domingo, 25 de abril de 2021

¡A punto de ser publicada!

 

Estimados colegas: gracias mil por toda esta aventura iniciada a partir de la pandemia. He aquí la resulta positiva de aquellos que se enfocan en el trabajo y dan rienda suelta a su creatividad. Lo difícil no fue escribir, lo digo con toda sinceridad, sino lograr compactar el grupo que conformamos y que hemos llevado hasta coronar nuestras búsquedas. Aunque muchos de ustedes conocen mis historias por las "lecturas comentadas" de Lori, les dejo un fragmento de uno de los cuentos de esta recopilación de lo que será... (ustedes saben que uno propone y los sabios editores disponen títulos vendibles y llamativos)

Quiero felicitarlos por sus avances y logros. Yo escribo mucho menos que ustedes debido a mi carrera como actriz, la cual amo profundamente. Sin embargo, así como alguna vez decidí dejar las imitaciones y comedia de lado, se podría dar con mi carrera actual. Ya vi que nunca hay que cerrarse a nada. 

Muchas gracias por su soporte niños. Los admiro por su tesón e inteligencia. Y gracias por entrar a este, mi blog (una especie de blog de notas para las ideas y demás). Como pueden percatarse, de éstas notas han brotado las novelas, relatos y cuentos que se han comentado.

Aquí una especie de "snack" del cuento de la historia real de mi tía Guadalupe.

Infinidad de veces Lupe fue pateada por el energúmeno fracturándole las costillas, y lo peor, decían ellas, era por causas de las que Lupe no era responsable, como la vez que al tipo se le aferró la mula a medio camino y no quiso andar más. El hombre ultimó a la mula sorrajándole una piedra sobre la cabeza y de ahí llegó a su casa a darle a azotes a Lupe, quien a esa hora estaba desgranando maíz, por el cual, le pagaban tres cuartillos del mismo por cada costal de veinticinco kilos. Se desmayó tras el golpe de la piedra que el hombre le lanzó a la nuca. Volvió en sí dos días después...
Las cosas no cambiaron y el sujeto siguió propinándole severas golpizas a Lupe porque los huevos no estuvieron sancochados a su gusto, porque se le pasó de tueste el café, porque los mosquitos no lo dejaron dormir, porque las lluvias de junio llegaron tardíamente hasta agosto, porque una mujer en el pueblo le hizo muecas, y él no tenía derecho de golpear a la mujer de otro, pero a la propia, sí, y le dio duro, con una mano, con la otra… Los puños cerrados se estrellaban en los pómulos sangrantes de Lupe, le tumbó algunos dientes y la volvió a golpear porque el llanto de los niños, ante el susto de ver a su madre como una marioneta ensopada en manos de aquel energúmeno, era estridente y a él le desgarraba los oídos. Creyeron que el colmo sucedió cuando...

EL AMANTE DEMONIACO

 El amante demoníaco 

No había dormido bien; desde la una y media, después de que Jamie se fuera y ella se metiera lánguidamente en la cama, hasta las siete, cuando se permitió levantarse y preparar café, había dormido mal, se había estado despertando por los nervios, quedándose con los ojos abiertos en la penumbra, recordando una y otra vez, sumergiéndose a cada rato en un sueño febril. Estuvo casi una hora con el café —iban a desayunar como es debido en el camino— y después, a no ser que quisiera vestirse antes de tiempo, no tenía nada que hacer. Lavó la taza e hizo la cama, mientras repasaba con cuidado la ropa que había planeado ponerse, preocupándose innecesariamente, desde la ventana, por si haría un buen día. Se sentó a leer, pensó en escribirle una carta a su hermana, y empezó, con su mejor letra: «Queridísima Anne, cuando recibas esta carta, me habré casado. ¿No te parece divertido? Ni yo misma puedo creerlo, pero cuando te cuente cómo sucedió, verás que es aún más raro…» 

Sentada, con el bolígrafo en la mano, vaciló sobre qué decir a continuación, leyó las líneas que había escrito y rompió la carta. Fue hasta la ventana y vio que era un día innegablemente bonito. Pensó que quizá no debía ponerse el vestido azul de seda; era demasiado sencillo, casi serio, y ella quería estar dulce, femenina. Empezó a buscar ansiosa entre los vestidos del armario y dudó ante uno estampado que ya había llevado el verano anterior; era demasiado juvenil para ella, y tenía el cuello de volantes, y todavía era pronto para ponerse un vestido estampado, pero aun así… 

