AMOR
DE MI VIDA
Novela
Se enamoró como se enamoran siempre
Las mujeres inteligentes: como una idiota.
Ángeles Mastretta
AMOR DE MI VIDA
Estoy emitiendo un recuerdo desde un remolino de fuego que me está
devorando y jalando hacia un vacío tenebroso, y no entiendo por qué me permite
dar, una última exhalación, y en ésta, soltar todo lo que estoy sintiendo
dentro. Soltar, lo que debí soltar cuando lo solté por primera vez, lo debí
soltar para siempre porque no me pertenecía, debí soltarlo como quien suelta un
pañuelo viejo para que se lo lleve el viento lejos, muy lejos, demasiado.
Imagino el pañuelo que debido al desgaste, es blanco y transparente, apenas
débiles hilos cruzados haciendo figuras amorfas porque el viento es mucho más
fuerte que este. Lo veo volando... volando... volando...
Pero no
fue así. Quien se encuentra volando, paralizada de horror, ahora soy yo. ¡Quién
diría! De niña, en un lugar encantador, con mar, río y una laguna inmensamente
hermosa, donde todos los pobladores nos conocíamos y nos saludábamos al pasar.
Un lugar siempre lleno de visitantes nacionales y extranjeros. La región de Los Tuxtlas tan cerca de mí; y quizá los
brujos de la zona me contagiaron de fantasías, porque mi anhelo más grande era
volar con mis propias alas. Cuando crecí un poco más y me di cuenta que era una
soñadora empedernida, a la que no le saldrían alas, entonces, anhelé volar,
aunque fuera en un avión. Sí, volar y conocer el mundo.
Soñar fue mi castigo quizá. No sólo soñaba con tener alas como las
hadas, sino una varita mágica para aparecer todo lo que se me ocurriera o
antojara. Y casi siempre se me antojaba volar.
Mi vida ha sido un constante viajar, casi siempre en avión para llegar a
la ciudad principal, luego, en camionetas, ¡y hasta en carretas! para llegar a
poblados perdidos, encantadores algunos, otros carentes de todo, y de ahí, plasmar lo que se me ocurriera, sobre lienzos
con óleos, sobre cartulinas blancas con carboncillo. Soy dibujante y pintora.
También fotógrafa; pero eso lo hice años después. Estampar todo me gustaba. Era
una manera de detener el tiempo.
Aun no tengo un gran nombre como imaginé que lo tendría. Y a veces, creo
que lo anhelé con tanto ahínco, sólo para llenar el vacío de no tener conmigo
al amor de mi vida. Creo que lo tengo, me refiero al hombre que digo que es el
amor de mi vida, pero todo apunta a que sólo es una apariencia. ¡Lo amo tanto!
El único hombre que creo que voy a amar en toda mi existencia. Nadie más va a
tener esa oportunidad conmigo. O yo perdí la oportunidad de amar, y perdí el
tiempo. ¡Maldito tiempo!
Estrella le digo. Estrella en mis pinceladas de ansiedad, Estrella entre
las nubes que veo en mis caminos, Estrella entre los cactus, Estrella en el
mar, Estrella en el río y petrificado en las huellas del agua imparable que
corre ajena a mis sentimientos. Estrella en mis suspiros, en mis borracheras,
en mis jaquecas, en mis sueños, en mis despertares, en mi amargura, en mi...
miedo. Estrella casado con otra mujer.
No sé por qué llegué a la vida de
ese hombre, o cómo él llegó a la mía, nada más para resquebrajarla,
despellejarla, descuartizarla, y me desangraría gota a gota; todo, por el amor
de ese hombre. De hecho eso es lo que está sucediendo, por ello, quiero darme
prisa, no sea que se me termine el tiempo... ¡Maldito tiempo! ¡Otra vez!
Ya estaba en el tiempo en el que me ganaba
la vida, sí, absolutamente, haciendo retratos para niños. No era lo que me
apasionaba, pero era lo que mejor pagaban. El infaltable cuadro de la pareja de
esposos, que viviendo en concubinato, disfrazaban su vergüenza con una pintura.
Yo era especialista en inventar vestidos vaporosos o rectos, tocados de
ensoñación, maquillaje suave o sofisticado. Mujeres para mí, era lo más hermoso
dibujar y pintar, por ende, las podía decorar de un modo tal, que aunque ellas
mismas no se reconocieran, aceptaban la pintura; y en cuanto a los hombres, si
acaso hacía énfasis en los mostachos que pedían si eran lampiños, o corregir
las orejas que les disgustaban tanto. Estos eran los cuadros que más pedían o
mejor decir, que mejor pagaban, pero había de todo, la mujer de tres cuartos de
perfil sonriendo a quien sabe quién, la niña que hacía la primera comunión, la
quinceañera, el graduado, y la infaltable tatarabuela ignota de la que se
heredaron las buenas y añejas costumbres.
Según yo, aparte de gustarme mucho la
anatomía femenina, me gustaba plasmar paisajes, pero como paisajista, veía,
como agua escaparse entre los dedos, mi destino malogrado y me equivoqué.
Alguna vez, alguien me pidió un paisaje que no fue difícil realizar debido a
que la locación era ahí mismo: agua, ríos, vegetación.
El cliente, don Máximo Pulgarón me dijo:
« Quiero
un atardecer, de esos que pintan el cielo de
muchas rayas de todos colores, de un modo tal, que se siente y se cree,
que Dios se asoma a despedirse de su pueblo, y le dice hasta mañana»
Bueno, con esa petición tan poética y
directa, yo no tuve más que plasmar el lago y el río, que veía tarde a tarde de
camino a casa, ya que mi estudio lo tenía en el centro de la ciudad. El cielo,
ese que quería Pulgarón, solo tuve que mirarlo una vez, y hacer apuntes, lo
demás, fue la ensoñación. Don Máximo y yo soñamos lo mismo aquella noche que lo
inicié. Yo lo vi en mis sueños, y él me vio en el suyo, y entonces los pinceles
se movieron solos, con el puro recuerdo que estaba en el pensamiento. Me pagó
lo que le pedí sin la mínima queja. El cuadro era de grandes dimensiones y
decoraría el centro de su marisquería que tenía mucho éxito en la zona
turística.
Después de este suceso extraordinario,
pinté otros dos paisajes, que se quedaron un año, guardando el polvo que se
cuela por todas partes; mientras yo seguía falsificando matrimonios y ojos
de bebés. Los padres, siempre
consideraban que aunque sus hijos hubiesen nacido con ojos de ratón, un pequeño
toque ámbar, muy discreto, hacer el café oscuro común, un tanto menos crudo,
más suave y exagerar las pestañas, hacía que sus hijos se vieran más bellos de
lo que ellos creían que ya eran. Nunca odié a los niños, pero simplemente no me
gustaron jamás. Así que, cuando mi madre habló de la pintura y el dibujo como
un buen esparcimiento por las tardes, tras barrer, cocinar, y atender hijos…
¡Atender hijos! Sentí que me pellizcó la entrepierna ¡Vaya que si duele un
pellizco en la entrepierna! Por mi negativa feroz ante esta idea, mi madre dolorosamente
resignada; hacía planes para que viviera con ella y mi padre para siempre. Me
sugería que lo que ganaba, lo empezara a invertir en arreglar la casa,
construirme una recámara, tan bonita y grande como yo la quisiera, ya que,
aseguraba, jamás tendría un marido. Ningún hombre, aseguró, ninguno quiere a
una mujer si ésta no le da hijos.
Mi suerte estaba echada según ella. Yo no
opinaba lo mismo. Ella, lo supe
tiempo después, llegó a decir que estaba bastante apenada, y se disculpaba
antes sus vecinas, conocidos y familiares, por tener una hija lesbiana, que
quizá por saberse tan fea (¡ah como insistía! ) se inclinó por el gusto hacia
las mujeres, por ello, pensó que no
quería tener hijos, por esto, y porque, cuando empezaba a hacer mis pininos como dibujante, intentando
investigar si se podía obtener alguna ganancia, o bien ganarse la vida con
dibujos y pinturas, me iba a las playas de la Costa Esmeralda y me ofrecía a
dibujar o pintar a las bañistas. Sí, particularmente a las mujeres. Y fueron
muchos los pedidos con una buena paga. Siempre fueron dibujos a lápiz,
carboncillo o pastel, sobre cartulina o lámina de cascarón. Una vez, una mujer
con un bañador precioso con estampado de margaritas, solicitó mi servicio.
Súbitamente se quitó el brassier y pidió que plasmara con la técnica al pastel,
sus turgentes senos que tenían una aureola y pezones color fresa. Posó como si
se tratara de una profesional sobre el camastro playero. A manera de que no se
acercaran tantos curiosos o la policía, quise que tuviéramos a la mano una
toalla, para que se cubriera de ser necesario. Por supuesto que nos podía
llevar la policía acusándonos de faltas a la moral, y quizá, exhibicionismo, o
algo por el estilo. Esas playas no eran playas nudistas. En fin, que terminé el
trabajo con éxito. Le tomaron una fotografía instantánea y fue cuando mi madre
puso el grito en el altar, para que llegara al cielo. Pasé por alto el regaño,
porque estaba cierta de que haciendo lo que yo quisiera, sin guisarle a un
esposo y no sé cuántos escuincles, y barrer y limpiar una casa, podía continuar
mi vida, haciendo lo que me apasionaba. También, de la manera que pude,
terminando la secundaria; tomé cursos para adquirir más conocimientos, mejorar
la técnica e infinidad de cosas que son necesarias para dibujar y pintar.
Justo cuando mis dos paisajes estaban por
cambiar, auto dibujándose grietas de humedad, y bultos de hongos, cambiando totalmente
mi trabajo, bajo el peso de los microbios, ácaros sobre la tela, y quien sabe
cuántas especies vivas y microscópicas que anidaban ahí, recibí una invitación.
Y entonces el hombre delgado y viejo que yacía en una hamaca, con un brazo
sirviéndole de almohada, mientras tenía las piernas cruzadas, cuan largo era,
dormitaba bajo un cobertizo hecho de palmas, a la hora pesada en que el calor
agobiaba de manera tal, que sólo se escapaba de éste con un sueño no tan
profundo, pero sí reparador, despertó súbitamente. Cada golpe con el trapo para
sacudir el cuadro fue dejando al descubierto, algo, que no era propiamente un
paisaje, aunque para mí sí lo era, ya que, aunque la imagen del abuelo, de mi
abuelo, estaba plasmado ahí, y aunque no se le veía el rostro, porque se lo
cubrió, o yo cubrí con un sombrero para que la luz no le perturbara el
descanso; sí se veía, que a un lado de ese corredor, estaba un lago. También se
podía ver un pequeño terreno con milpas de maíz. Todo indicaba, incluso la
atarraya extendida en una esquina, que ese, era un paisaje no solitario, ahí
estaba un hombre y un perro dormitando bajo el sopor de un calor denso, y que
mi abuelo era campesino y pescador.
̶ Y vaya que si se siente calor.
Dijo uno de los dos contratistas que
estuvieron a verme, invitados por don
Máximo Pulgarón. Eso fue un halago y a la vez, una llamada de atención, para
invitarles a tomar un refresco. No tuve esa atención debido a que, estaba
absorta re descubriendo esas pinturas que no le importaron a nadie en su
momento. Los invitados aceptaron gustosos las bebidas frías en lo que veían los
otros cuadros que nada tenían de importante, porque eran retratos de personas.
