lunes, 2 de mayo de 2016

AMOR DE MI VIDA (novela)

AMOR DE MI VIDA
Novela
Lety Grey










Se enamoró como se enamoran siempre
Las mujeres inteligentes: como una idiota.
Ángeles Mastretta

















       
  AMOR DE MI VIDA





   Estoy emitiendo un recuerdo desde un remolino de fuego que me está devorando y jalando hacia un vacío tenebroso, y no entiendo por qué me permite dar, una última exhalación, y en ésta, soltar todo lo que estoy sintiendo dentro. Soltar, lo que debí soltar cuando lo solté por primera vez, lo debí soltar para siempre porque no me pertenecía, debí soltarlo como quien suelta un pañuelo viejo para que se lo lleve el viento lejos, muy lejos, demasiado. Imagino el pañuelo que debido al desgaste, es blanco y transparente, apenas débiles hilos cruzados haciendo figuras amorfas porque el viento es mucho más fuerte que este. Lo veo volando... volando... volando...
        Pero no fue así. Quien se encuentra volando, paralizada de horror, ahora soy yo. ¡Quién diría! De niña, en un lugar encantador, con mar, río y una laguna inmensamente hermosa, donde todos los pobladores nos conocíamos y nos saludábamos al pasar. Un lugar siempre lleno de visitantes nacionales y extranjeros. La región de Los Tuxtlas tan cerca de mí; y quizá los brujos de la zona me contagiaron de fantasías, porque mi anhelo más grande era volar con mis propias alas. Cuando crecí un poco más y me di cuenta que era una soñadora empedernida, a la que no le saldrían alas, entonces, anhelé volar, aunque fuera en un avión. Sí, volar y conocer el mundo.
     Soñar fue mi castigo quizá. No sólo soñaba con tener alas como las hadas, sino una varita mágica para aparecer todo lo que se me ocurriera o antojara. Y casi siempre se me antojaba volar.
     Mi vida ha sido un constante viajar, casi siempre en avión para llegar a la ciudad principal, luego, en camionetas, ¡y hasta en carretas! para llegar a poblados perdidos, encantadores algunos, otros carentes de todo, y de ahí,  plasmar lo que se me ocurriera, sobre lienzos con óleos, sobre cartulinas blancas con carboncillo. Soy dibujante y pintora. También fotógrafa; pero eso lo hice años después. Estampar todo me gustaba. Era una manera de detener el tiempo.
     Aun no tengo un gran nombre como imaginé que lo tendría. Y a veces, creo que lo anhelé con tanto ahínco, sólo para llenar el vacío de no tener conmigo al amor de mi vida. Creo que lo tengo, me refiero al hombre que digo que es el amor de mi vida, pero todo apunta a que sólo es una apariencia. ¡Lo amo tanto! El único hombre que creo que voy a amar en toda mi existencia. Nadie más va a tener esa oportunidad conmigo. O yo perdí la oportunidad de amar, y perdí el tiempo. ¡Maldito tiempo!
      Estrella le digo. Estrella en mis pinceladas de ansiedad, Estrella entre las nubes que veo en mis caminos, Estrella entre los cactus, Estrella en el mar, Estrella en el río y petrificado en las huellas del agua imparable que corre ajena a mis sentimientos. Estrella en mis suspiros, en mis borracheras, en mis jaquecas, en mis sueños, en mis despertares, en mi amargura, en mi... miedo. Estrella casado con otra mujer.
     No sé por qué  llegué a la vida de ese hombre, o cómo él llegó a la mía, nada más para resquebrajarla, despellejarla, descuartizarla, y me desangraría gota a gota; todo, por el amor de ese hombre. De hecho eso es lo que está sucediendo, por ello, quiero darme prisa, no sea que se me termine el tiempo... ¡Maldito tiempo! ¡Otra vez!
    Ya estaba en el tiempo en el que me ganaba la vida, sí, absolutamente, haciendo retratos para niños. No era lo que me apasionaba, pero era lo que mejor pagaban. El infaltable cuadro de la pareja de esposos, que viviendo en concubinato, disfrazaban su vergüenza con una pintura. Yo era especialista en inventar vestidos vaporosos o rectos, tocados de ensoñación, maquillaje suave o sofisticado. Mujeres para mí, era lo más hermoso dibujar y pintar, por ende, las podía decorar de un modo tal, que aunque ellas mismas no se reconocieran, aceptaban la pintura; y en cuanto a los hombres, si acaso hacía énfasis en los mostachos que pedían si eran lampiños, o corregir las orejas que les disgustaban tanto. Estos eran los cuadros que más pedían o mejor decir, que mejor pagaban, pero había de todo, la mujer de tres cuartos de perfil sonriendo a quien sabe quién, la niña que hacía la primera comunión, la quinceañera, el graduado, y la infaltable tatarabuela ignota de la que se heredaron las buenas y añejas costumbres.

      Según yo, aparte de gustarme mucho la anatomía femenina, me gustaba plasmar paisajes, pero como paisajista, veía, como agua escaparse entre los dedos, mi destino malogrado y me equivoqué. Alguna vez, alguien me pidió un paisaje que no fue difícil realizar debido a que la locación era ahí mismo: agua, ríos, vegetación.




   
     El cliente, don Máximo Pulgarón me dijo:

      « Quiero un atardecer, de esos que pintan el cielo de  muchas rayas de todos colores, de un modo tal, que se siente y se cree, que Dios se asoma a despedirse de su pueblo, y le dice hasta mañana»

     Bueno, con esa petición tan poética y directa, yo no tuve más que plasmar el lago y el río, que veía tarde a tarde de camino a casa, ya que mi estudio lo tenía en el centro de la ciudad. El cielo, ese que quería Pulgarón, solo tuve que mirarlo una vez, y hacer apuntes, lo demás, fue la ensoñación. Don Máximo y yo soñamos lo mismo aquella noche que lo inicié. Yo lo vi en mis sueños, y él me vio en el suyo, y entonces los pinceles se movieron solos, con el puro recuerdo que estaba en el pensamiento. Me pagó lo que le pedí sin la mínima queja. El cuadro era de grandes dimensiones y decoraría el centro de su marisquería que tenía mucho éxito en la zona turística.
     Después de este suceso extraordinario, pinté otros dos paisajes, que se quedaron un año, guardando el polvo que se cuela por todas partes; mientras yo seguía falsificando matrimonios y ojos de  bebés. Los padres, siempre consideraban que aunque sus hijos hubiesen nacido con ojos de ratón, un pequeño toque ámbar, muy discreto, hacer el café oscuro común, un tanto menos crudo, más suave y exagerar las pestañas, hacía que sus hijos se vieran más bellos de lo que ellos creían que ya eran. Nunca odié a los niños, pero simplemente no me gustaron jamás. Así que, cuando mi madre habló de la pintura y el dibujo como un buen esparcimiento por las tardes, tras barrer, cocinar, y atender hijos… ¡Atender hijos! Sentí que me pellizcó la entrepierna ¡Vaya que si duele un pellizco en la entrepierna! Por mi negativa feroz ante esta idea, mi madre dolorosamente resignada; hacía planes para que viviera con ella y mi padre para siempre. Me sugería que lo que ganaba, lo empezara a invertir en arreglar la casa, construirme una recámara, tan bonita y grande como yo la quisiera, ya que, aseguraba, jamás tendría un marido. Ningún hombre, aseguró, ninguno quiere a una mujer si ésta no le da hijos.

     Mi suerte estaba echada según ella. Yo no opinaba lo mismo.      Ella, lo supe tiempo después, llegó a decir que estaba bastante apenada, y se disculpaba antes sus vecinas, conocidos y familiares, por tener una hija lesbiana, que quizá por saberse tan fea (¡ah como insistía! ) se inclinó por el gusto hacia las mujeres, por ello, pensó  que no quería tener hijos, por esto, y porque, cuando empezaba a hacer mis pininos como dibujante, intentando investigar si se podía obtener alguna ganancia, o bien ganarse la vida con dibujos y pinturas, me iba a las playas de la Costa Esmeralda y me ofrecía a dibujar o pintar a las bañistas. Sí, particularmente a las mujeres. Y fueron muchos los pedidos con una buena paga. Siempre fueron dibujos a lápiz, carboncillo o pastel, sobre cartulina o lámina de cascarón. Una vez, una mujer con un bañador precioso con estampado de margaritas, solicitó mi servicio. Súbitamente se quitó el brassier y pidió que plasmara con la técnica al pastel, sus turgentes senos que tenían una aureola y pezones color fresa. Posó como si se tratara de una profesional sobre el camastro playero. A manera de que no se acercaran tantos curiosos o la policía, quise que tuviéramos a la mano una toalla, para que se cubriera de ser necesario. Por supuesto que nos podía llevar la policía acusándonos de faltas a la moral, y quizá, exhibicionismo, o algo por el estilo. Esas playas no eran playas nudistas. En fin, que terminé el trabajo con éxito. Le tomaron una fotografía instantánea y fue cuando mi madre puso el grito en el altar, para que llegara al cielo. Pasé por alto el regaño, porque estaba cierta de que haciendo lo que yo quisiera, sin guisarle a un esposo y no sé cuántos escuincles, y barrer y limpiar una casa, podía continuar mi vida, haciendo lo que me apasionaba. También, de la manera que pude, terminando la secundaria; tomé cursos para adquirir más conocimientos, mejorar la técnica e infinidad de cosas que son necesarias para dibujar y pintar.



     Justo cuando mis dos paisajes estaban por cambiar, auto dibujándose grietas de humedad, y bultos de hongos, cambiando totalmente mi trabajo, bajo el peso de los microbios, ácaros sobre la tela, y quien sabe cuántas especies vivas y microscópicas que anidaban ahí, recibí una invitación. Y entonces el hombre delgado y viejo que yacía en una hamaca, con un brazo sirviéndole de almohada, mientras tenía las piernas cruzadas, cuan largo era, dormitaba bajo un cobertizo hecho de palmas, a la hora pesada en que el calor agobiaba de manera tal, que sólo se escapaba de éste con un sueño no tan profundo, pero sí reparador, despertó súbitamente. Cada golpe con el trapo para sacudir el cuadro fue dejando al descubierto, algo, que no era propiamente un paisaje, aunque para mí sí lo era, ya que, aunque la imagen del abuelo, de mi abuelo, estaba plasmado ahí, y aunque no se le veía el rostro, porque se lo cubrió, o yo cubrí con un sombrero para que la luz no le perturbara el descanso; sí se veía, que a un lado de ese corredor, estaba un lago. También se podía ver un pequeño terreno con milpas de maíz. Todo indicaba, incluso la atarraya extendida en una esquina, que ese, era un paisaje no solitario, ahí estaba un hombre y un perro dormitando bajo el sopor de un calor denso, y que mi abuelo era campesino y pescador.

      ̶ Y vaya que si se siente calor.

      Dijo uno de los dos contratistas que estuvieron a verme, invitados por  don Máximo Pulgarón. Eso fue un halago y a la vez, una llamada de atención, para invitarles a tomar un refresco. No tuve esa atención debido a que, estaba absorta re descubriendo esas pinturas que no le importaron a nadie en su momento. Los invitados aceptaron gustosos las bebidas frías en lo que veían los otros cuadros que nada tenían de importante, porque eran retratos de personas. Sin embargo dijeron que sí veían trazos artísticos. No les creí. Quise mejor, que vieran el otro cuadro que hubo vivido en la penumbra del olvido y que era un paisaje en claroscuro. Una luna idolatrable que era observada por los ojos que parecían de una mujer. Por supuesto que era una mujer. El cabello largo que enmarcaban los ojos apuntaba a que sí lo era. El conejo de la luna, en mi viaje de adrenalina, lo cambié por algo que parecía un duende. De hecho así se llamaba el cuadro, El duende de la luna. Quise, plasmar en los ojos de la mujer que observaba al satélite, toda la vehemencia posible, toda la desolación de aquel, que ya no tiene a más quien pedir, sino, inventarse a alguien con poder y ese fue el duende de la luna, que le concediera conocer a quien sería su gran amor. Era una mujer enferma de soledad. Sólo el duende de la luna la podía salvar. Un ser mítico, inventado por ella misma. Lo realicé pintando toda la tela de negro, y después, con la esquina de una espátula, hice los ojos con abundantes pestañas, líneas que parecieran cabello revoloteado por alguna brisa, la luna y el duende en ésta. Pero a los visitantes no les gustó nada de este trabajo, dijeron, porque no era posible que una imagen no trasmitiera por sí sola su significado. Les gustó el de mi abuelo, que así se llamaba: mi abuelo. Pero lo que los llevó hasta mi estudio fue el cuadro que le pinté a mi amigo Pulgarón, quien estuvo muy contento con mi trabajo. A este cuadro no le puse nombre, y si acaso tendría que llevar uno, éste sería: Cuando Dios se asoma a despedir a su pueblo. Pero creí que era un nombre muy egocentrista, y no. Me concreté a decirles que Pulgarón lo pidió así.


El duende de la luna


     El trato y contrato era este. Me llevarían a varios lugares, pueblos pequeños, en donde debería pintar paisajes, costumbres o bien, como la inspiración me dictara, para que los calificaran en las oficinas de Turismo del Gobierno de Oaxaca. Por supuesto, tenía que pasar una especie de prueba, sin goce de sueldo por las tres primeras pinturas, aunque sí con los gastos pagados. De ser aprobado mi trabajo, entonces sí se firmaría un contrato, se hablaría de sueldo, y todo lo demás.
     Mi desencanto no tuvo límites, cuando supe, que otras nueve personas estaban en otros pueblos, tratando de ganar el contrato. Entonces estaba en una especie de concurso. Adquirí un trauma insuperable sobre competir. No me gustaba perder, o no sabía perder. Tuve una amarga experiencia con esto desde mi niñez. Por ello no me inscribí jamás en un concurso ni cuando fui estudiante de secundaria. Alguna vez los hubo de dibujo y no tuve tentación alguna, aunque todos me dijeran que llevaba las de ganar. Fue grande mi sorpresa y me ego se inflamó, cuando alguna otra vez,  me llamaron para ser jueza de un concurso de dibujo. Y volví a detestar los concursos, porque vi trampas y triquiñuelas y me llegaron a obligar a subir puntos a algún dibujo, que no parecía mejor al que yo había elegido, y cínicamente, aunque susurrando, me decían que era el sobrino del director, y no querían que éste perdiera la gran simpatía  que les tenía, y me arrepentí muchas veces de haber sido copartícipe de cosa tan deshonesta. ¡Odié por siempre los concursos! Aunque creo que en sí, la vida es un concurso, donde alguien, en un momento dado, pierde. Ya es cuestión del participante, si se reconcilia con ello y sigue, de no superar esta situación, se vuelve a perder.
    
     Ya estaba en un pueblo llamado Tapanalá, con apenas mil habitantes, y no tenía la más remota idea de qué diantres podía yo dibujar de ese lugar, turísticamente hablando. No imaginaba por más que intentaba, y vaya que mi imaginación siempre ha sido delirante, algún cartel que dijera: Visite Tapanalá y vea que buenas son las mujeres para hacer tortillas a mano. Por supuesto que podía sacar bonitas imágenes, pero no para invitar al turismo. Yo vivía en un lugar cien por ciento turístico, pero al llevarme a un sitio con esas características, lo más seguro, era que perdería. Quise renunciar de inmediato. Primero: porque el lugar era excesivamente ardiente, el polvo abrasaba los ánimos con un viento indomable que increpaba casi siempre. No tenía un hospedaje confortable, no había luz eléctrica, más que en el centro del poblado. Los habitantes rechazaban este recurso energético porque decían no les hacía falta. Apenas caía la noche y casi junto con las gallinas, desenrollaban sus petates y se dormían, para despertar junto con el alba, también al tiempo de las gallinas. Nadie tenía refrigerador. No lo necesitaban. Cuando querían comer carne, bastaba con que pescaran a una gallina del pescuezo, se lo torcieran, la desplumaban, la desentrañaban, la guisaban y se la comían, sin ningún sentimiento de culpa, ya que no recordaban el cuerpo del animal con los estertores de la muerte sacudiéndose dramáticamente. Y segundo: a nada le temía más que a la derrota. Yo estaba ahí porque no entendí entonces de lo que se trataba. No pude renunciar debido a que, me dieron una cantidad de dinero como adelanto para cubrir algunos gastos, y yo compré  ropa, lentes para sol y chécheres para verme, según yo, más importante. No podía devolverlo. A la vez me dijeron los dos hombres que me contrataron, que no se trataba propiamente de hacer imágenes que invitaran al turismo a conocer lugares tan remotos  como Tapanalá; sino que, habiendo visto Cuando Dios se asoma a despedir a su pueblo y Mi abuelo consideraron que tenía potencial para decir con imágenes, un amanecer o atardecer, la vida en sí, en un pueblo del Istmo, arrancar y estampar a pastel, óleo, acuarela o carboncillo, las virtudes de los pueblos de Oaxaca.

      ̶ Creímos en tu talento, en tu sensibilidad y en tu capacidad.

       Dicho esto me aferré a una ilusión e invoqué a la confianza. La idea de perder me hacía creer que  derretiría la autoestima que tenía apenas prendida con alfileres. Desde niña tuve muchos roces con mi madre, porque insistía que no servía para gran cosa, y que además, yo era fea. Esto último nunca se lo creí.

      Me tranquilizó el saber que Turismo quería que las imágenes hablasen de virtudes y de cultura. Se tenía la idea de hacer un calendario que se regalaría a países europeos, con veinticuatro paisajes arrobadores que mostraran la belleza y la magia del estado oaxaqueño; lo inasible y la inconcebible fuerza que hace un día a día. Mantenerse vivos, agregué yo, y el vencer la tentación de no envenenarse, porque cada día es idéntico al otro. Volví a agregar, el espíritu guerrero o el instinto de supervivencia intangible, invisible, que los hace esperar pacientemente  hasta el día de su muerte, porque son inmunes al hastío. Y vaya que si esperaban, encontré mucha gente centenaria por esos lares.
     Debía pintar paisajes de ese pueblito, y estaba todo el tiempo rodeada de cartulinas, lienzos, carboncillos, pinceles y una manita rascadora de mango largo, para apaciguar la rasquiña que me habían provocado las chinches proliferantes en mi cama y que hicieron delicias con mi persona, sobre todo con mi espalda, la cual, sólo podía alcanzar con la manita rascadora, pero sin un trazo digno que mostrar. No era por cierto, la varita mágica de mis sueños, pero sí funcionaba para la comezón.
     Llegada la noche, me zumbaban los oídos, porque no sabía escuchar el silencio. No vengo de una metrópoli, pero sí de una ciudad. Solía, soportar el asco, tomando agua simple de una jarra que estaba sobre una mesa desmirriada. La pintura ya estaba descascarada.
 « Agua de pozo» Pensé.
     Siempre que tomaba esa agua, me quedaba con la idea de haberme tragado un gusarapo. Siempre aguanté estoicamente y no vomité. Nadie vendía refrescos embotellados. Decían que eran malos para la salud. Tenían razón, pero el agua carbonatada y mucha azúcar me eran necesarias para subsistir ahí. Pedí que, que del modo que fuera, no faltaran en mi vivienda, hielo y refrescos embotellados.
   Una de aquellas noches, quise salir a tomar un poco de aire fresco.   Era tal la oscuridad, que no podía ver mis propias manos. Me ahogaba de calor. De pronto, empecé a ver algo que parecían luces de Navidad. Eran cocuyos. ¡Luces azules! Los conocía perfectamente. Esos insectos maravillosos que les brota la luz del pecho, e iluminan mucho. Eso era un milagro. No sabía cómo pintaría una noche impenetrable con los cocuyos que me revelaron algunas plantas suculentas en el terreno, y de suerte sólo me espiné con una, y me quedé inmóvil viendo el espectáculo natural. Definitivamente mi inspiración estaba rota para dibujar o pintar. Pensé que me quedaría  con la imagen de los cocuyos para mí, y con la espinada en la pantorrilla.
    
     No morí del susto en ese instante, porque yo era joven y fuerte, cuando un hombre de rasgos singulares e indígenas, con una linterna en la mano, me dio las buenas noches. Entonces pensé, que me encontraba en verdadero peligro. ¿Debía llamar a gritos al señor que fungía como autoridad? Este joven, en el momento que quisiera, podría violentarme y quizá con la complacencia de los habitantes del pueblo Tapanalá. Aunque, a decir verdad, nadie fue grosero conmigo, (menos mal que no conocían mis pensamientos) fue gente que no se comportó indiferente, sino todo lo contrario. De señorita pintora no me bajaban y recibí muchas atenciones e invitaciones para comer. ¿Qué quería ese joven ahí?