Colgó los dos vestidos uno al lado del otro en la parte de fuera de la puerta del armario y abrió las puertas de vidrio que estaban cuidadosamente cerradas ante el pequeño armario que era su cocina. Encendió el quemador de debajo de la cafetera y fue hasta la ventana; hacía sol. Cuando la cafetera comenzó a hacer ruido volvió y se sirvió un café, en una taza limpia. Me dolerá la cabeza si no como algo sólido pronto, pensó, todo este café, demasiado tabaco sin haber desayunado nada. Dolor de cabeza el día de su boda; fue a buscar la caja de aspirinas al armario del cuarto de baño y lo metió en su bolso azul. Iba a tener que usar el bolso marrón si se ponía el vestido estampado, y el único bolso marrón que tenía estaba gastado. Se quedó mirando con impotencia el bolso azul y el vestido estampado, y luego dejó el bolso, fue a buscar el café y se sentó junto a la ventana, bebiendo café y escudriñando el apartamento de un solo ambiente. Tenían pensado volver allí aquella noche y todo debía estar en su lugar. Con súbito horror, se dio cuenta de que se había olvidado de poner sábanas limpias en la cama; acababa de recibir la ropa de la lavandería y cogió unas sábanas limpias y fundas de almohada de la estantería superior del armario y deshizo la cama, actuando con rapidez para evitar pensar a conciencia por qué estaba cambiando las sábanas. Era una cama plegable, con una funda para darle aspecto de sofá, y después de hacerla nadie sabría que acababa de poner sábanas limpias. Cogió las sábanas y las fundas de almohada sucias y las llevó al cuarto de baño, las metió en el cesto, y también metió en el cesto las toallas de baño y puso toallas limpias. Cuando volvió, el café estaba frío, pero se lo bebió de todos modos. 

Al mirar por fin el reloj, vio que eran más de las nueve y empezó a darse prisa. Se bañó, usó una de las toallas limpias, la metió en el cesto y la reemplazó por otra limpia. Se vistió con cuidado, con ropa interior limpia y la mayor parte nueva; metió todo lo que había usado el día anterior, incluyendo el camisón, en el cesto. Una vez lista para ponerse el vestido, se quedó dudando frente a la puerta del armario. 

El vestido azul era, sin duda, recatado, y sobrio, y muy favorecedor, pero ya se lo había puesto varias veces para salir con Jamie, y no tenía nada que lo hiciera especial para un día de boda. El vestido estampado era más que bonito y Jamie no lo conocía, pero un estampado así con el año recién comenzado era adelantarse a la temporada. Al final pensó, hoy es el día de mi boda, me puedo vestir como quiera, y descolgó el vestido estampado. Cuando se lo puso por la cabeza, sintió su frescura y ligereza, pero cuando se miró al espejo recordó que los volantes del cuello no le quedaban muy bien, y la falda con tanto vuelo parecía hecha irresistiblemente para una muchacha, para alguien que la hiciera correr libremente, bailar, contonearse con las caderas al andar. Mientras se miraba al espejo pensó con asco, es como si estuviera intentando estar más bonita de lo que soy, solo por él; pensará que quiero parecer más joven porque se está casando conmigo; y se quitó tan rápido el vestido estampado que rompió una costura bajo el brazo. Con el viejo vestido azul se sentía a gusto y cómoda, pero insulsa. Lo importante no es lo que llevas puesto, se dijo con firmeza, y se volvió desalentada hacia el armario para ver si encontraba algo más. No había nada que ni remotamente pudiera ser apropiado para casarse con Jamie, y por un instante pensó en salir disparada a alguna tienda cercana a comprar un vestido. Entonces se dio cuenta de que ya eran casi las diez, y no tenía tiempo más que para peinarse y maquillarse. El cabello no tenía complicación, se lo iba a recoger hacia atrás y atar a la altura de la nuca, pero el maquillaje implicaba un equilibrio delicado entre tener el mejor aspecto posible y engañar poco. No podía intentar ocultar el tono cetrino de su piel, o las líneas de alrededor de los ojos, hoy, porque habría parecido que solo lo hacía para su boda, y sin embargo no podía evitar imaginarse a Jamie llevando al altar a alguien ojeroso y arrugado. Después de todo, tienes treinta y cuatro años, se dijo a sí misma con crueldad frente al espejo del baño. Treinta, decía en el carnet de conducir. 

Faltaban dos minutos para las diez; no estaba satisfecha con su ropa, su cara, su casa. Calentó el café otra vez y se sentó en la silla junto a la ventana. Ahora ya no puedo hacer nada, pensó, no tiene sentido intentar mejorar nada en el último momento. 

Reconciliada, convencida, intentó pensar en Jamie pero no pudo ver su cara con claridad ni oír su voz. Siempre sucede lo mismo cuando amas a alguien, pensó, y pasó del hoy y el mañana a un futuro más lejano, en el que Jamie se había consolidado como escritor y ella había dejado su trabajo, la futura casa dorada en el campo que habían estado preparando la última semana. «Antes era una gran cocinera —le había asegurado a Jamie—, con un poco de tiempo y práctica podré recordar cómo hacer un pastel de ángel. Y pollo frito —dijo, consciente de que estas palabras quedarían fijadas en la mente de Jamie, con cierta ternura—. Y salsa holandesa.» 

