nunca la odié por eso, ya dije antes por qué.

     Fueron tiempos que me dejaron muy confundida. Me confesé con el cura y le prometí a él, no a Dios, que sería amable y gentil con Fermina sin importarme su color porque así me dijo mi mamá que lo dijera y traté de cumplirlo en la medida de lo posible, pero creo que no lo logré. Estoy segura que Fermina llegó a serme indiferente. No tuve ninguna consideración con ella la vez que estuvimos jugando fútbol y le atravesé el pie para que se cayera, pero lo hice por defender al equipo en el que jugaba, y lo diría en confesión, le habría atravesado el pie a cualquiera que le hubiese advertido cierta ventaja y fuera con el balón dominado a punto de meter un gol. Mis compañeras estuvieron de acuerdo conmigo, pero no el árbitro y mucho menos mi mamá. La más enojada fue la güera, Alicia. Y desde ese entonces arremetió con la pobre Fermina.

     Una vez Alicia gritó que le habían robado un billete de veinte pesos. Nadie llevaba veinte pesos para gastar en el colegio, Alicia, sí, veinte o cincuenta. Eso nos constaba a todos. Ciertamente que si ella no hubiera hecho tanto alboroto yo me habría gastado ese dinero, y no lo habría compartido con nadie, pero conociéndola tan problemática y tan histérica se me hizo fácil dejar caer el billete en la mochila de Fermina.

     El maestro quiso hacer caso omiso a la queja de la güera, pero fue por demás. Alicia empezó a arrebatar las bolsas y mochilas de los compañeros, se fue sobre los varones y dejaba caer los útiles escolares dejando un estropicio de papeles, lápices y sacapuntas. Fue tanta la alharaca que entonces fue el maestro quien intervino y nos pidió a todo el grupo salir del salón. Él revisaría de manera ordenada las mochilas. Sucedió lo que yo sabía que iba a suceder. Fermina temblaba debido a la incredulidad y lloró y gritó su inocencia, aunque no había manera de no afirmar lo contrario: era una ladrona a todas luces. Nunca me imaginé que esta travesura mía se fuera tener consecuencias tan lamentables.

     Sucedió en el fin de semana. Aquella mañana de domingo mi mamá me sacudió para despertarme y no era para ir a misa, fue para notificarme que Fermina estaba muerta: la encontraron colgada en la rama de un árbol de almendro en el patio de su casa. Dejó una nota en un papelito que arrancó de su cuaderno: yo no fui.

     El hecho de haber encontrado el billete de veinte pesos en su mochila, y que tal billete perteneciera a la güera, hizo que sus padres le dieran una tunda que, dijeron, no olvidaría jamás. Y quizá no quiso recordarla o bien, no quiso vivir señalada como una ratera. No. No lo era, yo sabía que no lo era, pero tenía que ser muy valiente: no diría la verdad porque…, yo no me atrevería a colgarme de ningún árbol, es más, en mi casa ni siquiera hay espacio para tener árboles. Sufrí un impacto que me hizo tener un choque de nervios. No me dejaron ir al funeral ni al sepelio. Qué bueno porque estoy segura que no habría soportado aquel espectáculo funesto. ¡Maldita sea Fermina! ¡No cesaba de meterme en problemas emocionales!

     Me dijeron que Alicia lloró mucho en el entierro. Se presentó a la velación, pero la echaron sin misericordia y con el rencor en carne viva de que ella había sido culpable también de la decisión que tomara Fermina de suicidarse. También la señalaron como culpable y dijeron que Alicia sí se señalaba como culpable porque no debió escandalizar tanto por un mugroso billete de veinte pesos. No estuve de acuerdo, con un billete de veinte pesos yo pude haberme comprado una caja de veinticuatro lápices de colores y un cuaderno para dibujar. O si no, con ese dinero pude haberme comprado una muñeca que cerraba los ojos cuando la acostaban y hasta me alcanzaba para un juego de té y jugar a la comidita hasta con cinco niñas más. Así que, eso de que un billete de veinte pesos era una mugre, no lo era.