     Apenas eran pasadas las ocho de la noche, y ni los perros ladraban ya. El joven de la linterna se presentó con el inverosímil nombre de Simón Pedro Juan Matías, y de apellido Estrella y Montes. Pensé que si querían ponerle los nombres de los evangelistas de la Biblia, no entendí por qué omitieron Marcos y Lucas. Me reí sola,  y Simón Pedro Juan Matías, me secundó sin saber el porqué de mi hilaridad. Me hizo la plática y me dijo que imaginó que me sentiría desconcertada y aburrida en un lugar como ese; ya que sabía, que yo había llegado de la capital. Estaba mal informado. Yo ni siquiera conocía la capital del país. Yo tenía veinte años y él veintitrés. Trabajaba el campo y aprendió el oficio de su padre: zapatero. Aunque  este oficio, no le ocupaba mucho tiempo. La gente usaba huaraches todo el tiempo. Si acaso, cuando se acercaban los días de fiesta, arreglaba medias suelas, o clavaba tacones en su lugar. Sí, dijo, fabricaba botas, pero se vendían poco, aunque cuando se vendían, las pagaban a muy buen precio. Mientras, trabajar el campo era su modo de vivir.
     Entonces quise hacer algo diferente, y sí, cruel. Estaba desesperada y hasta irritada porque me sentía secuestrada por mis propias exigencias. Permanecer ahí, porque quería ganar el concurso que me daría un nombre importante. ¡Mis dibujos en Europa distribuidos por el gobierno de mi país! Soñaba. Después, me derrotaba.
      Prolongué mi plática con Simón Pedro hasta pasadas las doce de la noche. Cuando menos se lo esperó me le acerqué tanto que bastaba mirarlo de una manera seductora que no podría no antojársele un beso. ¡Resultó! Me besó deliciosamente. Una y otra vez. Hasta que le pedí que se fuera. Lo despedí como si nada hubiese ocurrido. Pensé que, ya que nada artístico podía arrancar de ahí, por lo menos me divertiría pensando en  el disturbio que le provoqué al indito de Tapanalá.
          Habían transcurrido dos semanas y yo no encontraba nada virtuoso del pueblito para mostrar. La belleza y la magia estaban ahí; pero no en mis lienzos y bocetos. Todo estaba para romperse y echarse a la basura. Mi frustración no tenía límites. Perdería el concurso y eso me ponía de peor humor. Simón, al siguiente día de la noche que le conocí, me llevó un radio, e hizo una instalación de luz  y lejos de sentirme mejor, me deprimió el ver la luz del foco; parpadeaba por la debilidad del voltaje. Era una luz pobre, el radio funcionaba bien, pero no tenía clavija, Simón, peló los cables y los conectó de un ladrón que sostenía la bombilla eléctrica ¡Todo parecía de pobres!
      Al tercer día me llevó un ramito de flores que cortó del monte. ¡Vaya! Tenía que agradecer el gesto, y lo hice. Más tarde arrojé a la basura las flores en cuanto se fue. Por supuesto, cada que me visitaba le permitía que me besara, de un modo tal, que cuando lo veía a punto de incendiarse, entonces le decía de la manera más fría que era hora de irse.
     Al despertar aquella vez, lo primero que percibí fue un perfume muy grato y relajante. Olía toda mi pieza a limonaria. Busqué y rebusqué hasta que di con el ramo de flores que empezaba a marchitarse por haber sido arrancado de su raíz, flores y follajes que fueron sacrificadas para darme alegría a mí. Saqué el ramo de la basura, y lo puse en un vaso con agua « Aunque sea agua de pozo». Dije, arrepentida de haberlas arrojado y muy agradecida por el delicioso aroma que me regalaban. El tiempo apremiaba, y perdí mucho, quejándome y haciendo apuntes y bocetos, pero sentada en mi cama, sin salir de la casa. Cuando al fin tomé la decisión de hacerlo, eran quizá las tres de la tarde de ese día. El pueblo parecía un pueblo fantasma. Otra vez, como la noche de la visita del tal Simón y quién sabe qué tantos otros nombres y Estrella Montes, los perros no ladraban. Sabía que abundaban y no parecían tener dueño. Andaban a la deriva y sobrevivían como los pobladores de Tapanalá. No llevé caballete ni pinturas porque sólo iba a dispuesta a hacer apuntes. En el centro del pueblo, vi la iglesia, pero estaba cerrada. Había un árbol gigantesco que regalaba, una fronda celestial que podría hacer más llevadero ese calor inmisericorde. Pero esa soledad y ese silencio me deprimieron. Jamás me sentí tan sola en el mundo. Tan lejos de todo, en un mundo totalmente desconocido para mí. Ese era el verdadero mundo raro de José Alfredo Jiménez.
     Las puertas y ventanas de las casas que estaban en el centro del pueblo, no estaban cerradas, pero no parecía que hubiese vida dentro de ninguna de estas. Los únicos vivos ahí, éramos dos seres: un caballo de una magnífica estampa, amarrado bajo al frondoso árbol y yo. Ignoraba quién era el dueño del animal y dónde  andaba. Hice un boceto de la iglesia, el árbol, el caballo, y no tenía el mínimo asomo de cómo trasmitir la soledad que me abrumaba. Más tarde lo pinté al óleo así tal y como lo vi. Lo titulé: La siesta.
boseto "la siesta"

       
     El grito de una mujer me sacó de mi ensimismamiento de conmiseración.
    
      ¡Señorita pintora!
     Gritó una mujer vieja, con trenzas enrolladas alrededor de la cabeza, y unos hermosos pendientes de filigrana; que se asomaba por una de las casas que parecían sin vida.
     ¿Necesita usted algo?
    
     Me dio un gusto enorme saber que otro ser vivo estaba ahí, y, aunque no sabía decirle qué necesitaba, me alegró mucho no haber intentado iniciar una conversación con el caballo. ¿Que necesitaba? Largarme de ahí lo antes posible. Pero a la vez, largarme de ahí, sin hacer el mínimo intento también hería mi susceptibilidad. Necesitaba, decirle a alguien, aunque no creí que esa mujer me entendiera, que estaba totalmente desequilibrada, porque tenía mucho miedo perder un concurso, una oportunidad, e incluso, creí sin piedad que no tenía nada de artista, ni grandes dotes de dibujante. El lugar, Tapanalá tenía demasiada belleza ignota, pero yo estaba discapacitada para decirlo con imágenes. Sólo era una mujer que garrapateaba desesperadamente trazos sin sentido y no sacaba nada valorable.       

     ¡No servía yo para nada!

     ¿Era eso verdad? ¿Mamá tenía razón? Quizá en ese sentido sí. En el otro, en que era fea, no.
    
     Definitivamente no.

     Sin darme cuenta, ya estaba en la vivienda de doña Rogaciana. ¡A qué nombres tan raros por ahí! Mi nombre, era sencillo, pero a la vez bonito. Rogaciana me lo dijo y yo asentí con gracia cuando dije que mi nombre era Blanca. Me dijo que era encantador, ya que tenía el nombre del mar de Tapanalá: la blanca.
     La casa de Rogaciana era enorme y fresca. Tenía techo de tejas rojas, un tanto ennegrecidas por la humedad del tiempo. Pero el hecho de ser una casa tan alta, hacía que el aire hiciera un tiro consolador, y entonces los pies, y mi cara, perdieron lo tumefacto. En efecto, empezaba a verme hinchada por el calor. Tomé sin asco el agua de varias frutas que me dio. Y le conté sobre la visita y la galantería de esta persona llamada Simón... quién sabe que más nombres... y ella preguntó:
    
      ¿Simón? ¿Qué Simón?

     Entonces la cara se me puso caliente y estoy segura que Rogaciana lo percibió. Ese tipo me engañó. Ahí no había ningún Simón. Yo quise burlarme de él, y ahora, la burlada era yo ¡Esto es el colmo! Rogaciana se carcajeó, como si hubiese leído en letras grandes y negritas en mi frente "se me volteó el chirrión por el palito”. Y entonces Rogaciana dijo:
     
      Es que aquí en Tapanalá parece que a la gente le dio el vicio de ponerle a muchos de sus hijos el nombre de Simón.
      Continuó:
     
      Está Simón Pedro, el hijo de la chata Valdivia. También está Simón Cornejo, pero ese es un niño de siete años. Está Simón Simón, que hay que decirle así, para distinguirlo de Simón Pérez, Simón Simón, se apellida Pérez también y no tiene ningún parentesco con el otro Simón, pero para que no se preste a confusión, el que nació después, pues es Simón Simón.
     Yo le dije a Rogaciana que quizá era ese Simón Pedro, el hijo de la chata Valdivia, a lo que Rogaciana no lo creyó porque dijo que Simón Pedro, hijo de la chata Valdivia era un hombre que, parecía muy viejo aunque no lo era, depauperándose por una extraña enfermedad. No podía levantarse de su butaque forrado de piel. Y antes de que a Rogaciana se le ocurriera decirme que ahí también había un Simón Blanco, el del corrido de Tres Palos de Guerrero, le dije que un tal Simón con muchos nombres de apellido Estrella y Montes era quien se me había presentado.
      ¡Ah!
      Dijo Rogaciana muy quitada de la pena. Simón Estrella. El hijo de Simón Grande, el zapatero. Le dije: Sí. Me dijo que su padre era zapatero y que él también había aprendido el oficio.
     Me sentí una estúpida superlativa cuando me dijo que este muchacho, era hijo del señor que me habían presentado como la autoridad de Tapanalá. Es decir, no me había grabado, o bien, ni siquiera pregunté el nombre del señor que tan gentilmente se puso a mis órdenes y se encargaba de que mis alimentos los llevaran a tiempo, mis infaltables refrescos embotellados, mi hielo, etc.
     Rogaciana se refirió a Simón Estrella como buen muchacho. A pesar de lo difícil que había sido para él llegar a este mundo.

     Rogaciana era la partera del pueblo. Casi no se requerían servicios médicos allí, excepto cuando había campañas de vacunación. Ella era una experta en elaborar pócimas con yerbas, pomadas, ungüentos, e incluso, si algún parto venía complicado, tenía la facilidad, de desenlazar a algún niño que viniera atrapado del cuello por el cordón umbilical, o colocar en buena postura algún niño que viniera atravesado y no era de las que se quedaban con las ideas antiguas de que los niños que vinieran con esta condición, seguían perseguidos por la mala suerte. Y fue que Rogaciana se descosió hablando de la llegada a este mundo de Simón Estrella. Su madre, empezó a padecer anemia casi desde el principio de la gestación. Sufrió mucho, no obstante los bebedizos de Rogaciana y la dieta riquísima en hierro a base de lentejas, espinacas, hígado de res y frijoles.
    « No nació con buena estrella pa' la cría » Dijo.
     Esas eran, dádivas y regalos de Dios, y a ella, Dios la hizo enclenque y sólo le permitió traer al mundo a Simón Estrella. La madre se llamaba Blanca, como yo. Saber eso hizo que el corazón me diera un vuelco. Lo que Rogaciana ensalzó de Blanca la madre de Simón Estrella, fue su entereza de espíritu, su enorme fe. No le importó que la vida le fuera en ello y quiso que naciera su hijo, por el inmenso amor que le tenía a su esposo.
     « Ahí se hincó la pobre, debajo de esa parota »  (¡Ah! de modo que ese arbolote se llama parota, yo pensaba que era un ahuehuete)   
      »Frente a la iglesia, cerrada, porque el cura sólo viene el domingo a oficiar misa de siete, y de ahí se va a otros pueblos a dar otras misas, y ahí, hizo un acto de fe. Ofreció la vida de ella por la de su hijo »
     Rogaciana me dijo que sólo un milagro salvaría a ambos. La anemia fue devastadora, y por ende, el bebé también vendría igual de desnutrido. Sin embargo, Rogaciana, hizo cuanto pudo y sacó a flote a su ahijado. Simón Estrella, de quien dijo, era; trabajador, serio, limpio. Un tanto tímido, pero buen muchacho, afirmó. De ahí concebí la idea de pintar algo que se llamara: La fe.

     Corriendo me fui a buscar mi caballete, y me senté en el centro del poblado, para pintar esa fe desquiciante de la madre de Simón Estrella. Unas puertas de una iglesia cerrada de donde atravesaban dos manos hermosas que entregaban al pueblo de Tapanalá un bebé, pero este era apenas visual por el excesivo brillo de luz de una estrella.  Coronando el cuadro se veía el rostro de Blanca; su madre.

     A decir verdad, no me importó que en el fresco de la mañana, los días que monté mi caballete, se arremolinara gente a mí alrededor para ver lo que pintaba. Murmuraban, y de entre estos cuchicheos, solo alcanzaba a entender que se preguntaban de qué se trataba lo que pintaba. Nadie distinguió que el rostro que yo supuse era de Blanca, era la madre de Simón Estrella. Finalmente la pintura me quedó como un retablo ordinario que mostraba, según yo, un nacimiento. No me gustó, ni creí que a nadie le gustara, tal y como sucedió. Quise pintarlo para agradecer a la vida que Estrella estuviera en ésta, pero, de nuevo ambivalente; no concebía la idea de que una mujer, con mi nombre, hubiese preferido morir, para dar un hijo a su marido. ¡Cuánta irresponsabilidad! pensaba. Dejar un hijo en el mundo con el peso de la orfandad, con lo mucho que suponía que sería terrible. Esto sí lo digo con total y absoluta honestidad. Mi madre y yo, jamás nos llevamos bien, pero no concebía mi niñez sin ella. Entonces sí me petrificaba de horror. Todo lo que hice a partir de que volé, podría hacerlo sin ella. Imaginar una iniciación en este mundo sin mi madre, definitivamente no podía. No entendía cómo Estrella, sí parecía poder.

     También me quedó claro, que el surrealismo del que se empezaba a hablar, y estaba como que de moda, a mí no se me daba. Por eso, la fe, no quedó bien.

     Totalmente segura de que mi fracaso era inminente, porque me quedaban si acaso doce días para entregar mi mediocre propuesta, y largarme de ahí para no volver jamás, ya había pintado lo que en un principio no creí que se pudiera plasmar. Pinté como quise, aquí sin importarme si figuraba o no, la noche de los cocuyos. Esas luces que se apagaban y encendían haciendo pequeñas aureolas azules, y en el centro, un resplandor de un hombre hermoso con rasgos indígenas, con un ramo de flores de monte. No pude pintar el aroma, no pude pintar mi sentir, según yo, aunque en cada pincelada yo afirmaba que sí lo plasmaba. Pero a decir verdad, esa noche me gustó, en todo y por todo. Entre la sorpresa de los cocuyos, el susto que me dio Simón Estrella, la risa que me dio su nombre, la travesura que le hice, y así quedó listo: La aparición de Simón Estrella.

Una tarde me sentí muy halagada, porque Rogaciana, la madrina del pueblo, por haber traído al mundo a la mayoría de los habitantes de Tapanalá, me dijo que Simón Estrella estaba organizando una fiesta en mi honor, por mi visita y por mi partida que estaba cerca. Yo, sentí un sopor que sonrosó mis mejillas y le sonreí a manera de disimular ese algo dentro de mí, que estaba sucediendo, pero no me atrevía a afirmarlo y reconocerlo todavía. Estuve medrosa de que el tal Simón Estrella hubiese dicho algo, de esas visitas en donde yo lo besaba apasionadamente, para dejarlo con dolor en el vientre, y que se fuera a llorar a su catre, o que se fuera a la chingada si quería, pero siempre le pedía que se fuera. Con él me estaba desquitando del berrinche que tenía dentro. Y entonces me abofeteó la vida por mi conducta reprochable. Anduve caminando, entre merodeando y mascullando mi rabia, cuando vi a una mujer muy bonita, con un atavío de mujer oaxaqueña, autóctono, simple, bello. Llevaba un cántaro de barro lleno de agua sobre la cabeza, tenía como base un ruedo de tela, haciendo gala de un equilibrio sorprendente, al tiempo que con sus brazos, abrazaba otro cántaro de barro, también lleno de agua traída desde el río. Traía una enorme y gruesa trenza terciada por el hombro izquierdo. No desvió su atención hacia mí, sonrió, y sin perder ese tremendo equilibrio, se besó con Simón Estrella. Eran novios.
     Quedé clavada en mi sitio. Boquiabierta porque la escena me encantaba para pintarla. ¡Por supuesto que la pintaría! ¿Podría? Quizá. Temblaba de ira al mismo tiempo. Odié a esa muchacha y odié a Simón Estrella. ¿Por qué los odiaba?
     Corrí a pedir el soporte a Rogaciana. Le dije que temía que a mí se me negara, porque la chica podría ser... como de pueblo... tan penosa... tan ranchera, quise decirle de manera peyorativa, pero no lo hice. Rogaciana entendió mis temores, y tan pronto como la mandó llamar, la chica estuvo presente, y saludó con un beso en la frente a su madrina de primera comunión. Conmigo no fue cortés. Entonces pensé: «las almas sí se conectan, y se dan avisos».
     Rogaciana fue directa con la joven al decirle que nada tenía de malo, que yo rescatara en una pintura al óleo, el beso con su novio. Pero la joven, apenas un año menor que yo, decía que se moriría de vergüenza.
    
      ̶ ¡Pero si te besaste con tu novio delante de todos los que andábamos por ahí! ¡Te vi y me encantó!  ̶ Le dije.
   

      ̶ ¡No es lo mismo! ̶ Respondió con altanería. Y de soslayo me miró y parecía que arqueaba su poblada ceja como solía hacerlo siempre doña María Félix. Si algo me sorprendió de esa muchacha, fueron las pobladas cejas que le hacían un hermoso marco a sus grandes ojos. Era bonita. ¡Chingada madre! ¡Era bonita! Tenía el rostro afilado, la nariz un poco larga, pero todo armonizaba. El cuello fino le daba ese donaire. Su melena era negra, lacia y larga.
Denudo sobre un petate
Y Rogaciana le dijo que, en efecto, no era lo mismo. Esta vez, se trataba de hacer arte, de decirle al mundo cosas bellas de Oaxaca, de Tapanalá, el lugar donde nunca sucedía nada extraordinario. A decir verdad, yo había adquirido algunos desnudos y fue gracias a Rogaciana. Jamás me imaginé que en un lugar como Tapanalá, a la primera mujer que Rogaciana llamó, aceptó sin chistar posar desnuda para mí. En un principio, la del pudor fui yo, e hice bocetos de la mujer, o bien de espaldas, o tapándose la cara. Logré Desnudo sobre un petate y Sueños. A la mujer le dije que no mostraría a nadie del pueblo estos trabajos, a lo que ella me dijo que la tenía totalmente sin cuidado si los mostraba o no. No le importaba nada lo que la gente pensara. Y entonces, posó para mí, desnuda y de frente. Obviamente estos desnudos siempre se hicieron en casa de Rogaciana y, aunque a la mujer no le importara, a Rogaciana y a mí, nos pareció prudente mantenerlo callado.
     Por esta razón fue que recurrí a Rogaciana nuevamente, para hacer la escena del beso que despertó mi ansiedad y mi inspiración. La muchacha estaba rejega, pero finalmente dijo:

       ̶ Que lo decida Estrella en todo caso. Yo no.

       Por supuesto que di por sentado que Estrella, era Simón, Simón Estrella. Que desde que pude pintar La aparición de Simón Estrella, yo perdí la paz. Lo pensaba hasta el delirio. Cada que lo veía de cuerpo presente era muy diferente al que había pintado y al que tenía en la mente. Pero todo me indicaba que era el mismo. Empecé un juego macabro y me enredé en mis propios hilos de soberbia. Me besaba tan apasionadamente, y yo, cerrando los ojos me iba volando hasta las galaxias menos pensadas. Siempre me detenía en el momento que las cosas pudieran llegar a más ¿Qué haría esta vez? Según yo, tenía la solución. Obtener la imagen El beso, total; ya tenía otras pinturas y La aparición, que así se llamaría a partir de ese momento, porque tendría que dar un discurso final cuando ya me fuera, y debía mostrar las imágenes obtenidas y no diría que se trató de la aparición de Simón Estrella, ¡No! ¡Que nunca supieran la verdad  por amor a Dios!

     Obtener el boceto de El beso, fue extremadamente dificultoso. Había demasiada gente que desconcentraba a los modelos; y era totalmente perceptible el enojo de la novia de Estrella. Su nombre era Dalia. Los amigos de Estrella, silbaban haciendo tonos de burla, las mujeres lanzaban risitas conteniendo algún ataque de pudibundez; y otras más también como de mofa. Rogaciana tuvo que intervenir y a gritos, pedir a todo mundo se integrara a sus quehaceres. Habló como si  entendiera mucho de arte plástico. Lo que Rogaciana tenía, era mucha voz de mando. Les dijo que este trabajo necesitaba de privacidad aunque estuviera haciéndose en una locación del pueblo. Daba gritos y palmadas ¡A volar todo mundo!
      Yo quería que se viera la flora como fondo, el color exacto que tenía aquella tarde, el vestuario de Dalia. Pero, el cuadro tampoco estaba quedando bien porque no estaba haciéndolo con amor, sino con ira. Mucha ira. Demasiada. Con celos. Todos los celos concentrados en mi ser.

     Haciendo trazos que erraba seguidas veces, decía para mis adentros, que cómo podía sentir estos celos descabellados por un indio de un pueblo perdido entre los umbrales del infierno, por estar tan lejos de muchos sitios, por tener un mar escondido, por hacer hervir los ánimos con el calor. Un pueblo que quizá no figuraba ni en el mapa de la República, pero ya estaba queriéndose quedar en el mapa de mi corazón con un punto, y ese punto era nada más y nada menos que Simón Estrella. ¿Es que me hizo algún trabajo de hechicería? ¿Lo llevó en aquellas flores agonizantes que exhalaron un perfume pernicioso contra mi tranquilidad? ¿Fue desde la aparición de los cocuyos con sus luces azules en medio de la penumbra? ¿Fue la espina en mi pierna, que me dejó sin antídoto para ese sentir? ¿Quién demonios es ese campesino y zapatero con las manos callosas y cicatrizadas por la charrasca, con la que corta el cuero para arreglar medias suelas de zapatos de pobres? ¿Con qué derecho irrumpió en mi alma?
     Quería arrojar lejos pinceles y lienzos y gritarle: ¿Cómo pudiste provocarme tal insomnio? Le aseguraría que era nada más y ni menos que un demonio, que ya vivía en mi pecho.

     En un descanso que me di, para después intentar continuar El beso, Rogaciana me llevó a su casa en donde me dio de comer y beber su agua milagrosa que no me daba náuseas.  No pude terminar el cuadro ese día. Lo terminé en mi cuarto como pude.  Dalia se escondió sabrá Dios dónde porque no quería seguir posando. Dijeron que entre su novio y ella hubo una fuerte pelea. El disgusto se debió porque finalmente sí se enteró que Simón Estrella tuvo atenciones para conmigo. Mucha gente, incluso, las señoras que suelen exagerar los celos, le dijeron a Dalia que estaba equivocada. La atención y la cortesía para una fuereña en este caso, no era como para hacer una escena de celos. La señorita pintora, o la señorita Blanca, como empezaron a decirme, sólo ha venido a Tapanalá para hacer pinturas. Ella, le dijeron, es una mujer de una sociedad diferente a nosotros.
  «  Las almas viajan» Pensé.
boseto "el beso"
   Sí. Definitivamente. Las almas viajan y se dicen los secretos que nosotros  guardamos en la carne. Sobre todo, si está en peligro algo tan grande, tan fuerte y tan bello como el amor. No tuve que decirle nada a Rogaciana ni traté de defenderme cuando ella, tan fresca como la fronda de la parota frente a la iglesia, me dijo:
     « No te sientas culpable por haberte enamorado de Simón Estrella hija. Una persona con una sensibilidad como la tuya, es presa fácil para pisar la trampa del amor, sin fijarse en detalles que gente más frívola sí lo haría. Simón Estrella es como un tesoro enterrado aquí en Tapanalá »
    »No es guapo, hay que aceptarlo, pero es muy especial. Digamos, no guapo como para ti. Pero estoy segura que tanto él como tú, tienen mucho que darse, si se diera el caso. No llegaste a tiempo desafortunadamente.
    