Las diez y media. Se levantó y se dirigió decidida hacia el teléfono. Marcó, y esperó, y la voz metálica de la chica dijo: «…son las diez y veintinueve minutos». Atrasó su reloj un minuto casi inconscientemente; estaba recordando su propia voz la noche anterior, mientras decía, de camino a la puerta: «Entonces a las diez en punto. Estaré lista. ¿Todo esto es de verdad?» 

Y a Jamie riendo bajando hacia el vestíbulo. 

A las once ya había cosido la costura rota del vestido estampado y había guardado con cuidado la caja de costura en elarmario. Con el vestido estampado puesto, estaba sentada junto a la ventana tomando otra taza de café. Me podría haber vestido con más calma, al fin y al cabo, pensó; pero ya era tan tarde que podía aparecer en cualquier momento, y no se atrevió a cambiar alguna cosa sin empezar con todo de nuevo. No tenía nada para comer en casa, excepto la comida que había ido guardando para la vida en común que iban a empezar: un paquete de tocino sin abrir, una docena de huevos en su caja, un pan sin abrir y una mantequilla sin abrir; era para el desayuno del día siguiente. Pensó en bajar corriendo a la tienda a buscar algo de comer y dejar una nota en la puerta. Pero decidió esperar un poco más. 

A las once y media se sentía tan mareada y débil que tuvo que bajar. Si Jamie hubiera tenido teléfono, lo habría llamado. En vez de eso, abrió el escritorio y escribió una nota: «Jamie, he bajado a la cafetería. Vuelvo en cinco minutos.» La pluma le manchó los dedos y fue al lavabo y se lavó, usó una toalla limpia que reemplazó. Pegó la nota en la puerta, inspeccionó el apartamento una vez más para comprobar que todo estuviera perfecto y cerró la puerta sin llave, por si él venía. 

En la cafetería se dio cuenta de que no tenía ganas de nada salvo de más café, pero lo dejó a medias porque pensó que Jamie debía de estar arriba, esperando, impaciente, ansioso por ponerse en marcha.

En la tienda se encontró con que no había nada que le provocara excepto más café, y lo dejó a medio terminar porque súbitamente se dio cuenta de que Jamie probablemente estaba arriba esperando e impaciente, ansioso por comenzar.

Pero arriba todo estaba preparado y tranquilo, tal como lo había dejado, su nota sin leer en la puerta, el aire del apartamento un poco viciado por tantos cigarrillos. Abrió la ventana y se sentó junto a ella hasta que se dio cuenta de que había estado dormida y que faltaban veinte minutos para la una.

Ahora, de repente, estaba asustada. Despertando sin estar preparada en la habitación de la espera y la predisposición, todo limpio y sin tocar desde las diez en punto, estaba asustada y sintió la urgente necesidad de apurarse. Se levantó de la silla y casi corrió al baño, se echó agua fría a la cara y usó una toalla limpia; esta vez puso la toalla cuidadosamente de nuevo en el toallero sin cambiarla; había tiempo de sobra para eso luego. Sin sombrero, aun en el vestido estampado, con un abrigo encima, en su mano la incorrecta cartera azul con las aspirinas adentro, cerró con llave la puerta del apartamento detrás de ella, sin nota esta vez, y corrió escaleras abajo. Tomó un taxi en la esquina y le dio la dirección de Jamie.

No era mucha distancia; podía haber caminado si no hubiera estado tan débil, pero en el taxi repentinamente se dio cuenta de lo imprudente que sería conducir descaradamente hasta la puerta de Jamie, exigiéndole. Le pidió al chofer, entonces, que la dejara en una esquina cerca a la casa de Jamie y, luego de pagarle, esperó hasta que se alejó para empezar a caminar por la cuadra. Nunca había estado aquí antes; el edificio era agradable y antiguo, el nombre de Jamie no estaba en ninguno de los buzones del vestíbulo, tampoco en los timbres. Miró la dirección; era correcta, finalmente tocó el timbre marcado «Portero». Luego de un minuto o dos el portero automático sonó y ella abrió la puerta y entró en el pasillo oscuro donde dudó hasta que una puerta al final se abrió y alguien dijo, «¿Sí?».

Supo en el mismo instante que no tenía idea de qué preguntar, así que se acercó hacia la figura esperando contra la luz de la puerta abierta. Cuando estuvo muy cerca, la figura dijo, «¿Sí?» de nuevo y ella vio que era un hombre en mangas de camisa, incapaz de verla más claramente de lo que ella podía verlo.

Con repentino coraje dijo, «estoy tratando de contactar a alguien que vive en este edificio y no encuentro su nombre afuera».