     Ya fueron pocos los días que la güera estuvo yendo a clases. Volvía el estómago a cada rato y mi asco por ella cada vez se me complicaba mucho más disimularlo, menos mal que dijo que se marchaba; estaba embarazada y ya no podría culminar sus estudios primarios. Menos mal. He seguido siendo afortunada y no sé hasta cuando la suerte seguirá de mi lado. Fermina ya no está y el banco es para mí sola otra vez, y la güera, (cada que me acuerdo lanzo un suspiro de descanso) ya no tengo que darle un beso de bienvenida o de despedida soportando la náusea que me provoca lo desteñido de su piel.

     Hace poco le comenté lo sucedido a una compañera que llegó de la capital; la inscribieron en sexto año. Obvio, le comenté sobre mi repudio al color de piel como el de Alicia, (lo que sucedió con Fermina, se enteró porque era vox pópuli: y esta era una nueva expresión aprendida) y la compañera nueva me dijo que yo era racista. No estoy de acuerdo. Los racistas son los que detestan a lo negros ¿O no?

 

miércoles, 2 de junio de 2021

Para ti, Bola de Nieve

 Abstraída estaba en la trama de La Mujer de la Calle cuando el foco fue para ti. Te confundí con otros e insistía que eras Juan, y no; no eras Juan. Eras tú. Volví a ver a La Mujer de la Calle, como si yo fuera La Nena obsesionada con aquellas mujeres que trabajaban de noche con sus carmines escandalosos y sus aretes feos. Y tú ahí, que no supe qué hacer con aquella suavidad que me mecía el alma por tu voz de terciopelo al ras de la recitación, pero la armonía se quebraba con notas difíciles de adivinar. Cada nota nueva era la oportunidad de soñar con más. Y no eras Juan; aquel Juan que al piano hacía que los estudiantes vocalizaran: mi, mi, mi, mi, mi, mi, mi, mi, mi, y de ahí la siguiente escala. Y no eras Juan porque tú gestualizaste diferente, me daba risa, me daba gusto, y me enamoré como si fueses un puppy de esos que uno quiere acariciar porque son buenos, porque son lindos.

Adivinaste mi secreto sentir que todo indica que será para siempre diciendo:

Como soñé el amor, así fue nuestro en encuentro. Si te dejé partir no creas que me arrepiento, porque te llevo en mí como un secreto, que siempre alentará lo gris de este vivir.

Y así se quedará como el vívido recuerdo de lo que ya no será pero que aún hoy es el amor de mi vida. Es este el amor un recuerdo entre caminos polvorientos y guisos de carne de reptil que comía sin repulsión a consecuencia de lo azaroso de mi andar. Me esperaba el paraíso. ¿Verdad que sí, Bola? 

Como soñé el amor, así fue nuestro encuentro (No sé si lo anhelé, pero llegó como un oasis en el desierto. Ni él se lo creía, ni yo lo imaginé)

Si te dejé partir no creas que me arrepiento (Por supuesto que no. Ha sido maravilloso recordarlo en aquel tiempo con todo lo que conllevó)

Porque te llevo en mí como un secreto (Y ni tanto porque yo difícilmente me callo mis secretos. Pero sí, es como una especie de talismán)

Que siempre alentará lo gris de este vivir (Ojalá que funcione y aliente porque vaya que hay nubes grises que adoquinan mis cielos brillantes)

¡Te amo Bola!

LG.

Cuando te cansas...

 Ya no puedo iluminar más tu oscuridad, me da pena verte esclavizado en tus instintos... nuestras fotografías las veo degradadas, a blanco y negro, las injurias les han quitado el color. Me siento muy cansada ya, y es que el tiempo me ha aplastado. El material de la escalera de mi vida se ha averiado y me percaté de ello cuando ya es muy tarde para liberarme del madrazo. Te acepté como un reto y te cambié el modo de vivir; pero has malinterpretado mis intenciones. A estas alturas cerraste de golpe la puerta y me dejaste ciega para vislumbrar mi camino.