Sin embargo dijeron que sí veían trazos artísticos. No les creí. Quise mejor,
que vieran el otro cuadro que hubo vivido en la penumbra del olvido y que era
un paisaje en claroscuro. Una luna idolatrable que era observada por los ojos
que parecían de una mujer. Por supuesto que era una mujer. El cabello largo que
enmarcaban los ojos apuntaba a que sí lo era. El conejo de la luna, en mi viaje
de adrenalina, lo cambié por algo que parecía un duende. De hecho así se
llamaba el cuadro, El duende de la luna.
Quise, plasmar en los ojos de la mujer que observaba al satélite, toda la
vehemencia posible, toda la desolación de aquel, que ya no tiene a más quien
pedir, sino, inventarse a alguien con poder y ese fue el duende de la luna, que
le concediera conocer a quien sería su gran amor. Era una mujer enferma de
soledad. Sólo el duende de la luna la podía salvar. Un ser mítico, inventado
por ella misma. Lo realicé pintando toda la tela de negro, y después, con la
esquina de una espátula, hice los ojos con abundantes pestañas, líneas que
parecieran cabello revoloteado por alguna brisa, la luna y el duende en ésta.
Pero a los visitantes no les gustó nada de este trabajo, dijeron, porque no era
posible que una imagen no trasmitiera por sí sola su significado. Les gustó el
de mi abuelo, que así se llamaba: mi
abuelo. Pero lo que los llevó hasta mi estudio fue el cuadro que le pinté a
mi amigo Pulgarón, quien estuvo muy contento con mi trabajo. A este cuadro no
le puse nombre, y si acaso tendría que llevar uno, éste sería: Cuando Dios se asoma a despedir a su pueblo.
Pero creí que era un nombre muy egocentrista, y no. Me concreté a decirles que
Pulgarón lo pidió así.
El duende de la luna
El trato y contrato era este. Me llevarían
a varios lugares, pueblos pequeños, en donde debería pintar paisajes,
costumbres o bien, como la inspiración me dictara, para que los calificaran en
las oficinas de Turismo del Gobierno de Oaxaca. Por supuesto, tenía que pasar
una especie de prueba, sin goce de sueldo por las tres primeras pinturas,
aunque sí con los gastos pagados. De ser aprobado mi trabajo, entonces sí se
firmaría un contrato, se hablaría de sueldo, y todo lo demás.
Mi desencanto no tuvo límites, cuando
supe, que otras nueve personas estaban en otros pueblos, tratando de ganar el
contrato. Entonces estaba en una especie de concurso. Adquirí un trauma
insuperable sobre competir. No me gustaba perder, o no sabía perder. Tuve una
amarga experiencia con esto desde mi niñez. Por ello no me inscribí jamás en un
concurso ni cuando fui estudiante de secundaria. Alguna vez los hubo de dibujo
y no tuve tentación alguna, aunque todos me dijeran que llevaba las de ganar.
Fue grande mi sorpresa y me ego se inflamó, cuando alguna otra vez, me llamaron para ser jueza de un concurso de
dibujo. Y volví a detestar los concursos, porque vi trampas y triquiñuelas y me
llegaron a obligar a subir puntos a algún dibujo, que no parecía mejor al que
yo había elegido, y cínicamente, aunque susurrando, me decían que era el
sobrino del director, y no querían que éste perdiera la gran simpatía que les tenía, y me arrepentí muchas veces de
haber sido copartícipe de cosa tan deshonesta. ¡Odié por siempre los concursos!
Aunque creo que en sí, la vida es un concurso, donde alguien, en un momento
dado, pierde. Ya es cuestión del participante, si se reconcilia con ello y
sigue, de no superar esta situación, se vuelve a perder.
Ya estaba en un pueblo llamado Tapanalá, con apenas mil habitantes, y
no tenía la más remota idea de qué diantres podía yo dibujar de ese lugar,
turísticamente hablando. No imaginaba por más que intentaba, y vaya que mi
imaginación siempre ha sido delirante, algún cartel que dijera: Visite Tapanalá y vea que buenas son las
mujeres para hacer tortillas a mano. Por supuesto que podía sacar bonitas
imágenes, pero no para invitar al turismo. Yo vivía en un lugar cien por ciento
turístico, pero al llevarme a un sitio con esas características, lo más seguro,
era que perdería. Quise renunciar de inmediato. Primero: porque el lugar era
excesivamente ardiente, el polvo abrasaba los ánimos con un viento indomable
que increpaba casi siempre. No tenía un hospedaje confortable, no había luz
eléctrica, más que en el centro del poblado. Los habitantes rechazaban este
recurso energético porque decían no les hacía falta. Apenas caía la noche y
casi junto con las gallinas, desenrollaban sus petates y se dormían, para
despertar junto con el alba, también al tiempo de las gallinas. Nadie tenía
refrigerador. No lo necesitaban. Cuando querían comer carne, bastaba con que
pescaran a una gallina del pescuezo, se lo torcieran, la desplumaban, la
desentrañaban, la guisaban y se la comían, sin ningún sentimiento de culpa, ya
que no recordaban el cuerpo del animal con los estertores de la muerte
sacudiéndose dramáticamente. Y segundo: a nada le temía más que a la derrota. Yo
estaba ahí porque no entendí entonces de lo que se trataba. No pude renunciar
debido a que, me dieron una cantidad de dinero como adelanto para cubrir
algunos gastos, y yo compré ropa, lentes
para sol y chécheres para verme, según yo, más importante. No podía devolverlo.
A la vez me dijeron los dos hombres que me contrataron, que no se trataba
propiamente de hacer imágenes que invitaran al turismo a conocer lugares tan
remotos como Tapanalá; sino que,
habiendo visto Cuando Dios se asoma a
despedir a su pueblo y Mi abuelo consideraron que tenía
potencial para decir con imágenes, un amanecer o atardecer, la vida en sí, en
un pueblo del Istmo, arrancar y estampar a pastel, óleo, acuarela o
carboncillo, las virtudes de los pueblos de Oaxaca.
̶ Creímos en tu talento, en tu
sensibilidad y en tu capacidad.
Dicho esto me aferré a una ilusión e
invoqué a la confianza. La idea de perder me hacía creer que derretiría la autoestima que tenía apenas
prendida con alfileres. Desde niña tuve muchos roces con mi madre, porque
insistía que no servía para gran cosa, y que además, yo era fea. Esto último
nunca se lo creí.
Me tranquilizó el saber que Turismo
quería que las imágenes hablasen de virtudes y de cultura. Se tenía la idea de
hacer un calendario que se regalaría a países europeos, con veinticuatro
paisajes arrobadores que mostraran la belleza y la magia del estado oaxaqueño;
lo inasible y la inconcebible fuerza que hace un día a día. Mantenerse vivos,
agregué yo, y el vencer la tentación de no envenenarse, porque cada día es
idéntico al otro. Volví a agregar, el espíritu guerrero o el instinto de
supervivencia intangible, invisible, que los hace esperar pacientemente hasta el día de su muerte, porque son inmunes
al hastío. Y vaya que si esperaban, encontré mucha gente centenaria por esos
lares.
Debía pintar paisajes de ese pueblito, y
estaba todo el tiempo rodeada de cartulinas, lienzos, carboncillos, pinceles y
una manita rascadora de mango largo,
para apaciguar la rasquiña que me habían provocado las chinches proliferantes
en mi cama y que hicieron delicias con mi persona, sobre todo con mi espalda,
la cual, sólo podía alcanzar con la manita
rascadora, pero sin un trazo digno que mostrar. No era por cierto, la
varita mágica de mis sueños, pero sí funcionaba para la comezón.
Llegada la noche, me zumbaban los oídos,
porque no sabía escuchar el silencio. No vengo de una metrópoli, pero sí de una
ciudad. Solía, soportar el asco, tomando agua simple de una jarra que estaba
sobre una mesa desmirriada. La pintura ya estaba descascarada.
« Agua de pozo» Pensé.
Siempre que tomaba esa agua, me quedaba
con la idea de haberme tragado un gusarapo. Siempre aguanté estoicamente y no
vomité. Nadie vendía refrescos embotellados. Decían que eran malos para la
salud. Tenían razón, pero el agua carbonatada y mucha azúcar me eran necesarias
para subsistir ahí. Pedí que, que del modo que fuera, no faltaran en mi
vivienda, hielo y refrescos embotellados.
Una de aquellas noches, quise salir a tomar
un poco de aire fresco. Era tal la
oscuridad, que no podía ver mis propias manos. Me ahogaba de calor. De pronto,
empecé a ver algo que parecían luces de Navidad. Eran cocuyos. ¡Luces azules!
Los conocía perfectamente. Esos insectos maravillosos que les brota la luz del
pecho, e iluminan mucho. Eso era un milagro. No sabía cómo pintaría una noche
impenetrable con los cocuyos que me revelaron algunas plantas suculentas en el
terreno, y de suerte sólo me espiné con una, y me quedé inmóvil viendo el
espectáculo natural. Definitivamente mi inspiración estaba rota para dibujar o
pintar. Pensé que me quedaría con la
imagen de los cocuyos para mí, y con la espinada en la pantorrilla.
No morí del susto en ese instante, porque
yo era joven y fuerte, cuando un hombre de rasgos singulares e indígenas, con
una linterna en la mano, me dio las buenas noches. Entonces pensé, que me
encontraba en verdadero peligro. ¿Debía llamar a gritos al señor que fungía
como autoridad? Este joven, en el momento que quisiera, podría violentarme y
quizá con la complacencia de los habitantes del pueblo Tapanalá. Aunque, a
decir verdad, nadie fue grosero conmigo, (menos mal que no conocían mis
pensamientos) fue gente que no se comportó indiferente, sino todo lo contrario.
De señorita pintora no me bajaban y
recibí muchas atenciones e invitaciones para comer. ¿Qué quería ese joven ahí?
Apenas eran pasadas las ocho de la noche,
y ni los perros ladraban ya. El joven de la linterna se presentó con el
inverosímil nombre de Simón Pedro Juan Matías, y de apellido Estrella y Montes.
Pensé que si querían ponerle los nombres de los evangelistas de la Biblia, no
entendí por qué omitieron Marcos y Lucas. Me reí sola, y Simón Pedro Juan Matías, me secundó sin
saber el porqué de mi hilaridad. Me hizo la plática y me dijo que imaginó que
me sentiría desconcertada y aburrida en un lugar como ese; ya que sabía, que yo
había llegado de la capital. Estaba mal informado. Yo ni siquiera conocía la
capital del país. Yo tenía veinte años y él veintitrés. Trabajaba el campo y
aprendió el oficio de su padre: zapatero. Aunque este oficio, no le ocupaba mucho tiempo. La
gente usaba huaraches todo el tiempo. Si acaso, cuando se acercaban los días de
fiesta, arreglaba medias suelas, o clavaba tacones en su lugar. Sí, dijo,
fabricaba botas, pero se vendían poco, aunque cuando se vendían, las pagaban a
muy buen precio. Mientras, trabajar el campo era su modo de vivir.
Entonces quise hacer algo diferente, y sí,
cruel. Estaba desesperada y hasta irritada porque me sentía secuestrada por mis
propias exigencias. Permanecer ahí, porque quería ganar el concurso que me
daría un nombre importante. ¡Mis dibujos en Europa distribuidos por el gobierno
de mi país! Soñaba. Después, me derrotaba.