«¿Qué nombre busca?» preguntó el hombre, y ella se dio cuenta de que tendría que responder.

«James Harris», dijo. «Harris».

El hombre estuvo en silencio por un minuto y luego dijo, «Harris». Volteó hacia la habitación dentro de la puerta iluminada y dijo, «Margie, ven acá un minuto».

«¿Ahora qué?» una voz dijo desde el interior, y luego de una espera lo suficientemente larga como para que alguien se levante de una silla cómoda una mujer se le unió en la puerta, mirando al pasillo oscuro. «La señorita aquí», dijo el hombre. «La señorita busca a un hombre con el nombre Harris, vive aquí. ¿Alguien en el edificio?».

«No», dijo la mujer. Su voz sonaba alegre. «Ningún hombre llamado Harris aquí».

«Lo siento», dijo el hombre. Empezó a cerrar la puerta. «Tiene la dirección equivocada, señorita», dijo, y añadió en un tono más bajo, «o al tipo equivocado», y él y la mujer rieron.

Cuando la puerta estaba casi cerrada y ella estaba sola en el oscuro pasillo le dijo a la pequeña grieta de luz que aún se veía, «pero el sí vive aquí; lo sé».

«Mire», dijo la mujer, abriendo un poco la puerta de nuevo, «sucede todo el tiempo».

«Por favor no cometa un error», dijo, y su voz era muy digna, con treinta y cuatro años de orgullo acumulado. «Me temo que usted no entiende».

«¿Cómo era?», dijo la mujer de manera cansina, la puerta seguía solo un poco abierta.

«Él es más bien alto, y rubio. Usa muy seguido un traje azul. Es escritor».

«No», dijo la mujer, y luego, «¿podría haber vivido en el tercer piso?».

«No estoy segura».

«Había un tipo», dijo de manera reflexiva la mujer. «Usaba mucho un traje azul, vivió en el tercer piso un tiempo. Los Royster le prestaron el departamento mientras visitaban a unos parientes en el norte».

«Ese podría ser; creo, aunque…».

«Este usaba mayormente un traje azul, pero no sé qué tan alto era», dijo la mujer. «Se quedó ahí casi un mes».

«Hace un mes es cuando…“.

«Pregúntele a los Royster», dijo la mujer. «Volvieron esta mañana. Departamento 3B».

La puerta se cerró, definitivamente. El pasillo era muy oscuro y la escaleras parecían aun más oscuras.

En el segundo piso había una pequeña luz proveniente de una claraboya muy por encima. Las puertas de los departamentos en fila, cuatro en el piso, poco comunicativo y silencioso. Había una botella de leche afuera del 2C.

En el tercer piso esperó un minuto. Se oía el sonido de música detrás de la puerta del 3B y podía escuchar voces. Finalmente tocó, y tocó de nuevo. La puerta estaba abierta y la música salió hacia ella, la transmisión de una sinfonía temprano en la tarde. «¿Cómo le va?», le dijo educadamente a la mujer en la puerta. «¿Sra. Royster?».

«Así es». La mujer llevaba una bata de casa y el maquillaje de la noche anterior.

«Me preguntaba si podría hablar con usted un minuto».

«Claro», dijo la Sra. Royster, sin moverse.

«Sobre el Sr. Harris».

«¿Qué Sr. Harris?», dijo la Sra. Royster cansinamente.

«El Sr. James Harris. El caballero al que le prestó su departamento».

«Oh señor», dijo la Sra. Royster. Pareció que abría los ojos por primera vez. «¿Qué hizo?».

«Nada. Solo estoy tratando de contactarlo».

«Oh señor», dijo de nuevo la Sra. Royster. Luego abrió más la puerta y dijo, «pase», luego, «¡Ralph!».

Adentro, el departamento seguía lleno de música y habían maletas a medio desempacar en el sofá, en las sillas, en el suelo. Una mesa en la esquina tenía los restos de una merienda, y el joven sentado ahí, por un momento parecido a Jamie, se puso de pie y atravesó la habitación.

«¿Qué hay con él?», dijo.

«Sr. Royster», dijo ella. Era difícil hablar contra la música. «Abajo el portero me dijo que aquí estuvo viviendo el Sr. James Harris».

«Seguro», dijo él. «Si es que ese era su nombre».

«Pensé que usted le prestó el departamento», dijo ella, sorprendida.

«No sé nada de él», dijo el Sr. Royster. «Es uno de los amigos de Dottie».

«No mis amigos», dijo la Sra. Royster. «No era mi amigo». Ella había ido a la mesa y estaba esparciendo mantequilla de maní en un pedazo de pan. Le dio un mordisco y dijo densamente, agitando el pan y la mantequilla de maní hacia su marido. «No es mi amigo».

