sábado, 24 de julio de 2021

DE PRISA QUE YA NO AGUANTO EL MIEDO

 DE PRISA QUE YA NO AGUANTO EL MIEDO.

Entré a su casa, sabía que esa era su casa, había investigado bien. Mi pecho rebosaba de un sentimiento indescriptible, mi boca, acre y seca. De pronto pensé que me había metido a una trampa. Era yo más estúpido que una rata. Mientras el sudor me corría por las sienes me acordé de aquella trampa que le puse a las ratas: una cayó, y ahí la dejé. Y no volvió a caer ninguna otra. Me dijeron que las otras ratas habían visto a la primera y no eran tan estúpidas para pisar esa tablilla pegajosa: las maté a todas despanzurrándolas con palos, cuchillos y hasta con machete. No tuve piedad, eran ellas o yo. Así estaba yo, con otra impertinente gota de sudor que se me resbalaba por la espalda y me robaba la concentración.

¡Me valió! 

Si ya estaba ahí tendría que mantenerme firme en mi determinación. Mi respiración era agitada, me faltaba oxígeno, pero debía seguir. Oteé por los espacios iluminados débilmente. Ignoraba en dónde estaba ella en ese preciso instante. Podía matarme y argüir más tarde que me confundió con un ladrón, y sí, me introduje a su casa como un ladrón.

Ella estaba en la cocina. Me sentí más tranquilo. Me di tiempo para que mi respiración volviera a su ritmo. Con sigilo, me escurrí al interior con mis pasos gatunos. Ella se viró.

-¡Ah! ¡Tú! -me dijo, fingiéndo no estar sorprendida.

Mi mirada debió advertirle que no iba dispuesto a nada bueno. Le vi el miedo en la ígnea sonrisa que me lanzó. "Pobre pendeja", pensé. Creerá que la creo muy valiente. Nadie, por cabrón que se sienta, te puede sonreír cuando sabe perfectamente que alguien escapó de la cárcel.

Me escapé de esa prisión donde estuve por su culpa. Me traicionó. Los dos cometimos el delito. Ella, la muy "sapa" me delató.

Yo debía actuar con mucha cautela, ella siempre fue audaz, tenía habilidades para resbalarse de los nudos más peligrosos, por eso hacíamos magnífica pareja.

- ¡Tengo una hija! ¿La quieres conocer?

No entendí a qué venía eso de provocar que mi ira se encendiera más. A mí eso qué chingados debía importarme su pinche hija, al contrario, ella estaba preñada de otro y por eso me delató, para deshacerse de mí,  pero supe que ese otro la dejó con el paquete.

Con toda la cólera y hambre de venganza que me empujaron a aquella trampa viscosa, entre el olor de la leche agria que eructaba su engendro de niña, la mierda de los pañales en el bote de basura y la papilla que le preparaba cuando la sorprendí me lancé sobre su cuello. No debió extrañarme que de entre las cucharas ella sacara un cuchillo pequeño, con los que cortan los bisteces, e intentó clavarmelo en la espalda. No pudo. Apenas y chocó la punta en una de mis costillas y aproveché su confusión para, después de doblarme, tomar vuelo para sorrajarle mi mejor golpe. Debía darme prisa, porque tenía un miedo inefable, un terror profundo, el peor de los ataques de pánico de que, la policía que me venía pisando los talones, me impidiera descargar todo el rencor añejado en esos meses que pasé en la cárcel por su estúpida traición.