lunes, 14 de septiembre de 2015

MÚSICO, POETA Y LOCO

EL MÚSICO POETA Y LOCO







     Alguna tarde que estaba trabajando en su viñedo, por una calle polvorienta y solitaria, un músico poeta vio pasar un carruaje con visillos de terciopelo rojo, y vio el rostro de la mujer más hermosa que hubo visto en toda su vida. Dejó el sembradío para tratar de alcanzarlo, pero no lo  logró; una nube de polvo lo dejó tosiendo de amor.
     Se quedó muy solo, sufriendo por aquel rostro, que debía ser de alguien muy importante. El carruaje lo decía todo. Era de una estructura forjada de hierros que parecían de oro. Los cuatro caballos que tiraban del carro, eran blancos de magnífica estampa; con gualdrapas finas y morriones de plumas radiantes.
     Apenas si se estaba incorporando de su dolorosa postración de enamorado febril, cuando vio a un propio, calzando huaraches y sin sombrero, y le dijo:
       — ¿Por qué habrá tomado el carruaje de la reina este camino? Es tan sinuoso y tan solo.
         —  ¿Era la reina quien iba en el carruaje?
     El propio asintió y se burló del rostro compungido del poeta.  Todos los de ese pueblo conocían el carruaje del palacio real: menos él. Le dijo al propio que había visto los ojos más brillantes que dos luceros en el firmamento, la boca era un botón de rosa y la tez parecía de porcelana. El propio rio a carcajadas al tiempo que le decía que quizá la doncella a quien vio no era la reina. Todos conocían el carro, pero nadie de los plebeyos había visto jamás a la reina. El poeta aseveró que sí, que él la había visto, y que se trataba de la reina. Que quedó enamorado para siempre de ella, y el propio ya no escuchó más, porque siguió su camino, con sus enseres de campesino puestos al hombro, y siguió riendo hasta que su risa se fue apagando con la lejanía, mientras el poeta, buscaba una solución para su angustia y su ansiedad. Estaba perdidamente enamorado.
     En la soledad de su vivienda, tomó su guitarra y escribió un centenar de versos a los que les pondría música. De su inspiración brotaron las frases más sublimes, que engarzadas una a la otra, hacían la composición perfecta. La canción más bella en toda la historia del mundo.
 Se olvidó de su viñedo para buscar la oportunidad de cantarle de viva voz a la reina. Extraño a lo que todos hubiesen pensado, le fue asequible conseguir una cita. Tan sólo escucharon un par de acordes y algunos versos con su melodiosa voz y fue aprobado. Tenía que prepararse para visitar el palacio real en tan sólo dos semanas. Apenas pudo controlar el éxtasis que le provocaba el hecho de que vería a su majestad cara a cara. Vendió su escudilla y su cáliz de plata – únicas posesiones de valor que tenía– para poder comprarse un traje que estuviera a la altura del acontecimiento. Si bien, para el palacio real, sería una verbena sobria, de aquellos sábados  en que no sabían cómo entretener a la soberana, para el músico poeta, era un llamado al paraíso.   
       Llegó el día que tanto anhelaba el poeta. Estaba trémulo de emoción. Sentía que se ahogaba dentro del traje de seda verde con un sachet aromático, bordado con hilos de oro.
      Las cuerdas requintadas de su guitarra estaban afinadas con el amartelamiento del hombre que sentía que sucumbiría ante la agonizante espera. Transpiraba horror cuando le indicaron que tendría que avanzar por la carpeta roja en cuanto las trompetas dieran el anuncio. Su andar debía ser de marcha. Un lambiscón le tocaría el hombro para indicarle que debiera reverenciar a su alteza, pero, que jamás se le ocurriera alzar la vista y chocar los ojos con los de ella. Esto podía costarle un castigo severo, incluso la muerte.
     El poeta ya apostado en su lugar, con mucha elocuencia y más que todo, con genuina honestidad, le dijo a la reina que había escrito unos versos, que acompañaría con las notas de la guitarra para complacer de todo corazón a su graciosa majestad.