    »        El cómo lo supo o quién se lo dijo estaba de más. Aparte; por un minuto no pude pronunciar palabra alguna porque se me resecó la garganta al quedarme con la boca abierta. A la señora Rogaciana le reconocí un arte que quizá, nadie conozca en la vida. Pensé, que quizá era hechicera y acerté. Más mi enamoramiento no fue por medio de ninguna trampa de brujería.   Fue amor y real.

     Obviamente que esa verdad dicha tan certeramente, fue un azote a mi ser entero. Me sentí de cristal, transparente; desnuda y mucho muy avergonzada, sólo entonces repliqué. No acepté de tácito que Estrella, se había instalado en mi alma para no salir jamás. No pude engañar a nadie. Lo intenté conmigo misma. Intenté maquillar la emoción con visos de picardía y ahí estaba viviendo la consecuencia. Ahora sí que estaba igualito que la canción: I starded a joke. Inicié con una broma y la broma me la hice a mí misma; una broma que me tenía a instantes apenas, por romper a llorar. Yo conocía muchas canciones a través de una estación de radio que programaba los oldies but goodies; y procuré siempre preguntarle a mis maestros de inglés, qué significaba tal o cual canción, cuál era su sentido. Mis teachers, siempre me vieron con un dejo de curiosidad, debido a que me gustaban canciones de la década de los sesentas y setentas. No me interesaba la década que estaba viviendo, mediados los noventas. Por ello, es que he afirmado que, traduciendo: Yo comencé la broma; y la broma me devoró a mí.
   

     Le dije a Rogaciana que éste era mi primer viaje y mi gran oportunidad para triunfar en grande. Era la oportunidad de toda mi vida. Y eso de sentir amor, como el que quizá sentía Dalia por Estrella, no iba a detenerme. Yo no estaba para quedarme en un pueblo como Tapanalá; ni me veía como todas las señoras lidiando con el humo del fogón, palmeando tortillas, zurciendo calcetines y cuidando niños. Además, lo solté, como a quien se le escapa un eructo:
      ̶ Yo no me imagino mi vida con un indio de Tapanalá.
     Casi al momento me disculpé y la sonrisa y la mirada de Rogaciana me dijeron todo. Ella entendió que diciendo esta estupidez, trataba de defenderme ante lo indefendible. Estuvo de más decir que yo tenía un futuro promisorio por delante. Ya en mis otros viajes sería como los marineros, un amor en cada puerto, pero ninguno importante. ̶  Se trata de una niñería  ̶  le dije. ̶ Cosas como la edad de la punzada. ̶  Aseveré. ̶ Cosas que pasan, pero se pasan. ̶ Insistí.  ̶ Rogaciana suspiró y dijo:

        ̶ ¡Ojalá y fuera así! Por desgracia no lo es.
  
     Fue una barbaridad todo lo que vio Rogaciana en mí. Estoy segura que sabía, cuántas lágrimas, el número exacto que derramaría por Estrella. Vislumbró mi vida agonizando en un pantano de amor implacable. Jamás vencido. De ahí, se ganó mi admiración y todo mi respeto. Sería ella, mi único lazo, para, por lo menos, alguna vez, hablar de lo que podría ser, de lo que sentía, de lo que imaginaba, de no perder esa astilla de fe, que como cadillo hería mi corazón.



***

    

       Estaba todo listo para la ceremonia de mi despedida, terminando la misa. La gente se reunió fuera de la iglesia. Ese lugar estaba tan abandonado por el gobierno que no tenían pavimento por ningún lado. Estaba fresca la mañana y era, aparentemente un buen día para decir adiós a todo. Me esperaba una camioneta con aire acondicionado que me llevaría hasta Oaxaca, y de ahí, volaría a la capital, la cual conocería por vez primera. Me hospedarían en un hotel, junto con los otros participantes, y esperaríamos cinco días para el resultado final del concurso.
     Presenté, en primer lugar el cuadro La aparición, y dije que se trataba de la noche de los cocuyos. Y que imaginé que un ángel me había visitado, para darme la bienvenida a Tapanalá, lugar que me arropó y me acogió cariñosamente. Hice hincapié en la atención amabilísima de Doña Rogaciana, aunque yo, desde el principio le dije Rogaciana a secas, porque me inspiró confianza. En mi speech, quise hacerle esa deferencia. Mostré mi segundo cuadro, que me quedó realmente hermoso, y se llamó simplemente: Simón Pedro. Y hablé entonces, de eso que parecía una manía de ponerle a casi todos los varones, el nombre de Simón en Tapanalá. Todos reconocieron al hijo de la chata Valdivia, en su butaque y con una imagen de la Virgen de Juquila. Demolido por una extraña enfermedad que no le permitía caminar. Lo quise pintar así como lo vi. Con su camiseta de ropa interior para llevar el calor, su cabellera totalmente blanca, escasa y despeinada. Descalzo y posando sus pies sobre un fresco petate. Su madre, la chata Valdivia, quien estuvo presente, lloró al ver a su hijo en un cuadro enorme. Me pidió que se lo vendiera, pero no podía ser así. Era un buen cuadro para presentar al concurso. Me hubiera encantado pintar a la chata Valdivia, casi llegando a los cien años, ella cuidando de su hijo de ochenta. Les mostré varios bocetos que capté del pueblo; una señora vendiendo ollas en el día del Tianguis, un chiquillo pescando en un muelle de madera viejo que encontré en la playa la blanca, algunas casas e imágenes de señoras
"una mañana en Tapanalá"
 palmeando tortillas, y al final mostré El beso. Ese cuadro todos lo conocían, y quizá por ello no causó tanto furor como el de Simón Pedro. Del cual decían que se veía idéntico. El mapa de las arrugas dibujadas en su rostro. Sus ojos pequeños resignados a su postración, en sí, toda su faz reflejando una paz que yo estaba muy lejos de sentir. Y el cuadro que me quedó como retablo que no le gustó a nadie, y que nombré La fe, se lo dejé a Rogaciana. Ella, yo estaba segura, sabría interpretarlo. Del altar y bien, el cuarto que tenía para atender los partos y los enfermos, sólo tomé apuntes, para quizá algún día darle forma y color, si me daba el tiempo, si me daba la gana, si me daban las fuerzas. Saber que en ese cuarto había nacido Estrella, a mí me tenía enajenada. Al principio lo dije, y lo confirmé. Perdí tiempo ¡maldito tiempo! ¡Todo el tiempo me quejaré del tiempo! por quejarme no me apliqué debidamente. Finalmente dije que me iba de Tapanalá, con un muy buen sabor de boca. Mentí al decirles que algún día regresaría tan sólo por visitarlos, porque me había encariñado mucho con ellos en esos treinta días, en donde la deliciosa comida me hizo los días cortos, y lloré porque les iba a extrañar mucho. Ya estaba de más mostrarles La siesta; debido a que estaba segura no entenderían cuánto pesa el silencio cuando estás apabullado, triste, solo, y como compañía un caballo que parecía de nadie y que dormitaba igual que los demás, y por supuesto, tampoco destapé los desnudos de una mujer sorprendentemente bella y desenfadada.
     No quise voltear hacia la gente cuando me trepé a la camioneta que fue un oasis, al sentir la frescura dentro de ésta. Y soporté las ganas de llorar, por muchas horas, casi un día. Durante la  travesía y sin poder olvidar que me sentí una víctima arrojada a un agujero, se detuvieron en Salina Cruz, para recoger a dos concursantes más. Maldije en silencio al pensar: me hubieran dejado a mí en ese sitio y no en Tapanalá. Hicimos una parada justo para comer, pero los dos participantes, sugirieron que buscaran otro poblado. Sentían sus estómagos estragados por el tipo de gastronomía del lugar. Se quejaron a voces, de que el hotel… ellos estuvieron en un hotel; pensé... seguido fallaba la electricidad y los ventiladores no funcionaban debidamente. ¡Ellos tuvieron ventilador! Mascullé.

     Rogué que comiéramos en Tehuantepec, y de paso le daba un vistazo. Desde que iba a la escuela, y se mencionaba el Istmo de Tehuantepec, como la parte más angosta de la República Mexicana, me imaginaba un lugar fuera de serie. Que me perdonen los istmeños, porque cuando uno no ha viajado y suele hacer castillos en el aire, a veces son grandes las decepciones. Me acordaba de la tehuana sonriendo en el billete de diez pesos de la colección de monedas y dinero antiguo que tenía mi papá, y no vi a una sola mujer con un resplandor así. La comida fue estupendamente deliciosa. Camarones de buen tamaño, y a un costo muy bajo. Me reí a carcajadas, como aquella que vivió una gran experiencia en su vida, y la traía más que superada. Carcajadas que disfrazaban mi llanto contenido. Mi risa se cortó en seco, cuando uno de los concursantes dijo:

      « Si no ganamos, por lo menos, ya tendremos algo que contarle a nuestros nietos»

       ¿Nietos? ¡No! No veo como tendré nietos, si no quiero tener hijos jamás.
 
        Yo me quejé hasta el desvarío, y no hice lo debido ni lo correcto. A todos nos enviaron a lugares remotos; como a una joven de mi edad, que estuvo en Guelatao y zonas aledañas. A nadie enviaron a la capital, es decir, a Oaxaca. Ese había sido el reto y no lo entendí hasta que conversamos todas nuestras experiencias y sinsabores. Y tuvimos que hacer acopio de toda nuestra inspiración de artistas, por eso habíamos sido seleccionados. Yo no pasé la prueba. Yo me enamoré y eso no podía decírselo a nadie.
     Hasta que estuve en la Ciudad de México, pude, abrazando una almohada, llorar por mi Estrella, por mi Simón Estrella. Y di rienda suelta a mi recuerdo.
amor de  mi vida
Simón Estrella tocó la puerta del sitio donde me hospedaron como huésped distinguida, entre el sopor, las invencibles cucarachas que salían de todos lados y esa luz débil que me hacía pensar en lo triste de la pobreza; a eso de la una de la mañana de mi última noche en mi sufridero de Tapanalá. Su visita no me despertó. La sensación de tener lagartijas vivas dentro de mi estómago no me dejaban dormir. Me dijo que Dalia se había ido de Tapanalá a un rancho de gente rica. Eran dueños de muchas hectáreas sembradas por mangos. Este rancho se llamaba Los Cuates y en éste lugar, seguido solicitaban los servicios de Dalia como doméstica. Dijo que hubo estado furibunda porque yo simplemente le caí mal, aparte de la galantería que supo de su novio hacia mí. Yo le dije que fuera a buscarla y que le aconsejara que los celos mal infundados, sólo contaminaban una relación buena y sana.
   
     ̶ Pero, y ¿nosotros? ̶ Dijo Estrella
     
     ̶ ¿Nosotros? ¡Nosotros nada!
    
      Le dije con total inmisericordia, a ver, si ese descolón me arrancaba de cuajo, a mí, y no a él,  lo que se había atenazado en mi corazón. Como si yo fuera una mujer de mucho mundo, de mucha edad, le dije que todo había carecido de importancia. Le dije que el pueblo me resultaba muy aburrido, y, él, sólo me había dado algo de diversión. Pero que no hiciera volar su imaginación, porque yo iba a ser una pintora que iba a recorrer el mundo, tenía planes y proyectos. No había alguien, en particular dentro de éstos. Sólo éramos mi sueño y yo.
     ¡Yo hice llorar a una estrella! ¡Me había ganado penar por el limbo toda una eternidad! Estrella lloró de un modo tal, que no pude portarme indiferente. Traté de consolarle. Le pedí perdón si es que mi conducta le hizo pensar algo más. Nada era posible. Nada absolutamente. Entonces, me besó, como nunca antes. Me arrastró como un tornado y me metió en el ojo del huracán que llevaba dentro. Me poseyó de un modo que no sé cómo no desperté con mis gemidos de placer a todos los seres de Tapanalá, vivos y muertos.  Creo que juntó en una sola noche, todas las otras noches en que lo mandaba lejos, con la pasión contenida. Cuando se desfogó del todo, no sé si de rabia, o de amor, o pasión, nada de eso importaba; me acarició con mucha ternura. Me besó de muchos modos y me besó toda. Y me imploró que no lo olvidara nunca. No me reprochó mi conducta ni me tildó de puta, como pensé que lo haría. Después de todo, era un muchacho de pueblo. No me preguntó por qué no era yo virgen, y eso me extrañó bastante. Creí, que en ese tipo de lugares, eso era, no algo de lo más importante, sino, lo único y más importante. Dalia, su novia, seguro era virgen, o bien, si ya había tenido algún encuentro sexual, había sido él el primero. Por ello, esa era una relación formal, que todo el pueblo conocía y aprobaba. Ella, estaba segura y no me equivoqué, ella sería su esposa por todas las de la ley. Ya me imaginaba ese festejo obsceno de boda de muchos días, de ríos de cerveza o licor, o no sé qué tomaban por allá, mezcal quizá; y comida de todo tipo, para mucha gente, por muchos días, ya lo dije.
     Estrella me dijo que se suponía que sí, que Dalia sería su esposa, pero él ya no la quería. Él me amaba a mí. Yo traté de persuadirlo que se estaba dejando llevar por el momento, y él insistió que no. Dijo, que no tenía pensado ir a visitarme la noche primera que lo vi. Que andaba deambulando por el pueblo en la oscurana, porque no sabía qué era lo que no lo dejaba dormir. Repentinamente, se iluminaron los cocuyos, un deseo indomable le indicó que debía venir a verme, y a preguntarme cómo me encontraba. En caso de que yo me molestara por su visita, habría dicho que lo había enviado su padre, en calidad de autoridad. Pero como no dije nada, nada dijo él.
     Yo, no entendía absolutamente nada de los que nos hubo sucedido. Ni en mis más locas pesadillas, imaginé que iría a un pueblo como Tapanalá, a destrozar una relación de novios, con mira a ser esposos. Y tampoco entendí, por qué quedaría prendada de amor para toda mi existencia. Yo llegué ahí por casualidad. ¿Por casualidad? ¿Era ese mi destino?


***

     Recordé entonces mi niñez y vaya que si maldije al tiempo de nuevo por haber crecido, por haberme hecho mujer.
      De no haber sido por el correr del tiempo, yo me habría quedado, con la buena fama y el cariño de muchos compañeros de la escuela porque el dibujo se me facilitaba, porque era yo alegre, dicharachera y… ¡bonita!

     Un profesor, a quien le decíamos El Magnífico, que estudiaba arquitectura, y se pagaba esta carrera con su carrera de profesor de matemáticas en secundaria me dijo:
     «Jamás permitas que alguien, nadie, ni siquiera tus padres, coarten tus sueños. Cualquier anhelo que tengas, síguelo con pasión». Lo decía con tal certeza como si le hablara a un igual. Como si yo no fuera una adolescente que se sentía orgullosa por su melena crespa, abundante y larga. Me habló, como si le hablara a un adulto:
      « Los padres tienen obligaciones para con los hijos, pero eso, no les da derecho para ordenar sobre sus vidas ».
      Después me enteré que el Magnífico, inicia con la carrera de profesor de primaria, porque sus padres le dijeron que la carrera de arquitectura era complicada, amén, de que era cara, y además, le aseveraron, había pocas oportunidades de trabajar y ganar dinero. Le dijeron que la mayoría de personas, construía, cuando podía, su casa como Dios les daba a entender. No era tan necesario un arquitecto, y fue por ello, que tras estudiar lo que sus padres le ordenaron, ahora estaba estudiando lo que amaba. Y me dijo que estaba seguro de conseguir su triunfo. Me apoyó porque le encantaban mis dibujos, y además, él no lo hacía nada mal. Era arte indudablemente. Aunque yo, me iba hacia los paisajes y las mujeres. Él, hacia los edificios, parques, escaleras que podían conducir al paraíso mismo. Me encantó.

       He enviado seis cartas a Rogaciana y ninguna ha sido respondida. Llevo tres meses en Estados Unidos, masticando un inglés insondable y creo que ya soy mejor haciendo señas y dándome a entender así, que hablando incluso en castellano. Si hablara con canciones, quizá. Me sabía muchas en inglés con su significado.
     Es probable que Tapanalá no cuente ni con un servicio postal digno. ¡Qué idiota soy! No paro de hablar mal de Tapanalá, y ahí, justo ahí está el hombre por el que perdí la paz, el hombre que yo amo. Desde mi segundo lugar en la competencia del calendario cultural que la Secretaría de Turismo del Estado de Oaxaca realizó porque según, regalaría calendarios a países europeos, no he parado de dibujar y pintar para más de cinco empresas. Sólo he conseguido trabajo. No considero que eso sea éxito.  ¿O quizá sí? Yo no he sido feliz, es lo que quiero decir con franqueza.    
     Las personas con las que me he empezado a relacionar son precisamente las que concursaron. Ganó la joven que estuvo en Guelatao. Fue un debate interno el que me hizo perder. Así lo pienso yo. Los que fueron a invitarme a participar en algo, que no me quedó claro desde un principio,  que era una competencia, no me tienen muy contenta. Yo era feliz en mi pequeña ciudad tan cerca de Los Tuxtlas. Ahora la tengo en el recuerdo tan apacible, y ¡cómo deseo estar allá! Pero no como me siento hoy. Ojalá y estuviera allá como solía estar antes. No me he cansado de maldecir a éstos tipos, incluso me he llevado de corbata a Pulgarón y al mismísimo cuadro Cuando Dios se asoma a despedir a su pueblo. Nada de esto me estaría sucediendo, si nada de esto hubo ocurrido antes. Ahora lucho con el tiempo y la distancia.

     ¡Tapanalá!

     ¿Que estará pasando allá?

***

     Mi corazón late con fuerza y no sé si abrir la carta que me entregaron. ¡Es de Tapanalá! Y no trae el remitente de Rogaciana; el remitente dice: Simón Pedro Juan Matías Estrella y Montes. Domicilio conocido. ¿Y si lo dejo así? Yo creo que ya es suficiente.
     Haber vivido con el acerbo de la derrota en la competencia de los paisajes de Oaxaca y tener el corazón envenenado porque el hombre que amo, está comprometido con otra mujer, es un doble golpe demasiado bajo para ahora enterarme de sabrá Dios qué. Yo creo que es suficiente. Guardaré la carta para siempre y ese será mi trofeo. Mi premio de consolación. No haber sucumbido ante la tentación y la curiosidad que tanto mortifica a los hombres y nos señalan y hasta descalifican por ello. 
     La carta ha permanecido ahí desde hace cinco días. Me siento feliz de no haberla abierto, pero debo confesar que he dormido apenas imaginando lo que dice. Debiera concentrarme en mi trabajo, pero no es posible. No me gusta mucho.

     Debido a ese segundo lugar que según yo, no gané, perdí, fue por mi indecisión. Todos me decían que presentara: El beso, Una mañana en Tapanalá; que en primer plano y desde el interior de una casa, está una mujer haciendo tortillas en el suelo y mirando hacia afuera, quizá llamando a alguien para el almuerzo, o bien, está viendo dos aves que se forman con los árboles caprichosos; y La siesta. Estas tres pinturas recibieron magníficos elogios de mis contendientes, aunque buenos amigos y compañeros, y La siesta, fue la que más me sorprendió que recibiera comentarios tales como: Veo ese lugar, e imagino la quietud, la soledad, y siento ganas de ir a morirme ahí… ¡Atinado! parecía el mejor lugar para morir, y no para vivir. Entonces, sí retraté la soledad y plasmé ese silencio aplastante, en el que por escasos segundos, hasta la tierra parecía dejar de girar, y entonces era insoportable continuar allí. Y flotaba la presencia de una ausencia que te hacía agonizar de desolación. A mí me rescató Rogaciana con su: Señorita pintora, ¿Necesita usted algo?" De no haber sido así, me habría derrumbado a llorar compulsivamente y habría gritado histérica que me sacaran de ahí.    «Las almas sienten». Pensé.  Mi alma presentía que estaba a nada, de quedar prisionera. Las prisiones no son gratas para nada y para nadie. Por ello, mi alma sufrió por saber que quedaría prisionera de amor, pero prisionera. El alma quiere libertad, de hecho, la necesita.
    Y bien, como la inquebrantable y necia que fui,  no presenté, La siesta. Presenté, La aparición. Nadie lo entendió y como cataratas incontenibles, no cesaban de hablar maravillas de Simón Pedro y El beso. Pero en cuanto a La aparición, alguien dijo que me había equivocado terriblemente, ya que las luciérnagas no emiten propiamente esa luz azul que parecían una serie de luces navideñas de las de China.

    ¡Qué poca madre!

     Cómo fueron capaces de elevarme hasta una altura inimaginable, para dejarme caer de sopetón diciendo hasta de dónde parecían las luces navideñas de mis ¡Cocuyos! ¡Co-cu-yos! ¡No eran luciérnagas! ¡No vi luciérnagas aquella  noche!
     Me descompuse del todo, cuando uno de los jueces, que presumía de muy docto, dijo:


     ̶ ¡Cocuyos o luciérnagas! ¡Es lo mismo!
     ¡No! ¡No tienen nada que ver uno con lo otro! Y se armó tremendo zafarrancho por algo que, para la competencia, debió carecer de importancia. Pero es que, aunque ambos insectos emiten luz, no tienen nada que ver los cocuyos con las luciérnagas.
     Esto dije, pero pareció que no lo dije, porque a gritos nada se entiende, de haberlo dicho con tranquilidad y claridad, la competencia habría durado años; pero los cocuyos y  las luciérnagas pertenecen a familias zoológicas muy diferentes. Las luciérnagas pertenecen a los lampíridos, además que; luciérnagas las hay en todo el mundo, con excepción de las zonas polares, pero son insectos que tienen los órganos luminiscentes en la parte posterior del cuerpo. Los cocuyos, son escarabajos elatéridos, y sólo existen en América. ¡Eso quería que les dijeran con su calendario a los europeos! Pero era desquiciante querer explicar que los cocuyos tienen la luz en el tórax. Otra cosa importantísima, que entre la rebatinga de palabras y frases tergiversadas con gritos, para hacerse notar como el de la razón absoluta, no quedó claro que las potencias de luz entre estas dos familias de insectos, son muy diferentes: para igualar la potencia de una vela, se necesitan casi seis mil luciérnagas, y esta misma luminosidad, se obtiene con apenas cuarenta cocuyos.