Prolongué mi plática con Simón Pedro
hasta pasadas las doce de la noche. Cuando menos se lo esperó me le acerqué
tanto que bastaba mirarlo de una manera seductora que no podría no antojársele
un beso. ¡Resultó! Me besó deliciosamente. Una y otra vez. Hasta que le pedí
que se fuera. Lo despedí como si nada hubiese ocurrido. Pensé que, ya que nada
artístico podía arrancar de ahí, por lo menos me divertiría pensando en el disturbio que le provoqué al indito de Tapanalá.
Habían transcurrido dos semanas y yo
no encontraba nada virtuoso del pueblito para mostrar. La belleza y la magia
estaban ahí; pero no en mis lienzos y bocetos. Todo estaba para romperse y
echarse a la basura. Mi frustración no tenía límites. Perdería el concurso y
eso me ponía de peor humor. Simón, al siguiente día de la noche que le conocí,
me llevó un radio, e hizo una instalación de luz y lejos de sentirme mejor, me deprimió el ver
la luz del foco; parpadeaba por la debilidad del voltaje. Era una luz pobre, el
radio funcionaba bien, pero no tenía clavija, Simón, peló los cables y los
conectó de un ladrón que sostenía la
bombilla eléctrica ¡Todo parecía de pobres!
Al tercer día me llevó un ramito de
flores que cortó del monte. ¡Vaya! Tenía que agradecer el gesto, y lo hice. Más
tarde arrojé a la basura las flores en cuanto se fue. Por supuesto, cada que me
visitaba le permitía que me besara, de un modo tal, que cuando lo veía a punto
de incendiarse, entonces le decía de la manera más fría que era hora de irse.
Al despertar aquella vez, lo primero que
percibí fue un perfume muy grato y relajante. Olía toda mi pieza a limonaria.
Busqué y rebusqué hasta que di con el ramo de flores que empezaba a marchitarse
por haber sido arrancado de su raíz, flores y follajes que fueron sacrificadas
para darme alegría a mí. Saqué el ramo de la basura, y lo puse en un vaso con
agua « Aunque sea agua de pozo». Dije, arrepentida de haberlas arrojado y muy
agradecida por el delicioso aroma que me regalaban. El tiempo apremiaba, y
perdí mucho, quejándome y haciendo apuntes y bocetos, pero sentada en mi cama,
sin salir de la casa. Cuando al fin tomé la decisión de hacerlo, eran quizá las
tres de la tarde de ese día. El pueblo parecía un pueblo fantasma. Otra vez,
como la noche de la visita del tal Simón y quién sabe qué tantos otros nombres
y Estrella Montes, los perros no ladraban. Sabía que abundaban y no parecían
tener dueño. Andaban a la deriva y sobrevivían como los pobladores de Tapanalá.
No llevé caballete ni pinturas porque sólo iba a dispuesta a hacer apuntes. En
el centro del pueblo, vi la iglesia, pero estaba cerrada. Había un árbol
gigantesco que regalaba, una fronda celestial que podría hacer más llevadero
ese calor inmisericorde. Pero esa soledad y ese silencio me deprimieron. Jamás
me sentí tan sola en el mundo. Tan lejos de todo, en un mundo totalmente
desconocido para mí. Ese era el verdadero mundo
raro de José Alfredo Jiménez.
Las puertas y ventanas de las casas que
estaban en el centro del pueblo, no estaban cerradas, pero no parecía que
hubiese vida dentro de ninguna de estas. Los únicos vivos ahí, éramos dos
seres: un caballo de una magnífica estampa, amarrado bajo al frondoso árbol y
yo. Ignoraba quién era el dueño del animal y dónde andaba. Hice un boceto de la iglesia, el
árbol, el caballo, y no tenía el mínimo asomo de cómo trasmitir la soledad que
me abrumaba. Más tarde lo pinté al óleo así tal y como lo vi. Lo titulé: La siesta.
boseto "la siesta" |
El grito de una mujer me sacó de mi
ensimismamiento de conmiseración.
─ ¡Señorita pintora!
Gritó una mujer vieja, con trenzas
enrolladas alrededor de la cabeza, y unos hermosos pendientes de filigrana; que
se asomaba por una de las casas que parecían sin vida.
─ ¿Necesita usted algo?
Me dio un gusto enorme saber que otro ser
vivo estaba ahí, y, aunque no sabía decirle qué necesitaba, me alegró mucho no
haber intentado iniciar una conversación con el caballo. ¿Que necesitaba?
Largarme de ahí lo antes posible. Pero a la vez, largarme de ahí, sin hacer el
mínimo intento también hería mi susceptibilidad. Necesitaba, decirle a alguien,
aunque no creí que esa mujer me entendiera, que estaba totalmente
desequilibrada, porque tenía mucho miedo perder un concurso, una oportunidad, e
incluso, creí sin piedad que no tenía nada de artista, ni grandes dotes de
dibujante. El lugar, Tapanalá tenía demasiada belleza ignota, pero yo estaba
discapacitada para decirlo con imágenes. Sólo era una mujer que garrapateaba
desesperadamente trazos sin sentido y no sacaba nada valorable.
¡No servía yo para nada!
¿Era eso verdad? ¿Mamá tenía razón? Quizá
en ese sentido sí. En el otro, en que era fea, no.
Definitivamente no.
Sin darme cuenta, ya estaba en la vivienda
de doña Rogaciana. ¡A qué nombres tan raros por ahí! Mi nombre, era sencillo,
pero a la vez bonito. Rogaciana me lo dijo y yo asentí con gracia cuando dije
que mi nombre era Blanca. Me dijo que era encantador, ya que tenía el nombre
del mar de Tapanalá: la blanca.
La casa de Rogaciana era enorme y fresca.
Tenía techo de tejas rojas, un tanto ennegrecidas por la humedad del tiempo.
Pero el hecho de ser una casa tan alta, hacía que el aire hiciera un tiro consolador,
y entonces los pies, y mi cara, perdieron lo tumefacto. En efecto, empezaba a
verme hinchada por el calor. Tomé sin asco el agua de varias frutas que me dio.
Y le conté sobre la visita y la galantería de esta persona llamada Simón...
quién sabe que más nombres... y ella preguntó:
─ ¿Simón? ¿Qué Simón?
Entonces la cara se me puso caliente y
estoy segura que Rogaciana lo percibió. Ese tipo me engañó. Ahí no había ningún
Simón. Yo quise burlarme de él, y ahora, la burlada era yo ¡Esto es el colmo!
Rogaciana se carcajeó, como si hubiese leído en letras grandes y negritas en mi
frente "se me volteó el chirrión por
el palito”. Y entonces Rogaciana dijo:
─ Es que aquí en Tapanalá parece que a
la gente le dio el vicio de ponerle a muchos de sus hijos el nombre de Simón.
Continuó:
─ Está Simón Pedro, el hijo de la
chata Valdivia. También está Simón Cornejo, pero ese es un niño de siete años.
Está Simón Simón, que hay que decirle así, para distinguirlo de Simón Pérez,
Simón Simón, se apellida Pérez también y no tiene ningún parentesco con el otro
Simón, pero para que no se preste a confusión, el que nació después, pues es
Simón Simón.
Yo le dije a Rogaciana que quizá era ese
Simón Pedro, el hijo de la chata Valdivia, a lo que Rogaciana no lo creyó
porque dijo que Simón Pedro, hijo de la chata Valdivia era un hombre que,
parecía muy viejo aunque no lo era, depauperándose por una extraña enfermedad.
No podía levantarse de su butaque forrado de piel. Y antes de que a Rogaciana
se le ocurriera decirme que ahí también había un Simón Blanco, el del corrido
de Tres Palos de Guerrero, le dije que un tal Simón con muchos nombres de
apellido Estrella y Montes era quien se me había presentado.
─ ¡Ah!
─Dijo
Rogaciana muy quitada de la pena. ─ Simón Estrella. El hijo de Simón
Grande, el zapatero. ─Le dije: ─ Sí. Me dijo que su padre era zapatero y que él también
había aprendido el oficio.
Me sentí una estúpida superlativa cuando
me dijo que este muchacho, era hijo del señor que me habían presentado como la
autoridad de Tapanalá. Es decir, no me había grabado, o bien, ni siquiera
pregunté el nombre del señor que tan gentilmente se puso a mis órdenes y se
encargaba de que mis alimentos los llevaran a tiempo, mis infaltables refrescos
embotellados, mi hielo, etc.
Rogaciana se refirió a Simón Estrella como
buen muchacho. A pesar de lo difícil que había sido para él llegar a este
mundo.
Rogaciana era la partera del pueblo. Casi
no se requerían servicios médicos allí, excepto cuando había campañas de
vacunación. Ella era una experta en elaborar pócimas con yerbas, pomadas,
ungüentos, e incluso, si algún parto venía complicado, tenía la facilidad, de
desenlazar a algún niño que viniera atrapado del cuello por el cordón
umbilical, o colocar en buena postura algún niño que viniera atravesado y no
era de las que se quedaban con las ideas antiguas de que los niños que vinieran
con esta condición, seguían perseguidos por la mala suerte. Y fue que Rogaciana
se descosió hablando de la llegada a este mundo de Simón Estrella. Su madre,
empezó a padecer anemia casi desde el principio de la gestación. Sufrió mucho,
no obstante los bebedizos de Rogaciana y la dieta riquísima en hierro a base de
lentejas, espinacas, hígado de res y frijoles.
« No nació con buena estrella pa' la cría »
Dijo.
Esas eran, dádivas y regalos de Dios, y a
ella, Dios la hizo enclenque y sólo le permitió traer al mundo a Simón
Estrella. La madre se llamaba Blanca, como yo. Saber eso hizo que el corazón me
diera un vuelco. Lo que Rogaciana ensalzó de Blanca la madre de Simón Estrella,
fue su entereza de espíritu, su enorme fe. No le importó que la vida le fuera
en ello y quiso que naciera su hijo, por el inmenso amor que le tenía a su
esposo.
« Ahí se hincó la pobre, debajo de esa
parota » (¡Ah! de modo que ese arbolote se llama parota, yo pensaba que
era un ahuehuete)
»Frente a la iglesia, cerrada, porque el
cura sólo viene el domingo a oficiar misa de siete, y de ahí se va a otros
pueblos a dar otras misas, y ahí, hizo un acto de fe. Ofreció la vida de ella
por la de su hijo »
Rogaciana me dijo que sólo un milagro
salvaría a ambos. La anemia fue devastadora, y por ende, el bebé también
vendría igual de desnutrido. Sin embargo, Rogaciana, hizo cuanto pudo y sacó a
flote a su ahijado. Simón Estrella, de quien dijo, era; trabajador, serio,
limpio. Un tanto tímido, pero buen muchacho, afirmó. De ahí concebí la idea de
pintar algo que se llamara: La fe.
Corriendo me fui a buscar mi caballete, y
me senté en el centro del poblado, para pintar esa fe desquiciante de la madre
de Simón Estrella. Unas puertas de una iglesia cerrada de donde atravesaban dos
manos hermosas que entregaban al pueblo de Tapanalá un bebé, pero este era
apenas visual por el excesivo brillo de luz de una estrella. Coronando el cuadro se veía el rostro de
Blanca; su madre.
A decir verdad, no me importó que en el
fresco de la mañana, los días que monté mi caballete, se arremolinara gente a
mí alrededor para ver lo que pintaba. Murmuraban, y de entre estos cuchicheos,
solo alcanzaba a entender que se preguntaban de qué se trataba lo que pintaba.