«Lo recogiste en una de esas malditas reuniones», dijo el Sr. Royster. Empujó una maleta de una silla junto a la radio y se sentó, cogiendo una revista que estaba junto a él en el piso. «Nunca le dirigí más de diez palabras».

«Tú dijiste que estaba bien prestarle el lugar», dijo la Sra. Royster antes de dar otro bocado. «Nunca dijiste una palabra en contra de él, después de todo».

«Yo no digo nada sobre tus amigos», dijo el Sr. Royster.

«Si el hubiera sido uno de mis amigos hubieras dicho bastante, créeme», dijo oscuramente la Sra. Royster. Tomó otro bocado y dijo, «Créeme, él hubiera dicho bastante».

«Eso es todo lo que quiero oír», dijo el Sr. Royster, por sobre la revista. «Basta».

«Ves». La Sra. Royster apuntó el pan y la mantequilla de maní hacía su esposo. «Así es, día y noche».

Hubo silencio excepto por la música saliendo de la radio junto al Sr. Royster, luego ella dijo, en una voz que difícilmente creía que fuera a ser escuchada sobre el ruido de la radio, «¿se ha ido, entonces?».

«¿Quién?» preguntó la Sra. Royster, mirando por arriba del frasco de mantequilla de maní.

«El Sr. James Harris».

«¿Él? Se debe haber ido esta mañana, antes de que regresáramos. No hay señal de él por ninguna parte».

«¿Se fue?».

«Todo estaba en orden, aunque, perfectamente en orden. Te lo dije», le dijo al Sr. Royster, «te dije que él se encargaría de todo muy bien. Siempre puedo darme cuenta».

«Tuviste suerte», dijo el Sr. Royster.

«Nada fuera de lugar», dijo la Sra. Royster. Agitó su pan y la mantequilla de maní inclusivamente. «Todo justo como lo dejamos», dijo.

«¿Sabe dónde está él ahora?».

«Ni la menor idea», dijo alegremente la Sra. Royster. «Pero, como dije, dejó todo en perfecto estado. ¿Por qué?», preguntó de repente. «¿Lo estás buscando?».

«Es muy importante».

«Lamento que no esté aquí», dijo la Sra. Royster. Se aceró educadamente cuando vio que su visitante volteaba hacía la puerta.

«Quizá el portero lo vio», dijo el Sr. Royster a la revista.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella el pasillo estuvo oscuro de nuevo, pero el sonido de la radio se había reducido. Estaba a mitad de camino en el primer tramo de escaleras cuando la puerta se abrió y la Sra. Royster gritó escaleras abajo, «si lo veo le diré que lo estabas buscando».

¿Qué puedo hacer? Pensó, afuera en la calle de nuevo. Era imposible ir a casa, no con Jamie en algún lugar entre aquí y allá. Se paró en la vereda tanto tiempo que una mujer, asomada a una ventana de enfrente, volteó y llamó a alguien de adentro para que saliera a ver. Finalmente, en un impulso, entró a la pequeña tienda de comestibles al lado del edificio, en el lado que llevaba a su propio apartamento. Había un pequeño hombre leyendo el periódico, apoyado contra el mostrador; cuando entró él la miró y camino al interior del mostrador para atenderla.

Sobre el mostrador de cristal lleno de carnes y queso ella dijo, tímidamente, «estoy tratando de contactar a un hombre que vivió en el edifico de al lado, y me preguntaba si usted lo conocía».

«¿Por qué no le preguntas a la gente de ahí?» Dijo el hombre, sus ojos entrecerrados, inspeccionándola.

Es porque no estoy comprando nada, pensó, y dijo, «lo siento. Les he preguntado, pero no saben nada de él. Creen que se fue esta mañana».

«No sé que quiere que haga», dijo él, moviéndose un poco atrás hacía su periódico. «No estoy aquí para llevar registro de los tipos que entran y salen de al lado».

Ella dijo rápidamente, «pensé que quizá lo haya visto, eso es todo. Él tendría que haber pasado por aquí, un poco antes de las diez en punto. Era alto, y usualmente llevaba un traje azul».

«¿Cuántos hombres en traje azul pasan por acá todos los días, señorita?», preguntó el hombre. «Usted cree que no tengo nada más que hacer que…».

«Lo siento», dijo ella. Lo oyó decir, «por el amor de Dios», mientras salía por la puerta.

Mientras iba hacia la esquina, pensó, él debe haber venido por este camino, es el camino que habría seguido para ir a mi casa, es el único camino si es que caminaba. Trató de pensar en Jamie: ¿dónde hubiera cruzado la calle? ¿Qué clase de persona era él realmente, hubiera cruzado frente a su propio edificio, al azar en medio de la cuadra, en la esquina?