    ¿Por qué no comprendieron entonces el hechizo de aquella noche sin luna?

    Y cuando quise terminar pronto, le dije de muy mala manera, porque parecía que era el único modo que entendía el sinodal de pacotilla, que los cocuyos tienen la luz en el pecho, y las luciérnagas la tienen en la cola. Y ¡pum! Acabé con el cuadro:
    
     « ¿Es que usted confunde un par de tetas con un par de nalgas? »

     Perdía el primer lugar. Esa fue la contundencia con que se resolvió todo. Obviamente que el juez exhibido de la manera en que yo lo hice, de haber podido, me habría ahorcado. Estaba lívido por la ira, pero yo no lucía mejor que él. Nombraron a Enedina Suárez Soberano como la ganadora y ella, tan gentil pero con firmeza me dijo:

     ̶ ¡Debiste presentar La siesta!  ̶ Dijo con ira en vez de alegría porque ella ganaba.
La siesta


     ¡Vaya que si fue gentil! Por mi necedad ella obtenía el triunfo, y aun así me regañaba. Desde entonces somos grandes amigas y confidentes.

    Hice una travesía de tres horas en avión para verla y conversarle sobre la carta de Tapanalá. Las dos estábamos en la unión americana pero en diferentes estados. Yo no estaba tan lejos de mi país, California era buen lugar. Y vaya que había hispanidad por ahí. Se me complicaba la comunicación porque la empresa que me contrató era totalmente inglesa. Ni siquiera americana. Enedina estaba muy bien colocada, dirigiendo una galería de arte, en donde, ya casi estaban por ofrecer una exposición de ella. A mí no me gusta el cubismo, pero a ella, le brotan las ideas y las figuras como un caudal. Alguna vez, hice un dibujo queriendo hacer algo cubista, e hice, en boceto: El comediante. Queriendo homenajear a Charles Chaplin y a Cantinflas, que siempre fueron mis favoritos. Soñé siempre conocer a don Mario Moreno; pero en 1993 falleció. El comediante Se trata del rostro de un arlequín y el cuerpo, son líneas y rombos en blanco y negro. Me gustó, pero no creí que pudiera dar más. Y, siempre he tenido la idea, o quizá lo escuché pero no recuerdo donde, que Pablo Picasso es el rey de cubismo. Pero me llevé una fuerte impresión cuando hojeando un libro en la secundaria vi  Desnudo sobre un diván. O bien, carecía y aun carezco de apreciación artística, o, ya no entendí nada y me quedé tal cual. Por ello, no me incliné al cubismo. Pero cubista, realista, surrealista o lo que fuera, yo necesitaba hablar de lo egoísta, narcisista, pesimista o no sé qué era yo. ¡No me atrevía a leer la carta de mi Estrella!
     Enedina me llevó a un café bastante tranquilo. Era un lugar bonito, parecía creado para que la gente se sintiera especial. Dina, la llamaba yo; desde que me regañara, apenas unos segundos antes de coronarse campeona en el concurso Virtudes Oaxaqueñas; que organizara  la Secretaría de Turismo del Estado de Oaxaca diciendo ¡Debiste poner la siesta!.
     Casi siempre que hablé de ello; ella solo ha atinado a reírse. Le pregunto que si mi mala decisión no la pone feliz y ella dice que sí, que en parte. Pero admitió alguna vez sentirse celosa porque está segura que ella no mereció ese triunfo por su trabajo, sino por una inquina que desperté en el sinodal al que exhibí como ignorante por aquello de las luciérnagas y los cocuyos. Dina dijo que hasta ese momento, como el sinodal, supo que las luciérnagas no eran lo mismo que los cocuyos.
     Dina, nacida en la capital Oaxaca, me admiró desde que me conoció. Ni siquiera  se sintió ofendida por el hecho que parecía que yo denostaba Oaxaca y sus alrededores. Ella no lo entendió así. Aseguraba que finalmente, todos veníamos con una retreta de quejas y mal dormir, en nuestras estadías de lugares que carecían de muchas cosas. No hubo uno solo, ni ella, que se escapara de aquella pesadilla; de camas con chinches, aguas turbias que brotaban del lavabo, ventiladores que no funcionaban, y todo apuntó que, a la que peor le fue, fue a mí. Entonces Dina, aprovechó su triunfo, y el haber quedado bien con la Secretaría de Turismo, les hizo comprometerse a que no sólo se alzaran el cuello obsequiando a través de pinturas y dibujos lo bello que era su estado por dentro y por fuera, sino que hicieran algo por este, lo más que se pudiera por esos pueblos de los que tanto nos quejamos. Y creo que algo bueno resultó. Apenas me fui, al mes, ya estaban construyendo en Tapanalá un centro de salud de asistencia pública. Estaban agrandando las escuelas e iniciaron la construcción de una tele-secundaria.
     En fin que Dina, ganó el concurso y recibió una cantidad de dinero  considerable, pero no pasó de ahí. No hizo ningún paisaje oaxaqueño más,  ni se supo si alguien más lo hizo para el dichoso calendario. Pensábamos que la Secretaría de Turismo la recomendaría para trabajar en Europa y divagamos con sueños guajiros que no se realizaron, pero no nos iba mal a ninguno. Todos estaban bien instalados, haciendo lo que más amaban y la única que chapoteaba en un pantano de tristeza y angustia era yo: estaba perdidamente enamorada. Y eso era lo que me tenía disturbada. Veía la exquisitez del café y pensaba ¡Por qué no estamos Estrella y yo aquí!
     ̶ Estás desesperada.  ̶ Dijo Dina. ̶ Tenía razón y lo peor de todo es que mi caso no parecía tener solución
     ̶  Por supuesto que la tiene. Malo sería si no estuvieras correspondida. Dices que Estrella dijo que te ama ¿no? o ¿No le crees?
     Sí, ¡Sí! y ¡mil veces sí! Pero yo tenía una lucha interna que no podía verle el fin. Si bien era cierto que yo no sabía que él tenía una novia formal, si bien era cierto que quise jugarle a la femme fatal; ahora estaba cierta que amaba a ese hombre con locura, pero que no me pertenecía ni asistía ningún derecho.
     Dina fue más coherente y me dijo que mandara al diablo todas esas quisquillas y lo fuera buscar.

    ̶ ¡Bueno! ¡Leamos la jodida carta y nos dejamos de pendejadas!

     El encanto y la paciencia de Dina, y vaya que si tenía paciencia, los vi discurrir por los suelos, igualito que los relojes deshaciéndose de los cuadros de Salvador Dalí;  cuando se enteró que no llevaba la carta conmigo. Que debía volar de regreso a California para conocer el contenido. Entonces sí, como tubería rota, se desbordó Dina diciéndome que yo era más complicada que una ecuación de álgebra y de cálculo vectorial y que una escritura con el alfabeto chino.

    ̶ La vida es simple y el amor es simple Blanca. ̶ Dijo, alzando la voz al grado que un mesero se asomó para asegurarse si las cosas estaban bien.
     ̶ Si en esa carta vuelve a afirmar que te ama y está enterrado vivo en ese Tapanalá  de tus miserias, ve y ¡róbatelo! Tráelo contigo. ¡Vívelo! Aunque somos jóvenes, es mentira que la vida dure tanto o que de tiempo de hacer todo cuanto queremos.

     Apenas aterrizó el avión a San Francisco, y yo, violando las normas de seguridad de permanecer atada al cinturón y no moverme de mi asiento ya estaba de pie. No quería quedarme en el angosto pasillo del avión, hasta que la gente se estirara, con parsimonia abriera gabinetes del equipaje de mano, y yo desesperada, queriendo salir de esa línea exasperante. Quería que se abriera esa puerta, conseguir el yellow cab primero que nadie, e irme a mi cómodo hotel a leer la carta. Y hasta ese entonces me di cuenta que, a partir de Tapanalá, a partir de Estrella, estaba perdiendo mi pragmatismo. Yo, tan práctica antes, tan determinada, tan positiva. Hacer un vuelo hasta Chicago sólo para decidirme a abrir una carta. ¡Vaya que si soy pendeja! Tal y como me dijo Dina. No me lo dijo así, pero lo pensó, y eso es lo que cuenta.
     Al entrar a mi habitación el foco rojo del contestador  titilaba como si tuviera una llamada de emergencia.
     No leí la carta y atendí el mensaje en el contestador. Era de mi trabajo y se nos había convocado a una junta extraordinaria, por lo que me presenté, apenas me bañé y cambié de ropa. Eso no fue problema. Yo veía a mis compañeros vestidos de traje, con saco y corbata, a las mujeres de trajes sastre, muy elegantes, yo, siempre usaba pantalones camuflados, jeans, y a veces, hasta con equipo de pants, como aquella que tras correr alrededor de un parque, se iba a sus pláticas y a pintar sus acuarelas. Nada de eso. Yo no hacía nada de deporte. Aunque me estaba viniendo bien hacerlo, no porque tuviera problema alguno de sobrepeso, pero era híper necesario que me liberara de la noradrenalina, somatotrofina, cortisol, cortisona, triyodotironina y tiroxina y quizá algo más. Estaba intoxicada de amor. Desde la vez que me hizo el amor Estrella, y me hizo liberar no sé cuántas endorfinas que se convirtieron en puntos blancos en el cielo, y que hoy parecen estrellas, ahora reproduzco todo lo que antes mencioné y no tengo fuerzas para nada.
     La dichosa junta fue para darnos una buena noticia. Teníamos  tres semanas libres para hacer lo que quisiéramos. La psicóloga que nos daba la pláticas para después nosotros representarlas en dibujos, o acuarelas mostrando imágenes con combinaciones de color para tranquilizar el cerebro, o presentar una imagen más amable de la vida, se había fisurado la cadera y estaría incapacitada ese tiempo. ¡A volar! Literalmente, sí, ¡a volar! Tres semanas con goce de sueldo. ¡Ah! Porque ésta vez, aunque era de nueva cuenta hacer calendarios, me aseguré de que no se tratara de un concurso. Calendarios con imágenes de cuán bella es la vida, sin disturbios, si tomabas fluoxetina; aunque la empresa Británica la nombrara: Neurobón.
     Ya había tenido otros trabajos que hasta pena me da referirlo. El que peor me hizo sentir, fue cuando trabajé para una editorial que sacaba a la venta novelas sentimentales. Sobre la historia escrita, yo debía dibujar las imágenes, casi estilo cómic, y por supuesto que recibí muchos elogios. Me decían que dibujaba rostros de mujer muy bellos, y las escenas de amor se antojaba que fuesen reales. Las hacía candentes, pero ahí, siempre hubo peros; me hacían dibujarlas de nuevo para no mostrar más allá de lo debido, suavizarlas para que no se mostrara algo de mal gusto. No puedo entender qué es mal gusto o buen gusto a decir verdad. Siempre pensé, que eso, es cosa de cada quién. Me insistían que no debía caer en lo grotesco, pero por lo visto, solía caer, y era vuelta a empezar. Sus mojigaterías y ataques de pudor me colmaron la paciencia y les renuncié. Como siempre, fui grosera y no me pude guardar, ni ésa vez, el hecho de calificarlos de vendedores de literatura barata. ¡Qué más daba su cacareo del buen gusto que tanto exigían! No veía más que historias trilladas, que estaban hasta un tanto vulgarizadas, pero ¡eso sí! El público consumidor debía suponer o adivinar, que alguien estaba furioso, diciendo palabras altisonantes, y ellos escribían la frase así: Eres un ¡&%$#”!   ¡Qué pendejadas! ¿ O nó?


      La carta que me enviara Estrella desde Tapanalá decía:
     ¡Sálvame!
      Toda una hoja blanca con flores y mariposas dibujadas con una enajenada exasperación. En medio la palabra SÁLVAME. Todo a tinta azul. Me lo estaba pidiendo. Quizá debía ir a salvarlo, o salvarme a mí misma. También, en una esquina, con letra muy pequeña, venían datos de un número de teléfono de una caseta telefónica que habían instalado en la casa de Rogaciana
      Cuando me comuniqué a ese número, Rogaciana atinó a decir:
   
      ̶ ¡Cómo tardan las cartas a Estados Unidos! Estrella dice que siente que hace más de cien años que la mandó. Ya hasta cree que, o bien no la has recibido, o que si la recibiste, nada te importa ya.
     Quise dejarle claro a Rogaciana que eso no era cierto. Que había tenido que andar de un lado a otro y mentí al decirle que la carta estuvo en la recepción del hotel, como traspapelada. Le dije que iba de inmediato a México, hasta Tapanalá. Que me ayudara a pretextar el viaje, ya que, si bien la gente me quiso y me aceptó la primera vez, estaba segura que no verían con buenos ojos que retornara sin un pretexto de peso. Dalia, diría, y con razón, que habría ido exprofeso a quitarle a su novio.
     Rogaciana me dijo que en cuanto a Dalia no me preocupara mucho. Ella se estaba hasta quince días en el rancho Los cuates. Sin embargo, el padre de la joven habló, tanto con Simón Grande, como con Simón Estrella. La fecha de la boda estaba pactada dentro de los seis meses entrantes, y no debían prolongar más el distanciamiento. No había marcha atrás, y (así se usaba allá) pena de muerte a machetazos si el muchacho repudiaba a la joven, sin tener un motivo de más peso. Como si la falta de amor, no fuera un motivo de toneladas. Ya se estaba preparando todo. La familia de ella, estaba cebando muchos animales que sacrificarían para la comilona tremebunda. Se estaba ahorrando dinero para el licor, en sí brandi y mezcal. El vestido de la novia, lo estaban confeccionado en Oaxaca, o mejor decir, los vestidos, ya que la boda, estaba contemplada para una duración de nueve días. Vaya que si lo había pensado; pero jamás imaginé que era como una novena para difunto. En fin. Con el corazón herido, le dije a Rogaciana que iría, y el mejor pretexto sería, llevarle el cuadro  a la chata Valdivia de su hijo Simón Pedro, y que además, realizaría un cuadro del cuarto de los partos, con el altar gigante de ella, de Rogaciana. Me hospedaría en su casa.  Le pedí de favor que nada dijera a Estrella, quería sorprenderlo, a lo que Rogaciana me dijo que le daría unas gotas de esperanza, ante el temor que el muchacho hiciera una locura. Se le veía mal, estaba perdiendo peso y se estaba poniendo cetrino.
      Mi llegada a Tapanalá, fue para caer boca abajo sobre la cama que me ofreció Rogaciana. El viaje no estuvo mal desde el principio. Pero para llegar a Tapanalá sí. No había servicios directos y menos de primera clase. La primera vez que fui, me llevaron en una camioneta confortable y muy bien equipada. Esta vez no fue así. El autobús se detenía en todos los poblados....
     En sueños escuché la voz de Estrella, pero mi cansancio me aplastó y no pude hacer el mínimo esfuerzo. La conciencia me dictaba que ya estaba ahí, lo demás, vendría después como viniera.
     Casualmente también llegó Dalia a Tapanalá. No porque se haya enterado de mi llegada. Sucedió simplemente. Rogaciana hizo una cena especial en donde invitó a quienes consideró que eran más importantes, para decirles, sobre mi visita. Obviamente ahí estaba la chata Valdivia, más no su hijo que se sentía cansado y enfermo; sin embargo, la chata Valdivia se mostró feliz cuando le regalé el cuadro. También Rogaciana les dijo, que me estaban requiriendo más cuadros, y que estaba ahí, para pintar el altar de ella. La cuna de todos que hubieron nacido ahí. El padre de Simón Estrella estuvo de lo más sonriente y contento. Estrella, fingía bien, pero sí estaba algo taciturno. Dalia lucía más tranquila. Ya no me torcía los ojos, pero no quiso hablar conmigo gran cosa. Admito que yo tampoco. Si acaso, le pregunté qué le había parecido El beso, mostrándole la imagen en una fotografía tamaño postal y ella dijo que nunca imaginó que la gente ganara dinero haciendo: esas boberías. Le ofrecí de regalo la foto y no la aceptó. Francamente no quería regalársela, pero, me encantó lo que sucedió después. Rogaciana le gritó a la muchacha, que eso, era un desplante reprobable. Que la tenía harta con su altanería y sus majaderías desde adolescente. Que si bien era una muchacha linda; su mal genio la hacía verse como alguien patéticamente fea. La muchacha no lloró delante de todos, pero se despidió, ahora sí, del modo más amable, porque sus ojos brillaban tratando de contener ese llanto que sabrá Dios donde lo fue a arrojar. Rogaciana le hizo un gesto a Estrella de que fuera con ella y así lo hizo. Después del zafarrancho, nos quedamos todos a platicar como gente decente. Todos me felicitaron por mi segundo lugar, tratando de consolarme, diciendo que eso había sido un buen lugar. Jamás entendieron, que para mí, un segundo lugar, significaba ser el primer perdedor.
      La que más habló fue la chata Valdivia. Estaba segura que Simón Pedro no alcanzaría la boda de los muchachos. Se refería a Dalia y Estrella. Como conspicua, hablaba de que su hijo, emitía un ronquido que no era otra cosa que llamar a la muerte. Rogaciana no dijo nada, ni siquiera para quitarle esos pensamientos. Y vaya que si adquirían sabiduría esas mujeres. Simón Pedro murió un mes antes de la boda de Dalia y Estrella.

     Hice mis viajes a California, y solicité un permiso para asistir a la rimbombante boda de Simón Estrella y Dalia. Boda que creí, se suspendería por la muerte del tocayo de Estrella, más no fue así. Esa gente, tan ortodoxa en cuanto a sus tradiciones, esta vez las rompieron. La chata Valdivia, no sólo demandó que no se cancelara el evento, sino que asistió a los festejos. Dijo, con el corazón sangrando que Simón Pedro necesitaba descansar y que no por esa necesidad, los jóvenes que, tanto se amaban, iban a dejar de recibir el sacramento de su iglesia, institución o lo que fuera. Yo estaba que me llevaban veinte mil diablos. Pero estuve ahí, haciendo gala de mi masoquismo, y viendo a Estrella ahogándose de calor en el traje de saco y corbata, del brazo de Dalia, quien lucía hermosísima en un vestido que jamás hubiese imaginado que hubo sido confeccionado en Oaxaca por manos de mujeres artesanas, y los otros trajes que usó los diferentes días de la boda. Era inconcebible lo perfecto.
     Dalia estuvo más que amable cuando pedí que posaran, sobre todo con el traje de la boda religiosa. Hice un boceto y apuntes para que no perdieran tiempo y atendieran su jolgorio. Fue la misma Dalia quien me preguntó, si sí les daría el cuadro que colgaría en el centro de su sala, a lo que yo respondí de buen talante que sí, que por supuesto. Aproveché, para pedirle a Dalia, que más tarde me posara con los otros hermosos trajes que usó. El de istmeña, que muchas veces vi, en diferentes presentaciones, pero ella usó el de gala. Usó uno de Yalalagteca, que estuve a nada de pedirle que me lo regalara. Y el que más dijo le había gustado a ella, era un traje típico de Tuxtepec. Lo lució con una deliciosa piña que se colocaba en el hombro. Descalza. Hermosa. Lo llevaba con mucho garbo pues ella, me dijo, había nacido en un lugar conocido como Valle Nacional. En mi vida había oído hablar de ese lugar.
     Me dejó boquiabierta Dalia con todo lo que me decía, al posar orgullosa su traje de la piña, sobre la triste historia del antiguo Valle Real y hoy Juan Bautista Valle Nacional. Dijo que sabía que durante el Porfiriato, ese lugar estaba lleno de haciendas y sembradíos de tabaco, ¿Entonces por qué la piña? me preguntaba yo; que azorada no concebía esos abismos de la crueldad de la esclavitud en ese lugar lluvioso y selvático. Se sabía, decía, que muchos morían por el maltrato de los capataces y de los mismos dueños y nadie los reclamaba, ya que esa gente llegaba ahí, por orden del mismo gobierno. Era una especie de cárcel, en donde no recibían ningún respeto a su derecho humano, ni había un ápice de intención de regenerarlos. Iban, para morir. Pero todo terminó después del exilio de Díaz. ¡Caramba! Si quería apantallarme Dalia, lo logró. Sentía mucho cariño por su tierra, y tenía conocimientos históricos interesantes de la misma, pero ella sólo dijo:
    
      Todo el que es de allá, conoce esa historia.
     Dijo muy quitada de la pena. Ya no quiso decirme bien a bien, por qué estaba en un poblado del Istmo, y se limitó a seguir hablando de su valle de miserables, con sus manantiales de aguas azules y la fauna maravillosa de ese rincón bendito. Se calló, lo que yo supe por Rogaciana. Dalia y sus hermanos vivían con su padre solamente. Su madre se quedó por la zona de Tuxtepec. Sucumbió al amor por otro hombre. El esposo herido y avergonzado, huyó hasta Tapanalá con sus hijos. Parecía que aquello ya estaba superado.
     Yo era la desdichada oficial. Ahí todos eran felices. Lo mejor, era cerrar ese ciclo que se abrió como un hachazo en mi corazón, y de éste, fluía algo, que quien sabe que era, pero yo le decía amor. Un amor inconcebible, un amor incierto, un amor injusto. Y si era todo esto, entonces no era amor. Y si acaso algún día me hacía famosa con mis cuadros, o bien, escritos que quizá haría de mis travesías por aquellos pueblos olvidados de Dios, diría, que mi corazón se quedó atorado en algún bejuco de Oaxaca  y todo lo que sucediera después, nada me arrancaría mi amor mal logrado con Estrella. Llevaría por siempre la luz de su nombre en mi corazón para iluminar mi sino  tenebroso en el que andaría, sin dios y sin diablo, sin gloria ni infierno, sin fe y sin caridad, porque ya no creía en nada. Nada era mi vida, nada era yo, nada, incluso de lo que vendría tendría valor. Nada.
     Si mi madre hubiese podido leer dentro de mí, habría asentido y cruelmente lo hubiese repetido:
    Yo siempre lo dije
    En algún momento, en que se perdió Dalia, quizá fue a descansar, para más tarde proseguir con esa fiesta impiadosa, pude hablar con Estrella.
    Le dije que lo felicitaba con sinceridad por su boda. Que no me mirara con esa languidez en donde insistía sobre algo imposible. Había ido a despedirme. A romper lo que se gestó quién sabe cómo y por qué, pero terminó como un aborto. No habíamos nacido el uno para el otro. Además, le dije, que eso que sentíamos, seguro se nos pasaría. Al fin y al cabo, nadie se moría de amor.
    ̶Yo creo que sí habrá quien muera de amor, y ese seré yo, sin duda.
     Entonces estuve equivocada. Yo no era la única desdichada. Oficial sí, pero, Estrella y yo estábamos sufriendo demasiado. ¿No es absurdo? Dos personas que se aman intensamente no pueden unir sus vidas para vivirla juntos; por un trato hecho con antelación. Por algo que se arregló previamente, sin importar lo que sucediera después. Bueno; Estrella podría repudiar a la esposa, pero podría hacer eso tras la noche de bodas, que quien sabe cuándo sería, ya que el festín iba para largo. Pero si Estrella no veía la mancha roja, que colmaba de honor la hermosa flor que se desvirtuaba ante el ser consentido de la creación, que parece que es el varón; no podía romperse el vínculo creado, bendecido y condenado a terminarse sólo a través de la muerte.
    Estrella, jamás levantaría un falso testimonio sobre la virginidad de Dalia. Era totalmente incapaz. Esa virtud, era lo que hacía hermoso a ese indio de Tapanalá. Ahora sí, indio sin peyorativos. Simón Estrella sí era como un tesoro, tal y como dijera Rogaciana. Dios lo había decorado con un color bronce en su piel. Era de rostro afilado. Sus cejas tenían un arco perfecto. Eran sus ojos grandes y su boca mediana. Era hermosísimo por fuera, y también por dentro. Así lo creí.
     Gracias a la oportuna intervención de Rogaciana no me abalancé sobre su pecho y me deshidraté llorando, y le habría dicho toda la verdad. No lo pude hacer y entonces lo dejaba ir. Me liberaría. Fluiría. Eso Pensé. No pude.