Nadie distinguió que el rostro que yo supuse era de Blanca, era la madre de
Simón Estrella. Finalmente la pintura me quedó como un retablo ordinario que
mostraba, según yo, un nacimiento. No me gustó, ni creí que a nadie le gustara,
tal y como sucedió. Quise pintarlo para agradecer a la vida que Estrella
estuviera en ésta, pero, de nuevo ambivalente; no concebía la idea de que una
mujer, con mi nombre, hubiese preferido morir, para dar un hijo a su marido.
¡Cuánta irresponsabilidad! pensaba. Dejar un hijo en el mundo con el peso de la
orfandad, con lo mucho que suponía que sería terrible. Esto sí lo digo con
total y absoluta honestidad. Mi madre y yo, jamás nos llevamos bien, pero no
concebía mi niñez sin ella. Entonces sí me petrificaba de horror. Todo lo que
hice a partir de que volé, podría hacerlo sin ella. Imaginar una iniciación en
este mundo sin mi madre, definitivamente no podía. No entendía cómo Estrella,
sí parecía poder.
También me quedó claro, que el surrealismo del que se empezaba a
hablar, y estaba como que de moda, a mí no se me daba. Por eso, la fe, no quedó bien.
Totalmente segura de que mi fracaso era
inminente, porque me quedaban si acaso doce días para entregar mi mediocre
propuesta, y largarme de ahí para no volver jamás, ya había pintado lo que en
un principio no creí que se pudiera plasmar. Pinté como quise, aquí sin
importarme si figuraba o no, la noche de los cocuyos. Esas luces que se
apagaban y encendían haciendo pequeñas aureolas azules, y en el centro, un
resplandor de un hombre hermoso con rasgos indígenas, con un ramo de flores de
monte. No pude pintar el aroma, no pude pintar mi sentir, según yo, aunque en
cada pincelada yo afirmaba que sí lo plasmaba. Pero a decir verdad, esa noche
me gustó, en todo y por todo. Entre la sorpresa de los cocuyos, el susto que me
dio Simón Estrella, la risa que me dio su nombre, la travesura que le hice, y
así quedó listo: La aparición de Simón
Estrella.
Una
tarde me sentí muy halagada, porque Rogaciana, la madrina del pueblo, por haber
traído al mundo a la mayoría de los habitantes de Tapanalá, me dijo que Simón
Estrella estaba organizando una fiesta en mi honor, por mi visita y por mi
partida que estaba cerca. Yo, sentí un sopor que sonrosó mis mejillas y le
sonreí a manera de disimular ese algo dentro de mí, que estaba sucediendo, pero
no me atrevía a afirmarlo y reconocerlo todavía. Estuve medrosa de que el tal
Simón Estrella hubiese dicho algo, de esas visitas en donde yo lo besaba
apasionadamente, para dejarlo con dolor en el vientre, y que se fuera a llorar
a su catre, o que se fuera a la chingada si quería, pero siempre le pedía que
se fuera. Con él me estaba desquitando del berrinche que tenía dentro. Y
entonces me abofeteó la vida por mi conducta reprochable. Anduve caminando,
entre merodeando y mascullando mi rabia, cuando vi a una mujer muy bonita, con
un atavío de mujer oaxaqueña, autóctono, simple, bello. Llevaba un cántaro de
barro lleno de agua sobre la cabeza, tenía como base un ruedo de tela, haciendo
gala de un equilibrio sorprendente, al tiempo que con sus brazos, abrazaba otro
cántaro de barro, también lleno de agua traída desde el río. Traía una enorme y
gruesa trenza terciada por el hombro izquierdo. No desvió su atención hacia mí,
sonrió, y sin perder ese tremendo equilibrio, se besó con Simón Estrella. Eran
novios.
Quedé clavada en mi sitio. Boquiabierta
porque la escena me encantaba para pintarla. ¡Por supuesto que la pintaría!
¿Podría? Quizá. Temblaba de ira al mismo tiempo. Odié a esa muchacha y odié a
Simón Estrella. ¿Por qué los odiaba?
Corrí a pedir el soporte a Rogaciana. Le
dije que temía que a mí se me negara, porque la chica podría ser... como de
pueblo... tan penosa... tan ranchera, quise decirle de manera peyorativa, pero
no lo hice. Rogaciana entendió mis temores, y tan pronto como la mandó llamar,
la chica estuvo presente, y saludó con un beso en la frente a su madrina de primera comunión.
Conmigo no fue cortés. Entonces pensé: «las almas sí se conectan, y se dan
avisos».
Rogaciana fue directa con la joven al
decirle que nada tenía de malo, que yo rescatara en una pintura al óleo, el beso
con su novio. Pero la joven, apenas un año menor que yo, decía que se moriría
de vergüenza.
̶ ¡Pero si te besaste con tu novio
delante de todos los que andábamos por ahí! ¡Te vi y me encantó! ̶ Le dije.
̶ ¡No es lo mismo! ̶ Respondió
con altanería. Y de soslayo me miró y parecía que arqueaba su poblada ceja como
solía hacerlo siempre doña María Félix. Si algo me sorprendió de esa muchacha,
fueron las pobladas cejas que le hacían un hermoso marco a sus grandes ojos.
Era bonita. ¡Chingada madre! ¡Era bonita! Tenía el rostro afilado, la nariz un
poco larga, pero todo armonizaba. El cuello fino le daba ese donaire. Su melena
era negra, lacia y larga.
Denudo sobre un petate |
Y
Rogaciana le dijo que, en efecto, no era lo mismo. Esta vez, se trataba de
hacer arte, de decirle al mundo cosas bellas de Oaxaca, de Tapanalá, el lugar
donde nunca sucedía nada extraordinario. A decir verdad, yo había adquirido
algunos desnudos y fue gracias a Rogaciana. Jamás me imaginé que en un lugar
como Tapanalá, a la primera mujer que Rogaciana llamó, aceptó sin chistar posar
desnuda para mí. En un principio, la del pudor fui yo, e hice bocetos de la
mujer, o bien de espaldas, o tapándose la cara. Logré Desnudo sobre un petate y
Sueños. A la mujer le dije que no
mostraría a nadie del pueblo estos trabajos, a lo que ella me dijo que la tenía
totalmente sin cuidado si los mostraba o no. No le importaba nada lo que la
gente pensara. Y entonces, posó para mí, desnuda y de frente. Obviamente estos
desnudos siempre se hicieron en casa de Rogaciana y, aunque a la mujer no le
importara, a Rogaciana y a mí, nos pareció prudente mantenerlo callado.
Por esta razón fue que recurrí a Rogaciana
nuevamente, para hacer la escena del beso que despertó mi ansiedad y mi
inspiración. La muchacha estaba rejega, pero finalmente dijo:
̶ Que lo decida Estrella en todo
caso. Yo no.
Por supuesto que di por sentado que
Estrella, era Simón, Simón Estrella. Que desde que pude pintar La aparición de Simón Estrella, yo perdí la paz. Lo pensaba
hasta el delirio. Cada que lo veía de cuerpo presente era muy diferente al que
había pintado y al que tenía en la mente. Pero todo me indicaba que era el
mismo. Empecé un juego macabro y me enredé en mis propios hilos de soberbia. Me
besaba tan apasionadamente, y yo, cerrando los ojos me iba volando hasta las
galaxias menos pensadas. Siempre me detenía en el momento que las cosas
pudieran llegar a más ¿Qué haría esta vez? Según yo, tenía la solución. Obtener
la imagen El beso, total; ya tenía
otras pinturas y La aparición, que
así se llamaría a partir de ese momento, porque tendría que dar un discurso
final cuando ya me fuera, y debía mostrar las imágenes obtenidas y no diría que
se trató de la aparición de Simón Estrella, ¡No! ¡Que nunca supieran la
verdad por amor a Dios!
Obtener el boceto de El beso, fue extremadamente dificultoso. Había demasiada gente que
desconcentraba a los modelos; y era
totalmente perceptible el enojo de la novia de Estrella. Su nombre era Dalia.
Los amigos de Estrella, silbaban haciendo tonos de burla, las mujeres lanzaban
risitas conteniendo algún ataque de pudibundez; y otras más también como de
mofa. Rogaciana tuvo que intervenir y a gritos, pedir a todo mundo se integrara
a sus quehaceres. Habló como si
entendiera mucho de arte plástico. Lo que Rogaciana tenía, era mucha voz
de mando. Les dijo que este trabajo necesitaba de privacidad aunque estuviera
haciéndose en una locación del pueblo. Daba gritos y palmadas ¡A volar todo
mundo!
Yo quería que se viera la flora como
fondo, el color exacto que tenía aquella tarde, el vestuario de Dalia. Pero, el
cuadro tampoco estaba quedando bien porque no estaba haciéndolo con amor, sino
con ira. Mucha ira. Demasiada. Con celos. Todos los celos concentrados en mi
ser.
Haciendo trazos que erraba seguidas veces,
decía para mis adentros, que cómo podía sentir estos celos descabellados por un
indio de un pueblo perdido entre los umbrales del infierno, por estar tan lejos
de muchos sitios, por tener un mar escondido, por hacer hervir los ánimos con
el calor. Un pueblo que quizá no figuraba ni en el mapa de la República, pero
ya estaba queriéndose quedar en el mapa de mi corazón con un punto, y ese punto
era nada más y nada menos que Simón Estrella. ¿Es que me hizo algún trabajo de
hechicería? ¿Lo llevó en aquellas flores agonizantes que exhalaron un perfume
pernicioso contra mi tranquilidad? ¿Fue desde la aparición de los cocuyos con
sus luces azules en medio de la penumbra? ¿Fue la espina en mi pierna, que me
dejó sin antídoto para ese sentir? ¿Quién demonios es ese campesino y zapatero
con las manos callosas y cicatrizadas por la charrasca, con la que corta el
cuero para arreglar medias suelas de zapatos de pobres? ¿Con qué derecho irrumpió
en mi alma?
Quería arrojar lejos pinceles y lienzos y
gritarle: ¿Cómo pudiste provocarme tal insomnio? Le aseguraría que era nada más
y ni menos que un demonio, que ya vivía en mi pecho.
En un descanso que me di, para después
intentar continuar El beso, Rogaciana
me llevó a su casa en donde me dio de comer y beber su agua milagrosa que no me
daba náuseas. No pude terminar el cuadro
ese día. Lo terminé en mi cuarto como pude.
Dalia se escondió sabrá Dios dónde porque no quería seguir posando.
Dijeron que entre su novio y ella hubo una fuerte pelea. El disgusto se debió
porque finalmente sí se enteró que Simón Estrella tuvo atenciones para conmigo.
Mucha gente, incluso, las señoras que suelen exagerar los celos, le dijeron a
Dalia que estaba equivocada. La atención y la cortesía para una fuereña en este
caso, no era como para hacer una escena de celos. La señorita pintora, o la señorita Blanca, como empezaron a decirme, sólo ha venido a Tapanalá para hacer pinturas. Ella, le dijeron, es una mujer de una sociedad diferente a nosotros.
« Las
almas viajan» Pensé.
boseto "el beso" |
Sí. Definitivamente. Las almas viajan y se
dicen los secretos que nosotros
guardamos en la carne. Sobre todo, si está en peligro algo tan grande,
tan fuerte y tan bello como el amor. No tuve que decirle nada a Rogaciana ni
traté de defenderme cuando ella, tan fresca como la fronda de la parota frente
a la iglesia, me dijo:
« No te sientas culpable por haberte
enamorado de Simón Estrella hija. Una persona con una sensibilidad como la
tuya, es presa fácil para pisar la trampa del amor, sin fijarse en detalles que
gente más frívola sí lo haría. Simón Estrella es como un tesoro enterrado aquí
en Tapanalá »
»No es guapo, hay que aceptarlo, pero es
muy especial. Digamos, no guapo como para ti. Pero estoy segura que tanto él
como tú, tienen mucho que darse, si se diera el caso. No llegaste a tiempo
desafortunadamente.