     Terminó de cantar con aquella voz de ángel, y la inspiración desenfrenada, cuando el silencio lo atormentó sobremanera. Todos tenían los ojos como platos, y miraban incrédulos al poeta y a la reina.
      Ella lloró.
      El poeta, ignorando la advertencia, miró los ojos de su reina. Vio aquellas lágrimas que brillaban mucho más que los cristales de su corona.  ¡Se veía tan hermosa! Pero el poeta no podía soportar que su canto, escrito con tanta vehemencia; con tanto amor, hicieran llorar a la mujer más hermosa que él hubo visto.
     Fue llevado de inmediato al calabozo, en donde permaneció tres días a pan y agua. La reina, cuando hubo dejado de llorar, preguntó por el paradero de aquel músico y poeta, y le dijeron que se encontraba detenido, en espera de lo que su majestad dictara. Estaban  dispuestos a castigarle, a matarle, o a hacer, justo lo que la reina dijera.
      Lo primero que preguntó la reina, era el paradero de la guitarra, y tuvo mucha suerte el vigía del cepo; no haberla hecho quemar para calentarse un poco en ese lugar tan sombrío. La guitarra estaba a salvo, y el prisionero también.
     Le pidieron que se bañara y acicalara, ya que la reina lo quería recibir en privado, con algunos consejeros.
     El músico poeta, entró lívido a la cámara donde la reina lo aguardaba con una sonrisa de beneplácito y todo lo contrario de lo que él pensó,  una mirada que denotaba gran bondad.
     Y fue ahí donde se le dictó su destino.
     La reina se había enamorado del músico poeta. Obviamente esta noticia no era para que él brincara de alegría. Su condición de plebeyo; un simple viñador,  no le permitía despertar esos sentimientos en una soberana, y por ello, recibiría un castigo.  De entre los consejeros que estuvieron presentes en la junta, estaba un hechicero, que había hecho el conjuro para que el músico pagara su osadía.
     Por haber hecho llorar a la reina, la cual, seguiría llorando por un amor imposible, se le condenaba a que hiciera versos y los acompañara con música. Esta brujería se desbarataría, si la reina alguna vez se enamoraba de alguien más. Mientras esto no sucediera, el debiera tocar y cantar sin parar. Si paraba, caería muerto en el instante.    El poeta no discutió, ni trató de defenderse ante la sentencia que le daban. Él había hecho llorar a una reina, y que mejor que ellos para imponerle tal castigo. A él, quizá se le hubiese ocurrido enmudecer, pero si el castigo era tocar y cantar por siempre, así lo haría.
     Y ahí estaba, tocando sus notas tristes y sus arpegios dolorosos, cantando un amor que jamás coronaría, y que sus versos hechos de ilusiones lo tenían en un estado impiadoso. Parecía un indigente por las esquinas tocando una guitarra, que parecía estar con más fuerza y vigor que él, ya que esta lucía radiante como cuando nueva, mientras él se iba encorvando por la decrepitud y el cansancio.
     Se anunció, con las campanas al vuelo en  todas las iglesias de la ciudad que la reina había perecido, una tarde gris, justo a la cinco. Se dijo que sucumbió a un delirio de amor que nunca se concretó.
     El poeta entonces, habría quedado libre de la condena, pero no fue así. Por supuesto que el hechizo se desbarató con la muerte de su amada, pero entonces él perdió la cordura. Gritaba, sin dejar de tocar la guitarra y cantar, que la reina lo amó a él a hasta la muerte, y él, así lo haría también. Sus canciones entonces trataban de que él fue amado por la mujer más bella del Universo. Fue así, como este hombre fue señalado, como músico, poeta y loco.
    


sábado, 5 de septiembre de 2015

SÓLO APLIQUÉ UNA LEY DE NEWTON

SÓLO APLIQUÉ UNA LEY DE NEWTON












     Llegó con ínfulas de superdotado y rayó en el pizarrón su nombre con tal energía, que la tiza se partió.