                                                ***

  Estaba trabajando en Guadalajara, con Ignacio Arquímedes Cortés. Ese era su nombre y era mi prometido hacía ya un año. Le dije que sí, aceptaba ser su novia, a ver si este romance me sacudía los polvos oaxaqueños que no me dejaban en paz. Paz. Cuán valiosa es para poder vivir. Yo ya no quería vivir. Alguna vez Dina me cuestionó, si aquello con Estrella no era una ilusión  de esas que se prendan en la mente y lo vuelven a uno loco, y le dije sin más que sí, porque yo carecía de toda razón por sufrir añorando a un hombre, que sólo me hizo el amor una vez. La manera, es lo de menos. El que me haya dicho: te amo,  también era lo de menos. La carta que decía sálvame, tampoco importaba. Ninguno de los dos tuvimos el valor de dar paso alguno para hacer triunfar el amor, que ya para ese tiempo, me parecía una ridiculez.
     «El amor no existe». Afirmaba yo.
      En el caso de Dalia y Estrella, unieron sus vidas para, como animales, reproducirse y seguir viviendo, como animales. No los insultaba; pero los veía como parte del proceso de todos los que viven: nacer, crecer, reproducirse y morir. Por eso yo quería morir, porque aunque había nacido, parecía que no había crecido, crecido en el sentido de la palabra madurar,  y eso, pues como que no, lo de la reproducción, por nada ni por nadie estaba dispuesta, lo que seguía era morir, y quería morir, porque ya no trabajaba como dibujante ni pintora. Era gerente de un hotel en Guadalajara. Jamás entendí como fui a dar a ese puesto. Bueno, sí. Pero no sé por qué lo acepté. Alguna vez, fui contratada para hacer cuadros con temas de naturaleza muerta o paisajes que ornamentaran las habitaciones, los restaurantes, los pasillos, los salones de conferencias, y de ahí resultó que alguien podía ocupar ese puesto y esa fui yo. ¿El dueño? Ignacio Arquímedes Cortés. Arquitecto. Precisamente aquel profesor que me dijo que nadie debiera coartarle a uno sus ilusiones y esperanzas. Sí, El Magnífico. Un hombre que me llevaba aproximadamente veinte años de edad; pero, lucía bien. Me dijo que desde siempre le gusté, pero en aquel tiempo yo era menor de edad y jamás habría roto la ética de enrolarse con alguna alumna. Dijo que no tenía ningún compromiso con nadie, y acepté hacerme su novia,por así decirlo. A ver, si eso me servía de distracción y me hacía exorcizar aquel amor insidioso que me había quitado hasta el deseo de vivir.
     Obviamente, yo no rompí los lazos con Tapanalá ni con Rogaciana para que al menos, mi agonía, no fuera tan amarga. Quedaba, después de las noticias, de contar a los muertos, a los recién nacidos, con un sabor rancio que me indigestaba y me descomponía el poco buen humor que tenía. La preñez de Dalia sencillamente la superé con una borrachera de antología. 
     Empecé pidiendo cócteles, aparentemente suaves, pero la cantidad hizo que la suavidad perdiera el estilo. Me seguí con jaiboles que me sabían horrible a pesar del refresco de cola, y después, cualquier  bebida que tuviera alcohol. Me dijeron que me subí sobre una jardinera que decoraba los gabinetes de uno de los restaurantes del hotel. Que me caí de ese lugar, y que me desgarré la ropa a jirones y que gritaba: ¡Estrella maldito!
     Ignacio dijo que no entendía por qué decía: estrella maldito, en lugar de estrella maldita, cosa que no le aclaré y le dije que si quería mi renuncia se la firmaba inmediatamente. No quería saber más de ese lugar. Esto se lo dije en mi cama de hospital, ya que, esa borrachera, como antes dije, fue de antología. Me intoxiqué al grado de que convulsioné y tenía todo el cuerpo lleno de ronchas. Por supuesto que mi novio-amante dijo que no era necesaria tal renuncia, pero que tenía que observar una conducta diferente, y que al menos, parecía que el alcohol no me sentaba bien, y al mismo tiempo se extrañaba de esto, ya que, él mismo sabía que yo jamás tomaba alcohol, a lo que asumió, que quizá alguien puso algo de más en mi bebida.
     Sí, pensé yo, pero no lo externé. Estrella fue el culpable, él puso en mi bebida la simiente venenosa que arrancó sin piedad ese hilo invisible que me hacía sentir viva tan sólo con su recuerdo. Y Dalia, fue Dalia la que puso su embrión virulento para que yo perdiese totalmente la razón y ahora sí, quería morirme. Exigí a Ignacio que me dejara marchar de Guadalajara, a lo que él dijo, que entendía que me sintiera apenada. Tenía un  magnífico hotel en Oaxaca. ¡Oaxaca! y lo demás ya no lo escuché, solo: ¡Oaxaca!

     No acepté ningún puesto ejecutivo en Oaxaca. Fui a pintar. Como cuando llegué a los Hoteles de Cortés de Guadalajara. Había sido enviada a los Hoteles de Cortés de Oaxaca. Le pedí a Ignacio que no me tuviera fiscalizada. Necesitaba libertad para inspirarme y decorar su bello hotel, con una vista envidiable. Estaba en una loma, pero esa vista era sólo para relajarme. Tendría que, como la primera vez, en Tapanalá,  buscar lugares, extraer la esencia de los paisajes o de la gente, de pueblo en pueblo, hasta llegar a, casualmente a Tapanalá. Tenía que sanar mi angustia. Necesitaba unas gotas de información para serenar este corazón adolorido.
     Asistí como pude a Rogaciana en el parto de Dalia. Me di perfectamente cuenta que la maternidad no era para mí, en todo y por todo. No entenderé jamás, cómo puede un ser humano sufrir tanto. Obviamente; aunque hoy día ya se tengan otros recursos como la operación cesárea, insisto que, se me hace insoportable la idea de ser madre. Tuve náuseas como aquella vez de la borrachera. Lo diferente fue, que aquella vez fue de ira, esta vez fue de miedo. Vi los ojos medrosos de Estrella, tras ese brillo de horror y preocupación no vi el mínimo atisbo de amor, entonces creí que ese amor ya estaba  muerto, mientras que el mío, era del tamaño de un volcán. Pensé, que pondría cualquier pretexto para largarme de ahí, y no volver jamás, y si no volvería, no sería por voluntad. Algo haría: veneno, una soga, lo que fuera, pero moriría, según yo. Quizá nada de lo antes dicho sería necesario; bastaría recordar el rictus en el rostro de Dalia, cada que le venía la contracción y los gritos de Rogaciana, de que no invirtiera en alaridos, lo que el dolor le daba, que lo usara para pujar, como si quisiera cagar. Con esto bastaría para quizá morir más adelante. He aquí la contradicción de todos aquellos apaños cuando se les dicen cosas tiernas y hermosas a las madres. Mi sentir y mi pensar se afianzaban. ¡Me parieron con unas inmensas ganas de cagar!
     Se me hizo eterno, el tiempo en que finalizara el martirio de una mujer que parecía que se partía en dos, para que viera la luz su hijo. Fue hija, y lo lamenté mucho más. No quise asomarme, porque ya no pude más, cuando Rogaciana me dijo que me asomara y viera la hermosura que estaba coronando, en la vagina maltratada de Dalia. Hasta ahí llegué.
    
     Una vez que la calma se percibía en la apacible respiración de la madre, que no entendía cómo no había muerto; y los grillos arrullaban a la recién nacida, recordé la pintura Mi nacimiento, de Frida Kahlo. Tenía toda la razón cuando plasmó tanta violencia para entrar a este mundo, que, al menos a mí, no me ofrecía nada grato. Dalia descansaba de su enorme y doloroso trabajo de parto, en el mismo sitio donde naciera Estrella. Rogaciana me invitó un té, que dijo, y con razón, me tranquilizaría. Dijo en secreto:
 
     «Ella duerme profundo. Vayan al traspatio y platiquen »

      Fruncí el ceño y me decepcioné de Rogaciana de una forma indescriptible. La agradecí mucho cuan buena fue conmigo, pero, saber a Dalia postrada tras haber parido a una bebé, y aprovechar para hablar con su esposo tras su ardua parida, y que ella lo consintiera; me hizo sentir entonces que Rogaciana no era una mujer de honor y respeto. El amor que sentía por Estrella no me dejaba vivir, pero sumarle a esto un sentimiento tan pesado y angustiante de culpa, me iba a ser insoportable. Estaba a nada de desintegrarme y aun así pude decirle:

     « ¡Eso no es justo Rogaciana!  »

      Y Rogaciana frunció la boca al decir:

      « No desconfíes de mi muchacha. Yo sé dónde está la justicia aquí»

      Dijo esto con la potencia que tenía en su voz. Con la verdad dentro de su consciencia, y recobró de tácito la investidura que tenía en su reino de Tapanalá, y me convenció con una sola mirada.

     Pude ver a Estrella en lo oscuro impenetrable del traspatio por su pantalón blanco. Deambulaba sin sosiego con las manos en los bolsillos. En cuanto me vio, me dio un beso prolongado que, me hizo sentir bien, por la caricia en sí, pero mal, porque sentía que lo que hacíamos era una cochinada vil que no tenía perdón, digamos de Dios. Yo, ya no creía en eso. Pero me sentía amoral. Como un río, Estrella lloró su desdicha desde que me fui. Me lo dijo. Que su boda había sido el peor error en su vida y que no sólo me amaba, sino que me envidiaba. Ese sentido de libertad, que él creía que yo tenía, ese valor para luchar por lo que amaba, sin saber que lo que más amaba era a él. En fin que, dijo, que lo que único que lo ataba definitivamente a su esposa, era el nacimiento de su hija. Por Dalia no sentía nada, si acaso, gratitud por haberle dado una hija. Y fue que yo le dije que intentara amarla, ya que era ella quien se merecía ese amor, yo no. Le dije, y se lo dije de un modo que me viera como la más cruel de las mujeres. Yo no sería capaz de darle ningún hijo porque odio a los niños, mentí. No los odiaba; pero mi intentona de asistir a Rogaciana en el parto, me dejó más que claro que yo no habría de pasar por ese cáliz tan amargo como una mujer dando a luz. Nunca. Así fuera la condición de mi amado Simón Estrella. Entonces yo no era para él. Estaba escrito. Alguna vez me lo pregunté en ese lugar ¿Era mi destino? Había encontrado la respuesta: No. No lo era.
     Al fin tenía la clave para romper aquella atadura. Cada vez que suspirara por él, habría de recordar el estrambótico sacrificio de Dalia. La legítima. La valiente. Para mí, la masoquista. Pero ella ganaba. Ella lo amaba, a ella le pertenecía. ¿Yo? ¡A volar!

     Aunque no habían pasado ni tres días de la cuarentena, Dalia se fue a la casa donde vivía con Estrella y yo ya no quería, honestamente, permanecer más en ese lugar. Antes de irme, Rogaciana dijo, que no importaba cuanto tiempo le llevara una plática conmigo, pero tenía que decirme algo, tremendamente importante.
     Fue una plática de sobremesa. Después de cenar, me sirvió té, de ese, del que relaja. Traté de no interrumpirla como era mi costumbre, y además no podía, el té hizo un efecto letárgico que me estaba haciendo levitar con las declaraciones de esa mujer, que yo la presentí como hechicera, y más tarde lo constaté, pero no era una hechicera de esas que descubren el destino en la baraja, el tarot, los caracoles o la arena. No adivinaba el futuro consultando espíritus, invocando seres de otro mundo, ni nada por el estilo. Nació con una estrella divina. Eso era definitivo. Nació sabia. Nació con un don especial, sobre todo de intuición, y todo lo demás, lo mejoró con los años.
     Me comentó que Estrella, al pasar casi un año y ver que Dalia no concebía, le pidió consejo y remedios. Rogaciana le dio bebedizos a Dalia, de quien creía era la que no podía concebir. Al ver que no resultaba, sin que Dalia supiera, examinó a Estrella.  Me dijo, que con todo y lo que le había hecho a Simón Estrella, todo apuntaba a que éste, era más estéril que una piedra. Sin embargo, dijo, creía en los milagros. Negarlos, era como negar a Dios, como negarse a sí misma su entrada a la Gloria prometida por Dios. Esa niña, era quizá un milagro, y ella era nadie, para decir nada, y menos, amargar, la ya de por sí, vida triste de Simón Estrella. Y fue entonces que me pidió que me fuera. Esta vez, sí para siempre. Ya que si ella, tan sólo le dio bebedizos a Estrella y le hizo estudios (a su manera) y permaneció silenciosa como una tumba, así tendría que quedarme yo. Que era tiempo entonces, de dejar que la vida llevara su rumbo, sin interferir. Que me abrazaría los días que fueran necesarios para llorar por la ausencia de un amor que no se coronó finalmente. Que fue estéril, como Rogaciana creía que Estrella era. Pero que, fue el mismo Estrella, quien preocupado por buscar un incentivo a su vida, se ocupó de buscarlo y creyó que lo encontraría en los hijos que tuviera con Dalia. Él fue quien pensó primero, que conmigo jamás habría nada y que anduvo por los abismos más insondables de la desolación. Que el amor que surgió entre nosotros fue un hechizo, una broma cruel que nos hicieron las luces de los cocuyos. Fue la sombra de uno y del otro, los que se hicieron el amor, pero no había más nada que hacer ahí. Rogaciana me pidió que buscara, y aseguró que encontraría un incentivo para vivir, porque se asomó a mis ojos que pedían la muerte súbita de mis pesares.
     Así que dije que me iría. Pero engañé a Rogaciana de irme sin decirle nada a Estrella. Obviamente nunca diría las sospechas de su madrina sobre su esterilidad. Le dije a Simón Estrella, que se escapara a la primera oportunidad a Oaxaca. Y así lo hizo.
     Quise despedirme de él para siempre, amándolo en un lugar confortable y perfumado. Entonces me dejé llevar, y me fui por senderos desconocidos y hubo momentos en que el amor era todo ternura y otras veces todo violencia y furor. Me dejó una fotografía que recientemente le habían pedido para darle una credencial para tener acceso a los servicios del centro de salud. Y me quedaría con eso para siempre. Ya no lo volvería a ver. Ignoraba si podría andar ya con la ilusión hecha trizas. Las otras veces que dejaba de verlo, siempre dejé un resquicio, diminuto como un suspiro, aunque estuviese casado, pero siempre abrigaba la esperanza de verlo, de besarlo, de sentirlo, de olerlo. Ahora ya no lo haría. Estuve resuelta, así como, I started a joke, dispuesta a morir finalmente, absolutamente arrepentida de lo que pensé y dije: Sí, morir para que el mundo pudiera empezar a vivir, porque para mí, el mundo entero estaba detenido con la resulta de una acción ruin de mi parte para con Simón Estrella. No me importó en un momento dado ser el monumento a la soberbia por creer que el mundo giraba alrededor mío. He estado tan perdida en este laberinto confuso por las neblinas que generan los sentimientos, que insistí: Que el mundo viva, y que muera yo. 
Y entonces con la frialdad que me era característica para romper corazones, le dije a Estrella que me casaría, precisamente con el dueño del hotel donde estábamos amándonos. Que me interesaba porque era rico, y además me daba la oportunidad de hacer lo que más amaba, dibujar y pintar, y que, gracias a su fortuna, podría viajar y conocer el mundo, y que esas eran mis prioridades. Lo único que me importaba en la vida. Jamás habría hecho una vida como la que tenía él. Perdido en un pueblo con su cocinera particular y lleno de chiquillos. Algo, no sé qué, advirtió Estrella en mi voz, o en mis ojos, porque se abalanzó sobre mí, como aquella vez que tuve miedo de despertar a los muertos de Tapanalá con mis quejidos. Tras hacerme el amor de esa manera me dijo:

    ̶ ¡Tú, nunca me vas a olvidar! ¡Yo, nunca te voy a olvidar!

     Y entonces con la fuerza de un portazo escondió su rostro de mí, y no me dirigió la palabra, ni para despedirse. Yo, sola en mi habitación, me di dos golpecitos suaves en el pecho, del lado del corazón, con la mano extendida, eso significaba: Te amo.


***

Ya habían pasado dos años desde que El Magnífico me echara con lujo de violencia de sus Hoteles de Cortés, en Oaxaca, porque los empleados le dijeron a detalle, que metí a un hombre por tres semanas en la suite presidencial. Que ordené al restaurante platillos y bebidas. Que me paseé con él mostrándole toda cantidad de afecto y cariño, y sabrá Dios que más. Yo, estuve como la vez que me embriagué. Todo cuanto le hayan dicho, probablemente fue verdad. Yo estuve ebria de amor y dolor. Me despedía para siempre del amor de mi vida.

     Ignorando todos los miedos que nos siembran desde niños sobre el infierno y sus custodios, me revolqué como una perra de algún suburbio sin orden, con el hombre que me hacía respirar. Hice con él, todo lo que imaginable e inimaginable. Bordé pues, con pasión, todo el amor que no le daría en lo que me restaba de vida. Tras sacarle todo el jugo, como queriendo absorber algo de su alma, para seguir un rato más en el carrusel de la vida sin él, hubo un desenfreno en todos los sentidos. Obviamente también hubo días con sus noches donde no hacíamos el amor. Esos momentos, tras volverse recuerdos; dolieron más. Alguna tarde, nos quedamos mudos, sólo nos miramos, nos besamos, nos abrazamos y nada más, y el cielo se tornó de un color ámbar que no podía soportar. Esa, fue lo hora más triste del día, de todos mis días subsecuentes.

      El escándalo del Magnífico de echarme y arrojar mi ropa a la calle, profiriéndome los peores calificativos que no me hacían ni cosquillas; fue captado por las lentes de los fotógrafos de la prensa. Fui exhibida como una puta sin reservas ante la sociedad púdica de Oaxaca, e Ignacio, se arrepintió de haberse dejado llevar por su indignación, ya que, gracias a este escándalo yo me enteré que era casado, cosa que siempre supuse, y ahora el exhibido era él. No se me olvida, que entre el escándalo y los flashazos, me acerqué a un periodista, justo para preguntarle, dónde podía conseguir una cámara con esa lente y ese calibre. Ese día me nació la idea de hacer fotos. Me impresioné al ver, que captaban al Magnífico, desde la ventana de la suite presidencial haciendo el alboroto.
      Y total, en una tarde que conversaba con Dina, que ya se despedía de mí, porque ahora sí se iba a Europa a dirigir una sección de un museo importantísimo, le dije, que todo en el mundo era mentira. Que el amor era una mentira. Que la vida misma, era una mentira. Dina no encontró una sola palabra de aliento ante mi devastación. Dina, jamás iría a Tapanalá a buscar a nadie para decirle lo que Rogaciana sospechaba y se quedó como eso, una sospecha. Por ello, a ella le dije lo de que quizá, Estrella era estéril, y la hija que tanto amaba y la única que le daba un algo, para seguir viviendo sin mí, era ella, aunque no fuera de él.

     Dina dijo muchas cosas que me dejaron peor de aturdida. Dijo, que quizá, todo apuntaba a que yo sí era para Estrella, en el caso de que fuera estéril. Yo no le exigiría hijos jamás y seríamos una pareja solitaria y feliz. Yo, le dije, que si fue él quien buscó procrear, entonces no era yo para él, ya que era él, quien quería hijos. Dina me contradecía al asegurar, que él, buscaba esos hijos como el incentivo, pero por mi ausencia, no porque realmente quisiera hijos, era una especie de paliativo a su dolor. Era una de palabrería de que él quiere, yo no puedo, pero él busca, más yo no encuentro… que nos hizo tomar tanto café como para no dormir en quince días. 
     Hubo algo que Dina dijo y que me hizo un ruido intenso y que solo se me apaciguó con un par de tranquilizantes. Lo dijo, cuando me vio tan abatida por un amor imposible, no obstante las circunstancias y las aparentes maneras de poder romper un matrimonio fundado con traiciones.