» El cómo
lo supo o quién se lo dijo estaba
de más. Aparte; por un minuto no pude pronunciar palabra alguna porque se me
resecó la garganta al quedarme con la boca abierta. A la señora Rogaciana le
reconocí un arte que quizá, nadie conozca en la vida. Pensé, que quizá era
hechicera y acerté. Más mi enamoramiento no fue por medio de ninguna trampa de
brujería. Fue amor y real.
Obviamente que esa verdad dicha tan certeramente,
fue un azote a mi ser entero. Me sentí de cristal, transparente; desnuda y
mucho muy avergonzada, sólo entonces repliqué. No acepté de tácito que
Estrella, se había instalado en mi alma para no salir jamás. No pude engañar a
nadie. Lo intenté conmigo misma. Intenté maquillar la emoción con visos de
picardía y ahí estaba viviendo la consecuencia. Ahora sí que estaba igualito
que la canción: I starded a joke. Inicié
con una broma y la broma me la hice a mí misma; una broma que me tenía a
instantes apenas, por romper a llorar. Yo conocía muchas canciones a través de
una estación de radio que programaba los oldies
but goodies; y procuré siempre preguntarle a mis maestros de inglés, qué
significaba tal o cual canción, cuál era su sentido. Mis teachers, siempre me vieron con un dejo de curiosidad, debido a que
me gustaban canciones de la década de los sesentas y setentas. No me interesaba
la década que estaba viviendo, mediados los noventas. Por ello, es que he
afirmado que, traduciendo: Yo comencé la
broma; y la broma me devoró a mí.
Le dije a Rogaciana que éste era mi primer
viaje y mi gran oportunidad para triunfar en grande. Era la oportunidad de toda
mi vida. Y eso de sentir amor, como el que quizá sentía Dalia por Estrella, no
iba a detenerme. Yo no estaba para quedarme en un pueblo como Tapanalá; ni me
veía como todas las señoras lidiando con el humo del fogón, palmeando
tortillas, zurciendo calcetines y cuidando niños. Además, lo solté, como a
quien se le escapa un eructo:
̶ Yo no me imagino mi vida con un
indio de Tapanalá.
Casi al momento me disculpé y la sonrisa y
la mirada de Rogaciana me dijeron todo. Ella entendió que diciendo esta
estupidez, trataba de defenderme ante lo indefendible. Estuvo de más decir que
yo tenía un futuro promisorio por delante. Ya en mis otros viajes sería como
los marineros, un amor en cada puerto, pero ninguno importante. ̶ Se trata de una niñería ̶
le dije. ̶ Cosas como la edad de la punzada. ̶ Aseveré. ̶ Cosas que pasan, pero se pasan. ̶ Insistí. ̶ Rogaciana suspiró y dijo:
̶ ¡Ojalá y fuera así! Por desgracia
no lo es.
Fue una barbaridad todo lo que vio
Rogaciana en mí. Estoy segura que sabía, cuántas lágrimas, el número exacto que
derramaría por Estrella. Vislumbró mi vida agonizando en un pantano de amor
implacable. Jamás vencido. De ahí, se ganó mi admiración y todo mi respeto.
Sería ella, mi único lazo, para, por lo menos, alguna vez, hablar de lo que
podría ser, de lo que sentía, de lo que imaginaba, de no perder esa astilla de
fe, que como cadillo hería mi corazón.
***
Estaba todo listo para la ceremonia de
mi despedida, terminando la misa. La gente se reunió fuera de la iglesia. Ese
lugar estaba tan abandonado por el gobierno que no tenían pavimento por ningún
lado. Estaba fresca la mañana y era, aparentemente un buen día para decir adiós
a todo. Me esperaba una camioneta con aire acondicionado que me llevaría hasta
Oaxaca, y de ahí, volaría a la capital, la cual conocería por vez primera. Me
hospedarían en un hotel, junto con los otros participantes, y esperaríamos
cinco días para el resultado final del concurso.
Presenté, en primer lugar el cuadro La aparición, y dije que se trataba de
la noche de los cocuyos. Y que imaginé
que un ángel me había visitado, para darme la bienvenida a Tapanalá, lugar que
me arropó y me acogió cariñosamente. Hice hincapié en la atención amabilísima
de Doña Rogaciana, aunque yo, desde el principio le dije Rogaciana a secas,
porque me inspiró confianza. En mi speech,
quise hacerle esa deferencia. Mostré mi segundo cuadro, que me quedó
realmente hermoso, y se llamó simplemente: Simón
Pedro. Y hablé entonces, de eso que parecía una manía de ponerle a casi
todos los varones, el nombre de Simón en Tapanalá. Todos reconocieron al hijo
de la chata Valdivia, en su butaque y con una imagen de la Virgen de Juquila.
Demolido por una extraña enfermedad que no le permitía caminar. Lo quise pintar
así como lo vi. Con su camiseta de ropa interior para llevar el calor, su
cabellera totalmente blanca, escasa y despeinada. Descalzo y posando sus pies
sobre un fresco petate. Su madre, la chata Valdivia, quien estuvo presente,
lloró al ver a su hijo en un cuadro enorme. Me pidió que se lo vendiera, pero
no podía ser así. Era un buen cuadro para presentar al concurso. Me hubiera
encantado pintar a la chata Valdivia, casi llegando a los cien años, ella
cuidando de su hijo de ochenta. Les mostré varios bocetos que capté del pueblo;
una señora vendiendo ollas en el día del Tianguis,
un chiquillo pescando en un muelle de madera viejo que encontré en la playa
la blanca, algunas casas e imágenes
de señoras
"una mañana en Tapanalá" |
No quise voltear hacia la gente cuando me
trepé a la camioneta que fue un oasis, al sentir la frescura dentro de ésta. Y
soporté las ganas de llorar, por muchas horas, casi un día. Durante la travesía y sin poder olvidar que me sentí una
víctima arrojada a un agujero, se detuvieron en Salina Cruz, para recoger a dos
concursantes más. Maldije en silencio al pensar: me hubieran dejado a mí en ese sitio y no en Tapanalá. Hicimos una
parada justo para comer, pero los dos participantes, sugirieron que buscaran
otro poblado. Sentían sus estómagos estragados por el tipo de gastronomía del
lugar. Se quejaron a voces, de que el hotel… ellos estuvieron en un hotel; pensé... seguido fallaba la
electricidad y los ventiladores no funcionaban debidamente. ¡Ellos tuvieron ventilador! Mascullé.
Rogué
que comiéramos en Tehuantepec, y de paso le daba un vistazo. Desde que iba a la
escuela, y se mencionaba el Istmo de Tehuantepec, como la parte más angosta de
la República Mexicana, me imaginaba un lugar fuera de serie. Que me perdonen
los istmeños, porque cuando uno no ha viajado y suele hacer castillos en el
aire, a veces son grandes las decepciones. Me acordaba de la tehuana sonriendo
en el billete de diez pesos de la colección de monedas y dinero antiguo que tenía
mi papá, y no vi a una sola mujer con un resplandor así. La comida fue
estupendamente deliciosa. Camarones de buen tamaño, y a un costo muy bajo. Me
reí a carcajadas, como aquella que vivió una gran experiencia en su vida, y la
traía más que superada. Carcajadas que disfrazaban mi llanto contenido. Mi risa
se cortó en seco, cuando uno de los concursantes dijo:
« Si no ganamos, por lo menos, ya
tendremos algo que contarle a nuestros nietos»
¿Nietos? ¡No! No veo como tendré nietos,
si no quiero tener hijos jamás.
Yo me quejé hasta el desvarío, y no
hice lo debido ni lo correcto. A todos nos enviaron a lugares remotos; como a
una joven de mi edad, que estuvo en Guelatao y zonas aledañas. A nadie enviaron
a la capital, es decir, a Oaxaca. Ese había sido el reto y no lo entendí hasta
que conversamos todas nuestras experiencias y sinsabores. Y tuvimos que hacer
acopio de toda nuestra inspiración de artistas, por eso habíamos sido
seleccionados. Yo no pasé la prueba. Yo me enamoré y eso no podía decírselo a
nadie.
Hasta que estuve en la Ciudad de México, pude, abrazando una almohada,
llorar por mi Estrella, por mi Simón Estrella. Y di rienda suelta a mi
recuerdo.
amor de mi vida |
Simón
Estrella tocó la puerta del sitio donde me hospedaron como huésped distinguida,
entre el sopor, las invencibles cucarachas que salían de todos lados y esa luz
débil que me hacía pensar en lo triste de la pobreza; a eso de la una de la
mañana de mi última noche en mi sufridero de Tapanalá. Su visita no me
despertó. La sensación de tener lagartijas vivas dentro de mi estómago no me
dejaban dormir. Me dijo que Dalia se había ido de Tapanalá a un rancho de gente
rica. Eran dueños de muchas hectáreas sembradas por mangos. Este rancho se
llamaba Los Cuates y en éste lugar,
seguido solicitaban los servicios de Dalia como doméstica. Dijo que hubo estado
furibunda porque yo simplemente le caí mal, aparte de la galantería que supo de
su novio hacia mí. Yo le dije que fuera a buscarla y que le aconsejara que los
celos mal infundados, sólo contaminaban una relación buena y sana.
̶ Pero, y ¿nosotros? ̶ Dijo
Estrella
̶ ¿Nosotros? ¡Nosotros nada!
Le dije con total inmisericordia, a ver,
si ese descolón me arrancaba de
cuajo, a mí, y no a él, lo que se había
atenazado en mi corazón. Como si yo fuera una mujer de mucho mundo, de mucha
edad, le dije que todo había carecido de importancia. Le dije que el pueblo me
resultaba muy aburrido, y, él, sólo me había dado algo de diversión. Pero que
no hiciera volar su imaginación, porque yo iba a ser una pintora que iba a
recorrer el mundo, tenía planes y proyectos. No había alguien, en particular dentro de éstos. Sólo éramos mi sueño y yo.
¡Yo hice llorar a una estrella! ¡Me había
ganado penar por el limbo toda una eternidad! Estrella lloró de un modo tal,
que no pude portarme indiferente. Traté de consolarle. Le pedí perdón si es que
mi conducta le hizo pensar algo más. Nada era posible. Nada absolutamente.
Entonces, me besó, como nunca antes. Me arrastró como un tornado y me metió en
el ojo del huracán que llevaba dentro. Me poseyó de un modo que no sé cómo no
desperté con mis gemidos de placer a todos los seres de Tapanalá, vivos y muertos. Creo que juntó en una sola noche, todas las
otras noches en que lo mandaba lejos, con la pasión contenida. Cuando se
desfogó del todo, no sé si de rabia, o de amor, o pasión, nada de eso
importaba; me acarició con mucha ternura. Me besó de muchos modos y me besó
toda. Y me imploró que no lo olvidara nunca. No me reprochó mi conducta ni me
tildó de puta, como pensé que lo haría. Después de todo, era un muchacho de
pueblo. No me preguntó por qué no era yo virgen, y eso me extrañó bastante.