     Se leía: Somohano. Pero todos debían decirle, subrayó: ingeniero Somohano.
     Y se le desató la lengua hablando mal del gobierno; que hacía enclenque al país porque que no valoraba a gente que como él; siempre estaba en estado alfa, y que poseía un don ultra para aquello de la ingeniería química; y no había sido contratado por la empresa gubernamental del petróleo, y ahora estaba ahí, haciendo un papelote; desperdiciando su vida frente a una bola pendejos. Sí, ellos, los alumnos, eran para él, todos;  una bola pendejos.
      Los descalificó de la manera más indigna y escupió sobre cada uno de sus nombres, y Beatriz volteaba una y otra vez, a los lados y hacia el fondo del salón y los veía a todos inertes, con los ojos desorbitados, pero mudos. Parecían todos, unos pescados en un estante. Entonces Somohano parecía tener razón. Sí eran, o al menos parecían, una bola compactada de pendejos, pero ella no quiso ser parte, por lo que gritó:
      « ¡Basta ya ingeniero Somohano!».
     El grito de la estudiante le cayó como agua fría al profesor y se espetó aún más de su rabia crónica y se le revolvieron los complejos junto con el huevo tibio que había tenido por desayuno.
     — ¿Quién se cree usted que es? Señorita…
    — ¡Beatriz! ¡Señorita Beatriz ingeniero! — Dijo con fuerza la joven — ¡Y me creo lo que soy!
   
     El profesor Somohano bajó entonces el tono de su palabrería, pero sólo para hacerla más ácida después, y para Beatriz; intolerable.
     Miró siniestramente a todo el grupo y lanzó una pregunta
     — ¿Por qué están ustedes aquí?
     Silencio sepulcral e incómodo al grado tal, que se escuchaban los resuellos de los estudiantes, chapaleando en su transpiración densa, y todo empezaba a pudrirse. Somohano apuntó con el dedo a un joven, pálido y petrificado de horror.
    — ¡Contéstame tú! — El muchacho hizo un  intento, pero sólo tartamudeó sin dejar en claro ninguna palabra. Somohano desistió de ese, y señaló a otro.  Beatriz quiso tomar la palabra pero Somohano le lanzó un — ¡Shhht! — Y sin mirarla siquiera. Sólo con la mano le señalaba que se mantuviera a raya, y con el dedo índice de la otra mano exigió a otro — ¡Tú! ¡Contéstame! ¿Por qué están aquí?
     El estudiante carraspeó y se puso de pie, para decirle que estaba ahí para cursar su educación preparatoria, porque su padre tenía la ilusión de que él llegara a ser un médico, y fue interrumpido por Somohano — ¡No! ¡Esa es una pendejada! ¡Respóndeme! ¿Por qué están aquí? — Una mirada displicente  a todo el grupo y con un ademán le indicó al joven que se sentara.
     Somohano suspiró al tiempo que se sentó frente a su escritorio y dijo
     —  Yo sí sé por qué están aquí. — Dijo de manera suave. La única suavidad que tuvo hasta ese momento. Pero ésta, estaba envuelta de toda la insidia que poseía ese sujeto perverso.
     — Ustedes están aquí, por la calentura de su madre y de su padre. Si ellos, antes de que se les calentaran los genitales, se hubieran ocupado de mantener frío el cerebro… ¡Entonces ustedes no estarían aquí!
     Hasta ahí soportó Beatriz, quien con diecisiete años, no había conocido tal sevicia en ningún otro ser humano. Lanzó la silla al suelo y perdió el objetivo junto con la compostura, para que le nacieran  –como hierbas cizañosas– unos deseos enormes de destazar a ese tipejo, que quién sabe de qué estaba hecho; porque nadie parecía tan indignado como ella. Al contrario, quisieron aplicarse lo más posible para no ser reprobados. Le creyeron a él, que eran ellos quienes se habían ganado, sin merecerlo, una magnífica oportunidad. Él era mucho maestro para ellos. Así lo entendieron y se lo hicieron saber, junto con el recado de que estaba suspendida quince días, por haber sorrajado la silla contra el suelo.