      ̶ ¿Será que no entendiste bien, que has inventado todo para pensar entonces que tú eres la buena y Dalia la mala? ¿Será que te auto engañas?  ̶ Dina lo dijo, porque tenía la certeza de que yo no toleraba perder. Me conocía bien.

     No. Estaba aletargada por el té, pero no estaba drogada como para tragarme la historia de Lucy in the sky with diamonds. Era inaceptable, dejar que la vida llevara su rumbo y no interferir, como dijera Rogaciana.

     Debería interferir, sí,  para que no engañaran de esa manera a un hombre que se merece todo el amor que yo le podría dar. Debí, según yo, indagar más, desenmascarar a esa trapacera mancornadora. Pero ya no tenía fuerzas para luchar más. Y entonces me acordé, que alguna vez leí en la Biblia, no por religiosidad, alguna vez, en esas antesalas insufribles, y a la mano, había revistas rotas y viejas y esa Biblia que leí y decía:

Yavéh, escucha mi oración y llegue a ti mi clamor. No escondas de mí tu rostro en el día de mi angustia, inclina a mí tu oído; apresúrate a responderme el día que te invocare. Porque mis días se han consumido como humo, y mis huesos cual tizón están quemados. Mi corazón está herido, y seco como la hierba, por lo cual, olvido de comer mi pan. Por la voz de mis gemidos mis huesos se han pegado a mi carne. Soy semejante al pelícano del desierto; soy como el búho de las soledades; velo y soy como el pájaro solitario sobre el tejado...

     Y Dina me interrumpió diciéndome que me estaba auto conmiserando. Y ya no tuve más paciencia para con Dina; primero me auto engañaba, ahora me auto conmiseraba, así que le dije, que tomara su auto, y se auto alejara de mi vida, que se fuera directo a la chingada. Que me daba envidia, sí, que ella ante todo siempre salía airosa, incluso sobre mis errores y aun así se daba el lujo de decirme cómo se debía vivir y convivir en la vida. Le grité que cómo podía una india de Oaxaca andar por Europa, dirigiendo, deliberando, asintiendo, creciendo, siendo feliz. Ella se fue, no sin antes decirme, que Rogaciana me había confiado algo que yo, no tenía derecho alguno de romper, que  no era entonces, una persona de honor. Y por ende, me merecía lo que estaba viviendo.

     ̶ ¡Y te lo grita, una india de Oaxaca!



***

    
     Volvía de la anestesia y no me quedaba claro quién era yo, quien fui antes, y mucho menos que sucedería después. ¡Ah! Soy yo. Sigo aquí. Con la amargura intacta y mi carácter terco. No sé si así nací o me convertí en eso, tras una derrota en un festival para recibir la primavera.
    
     Estaba en el último año del kínder y a la directora se le ocurrió hacer un festival donde se coronaría a una reina. ¡Yo quería ser la reina! La maestra a cargo dijo que hablaría con los padres de todas aquellas que podrían ser candidatas al puesto. Tomó esta previsión, porque sería reina, aquella que tuviese unos padres que pudiesen pagar el vestido, la capa, los zapatos, el peinado y todo lo que se requiriera, incluso la corona. Y así sería elegida la monarca y después la primera princesa, segunda, damas de honor, etc. Es decir, no quería hacer negocio con ventas de votos como  es costumbre.

     Una señora morena, que le decíamos doña Dulce, dijo que por qué no se hacía una especie de concurso para que ganara la más simpática. Es decir, que aprobaba que no hubiese venta de votos, pero que sí hubiesen votos, de los padres, maestras, e incluso las mismas niñas. Según ella, así debieran ser los concursos de ésta índole.

Estaba por amar infinitamente a doña Dulce con su idea genial, porque yo iba ganando. Mi mamá estuvo del peor humor en aquellos días; y no porque de un modo impensable le restregaba que yo, era simpática y bonita, sino porque la pobre, en una cajita que la maestra había forrado y sellado de un modo particular, para evitar las trampas, mi mamá recogía los votos a mi favor, y esto le hacía perder toda la mañana. Entonces llegaba irritada a la casa, a improvisar algo para comer y refunfuñaba que el dichoso concurso para reina de la primavera la hacía perder demasiado tiempo para lo verdadero importante, que era la comida, la limpieza, y... ¡ay no!
       Jamás olvidaré, que una niña de nombre Violeta, me dijo que le daría el voto a Josefina, porque era su amiguita, porque era la única que la quería, y porque quería que ella fuera la reina. ¡Oh Josefina! era quien menos posibilidades tenía, y no tuve piedad. Yo, sin más, le dije que si votaba por mí, le daría un regalo muy, pero muy bonito. No tenía la más remota idea de qué regalo le daría. No tenía mi propio dinero para comprar nada. Estaba ofreciendo de más, tan sólo por mi afán. Fue a pedirle a la maestra el cachito de papel con el sello y la firma, y puso el voto en la cajita que tenía mi mamá. Entonces Violeta me dijo:

     ̶Ya voté por ti. ¿Cuál es el regalo tan bonito que me vas a dar?

     Mi corazón se aceleró porque me vi envuelta en un compromiso titánico para mi edad, para mi ambición. Recuerdo haber mirado hacia todos lados, y me fui a los jardines de la escuela. ¡Ahí estaba! Un grillo sobre las hojas que emitían vapor por el calor sofocante que ya se sentía, a unos días de arribar la primavera. Violeta tomó al insecto y lo aceptó como el mejor regalo que hubo recibido en su vida. Me preguntó que cómo debía alimentarlo, al tiempo que lo escrutaba y le hacía musarañas, como si el animal entendiera;  y yo le dije que todas las noches lo enterrara en una taza con azúcar. Para cuando Violeta me reclamó que el grillo se había muerto, me importó un bledo su llanto y su berrinche que no fue superior al mío.

     Vaya desgracia la mía y odié por siempre y para siempre a doña Dulce con su idea genial y con la fortuna sobre su infortunio. Un ataque cardiaco hizo que dejara de existir su esposo. Amalia, la hija de  doña Dulce, que era contendiente para ser reina, y hay que aceptar que tenía simpatizantes, pero no tenía más que yo, repentinamente se vio favorecida.
     La directora en una reunión que organizó, como cuando se hacían honores a la bandera, anunció el deceso del padre de Amalia, y tan sólo por esto, ella sería coronada como reina. Ella misma, la directora, pagaría todo lo que fuera menester.
     Esta vez, hasta mi madre estuvo de acuerdo conmigo. Yo era la ganadora y no consideraba justo que por un sentimentalismo barato se le diera una corona de lástima, disfrazada con una corona de simpatía a quien no había ganado justamente. Mi corona fue de lágrimas y  mi corajina fue colosal. Tan adelantadas iban las votaciones que mi papá no tuvo empacho alguno en darle dinero a mi madre para que fuera adelantado la confección del vestido. No aceptamos, mis padres y yo, la corona de consuelo como primera princesa, y fue el peor insulto cuando la directora sugirió, que en un acto de bondad entonces, un acto de humildad para cubrir lo que ya era del dominio público: calificados éramos de indolentes; que fuera entonces portadora de armas de la reina huérfana. ¡Cómo deseé que ese cetro que llevé junto con la corona, en el cojín de terciopelo rojo, se convirtiera en aquella anhelada varita mágica, para convertir en zopilote a doña Dulce! Y a la pobre de Amalia, no sé... ¡En un grillo para que Violeta la enterrara en una taza con azúcar!
     Estaba maldiciendo con mi salivación densa, riéndome de la rabieta infantil y a la vez doliéndome del vientre ante aquel recuerdo de la niñez.
    
     Alguna enfermera piadosa me limpiaba con gasas una especie de flema que me hacía toser.  Dormí de nuevo y no recuerdo si soñé. Al despertar, Devoré el desayunó que consistió en un huevo tibio, una gelatina y un vaso con jugo de naranja. Me dijeron que era dieta blanda porque no querían correr riesgos. A los pies de mi cama, un doctor muy guapo, de barba de candado, de aspecto pulcro, con una pierna sobre la cama y la otra colgando me dijo:
  ̶ Le tengo una mala noticia.

  Eso bastó para que pensara: « ¡Cáncer! ¡Maldita sea mi suerte! »

     Cierto que eso de vivir ya me era chocante y en los últimos tiempos me echaban de todas partes por mi carácter irascible. Me estaba convirtiendo en un vinagrillo. No le encontraba sentido a la vida, así como Simón Estrella parecía no encontrarlo, y se fue la búsqueda de hijos. A mí ni eso. Tuve miedo al sufrimiento, más parecía que ya se acercaba mi partida de este mundo lleno de mentiras y fracasos; y antes de oír nada de lo que dijera el doctor guapo, con sus manos refinadas, de uñas pulidas y brillantes, con su corbata, no sé si de buen o mal gusto, pero a mí me  encantó que fuera estampada de flores, pensé en conseguir toda la morfina posible y ver la manera de administrarla para salir de este sitio y no volver jamás. Tal y como firmara Frida Kahlo en su diario. La diferencia es que ella, sufrió mucho, sí, pero yo no tuve el éxito que tuvo ella. Ella amó, tuvo un amor tormentoso, pero lo tuvo. Yo no he podido amar a nadie como Estrella, eso me queda claro. El doctor me sacó de mis cavilaciones al decirme, que al operarme de un quiste que encontraron en mi ovario derecho, se percataron que tenía miomas en la matriz, y que no tenía ovario izquierdo, o bien, fue: no valorable. Entendí como que no se desarrolló, o algo por el estilo. En cuanto a los miomas no sabía qué era eso y el doctor me explicó que eran tumores benignos, y que tenía varios, y decidieron extirpar tanto ovarios como matriz. Entonces ¿Cuál era la mala noticia?
     Cuando me dijo que ya no podría ser madre, me carcajeé olvidándome de la tremenda herida en mi vientre y me dolió hasta la esquina de Tapanalá.
     Le comenté al doctor de mi digamos, fobia a la maternidad. Y, aunque tenía fama bien ganada de misántropa, francamente la idea de no concebir hijos la tuve desde niña. Le dije, que viví experiencias muy desagradables, sobre todo con la gente que llegó a descalificarme, o a agredirme verbalmente, a acusarme de no ser normal por no querer tener hijos.
    No era ningún trauma. Estaba segura de lo que quería ser, y no me gustó jamás, jugar a la casita, ni con las muñecas a la mamá.
    Si bien no tuve hermanos y la vida con mi madre no fue muy grata, pero creo que fue más por mi carácter independiente, por no aceptar imposiciones, por considerarme bonita, definitivamente, por ser las dos, mi madre y yo, tan parecidas. Obcecadas a más no poder.
      De nada me había valido tal belleza. Ahora, era tan fea por dentro que esta fealdad traspasaba mi piel; pero yo no era una mujer fea y mala tan sólo por no querer ser madre. Llegaron a tacharme como una especie de monstruo tan sólo por no tener hijos.

     « ¡Tienes que tener un hijo! Aunque sea uno. Eso es lo correcto»
    
      Una mujer dijo esto, y poco faltó para que le volteara la cara de un bofetón que jamás olvidaría. No se lo di y no sé por qué. La buena madre, estaba en mi hotel, en uno de tantos en los que vivía por mi trabajo de pintora y dibujante. Aquella vez fue, que la mujer estuvo bebiendo en un bar. Ya en el día, y sin haber dormido una gota, me hizo la plática y salió a colación el tema de los hijos. Ella dijo que tenía tres. ¿En dónde estaban y con quién? Ella, la normal estuvo emborrachándose toda la noche y llorando por un mesero, por supuesto que no era el papá de sus hijos,  que a empellones la sacó cuando lo tuvo harto. Le acepté la plática porque sabía perfectamente lo que era no poder estar con alguien a quien quieres, aunque lo de ella podría o no ser amor, eso no era mi lugar calificar, y quise darle un poco de consuelo; pero cuando el tema se desvió hacia los hijos, y hacia su perfección por haber parido tres, entonces fui yo la que le dio el empellón, igual que el mesero, y que se fuera con su perfección directo a la chingada.

     El doctor me escrutó y empezaba a incomodarme. Pero su sonrisa terminó convenciéndome de que no me veía como una persona rara. Pensó que era portador de malas noticias y se alegró al saber que todo estaba perfecto. Además, esta vez, dijo, estaba seguro que yo no podía concebir, no obstante, dijo que probablemente, antes de la extirpación de mis órganos reproductores, yo habría presentado problemas de concepción, por aquello del ovario no valorable.
«Los cuerpos se conocen».  Pensé. « Son sabios». Mi cuerpo le dijo a mi alma, que no sintiera deseos de concebir, porque sufriría mucho. Yo, acababa de descubrir que era sospechosa de esterilidad. ¿No es demasiada ironía para una sola persona, con una sola vida?
     El doctor soltó un suspiro y dijo, que antes de que dejara el hospital, tendría que tener una nueva plática con él. Me esperaba una manera de vivir distinta. Le dije que si se trataba de la menstruación, no me afectaba lo más mínimo, a lo que él me dijo que no era sólo eso. Que lo que venía, no era fácil, no era grave como el cáncer, pero que no sería fácil. Tuvo mucha razón.

     Apenas a dos meses de la operación y no conseguía conciliar el sueño y me hice dependiente de los ansiolíticos. Me internaron en una clínica mental por quince días porque mi desequilibrio me hacía sentir que le tenía miedo a todo, y creí que así me quedaría para siempre, porque no me tranquilizaban esas imágenes de otros pintores, que mentían, diciendo que la vida, era amable, si tomabas Neurobón. Entonces tomé todas las píldoras que me recetaran. Fue fuerte la experiencia vivida. Tan fuerte como el enamoramiento de una persona que no era para mí. Pero al tercer mes, ya todo estaba, al menos controlado. ¡Ojalá y así se hubiera controlado mi enamoramiento! Yo era una mujer de veintiséis años y ya era menopáusica. Y quizá eso, hizo que mi tristeza crónica echara al olvido aquellos sueños de adolescente, de viajar y conocer el mundo, y me volví a mi lugar totalmente derrotada a morir de amor, a ese lugar donde no se sabe quién, pinta de colores el paisaje. Monté un estudio de fotografía y retocaba las fotos con mis pinceles. No solía visitar a mis padres aunque vivíamos cerca, en la zona de Los Tuxtlas; yo era demasiado solitaria. Ya ni sabía si era yo la mujer del mal talante. No tenía con quien pelear. Conseguía clientela y no tenían queja de mí. Rechacé definitivamente hacerme guía de turistas, cuando me lo ofrecieron porque hablaba inglés con fluidez.
       Solía platicar con una señora británica entrada en años. Conoció a su novio, de ahí de mi tierra, a través de una revista sentimental. Viajó desde allá hasta acá y quedó prendada tanto del enamorado como de la región de Los Tuxtlas. Se casaron y, esta señora se fue quedando sola. Todos se fueron muriendo, empezando por el esposo. Se hizo mi amiga cuando quiso que le reparara las fotos de sus hijos de cuando fueron pequeños, y al saber que yo no tenía novio ni planes de casarme, me dijo, con el inglés que usaba para que a mí no se me olvidara, que veintitantos años no hacían solterona a nadie. Esas ideas las tenían antes, no ahora. Y sobre el no querer y ahora no poder ser madre dijo:
    Today, women rather do not have any children, because they like to work and advance in their careers.
      Me lo dijo con tal naturalidad que por poco la abrazo. ¡Al fin! Una mujer de edad que no tilda de monstruos a las que no queremos tener hijos. Si bien mi vida estaba vacía, no era por la falta de hijos, era por falta de amor. Le conté con pelos y señas lo de mi frustrado amor con Simón Estrella y la señora me dijo:

     ¡Call him! ¡Look for him! It is the only way to know something. You never know, until you know. You are going to think I am a hopeless romantic, and yes, I am

     «Los deseos viajan». Pensé. Los deseos van a parar a alguien con sabiduría, para que uno pueda saber qué hacer. Tenía meses masticando y a la vez desechando la idea de llamar a Rogaciana, para que me dijera, cómo iba el progreso en Tapanalá. En un parpadeo ya había una oficina con una computadora en vez de una máquina de escribir, la comunicación iba a pasos agigantados. Se hablaba de telefonía celular, muy cara por cierto. La fotografía era digital y maravillosa. La pintura seguía siendo requerida, pero me aficioné a la foto y al vídeo, por estar al día, al fin y al cabo, también me gustaba, y lo mejor, me hacía ganar mucho dinero.

     Mi madre, solía visitarme de vez en cuando y yo me ponía furibunda. No me gustaba que fuera a verme y sentir esa mirada plagada de lástima. Me estaba poniendo una corona, como la que le pusieron a Amalia en el kínder, una corona de lástima. Quizá creía que yo era: virgen y mártir. Virgen, porque era su mente incapaz de pensar que yo, sin casarme, hubiese tenido sexo, y mártir, por aquello de que me habían practicado una histerectomía total. Ahora sí ya no tenía remedio, según ella. E insistía en lo de la construcción de una recámara, tan grande y tan bonita como yo quisiera, para languidecer y aceptar mi triste destino. Cuando las cosas se ponían peor, trataba de cambiar de tema, y recordaba el tiempo en que me cepillaba mi larga cabellera.
     Quizá ella pensaba que era lo único bello en mí. Verla me hacía recordar los tiempos en que mi autoestima estaba intacta.
     Ya en mi inevitable andar, me fui llenando de rémoras, de complejos. Absorbí como una esponja las ideas erróneas e imité lo que hacían otras personas. Empecé a auto criticarme, a percibir y a tildar de errores lo que no me gustaba de mi físico. Mis piernas eran escuálidas y feas, sobre todo mis rodillas que resaltaban sobremanera. No estaba desarrollando una gran estatura, y aunque estaba en la pre-adolescencia, no se asomaban las almohadillas que simbolizaban una anatomía muy grata al sexo masculino. No tendría un busto de tamaño regular siquiera. Estaba ambivalente. Me gustaba el rostro que veía en el espejo.  Mi mamá no paraba de regañarme severamente tan sólo por decir:
      «Mami, yo soy bonita. Péiname como el otro día y ponme el listón verde, porque me veo bonita con ese peinado»

    Mi madre perdía el control y me gritaba: 

   « ¡Me choca que hables así! ¡Sólo una coqueta puede decir que es bonita! Además, ¡no eres bonita! ¡Ni lo sueñes!»

     Aquí lo único afortunado, era que, aunque se trataba de mi propia madre, yo no se lo creía. Yo creía en lo que veía en el espejo. No le refutaba nada de viva voz si no quería recibir una pescozada que me hiciera ver chispas blancas. Pero en ese tiempo, pensaba: « Y sin embargo me veo bonita». Más tarde, se lo decía a la cara: ¡Soy bonita! Mamá refutaba: ¡No! ¡No lo eres!

     Obviamente, no todo era descalificación y exaltar los defectos. La mayoría solía decir yo que poseía una melena envidiable. Tenía unos bucles naturales maravillosos que brillaban bajo el sol. Sí. Mi madre se las arreglaba para comprarme champú de buena calidad y tuvo hasta siete cepillos de diversas cerdas para peinarme el cabello pacientemente antes de dormir. A pesar de su carácter  áspero, cepillar mi cabello que llegaba a la cintura, la relajaba. Y a mí también. Era un acto íntimo y silencioso y las dos estábamos gozando de una paz plena. En ese momento, mi madre era la mujer más maravillosa del mundo. Era como si se tratara de dos personas. La que me decía fea, y la que se extasiaba al máximo, acariciando mi cuero cabelludo, masajeándolo, y pasando el cepillo una y otra vez, hasta que consideraba que había sido suficiente. Me hacía una trenza floja y me mandaba a la cama.

     Que cruel es el tiempo viéndolo desde esta perspectiva. Ojalá todo se hubiese quedado así. Pero es ineluctable. Y así sucedió. El tiempo, impasible y cruel, lo seguiré diciendo hasta el final. Flemático, y por ello indolente, otra vez: ¡cruel! Cierto que muchas heridas se curan con el tiempo, pero por otro lado, es el tiempo el que emblanquece el cabello, con las gruesas y brillantísimas canas, duras de teñir  e indiscretas al brotar. Y qué me dicen de los surcos en la frente, de las patas de gallo alrededor de los ojos. A través del tiempo se va debilitando la memoria, se van destiñendo los vivaces colores, incluso, tiene un don mortificante de cambiar los hechos en tu mente, rompe el dibujo y la estampa que tienes grabada, todo te lo cambia de lugar. ¡Maldito sea el tiempo! Me queda claro, que mi guerra contra el tiempo, se la declaré dibujando y después fotografiando, y no cedí, porque el maldito tiempo destruye y destiñe las fotos… yo las restauraba.


***

    Se llamaba Adela, doña Adela, quien se la pasaba escarbando en sus recuerdos y encontraba fotos desteñidas y descarapeladas. Incluso vi muchas fotos de sus familiares de Reino Unido. Por esa razón me visitaba seguido y solicitaba mis servicios. Era hermoso ver las modas de aquellos lares. Me encantaba ver los paisajes, y a la mujeres con trajes sastres, guantes y sombreros. Me extasiaba escuchando a doña Adela, cada vez que veía un retrato, según ella, éste le recordaba el clima que hubo estado ese día, y a esa hora. Aunque la mayoría de fotos eran a blanco y negro y algunas hasta color sepia, siempre decía recordar de qué color era tal o cual vestido que aparecía en éstas. Siempre pensé que doña Adela bien pudo haber sido una gran escritora. Todas esas historias estaban hilvanadas con trozos de recuerdos que ella iba acomodando a su modo, de tal manera, que su vida pareciera tal cual le dictaba su memoria. Yo le dije que la memoria nos jugaba tremendas trastadas y con una carcajada sorda me dijo que sí. Pero lo volvió a arreglar diciendo:

     ̶ Well, had it not been so, for me is beautiful as I remember it ¿right?