Creí, que en ese tipo de lugares, eso era, no algo de lo más importante, sino,
lo único y más importante. Dalia, su novia, seguro era virgen, o bien, si ya
había tenido algún encuentro sexual, había sido él el primero. Por ello, esa
era una relación formal, que todo el pueblo conocía y aprobaba. Ella, estaba
segura y no me equivoqué, ella sería su esposa por todas las de la ley. Ya me
imaginaba ese festejo obsceno de boda de muchos días, de ríos de cerveza o
licor, o no sé qué tomaban por allá, mezcal quizá; y comida de todo tipo, para
mucha gente, por muchos días, ya lo dije.
Estrella me dijo que se suponía que sí,
que Dalia sería su esposa, pero él ya no la quería. Él me amaba a mí. Yo traté
de persuadirlo que se estaba dejando llevar por el momento, y él insistió que
no. Dijo, que no tenía pensado ir a visitarme la noche primera que lo vi. Que
andaba deambulando por el pueblo en la oscurana, porque no sabía qué era lo que
no lo dejaba dormir. Repentinamente, se iluminaron los cocuyos, un deseo
indomable le indicó que debía venir a verme, y a preguntarme cómo me
encontraba. En caso de que yo me molestara por su visita, habría dicho que lo
había enviado su padre, en calidad de autoridad. Pero como no dije nada, nada
dijo él.
Yo, no entendía absolutamente nada de los
que nos hubo sucedido. Ni en mis más locas pesadillas, imaginé que iría a un
pueblo como Tapanalá, a destrozar una relación de novios, con mira a ser
esposos. Y tampoco entendí, por qué quedaría prendada de amor para toda mi
existencia. Yo llegué ahí por casualidad. ¿Por casualidad? ¿Era ese mi destino?
***
Recordé entonces mi niñez y vaya que si
maldije al tiempo de nuevo por haber crecido, por haberme hecho mujer.
De no haber sido por el correr del
tiempo, yo me habría quedado, con la buena fama y el cariño de muchos
compañeros de la escuela porque el dibujo se me facilitaba, porque era yo
alegre, dicharachera y… ¡bonita!
Un
profesor, a quien le decíamos El
Magnífico, que estudiaba arquitectura, y se pagaba esta carrera con su
carrera de profesor de matemáticas en secundaria me dijo:
«Jamás permitas que alguien, nadie,
ni siquiera tus padres, coarten tus sueños. Cualquier anhelo que tengas,
síguelo con pasión». Lo decía con tal certeza como si le hablara a un igual.
Como si yo no fuera una adolescente que se sentía orgullosa por su melena
crespa, abundante y larga. Me habló, como si le hablara a un adulto:
« Los padres tienen obligaciones para
con los hijos, pero eso, no les da derecho para ordenar sobre sus vidas ».
Después me enteré que el Magnífico, inicia con la carrera de
profesor de primaria, porque sus padres le dijeron que la carrera de
arquitectura era complicada, amén, de que era cara, y además, le aseveraron,
había pocas oportunidades de trabajar y ganar dinero. Le dijeron que la mayoría
de personas, construía, cuando podía, su casa como Dios les daba a entender. No
era tan necesario un arquitecto, y fue por ello, que tras estudiar lo que sus
padres le ordenaron, ahora estaba estudiando lo que amaba. Y me dijo que estaba
seguro de conseguir su triunfo. Me apoyó porque le encantaban mis dibujos, y
además, él no lo hacía nada mal. Era arte indudablemente. Aunque yo, me iba
hacia los paisajes y las mujeres. Él, hacia los edificios, parques, escaleras
que podían conducir al paraíso mismo. Me encantó.
He enviado seis cartas a Rogaciana y
ninguna ha sido respondida. Llevo tres meses en Estados Unidos, masticando un
inglés insondable y creo que ya soy mejor haciendo señas y dándome a entender
así, que hablando incluso en castellano. Si hablara con canciones, quizá. Me
sabía muchas en inglés con su significado.
Es probable que Tapanalá no cuente ni con
un servicio postal digno. ¡Qué idiota soy! No paro de hablar mal de Tapanalá, y
ahí, justo ahí está el hombre por el que perdí la paz, el hombre que yo amo.
Desde mi segundo lugar en la competencia del calendario cultural que la
Secretaría de Turismo del Estado de Oaxaca realizó porque según, regalaría
calendarios a países europeos, no he parado de dibujar y pintar para más de
cinco empresas. Sólo he conseguido trabajo. No considero que eso sea
éxito. ¿O quizá sí? Yo no he sido feliz,
es lo que quiero decir con franqueza.
Las
personas con las que me he empezado a relacionar son precisamente las que
concursaron. Ganó la joven que estuvo en Guelatao. Fue un debate interno el que
me hizo perder. Así lo pienso yo. Los que fueron a invitarme a participar en
algo, que no me quedó claro desde un principio,
que era una competencia, no me tienen muy contenta. Yo era feliz en mi
pequeña ciudad tan cerca de Los Tuxtlas.
Ahora la tengo en el recuerdo tan apacible, y ¡cómo deseo estar allá! Pero no
como me siento hoy. Ojalá y estuviera allá como solía estar antes. No me he
cansado de maldecir a éstos tipos, incluso me he llevado de corbata a Pulgarón
y al mismísimo cuadro Cuando Dios se
asoma a despedir a su pueblo. Nada de esto me estaría sucediendo, si nada
de esto hubo ocurrido antes. Ahora lucho con el tiempo y la distancia.
¡Tapanalá!
¿Que estará pasando allá?
***
Mi corazón late con fuerza y no sé si
abrir la carta que me entregaron. ¡Es de Tapanalá! Y no trae el remitente de
Rogaciana; el remitente dice: Simón Pedro Juan Matías Estrella y Montes. Domicilio conocido. ¿Y si lo dejo así?
Yo creo que ya es suficiente.
Haber vivido con el acerbo de la derrota
en la competencia de los paisajes de Oaxaca y tener el corazón envenenado
porque el hombre que amo, está comprometido con otra mujer, es un doble golpe
demasiado bajo para ahora enterarme de sabrá Dios qué. Yo creo que es
suficiente. Guardaré la carta para siempre y ese será mi trofeo. Mi premio de
consolación. No haber sucumbido ante la tentación y la curiosidad que tanto
mortifica a los hombres y nos señalan y hasta descalifican por ello.
La carta ha permanecido ahí desde hace
cinco días. Me siento feliz de no haberla abierto, pero debo confesar que he
dormido apenas imaginando lo que dice. Debiera concentrarme en mi trabajo, pero
no es posible. No me gusta mucho.
Debido a ese segundo lugar que según yo,
no gané, perdí, fue por mi indecisión. Todos me decían que presentara: El beso, Una mañana en Tapanalá;
que en primer plano y desde el interior de una casa, está una mujer haciendo
tortillas en el suelo y mirando hacia afuera, quizá llamando a alguien para el
almuerzo, o bien, está viendo dos aves que se forman con los árboles
caprichosos; y La siesta. Estas tres
pinturas recibieron magníficos elogios de mis contendientes, aunque buenos
amigos y compañeros, y La siesta, fue
la que más me sorprendió que recibiera comentarios tales como: Veo ese lugar, e imagino la quietud, la
soledad, y siento ganas de ir a morirme ahí… ¡Atinado! parecía el mejor
lugar para morir, y no para vivir. Entonces, sí retraté la soledad y plasmé ese
silencio aplastante, en el que por escasos segundos, hasta la tierra parecía
dejar de girar, y entonces era insoportable continuar allí. Y flotaba la
presencia de una ausencia que te hacía agonizar de desolación. A mí me rescató
Rogaciana con su: Señorita pintora, ¿Necesita
usted algo?" De no haber
sido así, me habría derrumbado a llorar compulsivamente y habría gritado
histérica que me sacaran de ahí. «Las
almas sienten». Pensé. Mi alma presentía
que estaba a nada, de quedar prisionera. Las prisiones no son gratas para nada
y para nadie. Por ello, mi alma sufrió por saber que quedaría prisionera de
amor, pero prisionera. El alma quiere libertad, de hecho, la necesita.
Y bien, como la inquebrantable y necia que
fui, no presenté, La siesta. Presenté, La
aparición. Nadie lo entendió y como cataratas incontenibles, no cesaban de
hablar maravillas de Simón Pedro y El beso. Pero en cuanto a La aparición, alguien dijo que me había
equivocado terriblemente, ya que las
luciérnagas no emiten propiamente esa luz azul que parecían una serie de
luces navideñas de las de China.
¡Qué poca madre!
Cómo fueron capaces de elevarme hasta una
altura inimaginable, para dejarme caer de sopetón diciendo hasta de dónde
parecían las luces navideñas de mis ¡Cocuyos! ¡Co-cu-yos! ¡No eran luciérnagas!
¡No vi luciérnagas aquella noche!
Me descompuse del todo, cuando uno de los
jueces, que presumía de muy docto, dijo:
̶ ¡Cocuyos o luciérnagas! ¡Es lo
mismo!
¡No! ¡No tienen nada que ver uno con lo
otro! Y se armó tremendo zafarrancho por algo que, para la competencia, debió
carecer de importancia. Pero es que, aunque ambos insectos emiten luz, no
tienen nada que ver los cocuyos con las luciérnagas.
Esto dije, pero pareció que no lo dije,
porque a gritos nada se entiende, de haberlo dicho con tranquilidad y claridad,
la competencia habría durado años; pero los cocuyos y las luciérnagas pertenecen a familias
zoológicas muy diferentes. Las luciérnagas pertenecen a los lampíridos, además
que; luciérnagas las hay en todo el mundo, con excepción de las zonas polares,
pero son insectos que tienen los órganos luminiscentes en la parte posterior
del cuerpo. Los cocuyos, son escarabajos elatéridos, y sólo existen en América.
¡Eso quería que les dijeran con su calendario a los europeos! Pero era
desquiciante querer explicar que los cocuyos tienen la luz en el tórax. Otra
cosa importantísima, que entre la rebatinga de palabras y frases tergiversadas
con gritos, para hacerse notar como el de la razón absoluta, no quedó claro que
las potencias de luz entre estas dos familias de insectos, son muy diferentes:
para igualar la potencia de una vela, se necesitan casi seis mil luciérnagas, y
esta misma luminosidad, se obtiene con apenas cuarenta cocuyos.
¿Por qué no comprendieron entonces el
hechizo de aquella noche sin luna?
Y cuando quise terminar pronto, le dije de
muy mala manera, porque parecía que era el único modo que entendía el sinodal
de pacotilla, que los cocuyos tienen la luz en el pecho, y las luciérnagas la
tienen en la cola. Y ¡pum! Acabé con el cuadro:
« ¿Es que usted confunde un par de tetas
con un par de nalgas? »
Perdía el primer lugar. Esa fue la
contundencia con que se resolvió todo. Obviamente que el juez exhibido de la
manera en que yo lo hice, de haber podido, me habría ahorcado. Estaba lívido
por la ira, pero yo no lucía mejor que él. Nombraron a Enedina Suárez Soberano
como la ganadora y ella, tan gentil pero con firmeza me dijo:
̶ ¡Debiste presentar La siesta! ̶ Dijo con ira en vez de alegría
porque ella ganaba.
¡Vaya que si fue gentil! Por mi necedad
ella obtenía el triunfo, y aun así me regañaba. Desde entonces somos grandes
amigas y confidentes.