     Beatriz aprovechó ese tiempo para conocer a fondo a la única secretaria que tenía el plantel. Se llamaba Lina. Era una muchacha bonita que sólo hablaba de los planes que tenía, junto con su novio, para tener una boda fastuosa. Mientras esto no sucedía, le contaba a Beatriz las aventuras que estaba teniendo, con un par de novios extras, con quienes no tenía ilusión de contraer nupcias. Beatriz percibió el grado de estupidez de Lina y atacó duro y se fue a la cabeza. No hizo escándalo cuando no fue escuchada, la vez que quiso que echaran a su nuevo profesor de matemáticas. Al contrario, se le metió por los ojos a la directora y dueña del colegio. La señora Gil, miró con simpatía a la estudiante que escribía con celeridad en la máquina de escribir, y se sorprendió cuando encontró escritos perfectamente bien redactados y sin faltas ortográficas.  Fue contratada como secretaria,  justo a los seis meses de iniciar sus estudios de bachillerato.
     La misma profesora Gil la matriculó en otro colegio; en el turno nocturno, para que la chica ocupara todo el día en la oficina, y para que no hubiera ni cercanía ni familiaridad con los alumnos.
      Estando del otro lado de la verja, Beatriz conoció el exangüe salario de los profesores, obviamente también el de aquel fanfarrón atrabiliario, que tuvo la osadía de meterse con su madre y con su padre, usando la palabra calentura. Ella se lo tomó personal. Si los demás estudiantes se sentían tan apocados como para recibir semejante trato, ella no se sentía ni apocada, ni estuvo dispuesta jamás, a tolerar un trato tan vil y tan artero.
     Fue tan desgastante el trabajar y estudiar, que apenas tuvo tiempo de lamentarse al tiempo que abandonaba los estudios para retomarlos, sabrá Dios cuándo; todo apuntaba a jamás y nunca. Se adentró a sus actividades secretariales y fue desplazando, casi de modo invisible a Lina, quién lloró haciendo una cascada de maldiciones a aquella estudiante, que de manera pueril se le acercara con la pregunta tonta de cuánto ganas al mes; y en un parpadeo ya no tuvo más oportunidad que casarse sin azahares ni emperifollamientos, porque el hijo les podría nacer en medio de la banqueta si no se daban prisa. Beatriz imaginó a Somohano diciéndole a Lina, que ella estaba en esa situación, porque entre su novio y ella hubo… calentura.   
      A Beatriz la sangre se le estaba congelando porque recibió sin ninguna emoción la noticia de que Lina se iba y ella se quedaba. Ahora la frialdad era su inclinación; lo demás lo veía como un signo de debilidad, y de… calentura.  Obviamente le adjudicaban más responsabilidades a lo que ella exigió más sueldo, y se comprometió a trabajar de siete de la mañana a once de la noche. Llevando a cuestas el control de la escuela; mecanografiaba certificados, oficios, y cartas de la profesora Gil. Llevaba la contabilidad y por ende, tenía a cargo el pago de los profesores.
     Somohano no imaginó jamás, hasta donde llegarían los alcances de esa muchacha lívida de resentimiento, tan delgada como una sílfide, tan diminuta como un suspiro, y ello, la hacía parecer tan inofensiva como una gaviota en un desierto de arena. Sólo que las gaviotas en su terreno, se alimentan de carroña, de insectos, de ratas, de pájaros más pequeños a  los cuales atacan en pleno vuelo, y desgarran así, las historias románticas de los poetas hacia éstos láridos.
   
     Ya le sucedía por cuarta o quinta vez a Somohano, y rolaba los ojos y rechinaba los dientes por la corajina ¡A su cheque siempre la faltaba una firma y no lo podía cobrar! Beatriz lo hacía con todo el propósito posible de que se le reventara la bilis, y se embelesaba imaginando, cómo ese hombre petulante, se ahogaba en un pantano amarillo verdoso, junto con su hambre crónica de su mal dormir.