     La visita de doña Adela me encantaba y no la de mi madre. Mi padre, bueno, era la persona más desapegada que hube conocido. Nunca tuvimos desencuentros, pero tampoco encuentros. No nos extrañábamos. No parecíamos de la familia.
     Con doña Adela podía explayarme y contarle todo acerca de mi vida. No sólo le conté sobre mi enconado sentimiento de amor por Estrella, sino que le dije, sobre los otros, por así decir, romances que tuve. Considero que empecé muy chica, y también considero que he sido una persona promiscua. No me siento culpable por esto, sencillamente admito que le he sido. Perdí mi virginidad a los trece años con un compañero de la secundaria. Ni siquiera me gustaba. Se llamaba Tomás, y le entré a un juego estúpido con otras adolescentes que presumían que sabían mucho de la vida y yo no quise quedarme atrás. ¡Qué pendeja fui! Ahí si le doy la razón a mi madre. Porque las tipas, ni eran tan atrabancadas como decían, y yo nada más fui a tener sexo en el estero, el lugar celestino donde uno podía esconderse y hacer sus cosas; con el feo y aburrido de Tomás. Ni tenía ganas de hacerlo, ni me gustó. Al tipo lo mandé a la chingada en quince días. Él, parecía muy interesado en mí, y no cejaba su empeño en seguir conmigo, aunque ya no me tocara, prometía. Pero yo, simplemente no quería saber nada de él. Súbitamente le bajé la querencia, cuando me enredé con Roberto. Ese muchacho era muy guapo y tenía muy mala fama ganada a pulso. Decían; le gustaba andar con las chicas y terminarlas en un mes. Obvio, no sin antes tener sexo con ellas, y luego, contaba orondo su hazaña a todo mundo. Aun así, me aventuré con él, y no me sorprendió nada, que quisiera llevarme al estero. Lo paré en seco y le dije, que si era tan hombrecito, juntara lo suficiente para que me llevara a un hotel. Yo me encargaría de que nadie se enterara. Sí vivía en un pueblo chico e infierno grande, pero yo era demasiado astuta. Tenía fama de ser diligente, cortés, inteligente, incapaz de una mala acción. Quedé reivindicada, desde aquella vez, que me mostré humilde, siendo portadora de armas, de la reina huérfana, a quien le daban una corona que le envidié por siempre. Ya un poco mayor, traté de ganarme la empatía de las señoras, no de las chicas, y estas, las señoras, se encargaban de defenderme.
     Roberto no pudo juntar para el hotel y me terminó. Y continuó con su costumbre. Dijo a todos cuanto pudo, que me había llevado al estero y que él, había sido el primero. Que me dejó, pero que quizá volvería conmigo, ya que él, por haber sido el autor de mi deshonra, me había yo ganado una segunda oportunidad. ¡Pendejo!
     Yo, ciertísima que haría su canallada,  le coqueteé a un muchacho que parecía muy serio. Su madre era más agria que la mía. Sin embargo, a mí sí me aprobaba.  Por la rigidez del carácter de la madre de Román, éste, era un tanto retraído, pero le intuí algo de violencia escondida en su timidez. Llegó a preguntarme si esos guiños que yo le mandaba o esos besos al viento, eran cosa seria, porque él, no quería ser una burla, ni para mí, ni para nadie. A lo que yo le dije:
     ̶  ¡Claro que son en serio! Tu no sólo me gustas, creo que me encantas.
     El trato estaba hecho y mi madre, siendo tan arisca para esas cosas, extrañamente sí me dio permiso de tenerlo como novio, pero insistió que debía ser un secreto para mi papá.
     Cuando el estúpido de Roberto, herido en su amor propio, al verme muy acaramelada con Román, se dio a la tarea de hacer lo que siempre hacía; su chisme, a Román se le quitó lo adusto , y fui feliz, viendo al bocón, con los labios partidos, hinchados, ensangrentados y ajusticiados por el puño vengativo de mi novio Román. No sólo yo estuve contenta, muchas chicas, víctimas de este tipo gallina, quedaron satisfechas al ver sus sentimientos resarcidos.
     Entonces, fui la novia de Román por casi un año. Teníamos relaciones sexuales en su recámara. Su madre se hacía la ciega y callaba cualquier hablilla; aseverando que ella supervisaba a los novios. Aseguraba que en la recámara del chico, que contaba con un amplio escritorio, y una buena iluminación,  ambos nos poníamos a hacer la tarea. Ella así lo prefería porque la sala era un lugar caluroso y ruidoso.  Nada estaba fuera de su intrínseca decencia e imperturbable moral.
    Que señora tan hipócrita doña Natalia; pero, al menos a mí, me sentó bien su alcahuetería. Jamás entendí por qué permitió lo que me permitió.  Cuando terminé con Román, las cosas no se pusieron dramáticas. Él lo aceptó sin más porque ya estaba más animado para continuar sus estudios superiores en la Escuela Naval Militar. Doña Natalia, entonces sí, trató de ser lo menos cercana conmigo. No porque yo hubiese terminado con su hijo, sino, porque al menos yo así lo entendí, ya no tenía nada que ver conmigo. Ambas, jamás rompimos nuestro secreto.
     Doña Adela se carcajeaba estruendosamente con mi conversación en inglés aprendido con canciones. Mientras relataba, se ponía seria, me miraba fijamente y solía fruncir el ceño. Le conté sobre el Magnífico, que en ese lugar, todos lo conocieron como profesor de matemáticas. Pero después de éste hubo otros. Obviamente me traté de enredar con otros, pero jamás hubo ganas ni fuerzas. Fue como cuando perdí la virginidad con Tomás. Todos, parecieron comidas mal sazonadas, sin sal, pimienta ni chile.
Cuando trabajé para la empresa británica, anduve con un venezolano guapísimo, que creo que sí se emocionó conmigo. Incluso pasó por alto, cuando le platiqué lo desdichada que era sin mi Estrella; y prometió y se comprometió a luchar para que lo olvidara. No me hacía feliz en la cama, pero fuera de esta sí. Era muy romántico. Su boca era pequeña que parecía un botón de rosa. Su piel blanca. Su acento, en español, me fascinaba. Me quedaba largas horas platicando con él, después de que me invitara a cenar. Rociábamos la velada con algún vino blanco espumoso, de preferencia un asti, que me encantaba. Procuraba no beber más de dos copas. Mi fracaso con el alcohol me hizo aprender la lección. Era mi chamo favorito. Lamenté no poder hacer una buena química con él, pero me percaté que como amigos, nuestra amistad podría ser infinita. Por lo demás no, aunque era muy detallista. Me llenaba de regalos, y era muy prudente con esto. No me daba joyas finas, porque decía que eso era de mal gusto, si era un regalo como novios. Esto era aceptable solamente entre esposos. Siempre me regalaba cosas que eran encantadoras. Algún llavero musical dorado. Unos jabones en forma de camafeo. Alguna vez me regaló un pañuelo de seda que me puso en el cuello y me dijo: «Haz de cuenta que te estoy abrazando». Yo sabía, quién era yo. Y fui una mula indomable, y una perra con rabia, que no quiso ceder, porque mi frustración estaba al máximo. Un día me mandó un ramo de dalias. Le hice un desmadre descomunal. Y era cierto que él no sabía, el nombre de la mujer del hombre que yo amaba profundamente. Rogó, imploró perdón, y no. No lo amaba. No me interesaba. No habría querido ser mi amigo para cenar y platicar. Francamente, en la cama, yo no lo soportaba. Pretexté lo de las flores para romper con mi farsa. Jamás me quedará claro, por qué no pude sentir con nadie, lo que sentí por Simón Estrella. ¿Qué diantres me pasó en Tapanalá?
     Doña Adela suspiraba con mis relatos. Una tarde, cuando creyó que estaba terminando de contarle una aventura más, me interrumpió diciendo:

      ̶ So, ¿when we go to get a "star" at Tapanalá?

     Dijo doña Adela esa tarde fresca, meciéndose a sus anchas en mi sillón de mimbre.
     Eso fue todo lo que necesité para tomar la decisión.
     Sí. Retomaba la decisión. Ignoraba si era correcto o no. Eso, era lo que menos me importaba.

     Enterarme que Rogaciana había muerto me afectó, pero era por decirlo así, algo que le pasa a cualquiera que está vivo. Pero:

    «Rogaciana se suicidó, tomó una combinación de hierbas con hongos venenosos para morir»

    ¡No! ¡Totalmente inaceptable!

     Mi llegada pudo pasar desapercibida, porque ya había un hotel en el pueblo. Pero no quise que fuera así. Quise saber, quién atendía la caseta telefónica que antes estuviera en la casa de Rogaciana. En qué condiciones estaba la casa de la madrina del pueblo, etc.
     La casa de Rogaciana permanecía cerrada. Le pedí al padre de Simón Estrella que no dejaran que el olvido y la decrepitud derrumbaran el lugar donde muchos habían nacido. Aceptó. Como un torbellino expulsé el polvo que hacía nata por todas partes. Volví a encender las veladoras que siempre mantenía iluminada la sala de los partos. Arranqué con furia la maleza que se enredaba entre sus plantas medicinales. Podé los rosales, limpié cristales de las ventanas. Coloqué cortinas frescas que encontré entre sus baúles que olían a albahaca. No supe prender el fogón, ya que, aunque todas las casas ya tenían estufa de gas, Rogaciana pareció no querer modernizarse en ese aspecto. Pero una niña de escasos doce años, flaquita y muy alegre, que se llamaba Romelia, se acomidió a desempolvar conmigo la casa de su madrina Rogaciana y ella hizo el fuego. Sólo quise hervir agua; como era la costumbre de Rogaciana, siempre tener agua hirviendo, por si acaso. Fue Romelia quien me puso al tanto de los pormenores.
     Rogaciana murió cuando los hijos de Dalia y Simón Estrella nacieron. Entonces yo pregunté que si habían sido gemelos.

    «Son cuates». Dijo Romelia.

     Se reunió mucha gente bajo la parota, para agradecerme la visita y para hablar del extraño deceso de Rogaciana.  Para estos tiempos, los hijos de Dalia ya tenían casi los dos años de edad.
     En cuanto a la muerte de Rogaciana, sucedida al mes del nacimiento de los cuates; no hubo indagaciones, ni preguntas ni nada al respecto. Se llegó a la conclusión que tomó, por propia voluntad un bebedizo mortal. ¡Por supuesto que yo no acepté esa versión! No dije nada a nadie. Pero, por supuesto que mandé llamar a Dalia, quien se presentó a mi llamado, tan fresca como una rosa al amanecer.
      Se la solté sin más. La agarré totalmente desprevenida. Le pregunté que qué tenía que ver el hecho de que Simón Estrella era estéril y ya era padre de tres hijos. Además, de unos cuates.

     Cierto que yo nunca conocí al dueño, o dueños del rancho de mangos,  Los cuates. Pero todo apuntaba que ahí estaba el verdadero padre. Y mi idea no estaba para nada errada, puesto que a Dalia le dio por temblar y llorar. A lo que le dije que Estrella ignoraba totalmente su condición, pero ni Rogaciana ni yo lo ignorábamos, y callamos por el bienestar de eso, que ella llamaba su familia. Todo eso, digamos, yo estaba dispuesta a pasarlo por alto, pero ¿la muerte de Rogaciana? Se trataba de un asesinato aseveré,  dando un golpe sobre la mesa. Dalia se levantó y  gritó que no era verdad. Que ella no sabía nada del  suicidio de Rogaciana. Que no entendía por qué lo había hecho y que la lloró como si se hubiese muerto su verdadera madre, porque Rogaciana se merecía más esas lágrimas y no la mujer que apenas recordaba, con el paladar salado y el humor descompuesto, porque, todos lo sabían, que lo callaran era otra cosa, todos sabían que su madre biológica vivía con otro hombre en Tuxtepec, y que jamás buscó a sus hijos. Ella dijo que había aprendido a vivir con ese dolor y esa vergüenza.  Aceptó, que tras su segundo parto, tuvo en efecto, una fuerte discusión con Rogaciana, quien alegó que Estrella era total y absolutamente estéril. Ella dijo que le replicó y le objetó de muchas maneras que no había faltado a su esposo. Se indignó, dijo, sobremanera, ya que, la orfandad materna de Estrella, le legaba el derecho a su madrina, casi su madre Rogaciana. Ella fue, quien tuvo que verificar la muestra de su pureza sobre las sábanas nupciales. ¡Vaya costumbre tan primitiva y asquerosa! Pero eso era algo que me suponía había sucedido así. En fin, que, Dalia, dijo, y por nada y le creo, que la discusión que tuvieron cuando nacieron los cuates, fue porque ella, con su virtud de sabia, le dijo que esos niños merecían gozar de la fortuna de su verdadero padre, es decir, no de Estrella, sino de Carlos Barragán, alias el cuate. Su hermano, que naciera el mismo día que él, hacía muchos años había muerto asesinado.
     Dalia entonces dijo, que una noche, Carlos Barragán, abusó de ella sexualmente. Estaba ebrio, dijo. Que le pareció un acto de lo más extraño, ya que ella, antes jamás había vislumbrado una mirada lasciva, ni ninguna mala intención de éste hombre. «Se volvió loco» dijo ella sollozando. Y desde esa vez, no le quedó claro, quien sería el verdadero padre de este segundo embarazo.

     ­̶ ¿Por qué no denunciaste al desgraciado que te violó?

     ̶ Tuve miedo que Estrella quisiera matarlo, y entonces, las cosas se pondrían peor, quien sabe quién hubiese sido el muerto.

       Dalia, me confirmó pues, que su hija primogénita sí era hija de Estrella. Los cuates no.

     Jamás creí sentir tanto odio contra una persona como lo sentí contra Dalia. La miré de un modo, en donde quise juntar mis días y mis noches contando las hojas secas del otoño, rumiando mi suerte. Así me sentía, viviendo un otoño eterno, con árboles pelados, si acaso con hojas muertas de tristeza cuando las abrazó la estación que las obliga a caerse. Así veía mi luz, no brillante, sino ambarina porque mi sendero no tenía destino, vivía por vivir. Ya que más daba.

     ̶ ¡No le digas nada a Estrella! ¡Te lo ruego Blanca!

      Estuvo a punto de ponerse de rodillas y la zarandeé de tal modo que de rodillas no pudo estar, sino de plano tirada. Le ordené que se levantara y que se lavara la cara. Y que si acaso Estrella le preguntaba para qué la había yo llamado, le mintiera, así como yo ya sabía que le había mentido en otras ocasiones. Que la llamé para preguntarle sobre su vida, sus hijos, el pueblo, etc.

     Lo que sí le advertí, es que mis visitas a Tapanalá serían más seguidas, y pobre de ella si advertía un dejo de malos gestos, una indirecta. Ya que, le aseguré que investigaría a fondo la muerte de Rogaciana.
     No sentí un ápice de piedad ante una Dalia, antes altanera y presuntuosa, ahora derribada por sus miedos y sus trampas. Y entonces le asesté el golpe ¿mortal? Le dije que yo amaba a Estrella y que Estrella me amaba a mí. Que ninguno de los dos fraguamos destruir el matrimonio que tenían pactado con antelación antes de conocerme, antes de yo conocer ese pueblo que en un principio me pareció deleznable. Pero era mi estupidez de juventud, parecida a la de ella cuando fue descortés conmigo. Gracias a ese viaje, conocí muchos lugares hermosos después, y Oaxaca ocupaba el primer lugar en mi corazón. Estaba lleno de magia, de encanto, de historia, y de privilegios. En ese lugar nació el amor de mi vida. ¡Sí! Le dije: ¡El amor de mi vida!
     Fui muy sincera al decirle que me hice a un lado, porque consideré no tener ningún derecho de romper algo, como fue el matrimonio de ellos. Bastaba con que yo lo hubiese querido, pero no me atreví. Tuve miedo, le confesé. Por vez primera tuve miedo. Tuve miedo de perderme en la inmensidad del amor que le tenía al que hoy, era su marido.
    Fui muy clara en decirle que tuviera cuidado de armar escándalo alguno; para que su padre cobrara revanchas con sus primitivos machetazos; porque la tasajeada podría ser ella, si yo ventilaba que los tres hijos que tenía, no eran de Simón Pedro Juan Matías Estrella y Montes. Dejaría al descubierto su imperdonable conducta de adulterio, y como en los países islámicos, a pedradas limpiarían la suciedad de su acto. Le aseguré, que era yo quien le perdonaba la vida y no la ponía en la picota del centro de Tapanalá.
     Una cosa era cierta. Yo era enemiga de ese tipo de costumbres. Me indignaba que a la mujer se le señalara con un dedo flamígero algún traspié, por así decirlo, mientras que al hombre se le perdonara todo. Pero yo andaba en las últimas; era mi única oportunidad y abusé del miedo de Dalia.
     Odié a Dalia porque vi el brillo en sus ojos, el canto en su voz, su amor verdadero por Estrella. Estrella era y fue por siempre el amor de la vida de Dalia. ¡Cuánta iniquidad! Dalia amaba a Estrella, lo demás, solo se puso de algún modo a mi favor. Y no repelé cosa alguna, cuando Dalia, vencida, me dijo:
     ˗ Por esta vez tu ganas. No te extrañe Blanca, que si puedo, algún día te mataré.


     Era mi cuarta visita a Tapanalá. Llegaba a ese lugar, como si realmente tuviera algo que ver conmigo. Ahí, yo no tenía familiares. Sin embargo, la gente me recibía con fraternidad y nadie se incomodaba que me metiera a la casa de la difunta Rogaciana, que ya, en ese tiempo, estaba ocupada por Doña Alejandra, madre de Romelia. ¡Doña Alejandra! Nada más y nada menos que mi modelo para desnudos. Mujer no tan entrada en años, con un cuerpo hermoso y nada mortificada por ser madre solera. Me llegó a contar que tuvo un novio en San Isidro Chacalapa, cuando una familia rica la contrató como trabajadora doméstica; este novio, era un mozo más, y tuvo relaciones sexuales y aunque él fue quien la despojó de su doncellez, por esta conducta la repudió y le dijo que no era digna de ser su esposa. Ni de él, ni de nadie. No le quedó más remedio que devolverse a Tapanalá y justo para enterarse que había concebido. Tras la golpiza de sus padres, vivió toda su gestación y la cuarentena con Rogaciana y ahí adquirió la experiencia para tallar el mal de ojo, curar el empacho y hacer menjurjes que les quitaban las molestias a los hipocondriacos. Partos no. El centro de salud se encargaba ya de ese tipo de cosas. Doña Alejandra me recibía como si yo fuera una hija que la visitaba y le surtía su despensa, le llevaba telas para que se confeccionara sus faldas talares y le llevaba encajes y listones para que le hiciera vestidos más modernos y vistosos a Romelia. Era un primor de niña esta Romelia, que bien aprendió de su madre, a no acomplejarse porque a sus espaldas la llamaban bastarda. Yo le dije que odiaba esa palabra y el calificativo. Romelia se encogía de hombros y fruncía la boca, como diciendo: me vale madre que me llamen así. Ambas, Alejandra y Romelia, me profesaban mucho cariño y se ponían jubilosas al ver el montón de veladoras que Rogaciana solía poner a lo largo de las repisas de cuatro paredes; que le daban un toque místico, ahora, a su retrato al centro del altar, el que yo pinté de ella basándome en una fotografía. Doña Alejandra conocía mucho de hierbas y no sólo conservó las que tenía Rogaciana, sino que agregó más. Me encantaba el olor de la manzanilla y la hierbabuena. La ruda, me hacía deponer. Le rogué que la trasplantara lo más alejado de la puerta del traspatio, y así lo hizo.
     Algunas tardes se la pasaba recordando la infinidad de consejos que le daba su madrina Rogaciana, para tener una buena salud, para no poblarse de lombrices, para tener contento al marido, para que les hiciera daño el mezcal cuando les daba por abusar de éste, y en fin que congeniamos de una manera inexplicable.
     Llegué a preguntarle que si ella realmente creía que Rogaciana hubiese tomado, por voluntad propia, el bebedizo que la llevó a la muerte, a lo que me dijo que sí. Yo me sorprendí. No podía creer que no sólo ella, sino todo el pueblo estaban conformes con la idea del suicidio y ella me dijo por qué.
     Rogaciana de un de repente, sus ojos tenían un filo azuloso que denotaba mala salud. Ya no sonreía. De hecho, me dijo, que el parto de Dalia, cuando parió cuates, lo atendió de muy mala gana. Ya no se sentía con fuerzas. Algo le estaba disminuyendo el ánimo del buen vivir. Y, además, dijo, que hizo una visita a Huautla de Jiménez, en donde, por supuesto que vivió la experiencia de comer hongos alucinógenos.

     « Algo no salió bien en ese viaje »

     Dijo doña Alejandra, estirándose y bostezando sin darle mucha importancia al asunto, como solía no darle mucha importancia a la vida misma. La vi entonces más sabia que a la misma Rogaciana. Ella conocía la clave para ser feliz. Vivió en Tapanalá señalada por todos y lo soportó estoicamente. Ahora la reverenciaban.

     La empecé a ver con un aura dorada, y fue entonces que languideció, o se agobió por el calor, pero hizo un monólogo sobre la existencia de Rogaciana. Una mujer sabia, sí, pero tal sabiduría nunca funcionó con sus propios hijos. Todos murieron apenas cumplidos los cuarenta días. De los diez que tuvo, los diez se fueron. A los diez años, también muere el marido. No pude evitar no acordarme de doña Adela. Definitivamente la abandoné con sus fotos añejas retocadas sutilmente con trampas de nostalgias acomodadas a la conveniencia de su bienestar. No supo nunca, que fue ella misma quien me empujó a abandonarla, ni pude después contarle, que su historia era parecida a la de Rogaciana. Los hijos y el esposo muertos tan tempranamente.
    Doña Alejandra terminó el relato al tiempo que se terminó un café que ya estaba frío, y me agradeció que le permitiera vivir gratis, junto con su hija Romelia en esa casa; después de que le pagara a la chata Valdivia, la ridícula cantidad que me pidió por la propiedad que ocupó siempre la querida matriarca de Tapanalá.
                                             

                                                     ***


     Sí estaba arrepentida de haberlo convencido finalmente, de venir a vivir conmigo, pero a la vez no podía imaginar ya la vida sin él. Una borrachera cada día me resultaba difícil de  tolerar. Temía que dejaran de funcionar esos dos golpecitos que me daba del lado del corazón con la mano extendida. Eso que significaba: TE AMO.
     Él lo hacía, yo lo hacía. Era nuestra manera de saludarnos. De decirnos buenos días, o buenas noches, o simplemente porque sí.
     Quizá me había tocado un destino torcido, o bien, no seguí el sendero correcto, o bien, Dina tuvo siempre razón sobre el auto engaño y todo eso. No estaba resultando. Esa no era la vida que yo creía que viviría al lado del amor de mi vida. Pero quería al amor de mi vida a mi lado.
    No importaba que tuviésemos, dos horas de paz, y el resto, sólo eran silencios prolongados que pesaban como lastre ante su auto-recriminación. Creía que sus hijos vivirían un infierno en la tierra, y creía que él se iría al infierno toda una eternidad. Así lo aprendió, y era complicado que dejara ir, eso, que para mí, sólo fue una idea que le metieron, para convencerlo de pertenecer a una religión, con un dios castigador, vengativo, colérico. Era contradictorio que a la vez le dijeran: Dios es amor.