Hice una travesía de tres horas en avión
para verla y conversarle sobre la carta de Tapanalá. Las dos estábamos en la
unión americana pero en diferentes estados. Yo no estaba tan lejos de mi país,
California era buen lugar. Y vaya que había hispanidad por ahí. Se me
complicaba la comunicación porque la empresa que me contrató era totalmente
inglesa. Ni siquiera americana. Enedina estaba muy bien colocada, dirigiendo
una galería de arte, en donde, ya casi estaban por ofrecer una exposición de
ella. A mí no me gusta el cubismo, pero a ella, le brotan las ideas y las
figuras como un caudal. Alguna vez, hice un dibujo queriendo hacer algo
cubista, e hice, en boceto: El comediante.
Queriendo homenajear a Charles Chaplin y a Cantinflas, que siempre fueron mis
favoritos. Soñé siempre conocer a don Mario Moreno; pero en 1993 falleció. El comediante Se trata del rostro de un
arlequín y el cuerpo, son líneas y rombos en blanco y negro. Me gustó, pero no
creí que pudiera dar más. Y, siempre he tenido la idea, o quizá lo escuché pero
no recuerdo donde, que Pablo Picasso es el rey de cubismo. Pero me llevé una
fuerte impresión cuando hojeando un libro en la secundaria vi Desnudo sobre un diván. O bien, carecía y
aun carezco de apreciación artística, o, ya no entendí nada y me quedé tal
cual. Por ello, no me incliné al cubismo. Pero cubista, realista, surrealista o
lo que fuera, yo necesitaba hablar de lo egoísta, narcisista, pesimista o no sé
qué era yo. ¡No me atrevía a leer la carta de mi Estrella!
Enedina me llevó a un café bastante
tranquilo. Era un lugar bonito, parecía creado para que la gente se sintiera
especial. Dina, la llamaba yo; desde que me regañara, apenas unos segundos
antes de coronarse campeona en el concurso Virtudes
Oaxaqueñas; que organizara la
Secretaría de Turismo del Estado de Oaxaca diciendo ¡Debiste poner la siesta!.
Casi siempre que hablé de ello; ella solo
ha atinado a reírse. Le pregunto que si mi mala decisión no la pone feliz y
ella dice que sí, que en parte. Pero admitió alguna vez sentirse celosa porque
está segura que ella no mereció ese triunfo por su trabajo, sino por una
inquina que desperté en el sinodal al que exhibí como ignorante por aquello de
las luciérnagas y los cocuyos. Dina dijo que hasta ese momento, como el
sinodal, supo que las luciérnagas no eran lo mismo que los cocuyos.
Dina, nacida en la capital Oaxaca, me
admiró desde que me conoció. Ni siquiera
se sintió ofendida por el hecho que parecía que yo denostaba Oaxaca y
sus alrededores. Ella no lo entendió así. Aseguraba que finalmente, todos veníamos
con una retreta de quejas y mal dormir, en nuestras estadías de lugares que
carecían de muchas cosas. No hubo uno solo, ni ella, que se escapara de aquella
pesadilla; de camas con chinches, aguas turbias que brotaban del lavabo,
ventiladores que no funcionaban, y todo apuntó que, a la que peor le fue, fue a
mí. Entonces Dina, aprovechó su triunfo, y el haber quedado bien con la
Secretaría de Turismo, les hizo comprometerse a que no sólo se alzaran el
cuello obsequiando a través de pinturas y dibujos lo bello que era su estado
por dentro y por fuera, sino que hicieran algo por este, lo más que se pudiera
por esos pueblos de los que tanto nos quejamos. Y creo que algo bueno resultó.
Apenas me fui, al mes, ya estaban construyendo en Tapanalá un centro de salud
de asistencia pública. Estaban agrandando las escuelas e iniciaron la
construcción de una tele-secundaria.
En fin que Dina, ganó el concurso y
recibió una cantidad de dinero
considerable, pero no pasó de ahí. No hizo ningún paisaje oaxaqueño
más, ni se supo si alguien más lo hizo para
el dichoso calendario. Pensábamos que la Secretaría de Turismo la recomendaría
para trabajar en Europa y divagamos con sueños guajiros que no se realizaron,
pero no nos iba mal a ninguno. Todos estaban bien instalados, haciendo lo que
más amaban y la única que chapoteaba en un pantano de tristeza y angustia era
yo: estaba perdidamente enamorada. Y eso era lo que me tenía disturbada. Veía
la exquisitez del café y pensaba ¡Por qué no estamos Estrella y yo aquí!
̶
Estás desesperada. ̶ Dijo Dina. ̶ Tenía razón y lo peor de todo es que
mi caso no parecía tener solución
̶ Por supuesto que la tiene. Malo
sería si no estuvieras correspondida. Dices que Estrella dijo que te ama ¿no? o
¿No le crees?
Sí, ¡Sí! y ¡mil veces sí! Pero yo tenía
una lucha interna que no podía verle el fin. Si bien era cierto que yo no sabía
que él tenía una novia formal, si bien era cierto que quise jugarle a la femme fatal; ahora estaba cierta que
amaba a ese hombre con locura, pero que no me pertenecía ni asistía ningún
derecho.
Dina fue más coherente y me dijo que
mandara al diablo todas esas quisquillas y lo fuera buscar.
̶ ¡Bueno! ¡Leamos la jodida carta y
nos dejamos de pendejadas!
El encanto y la paciencia de Dina, y vaya
que si tenía paciencia, los vi discurrir por los suelos, igualito que los
relojes deshaciéndose de los cuadros de Salvador Dalí; cuando se enteró que no llevaba la carta
conmigo. Que debía volar de regreso a California para conocer el contenido.
Entonces sí, como tubería rota, se desbordó Dina diciéndome que yo era más
complicada que una ecuación de álgebra y de cálculo vectorial y que una
escritura con el alfabeto chino.
̶ La vida es simple y el amor es
simple Blanca. ̶ Dijo, alzando la voz al grado que un mesero se asomó para
asegurarse si las cosas estaban bien.
̶ Si en esa carta vuelve a afirmar que
te ama y está enterrado vivo en ese Tapanalá
de tus miserias, ve y ¡róbatelo! Tráelo contigo. ¡Vívelo! Aunque somos
jóvenes, es mentira que la vida dure tanto o que de tiempo de hacer todo cuanto
queremos.
Apenas aterrizó el avión a San Francisco,
y yo, violando las normas de seguridad de permanecer atada al cinturón y no
moverme de mi asiento ya estaba de pie. No quería quedarme en el angosto
pasillo del avión, hasta que la gente se estirara, con parsimonia abriera
gabinetes del equipaje de mano, y yo desesperada, queriendo salir de esa línea
exasperante. Quería que se abriera esa puerta, conseguir el yellow cab primero que nadie, e irme a
mi cómodo hotel a leer la carta. Y hasta ese entonces me di cuenta que, a
partir de Tapanalá, a partir de Estrella, estaba perdiendo mi pragmatismo. Yo,
tan práctica antes, tan determinada, tan positiva. Hacer un vuelo hasta Chicago
sólo para decidirme a abrir una carta. ¡Vaya que si soy pendeja! Tal y como me
dijo Dina. No me lo dijo así, pero lo pensó, y eso es lo que cuenta.
Al entrar a mi habitación el foco rojo del
contestador titilaba como si tuviera una
llamada de emergencia.
No leí la carta y
atendí el mensaje en el contestador. Era de mi trabajo y se nos había convocado
a una junta extraordinaria, por lo que me presenté, apenas me bañé y cambié de
ropa. Eso no fue problema. Yo veía a mis compañeros vestidos de traje, con saco
y corbata, a las mujeres de trajes sastre, muy elegantes, yo, siempre usaba
pantalones camuflados, jeans, y a veces, hasta con equipo de pants, como
aquella que tras correr alrededor de un parque, se iba a sus pláticas y a
pintar sus acuarelas. Nada de eso. Yo no hacía nada de deporte. Aunque me
estaba viniendo bien hacerlo, no porque tuviera problema alguno de sobrepeso,
pero era híper necesario que me liberara de la noradrenalina, somatotrofina,
cortisol, cortisona, triyodotironina y tiroxina y quizá algo más. Estaba
intoxicada de amor. Desde la vez que me hizo el amor Estrella, y me hizo
liberar no sé cuántas endorfinas que se convirtieron en puntos blancos en el
cielo, y que hoy parecen estrellas, ahora reproduzco todo lo que antes mencioné
y no tengo fuerzas para nada.
La dichosa junta
fue para darnos una buena noticia. Teníamos
tres semanas libres para hacer lo que quisiéramos. La psicóloga que nos
daba la pláticas para después nosotros representarlas en dibujos, o acuarelas
mostrando imágenes con combinaciones de color para tranquilizar el cerebro, o
presentar una imagen más amable de la vida, se había fisurado la cadera y
estaría incapacitada ese tiempo. ¡A volar! Literalmente, sí, ¡a volar! Tres
semanas con goce de sueldo. ¡Ah! Porque ésta vez, aunque era de nueva cuenta
hacer calendarios, me aseguré de que no se tratara de un concurso. Calendarios
con imágenes de cuán bella es la vida, sin disturbios, si tomabas fluoxetina; aunque la empresa Británica
la nombrara: Neurobón.
Ya había tenido
otros trabajos que hasta pena me da referirlo. El que peor me hizo sentir, fue
cuando trabajé para una editorial que sacaba a la venta novelas sentimentales.
Sobre la historia escrita, yo debía dibujar las imágenes, casi estilo cómic, y
por supuesto que recibí muchos elogios. Me decían que dibujaba rostros de mujer
muy bellos, y las escenas de amor se antojaba que fuesen reales. Las hacía
candentes, pero ahí, siempre hubo peros;
me hacían dibujarlas de nuevo para no mostrar más allá de lo debido,
suavizarlas para que no se mostrara algo de mal gusto. No puedo entender qué es
mal gusto o buen gusto a decir verdad. Siempre pensé, que eso, es cosa de cada
quién. Me insistían que no debía caer en lo grotesco, pero por lo visto, solía
caer, y era vuelta a empezar. Sus mojigaterías y ataques de pudor me colmaron
la paciencia y les renuncié. Como siempre, fui grosera y no me pude guardar, ni
ésa vez, el hecho de calificarlos de vendedores de literatura barata. ¡Qué más
daba su cacareo del buen gusto que
tanto exigían! No veía más que historias trilladas, que estaban hasta un tanto
vulgarizadas, pero ¡eso sí! El público consumidor debía suponer o adivinar, que
alguien estaba furioso, diciendo palabras altisonantes, y ellos escribían la
frase así: Eres un ¡&%$#”! ¡Qué
pendejadas! ¿ O nó?
La carta que me
enviara Estrella desde Tapanalá decía:
¡Sálvame!
Toda una hoja
blanca con flores y mariposas dibujadas con una enajenada exasperación. En
medio la palabra SÁLVAME. Todo a
tinta azul. Me lo estaba pidiendo. Quizá debía ir a salvarlo, o salvarme a mí
misma. También, en una esquina, con letra muy pequeña, venían datos de un
número de teléfono de una caseta telefónica que habían instalado en la casa de
Rogaciana
Cuando me comuniqué
a ese número, Rogaciana atinó a decir:
̶ ¡Cómo tardan las cartas a Estados
Unidos! Estrella dice que siente que hace más de cien años que la mandó. Ya
hasta cree que, o bien no la has recibido, o que si la recibiste, nada te
importa ya.
Quise dejarle
claro a Rogaciana que eso no era cierto. Que había tenido que andar de un lado
a otro y mentí al decirle que la carta estuvo en la recepción del hotel, como
traspapelada. Le dije que iba de inmediato a México, hasta Tapanalá. Que me
ayudara a pretextar el viaje, ya que, si bien la gente me quiso y me aceptó la
primera vez, estaba segura que no verían con buenos ojos que retornara sin un
pretexto de peso. Dalia, diría, y con razón, que habría ido exprofeso a
quitarle a su novio.
