Alguna tarde que
estaba trabajando en su viñedo, por una calle polvorienta y solitaria, un
músico poeta vio pasar un carruaje con visillos de terciopelo rojo, y vio el
rostro de la mujer más hermosa que hubo visto en toda su vida. Dejó el
sembradío para tratar de alcanzarlo, pero no lo logró; una nube de polvo lo dejó tosiendo de
amor.
Se quedó muy
solo, sufriendo por aquel rostro, que debía ser de alguien muy importante. El
carruaje lo decía todo. Era de una estructura forjada de hierros que parecían
de oro. Los cuatro caballos que tiraban del carro, eran blancos de magnífica
estampa; con gualdrapas finas y morriones de plumas radiantes.
Apenas si se
estaba incorporando de su dolorosa postración de enamorado febril, cuando vio a
un propio, calzando huaraches y sin sombrero, y le dijo:
— ¿Por qué habrá tomado el carruaje de la reina este camino? Es tan sinuoso
y tan solo.
— ¿Era la
reina quien iba en el carruaje?
El propio asintió y se burló del rostro
compungido del poeta. Todos los de ese
pueblo conocían el carruaje del palacio real: menos él. Le dijo al propio que
había visto los ojos más brillantes que dos luceros en el firmamento, la boca
era un botón de rosa y la tez parecía de porcelana. El propio rio a carcajadas
al tiempo que le decía que quizá la doncella a quien vio no era la reina. Todos
conocían el carro, pero nadie de los plebeyos había visto jamás a la reina. El
poeta aseveró que sí, que él la había visto, y que se trataba de la reina. Que
quedó enamorado para siempre de ella, y el propio ya no escuchó más, porque
siguió su camino, con sus enseres de campesino puestos al hombro, y siguió
riendo hasta que su risa se fue apagando con la lejanía, mientras el poeta,
buscaba una solución para su angustia y su ansiedad. Estaba perdidamente
enamorado.
En la soledad de su vivienda, tomó su
guitarra y escribió un centenar de versos a los que les pondría música. De su
inspiración brotaron las frases más sublimes, que engarzadas una a la otra,
hacían la composición perfecta. La canción más bella en toda la historia del
mundo.
Se olvidó de su viñedo para buscar la
oportunidad de cantarle de viva voz a la reina. Extraño a lo que todos hubiesen
pensado, le fue asequible conseguir una cita. Tan sólo escucharon un par de
acordes y algunos versos con su melodiosa voz y fue aprobado. Tenía que
prepararse para visitar el palacio real en tan sólo dos semanas. Apenas pudo
controlar el éxtasis que le provocaba el hecho de que vería a su majestad cara
a cara. Vendió su escudilla y su cáliz de plata – únicas posesiones de valor
que tenía– para poder comprarse un traje que estuviera a la altura del
acontecimiento. Si bien, para el palacio real, sería una verbena sobria, de
aquellos sábados en que no sabían cómo
entretener a la soberana, para el músico poeta, era un llamado al paraíso.
Llegó el día que tanto anhelaba el poeta.
Estaba trémulo de emoción. Sentía que se ahogaba dentro del traje de seda verde
con un sachet aromático, bordado con hilos de oro.
Las cuerdas requintadas de su guitarra
estaban afinadas con el amartelamiento del hombre que sentía que sucumbiría
ante la agonizante espera. Transpiraba horror cuando le indicaron que tendría
que avanzar por la carpeta roja en cuanto las trompetas dieran el anuncio. Su
andar debía ser de marcha. Un lambiscón le tocaría el hombro para indicarle que
debiera reverenciar a su alteza, pero, que jamás se le ocurriera alzar la vista
y chocar los ojos con los de ella. Esto podía costarle un castigo severo,
incluso la muerte.
El poeta ya apostado en su lugar, con
mucha elocuencia y más que todo, con genuina honestidad, le dijo a la reina que
había escrito unos versos, que acompañaría con las notas de la guitarra para
complacer de todo corazón a su graciosa majestad.
Terminó de cantar con aquella voz de
ángel, y la inspiración desenfrenada, cuando el silencio lo atormentó
sobremanera. Todos tenían los ojos como platos, y miraban incrédulos al poeta y
a la reina.
Ella lloró.
El
poeta, ignorando la advertencia, miró los ojos de su reina. Vio aquellas
lágrimas que brillaban mucho más que los cristales de su corona. ¡Se veía tan hermosa! Pero el poeta no podía
soportar que su canto, escrito con tanta vehemencia; con tanto amor, hicieran
llorar a la mujer más hermosa que él hubo visto.
Fue llevado de inmediato al calabozo, en
donde permaneció tres días a pan y agua. La reina, cuando hubo dejado de
llorar, preguntó por el paradero de aquel músico y poeta, y le dijeron que se encontraba
detenido, en espera de lo que su majestad dictara. Estaban dispuestos a castigarle, a matarle, o a hacer,
justo lo que la reina dijera.
Lo
primero que preguntó la reina, era el paradero de la guitarra, y tuvo mucha
suerte el vigía del cepo; no haberla hecho quemar para calentarse un poco en
ese lugar tan sombrío. La guitarra estaba a salvo, y el prisionero también.
Le pidieron que se bañara y acicalara, ya
que la reina lo quería recibir en privado, con algunos consejeros.
El músico poeta, entró lívido a la cámara
donde la reina lo aguardaba con una sonrisa de beneplácito y todo lo contrario
de lo que él pensó, una mirada que
denotaba gran bondad.
Y fue ahí donde se le dictó su destino.
La reina se había enamorado del músico
poeta. Obviamente esta noticia no era para que él brincara de alegría. Su
condición de plebeyo; un simple viñador, no le permitía despertar esos sentimientos en
una soberana, y por ello, recibiría un castigo.
De entre los consejeros que estuvieron presentes en la junta, estaba un
hechicero, que había hecho el conjuro para que el músico pagara su osadía.
Por haber hecho llorar a la reina, la
cual, seguiría llorando por un amor imposible, se le condenaba a que hiciera
versos y los acompañara con música. Esta brujería se desbarataría, si la reina
alguna vez se enamoraba de alguien más. Mientras esto no sucediera, el debiera
tocar y cantar sin parar. Si paraba, caería muerto en el instante. El poeta no discutió, ni trató de defenderse
ante la sentencia que le daban. Él había hecho llorar a una reina, y que mejor
que ellos para imponerle tal castigo. A él, quizá se le hubiese ocurrido
enmudecer, pero si el castigo era tocar y cantar por siempre, así lo haría.
Y ahí estaba, tocando sus notas tristes y
sus arpegios dolorosos, cantando un amor que jamás coronaría, y que sus versos
hechos de ilusiones lo tenían en un estado impiadoso. Parecía un indigente por
las esquinas tocando una guitarra, que parecía estar con más fuerza y vigor que
él, ya que esta lucía radiante como cuando nueva, mientras él se iba encorvando
por la decrepitud y el cansancio.
Se anunció, con las campanas al vuelo
en todas las iglesias de la ciudad que
la reina había perecido, una tarde gris, justo a la cinco. Se dijo que sucumbió
a un delirio de amor que nunca se concretó.
El poeta entonces, habría quedado libre de
la condena, pero no fue así. Por supuesto que el hechizo se desbarató con la
muerte de su amada, pero entonces él perdió la cordura. Gritaba, sin dejar de
tocar la guitarra y cantar, que la reina lo amó a él a hasta la muerte, y él,
así lo haría también. Sus canciones entonces trataban de que él fue amado por
la mujer más bella del Universo. Fue así, como este hombre fue señalado, como
músico, poeta y loco.