     Somohano pidió una tregua a la muchacha. Le aconsejó que una conducta como la que llevaba ella, a su edad, pudiera afectar su candor, su futuro, su entusiasmo, y un sinfín de cosas que pudieran, pero no afectaban en lo mínimo a una Beatriz enfrascada en una reyerta sin fin, con una tirria enconada desde que aquel señor, tuviera el arrojo de hablar de sus padres y usara la palabra… esa palabra que usó.  A esto;  le sumó su deserción al instituto por la necesidad imperiosa de ganar centavos, bueno, centavos ganaba él, ella gozaba de un buen sueldo no obstante, que era aún menor de edad.
     Y era entonces que Beatriz aprovechaba a cuestionarle de ese estado alfa que, según él, lo hacía diferente y superior a la puta humanidad, en ese puto país, en donde no aprovechaban a los… como él, un superdotado que denostaba a los estudiantes, diciéndoles que se les aguaba la boca, cada que veían un plato de enchiladas, y que esas, eran puras putas porquerías. Era la soya, el alimento que, otra vez según él, lo convertía en un hombre  de un coeficiente intelectual muy elevado.
     La solicitud del ingeniero Somohano para hablar con la señora Gil, siempre se veía truncada por la cantidad de subterfugios que Beatriz encontraba para que nunca se diera tal encuentro. Realmente, la profesora Gil, se tiró a un océano de visitas y paseos, ahora que la dirección de la escuela estaba a cargo de una joven extremadamente diligente, que actuaba con imperturbable rigidez y magníficas aptitudes.
      Cuando se le agotó la trampa de omitir el cheque de la firma, que tenían mancomunada, la señora Gil y su hijo, recurrió a otras, más feroces, más implacables y por demás, purulentas y perniciosas.
     El cheque no podía entregarlo porque las listas de calificaciones no estaban legibles, porque era necesario aclarar su tarjeta de asistencia, que parecía que presentaba anomalías, y muchos etcéteras que la joven guardaba bajo la manga de la venganza.
     Alguna vez el ingeniero Somohano, ciego en el resplandor de una batalla silenciosa, se le ocurrió escribir la lista de calificaciones, un nombre a tinta, seguido con un nombre a lápiz de cada alumno. Cuando entregó este material dijo con sorna:
     — Te regalo el destino de los que están a lápiz. Tú puedes ser la heroína y salvarlos del naufragio.
     Beatriz no dijo nada. El regalo no lo hizo válido para aquellos que sus nombres estaban a lápiz. Todo lo contrario para sus ex compañeros; aquella bola de pendejos, tal y como dijera Somohano, que estaban vueltos locos, buscando una solución a una ecuación incoherente, que tenía un planteo lunático.
     Parecía una fábula que se hubiesen tragado de cabo a rabo, el hecho de que el ingeniero Somohano hubiese encargado, y les daba un largo plazo, hasta que terminara el curso, de hacer indagaciones sobre unas huellas de quemaduras extrañas en un lugar de Puebla, conocido como Atlixco; para que pudieran darle el resultado de la potencia, velocidad, y medidas de un OVNI. Se burlaba de ellos y no lo percibían, bola de pendejos. Estaban aturullados buscando el modo de juntar para el viaje, y hacer las mediciones, y así quizá, salvar la materia que llevaban arrastrando como un lastre, precedida por un  enajenado mental que le estaba afectando tener por comida un culimiche puñado de alpiste ¡Qué soya ni qué la chingada! Y dijeron los abrumados estudiantes, que cuando Somohano les hizo esta proposición, rubricó
      — Ese es mi precio si quieren aprobar mi materia. Y no permitan que su limitación cognitiva los empuje a calificarme con el vulgar adjetivo de loco; sólo porque mi superioridad los acompleja.

       Beatriz jamás imaginó que se le presentaría una oportunidad tan genuina y tan fortuita para despedazar a ese airado ingeniero de quincalla. ¡Ahí estaba la esposa del ingeniero Somohano!