En la esquina había un puesto de diarios; podían haberlo visto ahí. Se apuró y esperó mientras un hombre compraba el periódico y una mujer pedía indicaciones. Cuando el vendedor la miró, ella dijo, «¿Podría decirme si un joven alto en un traje azul pasó por aquí esta mañana alrededor de las diez en punto?». Cuando el hombre solo la miró, sus ojos entrecerrados y su boca un poco abierta, ella pensó, cree que es una broma o un truco, y dijo urgentemente, «es muy importante, por favor créame. No estoy bromeando».

Mire, señorita”, comenzó el hombre, y ella dijo ansiosamente, «es un escritor. Puede que él haya comprado revistas aquí».

«¿Para qué lo busca?», preguntó el hombre. La miró, sonriendo, y ella se dio cuenta de que había otro hombre esperando detrás de ella y que la sonrisa del vendedor lo incluía. «No importa», dijo ella, pero el vendedor dijo, «Escuche, quizá sí vino por aquí». Su sonrisa era cómplice y sus ojos saltaron sobre su hombro al hombre detrás de ella. De repente ella se volvió extremadamente consciente de su vestido estampado demasiado juvenil, y se ciñó el abrigo rápidamente. El vendedor dijo, con gran consideración, «no estoy muy seguro, que conste, pero puede que alguien como su amigo haya venido esta mañana».

«¿Alrededor de las diez?».

«Alrededor de las diez», asintió el vendedor. «Un tipo alto, traje azul. No me sorprendería para nada».

«¿En qué dirección se fue?», dijo ansiosamente ella. «¿Hacia el centro?».

«Hacia el centro», dijo el vendedor, asintiendo. «Fue en dirección al centro. Eso exactamente. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?».

Ella retrocedió, ciñendo el abrigo a su alrededor. El hombre que había estado parado detrás la miró por sobre el hombro y luego él y el vendedor intercambiaron miradas. Se preguntó por un minuto si debía o no darle una propina al vendedor pero cuando los dos hombres empezaron a reírse se apuró a cruzar la calle.

Al centro, pensó, eso es, y empezó a subir por la avenida, pensando: Él no tenía que cruzar la avenida, solo subir seis cuadras y luego voltear por mi calle, siempre y cuando haya empezado en el centro. Casi una cuadra más allá pasó por una florería; había una exposición nupcial en el escaparate y pensó, este es el día de mi boda después de todo, puede que él me haya comprado flores, y entró. El florista salió de la parte de atrás de la tienda, sonriente y elegante, y ella dijo, antes de que él pudiera hablar, para que no tuviera tiempo de pensar que ella iba a comprar algo: «Es muy importante que me ponga en contacto con un caballero que puede haber pasado por aquí para comprar flores esta mañana. Muy importante».

Se detuvo a tomar aliento, y el florista dijo, «Sí, ¿qué clase de flores eran?».

«No lo sé», dijo ella, sorprendida. «El nunca…». Se detuvo y dijo, «era un joven alto, en un traje azul. Fue alrededor de las diez en punto».

«Ya veo», dijo el florista. «Bueno, en realidad, me temo…».

«Pero es muy importante», dijo ella. «Puede que él haya estado apurado», añadió amablemente.

«Bueno», dijo el florista. Sonrió cordialmente, mostrando todos sus pequeños dientes. «Por una dama», dijo. Fue a un atril y abrió un gran libro. «¿Adónde las iban a mandar?», preguntó.

«¿Por qué?», dijo ella, «no creo que haya hecho que las envíen. Verá, él estaba viniendo… o sea, él las iba a traer».

«Señora», dijo el florista; estaba ofendido. Su sonrisa se volvió reprobatoria, y siguió, “de verdad, debe darse cuenta de que al menos que tengo algo con lo cual pueda continuar…”

«Por favor trate de recordar», le rogó. “Él era alto, llevaba un traje azul y eran casi las diez de la mañana”.

El florista cerró los ojos, un dedo en su boca, y pensó profundamente. Luego sacudió la cabeza. «Simplemente no puedo», dijo.

«Gracias», dijo ella desanimada, y se dirigía a la puerta, cuando el florista dijo con voz chillona, emocionado, «¡Espere! Espere un momento, señora». Ella volteó y el florista, pensando de nuevo, dijo finalmente, «¿Crisantemos?» La miró inquisitivamente.

«Oh, no», dijo ella; su voz tembló un poco y esperó un minuto antes de seguir. «No para una ocasión como esta, estoy segura».

El florista apretó los labios y apartó la mirada con frialdad. «Bueno, claro que no sé de qué ocasión se trata», dijo, «pero estoy casi seguro que el caballero por el que pregunta vino esta mañana y compró una docena de crisantemos. Sin envío».

«¿Está seguro?» preguntó.