     Lo vi tendido en la cama, roncando de una manera exasperante, tras verlo llorar y maldecirme, luego, arrepentido decirme te amo,  con los dos golpecitos del lado del corazón con la mano extendida.
     Y no me quedó más que volver a escuchar la canción de Queen. El disco que me regaló Dina en señal de reconciliación. Vino a verme aquí a Concord.
      « ¡Siempre California!» Decía Dina. Sí. La verdad, era un sitio en el que me sabía mover. Escuchaba llorando la canción "Love of life" con Fredy Mercury.
     Deseaba tener esa  varita mágica de mi niñez, la que haría que me nacieran alas para volar, para transformar toda mi vida, y la haría del modo exacto en que yo la hubiese querido. Es patético soñar. Hice un sólo cuadro en claroscuro; El duende de la luna; y quizá me pinté a mí misma. Unos ojos enajenados buscando cómo llenar la soledad y ya no tener a quien más pedirle, más que al duende de la luna. ¡Esa pintura que nadie entendía! ¡Dolorosamente descubrí que era yo!

      Quería escapar de mi misma, aunque fuera volando ¡qué va! Ya me daba pánico volar. Los últimos vuelos los realicé con las manos temblorosas y sudorosas. El primer ataque de pánico lo recibí justo cuando iba a Huatulco, aunque el destino final era Salina Cruz. ¡Siempre Oaxaca! Al menos, así me estuvo resultando. Aquella vez el avión iba casi vacío. Las azafatas dijeron que podíamos ocupar el asiento que fuera, ya que solo éramos cinco pasajeros. Ocupamos primera clase. Todo iba tranquilo, hasta que repentinamente, yo sentí que el avión se estaba yendo a pique. Lo sentí clarísimo en el estómago. No vi a nadie estremecerse ni asustarse. Sólo yo sentía que no soportaría la taquicardia. Cuando al fin aterrizamos, el piloto avisó que el cielo de Huatulco se mostraba nublado y que amenazaba lluvia, como habrán notado, hubo en el camino ligera turbulencia. ¿Ligera? Desde entonces, lo más que pudiera soportar, hacía los viajes por tierra. Sin embargo me resultó muy cansado hacer viajes de diez horas, por lo que me vi en la necesidad de volar, pero siempre con el susto en el alma, aunque no sé por qué, si según yo, ya no me interesaba la vida. Incongruente.

     Me di cuenta que estaba llorando a grito vivo, sin hacer que Estrella se despertara de su sueño etílico. "Love of my life" me decía todo, tú me hieres, tú me rompes el corazón y quieres dejarme, tú no sabes lo que significas para mí, amor de mi vida. Yo quería hacerme vieja, y seguir a su lado para decirle: te amo. Pero el amor de mi vida ahí estaba, tapado de culpas e insufrible con su carga emocional.
     Una tarde que conversamos, tranquilamente, le dije que estaba dispuesta a comprar un seguro de vida para sus hijos. Estaba dispuesta a gastar una cantidad cuantiosa e importante. Sus hijos no sufrirían jamás apuros económicos. Estrella no se sintió convencido porque tal y como me dijo al principio, lo sostenía; cuando le rogué que abandonara todo y  viniera conmigo, me dijo: Yo no quiero ser tu mantenido.  Dijo al tiempo que se le veía el sufrimiento por estar dividido entre el amor que sentía por mí, y el que sentía por sus hijos.

     Yo lo jalé del brazo. Él se resistía. Fue una noche fresca en Tapanalá. La gente parecía testigo a mi favor sobre mis planes, porque todos parecían no dormidos; muertos.
     ̶ Huye conmigo. Le dije

     ̶ ¿A dónde?

     ̶ A donde sea. Tú y yo. Nos amamos.

     Le dije que tuvo toda la razón cuando en el hotel de Oaxaca me trató como a una perra en celo y más tarde me dijo que nunca lo olvidaría, porque nunca lo olvidé. Le confesé que me enamoré de él desde aquella noche de los cocuyos. Que quise tenderle una trampa y la que se entrampó fui yo. Le dije la verdad de que quise dejarlo, quise romper el recuerdo, triturarlo, pero quién sabe de qué estaba hecho, que las piezas solas volvía a unirse y se pegaban a mí como una lapa que no me dejaba respirar.

     ̶ Supe que dijiste que yo era un indio de Tapanalá. -Me dijo con mucha tristeza.

     ̶ Sí. -Le dije.  ̶ Lo dije porque no encontraba la manera de disfrazar las ganas de llorar al saber que pertenecías a otra.

    Le dije lo mucho que lloré abrazando una almohada hasta que pude llegar a la capital por primera vez. Le dije que hice muchos dibujos de su rostro pero que nunca que me quedaron iguales. Le dije que perdí el concurso de Turismo, por haber insistido en que compitiera La aparición, entre otros dos muy buenos, y no puse La siesta, quienes todos aseguraban que me daría el gane. Y le dije lo mucho que me dolía perder. Le dije que originalmente, el cuadro se llamaba La aparición de Simón Estrella, y que le cambié el nombre cuando supe que estaba comprometido con Dalia.

     ̶ En ese entonces ya mi pensamiento era para ti. Después de la noche de los cocuyos no hubo más nadie a quien yo amara más.   ̶ Me dijo.

    ̶ Entonces, huye conmigo. ̶ Le insistí.

    ̶ ¿Y de que vamos a vivir?  ̶ Me dijo.  ̶ Yo no podría darte los lujos y todo eso que haces para verte tan hermosa. Yo soy un campesino que a veces arregla zapatos. ̶ Me dijo.

     Yo, tenía los ojos rasados en llanto. Estaba por rendirme cuando le pregunté entonces que si no me amaba como muchas veces lo dijo. Sólo bastaba que lo dijera, para irme a morir en cualquier lugar, aunque fuera en Tapanalá, ahí, bajo la parota, como algunos dijeron que se les antojaba morir, a una hora precisa.

     ̶ ¡Vámonos pues! ̶ Dijo.

    Y entonces no hubo ser más feliz que yo. Le pedí que se quitara esas ideas machistas de que él sería mi mantenido. Yo tenía equipo fotográfico que él podría aprender a manejar. O bien, pondríamos un negocio de fabricar zapatos, o ya se nos ocurriría algo, pero juntos. Todo le decía, al tiempo que nos trepábamos a la camioneta. Sin valijas, sin despidos, sin nada. Juntos él y yo. Amor de mi vida. Que con dos golpecitos del lado del corazón aprendimos nuestro lenguaje secreto: te amo.
      Y ahí estaba yo con los sueños hechos jirones. Sí parecía un castigo definitivamente. Aceptaba que había sido egoísta, porque lo quise para mí y lo arranqué de un poblado donde la vida es suave y bella. Lo arrastré a un lugar donde el hecho de que yo hablara inglés y él no pudiera entenderlo, lo hacía sentir inferior. Quizá debí prepararlo antes de robármelo. Sin embargo, no todos los días eran malos. Cuando estábamos solos, en algún parque, haciendo pic nic, o caminando abrazados, entendiéndonos solos, entonces la vida tenía todo el sentido para mí. El color ocre del otoño que tanto me deprimía, ahora era mi estación favorita, como la primavera, el verano y el invierno, en fin que todo. Amor de mi vida para sentir tu respiración, amor de mi vida que escucho al oído el latir de tu corazón que me dice te amo, te amo, en cada palpitar, amor de mi vida, no me hagas daño con asaltos de culpabilidad, que yo sé la verdad, pero no la diré, porque soy incapaz de hacerte sufrir.     Al tiempo me preguntaba por qué estaba siendo desdichada, antes sin él, ahora con él. Recordé algo que leí, quién sabe dónde, ni supe quién fue el autor: No hace falta regalar la luna ni las estrellas, para demostrar que tu amor es más grande que el Universo. Cómo decirle a quién, que quería demostrar ese amor, y era más grande que el Universo, pero pedía a cambio, no la luna ni todas las estrellas, me bastaba con una, con Estrella de Tapanalá.

                                                 ***

     Mi felicidad no tuvo límites, cuando Simón Estrella aceptó finalmente lo del seguro para sus hijos, incluida su esposa. Fue necesario que viajaran a Concord y yo sufragué esos gastos y no vi ni un ínfimo gesto de reprobación de Estrella, quien siempre que yo pagaba algo, que él creía que yo no debía pagar, hacía problemas. El empezaba a sentirse bien en el trabajo de vigilancia que le dieron, aunque ingresó a  los Estados Unidos con una visa de turista, nos las arreglamos para que obtuviera el permiso de portar arma, y aunque era muy remoto que la llegara a usar, era obligatorio que la trajera al cinto. Puse mis condiciones respecto a ese aparatejo. Al regresar del trabajo debía guardarla. Jamás tenerla puesta en el cinto, si no era, tal y como se lo pedían en el trabajo. Y siempre lo hizo así.
     Por supuesto que Dalia con sus tres hijos hizo este viaje, consciente de todos nuestros planes. Un seguro cuantioso para la seguridad de ella y sus tres hijos.
     Jamás imaginé, en verdad, jamás, que para poder asegurar a los hijos, por cuestiones protocolarias, a los niños, debían hacerles una prueba de ADN.
     Yo creí que me infartaría cuando escuché eso. Dalia también se mostró contrariada, pero nada le quitó de la mente que lo hice con mala intención. Quien menos refutó esto fue Estrella. Ya que, todo lo contrario de lo que Dalia y yo sentíamos, él, quería sentirse seguro y en paz. Por supuesto que le dijo a Dalia lo mucho que me amaba a mí, y a sus hijos. Le pidió perdón a su aún esposa pero le dijo que el amor era así. A veces se daba, y a veces no se quedaba. Que no lo odiara por una prueba que él aceptaba, pero no para ofenderla, sino para protegerla. El no dudaba de la bondad de ella,  pero que cuando se casó fue tan sólo por cumplir un compromiso en donde lo tenían incluso amenazado de muerte, y ya me amaba a mí con todas sus fuerzas y ya nada lo pudo cambiar. Algo sucedió que no podía explicarse ni explicarle.
     Dalia no podía negarse puesto que no era Estrella quien pedía la prueba, sino la aseguradora. Vi a la mujer lívida y echada a su suerte. Estrella intentaba, sin conseguirlo, consolarla. Lloraba quedito ante lo que ella vislumbraba como un terremoto devastador que sobrevendría. Entonces todo era verdad. Simón Estrella era estéril. No era el padre de Dalia la mayor, ni de los cuates, ni hubo jamás una violación de por medio.
     Traté, sin lograrlo, evitar que se hiciera esa prueba. Le dije a Estrella, que era mejor poner un fideicomiso en México. Sin necesidad de hacer tantos trámites engorrosos en Estados Unidos. Estrella me miró de un modo tal que entendí todo como: ahora ya no quieres cumplir lo que prometiste,  y de inmediato le pedí que lo olvidara, que siguiéramos adelante con el seguro en dólares.
     Ni con ésta intención malograda, pude evitar que Dalia me odiara al grado de querer asesinarme. La suerte estaba echada. Sólo usaron unos hisopos ordinarios para extraer saliva de los niños. El resultado estaría en una semana.

     Quise en determinado momento, aprovechando que estaba sola, y Estrella paseaba a sus hijos en California, dejar hecho el cheque y escapar. Dejarlo todo. Soltarlo, como lo había intentado antes. No me atreví. Estaba a la espera de un milagro; pero no sabía nada de milagros.
     Y fue que vi mi corazón hecho pedazos alrededor mío. Entonces sí quería morir,  ahora sí era en serio. Anhelé estar en ese avión que sentí que se iba a pique, sentí horrible, pero ojalá se hubiera desplomado para que de mí no hubiese quedado nada. No que, ahora estaba ahí, sin corazón, y los pedazos palpitando, desangrándose... sufriendo.
     Invoqué a Rogaciana, a ver si desde donde estaba, que quién sabe dónde estaba, en el viaje de los hongos quizá todavía, desenmarañando lo que salió mal en aquel viaje, que le preguntara a María Sabina la de Huautla de Jiménez, si se la encontró en el camino, alguna solución para todo esto.
     Lloraba Estrella. Lloraba Dalia. Lloraba yo. No me cabe la menor duda, que si no hubiese interferido, ellos, del modo que fuera, habrían sido felices allá en Tapanalá, que ya era San Pedro Huamelula, que ya tenía casi ocho mil habitantes. Que ya les estaba llegando el progreso, que ya le gente sí usaba luz eléctrica y adquiría refrigeradores para mantener frescos los alimentos. Allá, la hija y los cuates, se habrían hecho hombres, allá se habrían casado, allá habrían nacido los nietos de Dalia, y... de Estrella.
     Estrella no se presentó al trabajo. Se me perdió de vista. Enloqueció cuando supo la verdad. Verdad que Dalia le confesó porque ella se percató que, en efecto, Estrella no la hacía procrear, y quiso regalarle felicidad a base de mentiras. ¿Las mentiras funcionan? Sí. Sí habrían funcionado, como dije antes, si yo no me hubiese metido entre ellos. ¡Cuánto quisiera regresar el tiempo! ¡Maldito tiempo que no se puede regresar!

     Habían pasado ya casi tres semanas y yo estaba sola en el apartamento. Quise distraerme de mi pena haciendo un aseo meticuloso, desde las recámaras, hasta la cocina, como si lo que hubiese querido limpiar era la mugre de mi conciencia.
     Me compenetré en mis pensamientos y recuerdos. ¡El segundo lugar! ¡La primera perdedora! Hoy ¡La otra! La que no tuvo una corona de azares, ni corona de reina de la primavera. Una vincha de maldiciones me ceñía la frente ante los prejuicios de una sociedad que se le facilita condenar a la primera. Tapanalá escupió mi nombre hasta dejarlo convertido en una alimaña ponzoñosa, cuando supieron que Estrella huyó conmigo. Hasta la chata Valdivia, dijeron, con un cuchillo cebollero, rasgó hasta el final, la imagen de Simón Pedro, sin importarle un carajo que rompía la imagen de su hijo. Trataba de destruir a la que lo creó; una desquiciada roba-maridos que ya se estaría haciendo un gran espacio en lo apretadísimos infiernos en donde una eternidad se cocinaría con todo el sazón que le puso Dalia, a todos a quienes les dijo que yo, desde mi llegada, le puse el ojo a quien era, en ese entonces; su novio de compromiso.  Una corona de cardos se hundía y sangraba mi cabeza; porque hice llorar a una esposa legítima. Una mentirosa, pero era la legítima, a la que rociaron con agua bendita y a la que sólo la muerte podía romperle ese lazo urdido con cizaña.
     Ya se habían acabado las piedras y las limas, de tanto afilar guadañas y machetes para asestarlos contra mi humanidad o la de Estrella; por parte de la familia ofendida.
     Simón Grande, ya había huido sabrá el Universo a dónde, porque contra él se habrían ido ante la frustración de la venganza, ciego de llorar por la mala conducta de su hijo. A la pobre Alejandra, la echaron por fin junto con Romelia. Ni la vez que la repudiaron por casquivana, según ellos, ahora todos pudieron; por celestina. Ignoraba yo, si al final de cuentas, habría podido yo vivir con el peso de tantas culpas. Ahora comprendía en parte a Estrella. Yo tambaleaba ahora, cuando desde niña tuve una postura reacia a todo.  Excepto al amor por Estrella, era yo pragmática. ¿Era? Es decir ¿Ya no lo era? Empezar a desconocerme me daba miedo. El miedo, mi perdición.
     Estaba meditabunda en mi labor, cuando un ruido me hizo salir de mis cavilaciones. Estaba segura que era Estrella, tambaleándose de borracho. ¡Sorpresa! Era Dalia. Estaba con un mirar de loca que sí me asustó. Me dijo lo que yo no me había cansado de repetirme. Insistió una y otra vez, que a su manera, ellos eran felices.

     ̶ ¡Sí! ¡Éramos felices!  ̶ Gritó. ̶ Al menos, Estrella que si acaso suspiraba por ti, vivía resignado. Aprendió a vivir pensando que eras una ilusión. Pero tú tenías que  venir a romperlo todo. A mentirle que entre tú y él tendrían una vida feliz.

     ̶ No le mentí, pero sí resultó mentira.  ̶ Le dije. ̶ Perdóname Dalia; jamás imaginé esto. De hecho Rogaciana me dijo lo de la esterilidad de Estrella y me hizo prometerle que jamás se lo diría.

     ̶ ¿Y por qué no cumpliste tu palabra?

     ̶ ¡La cumplí! Yo nunca le dije nada. ¡Lo juro!

     ̶ ¡No te creo nada maldita desgraciada! ̶ Dijo Dalia amenazante.

     ̶ Tú, eres peor que la plaga, que la peste. ¿Por qué viniste a desgraciarme la vida a mí? ¿A nosotros? ¿Sólo porque no triunfaste con tus pintarrajadas?

     Dalia se abalanzó hacia mí, y pensé en verdad que si me daba una golpiza no metería las manos. Quizá unas bofetadas, unos tirones de cabello, unas mordidas y unas patadas acallarían los gritos de mi conciencia. Cierto que yo nunca revelé la verdad a Estrella. Que tuve una idea para hacerlo sentir sin culpas, pero no creí que se destaparía la verdad como quien destapa una cloaca. Yo hice un intento por ser feliz. Pero todo indicaba que yo no había nacido para ser feliz. Dalia no sólo me golpeó como a un muñeco de trapo que no tiene vida, sino que empezó a apretarme el cuello y me empecé a asfixiar. Infinidad de veces escuché que cualquier ser vivo, se mantiene vivo por instinto, aseguraron, sin poder comprobarlo, que los suicidas, se arrepentían en el último segundo, y quizá yo reaccioné por puro y simple instinto, como un animal. Me desafané de las manos que oprimían mi cuello, y le di dos golpes a Dalia. Y al escuchar tan seguido y tan cierta la frase de ¡te voy a matar! mi instinto actuó sin darme cuenta. Nunca sabré si en realidad, el  corazón, que en la pelea, se había caído y partido a la mitad, se lo habría lanzado a la cara, o bien, la habría golpeado muchas veces hasta no poder más. Yo estaba montada sobra Dalia, alcé el trozo de mármol y algo me punzó en la espalda. Las piernas se me entumecieron al instante. Cuando dejé caer el trozo de mármol Dalia ya había corrido a donde estaba Estrella.
     Lucía maltrecho. Despeinado. Sucio. Los ojos los tenía enrojecidos y no sabía si era por vigilia, por llanto o por alcohol. Aun traía el uniforme de vigilante. El cañón de la pistola humeaba por el proyectil que lanzó y me penetró en la zona lumbar. Dalia lo abrazaba y le repetía:

     ̶ ¡Lo hice por ti! Tú querías hijos y yo te los di. Habrías sido feliz con esa mentira. ¡Blanca nos ha deshecho con la verdad!

     ¡Cuánto cuesta la verdad! ¡Supe de uno que por llevar la verdad le pusieron una madriza que no se olvida y eso que sucedió hace dos mil años! Pero yo no había dicho ninguna verdad. Yo pequé de omisión y estaba recibiendo el peor de los dolores. Me recargué como pude, ya que mis piernas no respondían. Miré al amor de mi vida que lucía fuera de control. Había bajado el brazo que sostenía el arma y lloraba copiosamente. Vi amor en sus ojos, y jamás pude saber si ese proyectil fue lanzado contra mí, o fue un arrebato de locura, quizá era para Dalia. Yo no podía hablar porque tenía un tumor de lágrimas atorado en la garganta. Sólo atiné a darme dos palmadas, del lado del corazón, diciéndole a nuestra manera: te amo. Dalia dijo:

     ̶ ¡Mírala Estrella! ¡Te está pidiendo que le dispares al corazón!

     El mirar de Estrella también era extraño. Era Dalia la que, como la serpiente parlante del Génesis, al oído le decía a Estrella que era admirable la bondad de Blanca. Insistió que ésta reconoció que había destrozado un matrimonio feliz, y que ahora estaba muy arrepentida, y que con la vida quería pagar su falta.

     ̶ ¿No la ves? Con los ojos te lo pide, mira, se toca el pecho, ¡Quiere que le dispares al corazón!

     No. Yo le estaba diciendo: te amo. Me tocaba el pecho del lado del corazón, dolida, y muy enamorada. Muchas veces le dije: te amo. Desesperadamente, tocándome el pecho del lado del corazón dije: te amo, te amo, te amo
     Estrella levantó su brazo, vacilante y trémulo, y apuntó hacia mí. Su esposa legítima, Dalia, hizo lo propio, le dio el soporte, con sus manos le sostuvo la mano que parecía débil por el peso del arma. La pistola escupió todo el plomo que tenía sobre mi pecho. Y  empiezo a perder un poco la conciencia y mi visión se hace brumosa... tanto  que maldije al tiempo, y el tiempo me está dando tiempo...
       Estoy emitiendo un recuerdo desde un remolino de fuego que me está devorando y jalando hacia un vacío tenebroso, y no entiendo por qué me permite dar, una última exhalación, y en ésta, soltar todo lo que estoy sintiendo dentro. Soltar, lo que debí soltar cuando lo solté por primera vez, lo debí soltar para siempre porque no me pertenecía, debí soltarlo como quien suelta un pañuelo viejo para que se lo lleve el viento lejos, muy lejos, demasiado. Imagino el pañuelo que debido al desgaste, es blanco y transparente, apenas débiles hilos cruzados haciendo figuras amorfas porque el viento es mucho más fuerte que este. Lo veo volando... volando... volando...
FIN.