Ahora le pido a Dios que no le permita al sol que se oculte sobre mí; ojalá, aunque sea una parte de mi ser errabunde por ahí, que sea libre, en tanto convenzo a Dios que no le permita al sol ponerse sobre mí.

Pero si me voy, si el se pone sobre mí, me iré contenta porque ha dicho el Señor: Venid a mí todos los que estéis cansados y cargados, yo os haré descansar.

Descansaré por fin de todo lo enajenante de este mundo: la hipocresía, la maldad, la deslealtad, la indiferencia ante el dolor, al ambición, la avaricia, la lujuria y todos aquellos excesos que nos diferencia de los animales.

En corto tiempo tiempo he visto demasiado dolor en la gente y en lo complicado que es, incluso salir de aquí... ¡descansar! Después de todo: ¿quién no anhela volver a casa después de un largo viaje?, por placentero que haya sido dicho viaje, aun cuando te faltaron parajes por visitar, cuando el viaje termina lo que más se espera es volver a casa. 

¡Volver a casa contigo Padre! Y no te pediría el bien para la humanidad, eso, sería desperdiciar la oportunidad de que me concedas un deseo, yo te pediría no retornar jamás al mundo que chapalea septiterno en la inquinidad. 

LG.



viernes, 14 de mayo de 2021

MEMORIES ABOUT THE RAIN

A whisper told me very close to my ear ...

Tonight is the same as the other, there ... far ... you in another country not yours

You were in the dark, alone, thinking about him ... silly, too silly ... you were feeding your thoughts dangerously.

You were wrapped in that dark atmosphere ... you could hear the noise from the house ... you were isolated in that room ... that room was your only nest, your only refuge.
Poor you ... dreaming ... wanting his words ... nothing.

Like now ... you can hear the noise out there ... and you're still lonely ... too lonely because you're a fool.
What a laugh you give me, it's barely one in the morning ... you have a long way to go to sleep and die slowly...
You protected from the rain outside but you rot inside... 

jueves, 6 de mayo de 2021

EL ARBOL

 El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.

“Mozart, tal vez” —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. “Mozart, tal vez, o Scarlatti…” ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella… Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. “No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol”. ¡La indignación de su padre! “¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura”.

Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. “No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue”. Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.

¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.

Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro.

—Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu exmarido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.

Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.

Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. “Es tan tonta como linda” decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni “planchar” en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.

¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia desordenada. “Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de pájaros”.

Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto…

Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.

De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.

Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis.

—No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te has casado conmigo?

—Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!

—Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . .

—Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.

Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio.

Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. “Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis”.

Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso— apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.

Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.

Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.

—Estoy ocupado. No puedo acompañarte… Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo… Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate… No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida.

—¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?

A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?

Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre.

Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.

—Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis.

—Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.

—Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!

A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis…

—¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?

—Nada.

—¿Por qué me llamas de ese modo, entonces?

—Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.

Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.

Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.

—Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre?

—¿Sola?

—Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.

Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.

—¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?

Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.

—Tengo sueño… —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.

Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio.

Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios.

—¿Todavía está enojada, Brígida?

Pero ella no quebró el silencio.

—Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.

. . .

—¿Quieres que salgamos esta noche?…

. . .

—¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?

. . .

—¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?

. . .

—¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame…

Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.

Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.

Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. “Y yo, y yo —murmuraba desorientada—, yo que durante casi un año… cuando por primera vez me permito un reproche… ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa…” Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo.

Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.

Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.

Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.

Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.

¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?

El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.

Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.

¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio.

—Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?

Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: “No, no; te quiero, Luis, te quiero”, si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:

—En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.

En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: “Siempre”. “Nunca”…

Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!

A1 recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.

¡Siempre! ¡Nunca!… Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.

El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el “clavel del aire” y lo cuelga del inmenso gomero.

Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.

Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río— y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar.

Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.

Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.

Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.

Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable.

Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían… La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste.

Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.

Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa.

¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.

Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana.

“Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos…”

Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira?

¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?

No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones.

Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.

Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.

Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.

¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor…

—Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —había preguntado Luis.

Ahora habría sabido contestarle:

—¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.

FIN