«Más que seguro», dijo enfáticamente el florista. «Definitivamente ese era el hombre». Sonrió brillantemente, y ella le sonrió de vuelta y dijo, «bueno, muchas gracias».

Él la acompañó a la puerta. «¿Un lindo ramillete?», dijo, mientras cruzaban la tienda. «¿Rosas rojas? ¿Gardenias?».

«Ha sido muy amable al ayudarme», dijo ella en la puerta.

«Las damas siempre se ven mejor con flores», dijo él, inclinando su cabeza hacia ella. «¿Orquídeas quizá?».

«No, gracias», dijo ella, y el dijo, «espero que encuentre a su joven», e hizo un sonido desagradable.

Subiendo por la calle ella pensó, todos creen que es muy gracioso: y se ciñó aún más el abrigo, de manera que solo se veía el volante alrededor de la parte inferior del vestido estampado.

Había un policía en la esquina y pensó, por qué no voy a la policía, uno va a la policía cuando alguien desaparece. Y luego pensó, qué tonta parecería. Tuvo una rápida imagen de sí misma parada en la estación de policía, diciendo, «sí, nos íbamos a casar hoy, pero él no llegó», y los policías, tres o cuatro de ellos parados a su alrededor escuchando, mirándola, mirando el vestido estampado, su maquillaje demasiado brillante, sonriendo entre ellos. No podía decirles nada más que eso, no podía decir, «sí, ya sé que suena tonto, ¿no es verdad?, yo toda vestida y tratando de encontrar al joven que prometió casarse conmigo, ¿pero qué hay de todo lo que ustedes no saben? Yo tengo más que esto, más de lo que ustedes ven: talento, quizá, y humor de algún tipo, y soy una dama y tengo orgullo y afecto y delicadeza y una cierta visión clara de la vida que podría satisfacer a un hombre y hacerlo productivo y feliz; hay más de lo que ustedes creen cuando me miran».

La policía era obviamente imposible, dejando de lado a Jamie y lo que él podría pensar cuando se enterara de que ella puso a la policía a buscarlo. «No, no», dijo en voz alta, apurando sus pasos, y alguien que pasaba se detuvo y la miró.

En la siguiente esquina —estaba a tres cuadras de su propia calle— había un puesto de lustrabotas, un hombre viejo sentado casi dormido en una de las sillas. Se detuvo frente a él y esperó, después de un minuto él abrió los ojos y le sonrió.

«Mire», dijo ella, las palabras saliendo antes de pensarlas, «lamento molestarlo, pero estoy buscando a un joven que pasó por aquí a eso de las diez de esta mañana, ¿lo vio?». Y comenzó su descripción, “alto, traje azul, llevando un ramo de flores”.

El viejo empezó a asentir antes de que terminara. «Lo vi», le dijo. «¿Es amigo suyo?».

«Sí», dijo ella, y le sonrió involuntariamente.

El viejo parpadeó y dijo, «recuerdo que pensé, vas a ver a tu chica, jovencito. Todos van a ver a sus chicas», dijo, y movió la cabeza con tolerancia.

«¿Por qué camino se fue? ¿Subiendo la avenida?».

«Así es», dijo el viejo. «Se lustró los zapatos, tenía sus flores, iba arreglado, estaba muy apurado. Tienes una chica, pensé».

«Gracias», dijo ella. Hurgando en su bolsillo en busca de cambio.

«Ella seguro se puso contenta al verlo, cómo se veía», dijo el viejo.

«Gracias», dijo ella de nuevo, y sacó la mano vacía de su bolsillo.

Por primera vez estaba segura de que el la estaría esperando, y se apuró esas tres cuadras, la falda del vestido estampado balanceándose bajo su abrigo, y volteó en su propia calle. Desde la esquina no podía ver sus ventanas, no podía ver a Jamie mirando hacia afuera, esperándola, y bajando la cuadra estaba casi corriendo para llegar a él. En la puerta de abajo la llave temblaba en sus dedos, y mientras miraba la tienda pensó en su pánico, bebiendo café ahí esta mañana, y casi rio. Ya en su propia puerta no podía esperar más, y empezó a decir, «Jamie, estoy aquí, estaba tan preocupada», aun antes de que la puerta estuviera abierta.

Su propio apartamento la estaba esperando, silente, yermo, sombras vespertinas alargándose desde la ventana. Por un minuto solo vio la taza de café vacía, pensó, él ha estado aquí esperando, antes de reconocerla como suya, dejada ahí esta mañana. Buscó por toda la habitación, en el clóset, en el baño.

«Nunca lo vi», dijo el empleado de la tienda. «Lo sé porque me hubiera dado cuenta de las flores. Nadie así ha venido».

El viejo en el puesto de lustrabotas despertó de nuevo para verla parada frente a él. «Hola de nuevo», le dijo, y sonrió.