     La escrutó con una mirada hosca y a la vez incrédula. Se sintió una estúpida superlativa, porque como la bola de pendejos, creyó que Somohano era incapaz de tener una acción tan humana e instintiva como la de tener familia. Y cómo no iba a pensarlo, si seguido insultaba al alumnado diciendo que eran las antenas de testosterona y progesterona, según fuera el caso, lo que no les dejaba usar ese cerebro oxidado, con nula costumbre de razonar, y  como animales, se dejaban llevar por el instinto, y estaban escurriendo de deseos por aparearse con quien fuera.
    La mujer mostraba incomodidad ante la mirada torva de una jovencita que no se doblegaba ante la insistencia de que, el niño que llevaba en brazos, el hijo del ingeniero Somohano, no tenía alimento porque no se le entregó de nueva cuenta el cheque de su paga, por no haber entregado una lista de calificaciones a una sola tinta.
    La mujer era alta, contrario a su esposo, pero más gorda que él y no se expresaba con un lenguaje rico. Todo lo contrario; era torpe.
      Beatriz no se detuvo a imaginar siquiera, si esa mujer era una  víctima más del escarnio de ese hombre furibundo. Apenas sintió lástima por ella, pero sólo por tenerla frente a frente y en calidad de pedigüeña.
     Beatriz aplicó el refrán que versa que el cordón se revienta por la parte más delgada y puso el dedo en la llaga antes de que su oportunidad se le fuera por la tangente. Le asestó la pregunta que hacía meses su otrora profesor de matemáticas le dejara un acerbo que la desquició.
— ¿Por qué está es niño aquí? — señalaba al infante con una mueca de asco. La mujer contestó — Es que no tengo con quién dejarlo, y si usted me paga en efectivo, de paso le compro la fórmula y una medicina que… — Beatriz la interrumpió diciendo — No, no, no, no, no… esas son pendejadas. ¿Por qué está ese niño aquí?
     La mujer solo atinaba a, tremulante decir que no entendía absolutamente nada. ¿Qué tenía eso que ver, con el salario que llevaba tres meses demorado de su esposo? Dijo que él la había enviado y le había comentado sobre la estulticia de la secretaria joven con la que seguido tenía altercados. Saber esto, a Beatriz la alegró de un modo tal que esbozó una sonrisa, que la mujer le devolvió con bonhomía.
     — Le voy a decir por qué está este niño aquí — Dijo con rudeza Beatriz
    — Dígale a Somohano que yo le dije esto. Este niño está aquí, por la calentura de él y de usted. Si antes de que se les calentaran los genitales, se hubieran ocupado de mantener frío el cerebro, este niño no estaría aquí muriéndose de hambre, como seguramente los están ustedes. ¿O no?
     La mujer incrédula sólo atinó a llorar; y ni esto doblegó a Beatriz, diciéndole fríamente que el cheque saldría quizá, con la carta de renuncia del profesor. Así  hería con dos puntos, cual  recta secante; en la curva que tomó Somohano enviando a la pendeja de su mujer. Y habló sobre la renuncia, porque estaba segura que convenció a la profesora Gil, que el trabajo de Somohano era cuestionable por su intransigencia y el alto índice de alumnos reprobados y dijo con reticencia, que ese lugar, aparte de ser una escuela por sobre todo, era un negocio. ¿O no? ¿Dejarían marchar a los clientes…? Perdón, ¿a los alumnos por ese hombre insoportable?
     Iba entrando un pasante de medicina que se pagaba la carrera, dando clases de biología en ese fútil plantel y preguntó qué había pasado, que un poco más y se tropieza con una mujer que corría y lloraba como loca, con un niño en brazos hacia la salida. Beatriz, sin mirar al profesor, se sentó sobre su escritorio y empezó a mecanografiar algo, pero respondió:
     — Sólo le apliqué al ingeniero Somohano una ley de Newton. El joven estudiante y profesor se sonrió al preguntar sobre dicha ley, y sin desparpajo Beatriz remató: a toda acción, corresponde una reacción de la misma magnitud, pero en sentido contrario.
     — ¿Por qué está usted aquí maestro?
     — ¿Perdón?
     — ¡Olvídelo!