«¿Está seguro?», ella preguntó. «¿Se fue subiendo por la avenida?».

«Yo lo vi», dijo el viejo, circunspecto por el tono de ella. «Pensé, ahí va un joven que tiene una chica, y lo vi entrar en esa casa».

«¿Qué casa?», dijo ella remotamente.

«Justo ahí», dijo el viejo. Se inclinó hacia adelante para apuntar. «En la siguiente cuadra. Con sus flores y sus zapatos lustrados y yendo a ver a su chica. Justo a su casa».

«¿Cuál?», dijo ella.

«Casi a la mitad de la cuadra», dijo el viejo. La miró con sospecha y dijo, «¿Qué intenta hacer, de todos modos?».

Ella casi corrió, sin detenerse a decir «gracias». En la siguiente cuadra caminó rápidamente, escrutando las casas desde afuera para ver si Jamie miraba desde una ventana, prestando atención para escuchar su risa adentro en algún lugar.

Una mujer estaba sentada frente a una de las casas, empujando un coche de bebé monótonamente de atrás hacia adelante la longitud de su brazo. El bebé adentro dormía, moviéndose de atrás a adelante.

La pregunta era fluida, para entonces. «Lo siento, ¿pero vio a un joven entrar a una de estas casas alrededor de las diez de esta mañana? Era alto, llevaba un traje azul y un ramo de flores».

Un chico de aproximadamente doce años se paró a escuchar, girando atentamente de una a la otra, ocasionalmente mirando al bebé.

«Escuche», dijo cansada la mujer, «el niño tuvo su baño a las diez. ¿Vería yo a un extraño caminando por aquí? Le pregunto».

«¿Un montón de flores?» preguntó el chico, jalándole el abrigo. «¿Un montón de flores? Yo lo vi, señora».

Ella miró abajo y el chico le sonrió insolentemente. «¿A qué casa entró?» le preguntó cansinamente.

«¿Se va a divorciar de él?», preguntó el niño insistentemente.

«Esa no es una pregunta amable para hacerle a la señora», dijo la mujer meciendo el coche.

«Escuche», dijo el niño. «Lo he visto. Entró ahí». Señaló a la casa de al lado. «Yo lo seguí», dijo el niño. «Me dio una moneda». El niño agravó su voz, y dijo, «”Este es un gran día para mí, niño”, dijo. Deme una moneda».

Ella le dio un billete de un dólar. «¿Dónde?», dijo.

«Al último piso», dijo el niño. «Lo seguí hasta que me dio la moneda. Hasta el último piso». Retrocedió a la vereda, fuera de alcance, con el billete de un dólar. «¿Se va a divorciar de él?», preguntó de nuevo.

«¿Llevaba flores?».

«Sí», dijo el niño. Comenzó a chillar. «¿Se va a divorciar de él, señora? ¿Le descubrió algo?» Se fue a toda velocidad calle abajo, gritando, «le descubrió algo al pobre tipo», y la mujer meciendo al bebé se rio.

La puerta principal del edificio no tenía seguro; no había timbres en el vestíbulo exterior y no había lista de nombres. Las escaleras eran estrechas y sucias; habían dos puertas en el último piso. La delantera era la de la derecha; había un papel de florería arrugado en el suelo afuera de la puerta, y una cinta de papel enlazada, como una pista, como la última pista en la persecución.

Tocó la puerta y creyó escuchar voces adentro, y pensó, súbitamente, con terror, ¿qué debería decir si Jamie está ahí, si abre la puerta? Las voces parecieron callarse repentinamente. Tocó de nuevo y hubo silencio, excepto por algo que pudo haber sido una risa muy lejana. Él podría haberme visto por la ventana, pensó, es el departamento frontal y ese niño hizo un ruido espantoso. Esperó, y tocó de nuevo, pero hubo silencio.

Finalmente fue a la otra puerta en el piso, y tocó. La puerta se abrió bajo su mano y vio el ático vacío, listones desnudos en las paredes, entarimados sin pintar. Avanzó un poco hasta entrar, mirando alrededor; la habitación estaba llena de bolsas de yeso, pilas de periódicos viejos, un baúl roto. Había un ruido que ella reconoció repentinamente como una rata, y luego la vio, sentada muy cerca de ella, junto a la pared, su cara malvada alerta, sus ojos brillantes mirándola. Se tropezó en su apuro por salir y cerrar la puerta, y la falda del vestido estampado quedó atrapada y se rompió.

Sabía que había alguien adentro del otro departamento, porque estaba segura de que podía oír voces bajas y a veces risas. Regresó muchas veces, todos los días la primera semana. Iba en su camino al trabajo, en las mañanas; en las tardes, en el camino a comer sola, pero no importaba cuán seguido o qué tan fuerte tocara, nadie nunca abrió la puerta.