Rogaciana me dijo
que en cuanto a Dalia no me preocupara mucho. Ella se estaba hasta quince días
en el rancho Los cuates. Sin embargo,
el padre de la joven habló, tanto con Simón Grande, como con Simón Estrella. La
fecha de la boda estaba pactada dentro de los seis meses entrantes, y no debían
prolongar más el distanciamiento. No había marcha atrás, y (así se usaba allá)
pena de muerte a machetazos si el muchacho repudiaba a la joven, sin tener un
motivo de más peso. Como si la falta de amor, no fuera un motivo de toneladas.
Ya se estaba preparando todo. La familia de ella, estaba cebando muchos
animales que sacrificarían para la comilona tremebunda. Se estaba ahorrando
dinero para el licor, en sí brandi y mezcal. El vestido de la novia, lo estaban
confeccionado en Oaxaca, o mejor decir, los vestidos, ya que la boda, estaba
contemplada para una duración de nueve días. Vaya que si lo había pensado; pero
jamás imaginé que era como una novena para difunto. En fin. Con el corazón
herido, le dije a Rogaciana que iría, y el mejor pretexto sería, llevarle el
cuadro a la chata Valdivia de su hijo
Simón Pedro, y que además, realizaría un cuadro del cuarto de los partos, con
el altar gigante de ella, de Rogaciana. Me hospedaría en su casa. Le pedí de favor que nada dijera a Estrella,
quería sorprenderlo, a lo que Rogaciana me dijo que le daría unas gotas de
esperanza, ante el temor que el muchacho hiciera una locura. Se le veía mal,
estaba perdiendo peso y se estaba poniendo cetrino.
Mi llegada a
Tapanalá, fue para caer boca abajo sobre la cama que me ofreció Rogaciana. El
viaje no estuvo mal desde el principio. Pero para llegar a Tapanalá sí. No
había servicios directos y menos de primera clase. La primera vez que fui, me
llevaron en una camioneta confortable y muy bien equipada. Esta vez no fue así.
El autobús se detenía en todos los poblados....
En sueños escuché
la voz de Estrella, pero mi cansancio me aplastó y no pude hacer el mínimo
esfuerzo. La conciencia me dictaba que ya estaba ahí, lo demás, vendría después
como viniera.
Casualmente
también llegó Dalia a Tapanalá. No porque se haya enterado de mi llegada.
Sucedió simplemente. Rogaciana hizo una cena especial en donde invitó a quienes
consideró que eran más importantes, para decirles, sobre mi visita. Obviamente
ahí estaba la chata Valdivia, más no su hijo que se sentía cansado y enfermo;
sin embargo, la chata Valdivia se mostró feliz cuando le regalé el cuadro.
También Rogaciana les dijo, que me estaban requiriendo más cuadros, y que
estaba ahí, para pintar el altar de ella. La cuna de todos que hubieron nacido
ahí. El padre de Simón Estrella estuvo de lo más sonriente y contento.
Estrella, fingía bien, pero sí estaba algo taciturno. Dalia lucía más
tranquila. Ya no me torcía los ojos, pero no quiso hablar conmigo gran cosa.
Admito que yo tampoco. Si acaso, le pregunté qué le había parecido El beso, mostrándole la imagen en una
fotografía tamaño postal y ella dijo que nunca imaginó que la gente ganara
dinero haciendo: esas boberías. Le
ofrecí de regalo la foto y no la aceptó. Francamente no quería regalársela,
pero, me encantó lo que sucedió después. Rogaciana le gritó a la muchacha, que
eso, era un desplante reprobable. Que la tenía harta con su altanería y sus
majaderías desde adolescente. Que si bien era una muchacha linda; su mal genio
la hacía verse como alguien patéticamente fea. La muchacha no lloró delante de
todos, pero se despidió, ahora sí, del modo más amable, porque sus ojos
brillaban tratando de contener ese llanto que sabrá Dios donde lo fue a
arrojar. Rogaciana le hizo un gesto a Estrella de que fuera con ella y así lo
hizo. Después del zafarrancho, nos quedamos todos a platicar como gente decente. Todos me felicitaron por mi
segundo lugar, tratando de consolarme, diciendo que eso había sido un buen
lugar. Jamás entendieron, que para mí, un segundo lugar, significaba ser el
primer perdedor.
La que más habló
fue la chata Valdivia. Estaba segura que Simón Pedro no alcanzaría la boda de
los muchachos. Se refería a Dalia y Estrella. Como conspicua, hablaba de que su
hijo, emitía un ronquido que no era otra cosa que llamar a la muerte. Rogaciana
no dijo nada, ni siquiera para quitarle esos pensamientos. Y vaya que si
adquirían sabiduría esas mujeres. Simón Pedro murió un mes antes de la boda de
Dalia y Estrella.
Hice mis viajes a
California, y solicité un permiso para asistir a la rimbombante boda de Simón
Estrella y Dalia. Boda que creí, se suspendería por la muerte del tocayo de
Estrella, más no fue así. Esa gente, tan ortodoxa en cuanto a sus tradiciones,
esta vez las rompieron. La chata Valdivia, no sólo demandó que no se cancelara
el evento, sino que asistió a los festejos. Dijo, con el corazón sangrando que
Simón Pedro necesitaba descansar y que no por esa necesidad, los jóvenes que, tanto se amaban, iban a dejar de recibir
el sacramento de su iglesia, institución o lo que fuera. Yo estaba que me
llevaban veinte mil diablos. Pero estuve ahí, haciendo gala de mi masoquismo, y
viendo a Estrella ahogándose de calor en el traje de saco y corbata, del brazo
de Dalia, quien lucía hermosísima en un vestido que jamás hubiese imaginado que
hubo sido confeccionado en Oaxaca por manos de mujeres artesanas, y los otros
trajes que usó los diferentes días de la boda. Era inconcebible lo perfecto.
Dalia estuvo más
que amable cuando pedí que posaran, sobre todo con el traje de la boda
religiosa. Hice un boceto y apuntes para que no perdieran tiempo y atendieran
su jolgorio. Fue la misma Dalia quien me preguntó, si sí les daría el cuadro
que colgaría en el centro de su sala, a lo que yo respondí de buen talante que
sí, que por supuesto. Aproveché, para pedirle a Dalia, que más tarde me posara
con los otros hermosos trajes que usó. El de istmeña, que muchas veces vi, en
diferentes presentaciones, pero ella usó el de gala. Usó uno de Yalalagteca,
que estuve a nada de pedirle que me lo regalara. Y el que más dijo le había
gustado a ella, era un traje típico de Tuxtepec. Lo lució con una deliciosa
piña que se colocaba en el hombro. Descalza. Hermosa. Lo llevaba con mucho
garbo pues ella, me dijo, había nacido en un lugar conocido como Valle
Nacional. En mi vida había oído hablar de ese lugar.
Me dejó
boquiabierta Dalia con todo lo que me decía, al posar orgullosa su traje de la
piña, sobre la triste historia del antiguo Valle
Real y hoy Juan Bautista Valle Nacional. Dijo que sabía que durante el
Porfiriato, ese lugar estaba lleno de haciendas y sembradíos de tabaco,
¿Entonces por qué la piña? me preguntaba yo; que azorada no concebía esos
abismos de la crueldad de la esclavitud en ese lugar lluvioso y selvático. Se
sabía, decía, que muchos morían por el maltrato de los capataces y de los
mismos dueños y nadie los reclamaba, ya que esa gente llegaba ahí, por orden
del mismo gobierno. Era una especie de cárcel, en donde no recibían ningún
respeto a su derecho humano, ni había un ápice de intención de regenerarlos.
Iban, para morir. Pero todo terminó después del exilio de Díaz. ¡Caramba! Si
quería apantallarme Dalia, lo logró. Sentía mucho cariño por su tierra, y tenía
conocimientos históricos interesantes de la misma, pero ella sólo dijo:
─ Todo el
que es de allá, conoce esa historia.
Dijo muy quitada
de la pena. Ya no quiso decirme bien a bien, por qué estaba en un poblado del
Istmo, y se limitó a seguir hablando de su valle de miserables, con sus
manantiales de aguas azules y la fauna maravillosa de ese rincón bendito. Se
calló, lo que yo supe por Rogaciana. Dalia y sus hermanos vivían con su padre
solamente. Su madre se quedó por la zona de Tuxtepec. Sucumbió al amor por otro
hombre. El esposo herido y avergonzado, huyó hasta Tapanalá con sus hijos.
Parecía que aquello ya estaba superado.
Yo era la
desdichada oficial. Ahí todos eran felices. Lo mejor, era cerrar ese ciclo que
se abrió como un hachazo en mi corazón, y de éste, fluía algo, que quien sabe
que era, pero yo le decía amor. Un amor inconcebible, un amor incierto, un amor
injusto. Y si era todo esto, entonces no era amor. Y si acaso algún día me
hacía famosa con mis cuadros, o bien, escritos que quizá haría de mis travesías
por aquellos pueblos olvidados de Dios, diría, que mi corazón se quedó atorado
en algún bejuco de Oaxaca y todo lo que
sucediera después, nada me arrancaría mi amor mal logrado con Estrella.
Llevaría por siempre la luz de su nombre en mi corazón para iluminar mi
sino tenebroso en el que andaría, sin
dios y sin diablo, sin gloria ni infierno, sin fe y sin caridad, porque ya no
creía en nada. Nada era mi vida, nada era yo, nada, incluso de lo que vendría
tendría valor. Nada.
Si mi madre
hubiese podido leer dentro de mí, habría asentido y cruelmente lo hubiese
repetido:
Yo
siempre lo dije
En algún momento,
en que se perdió Dalia, quizá fue a descansar, para más tarde proseguir con esa
fiesta impiadosa, pude hablar con Estrella.
Le dije que lo
felicitaba con sinceridad por su boda. Que no me mirara con esa languidez en
donde insistía sobre algo imposible. Había ido a despedirme. A romper lo que se
gestó quién sabe cómo y por qué, pero terminó como un aborto. No habíamos
nacido el uno para el otro. Además, le dije, que eso que sentíamos, seguro se
nos pasaría. Al fin y al cabo, nadie se moría de amor.
̶Yo creo
que sí habrá quien muera de amor, y ese seré yo, sin duda.
Entonces estuve
equivocada. Yo no era la única desdichada. Oficial sí, pero, Estrella y yo
estábamos sufriendo demasiado. ¿No es absurdo? Dos personas que se aman
intensamente no pueden unir sus vidas para vivirla juntos; por un trato hecho con antelación. Por algo que
se arregló previamente, sin importar
lo que sucediera después. Bueno; Estrella podría repudiar a la esposa, pero
podría hacer eso tras la noche de bodas, que quien sabe cuándo sería, ya que el
festín iba para largo. Pero si Estrella no veía la mancha roja, que colmaba de
honor la hermosa flor que se desvirtuaba ante el ser consentido de la creación,
que parece que es el varón; no podía
romperse el vínculo creado, bendecido y condenado
a terminarse sólo a través de la muerte.
Estrella, jamás
levantaría un falso testimonio sobre la virginidad de Dalia. Era totalmente
incapaz. Esa virtud, era lo que hacía hermoso a ese indio de Tapanalá. Ahora
sí, indio sin peyorativos. Simón Estrella sí era como un tesoro, tal y como
dijera Rogaciana. Dios lo había decorado con un color bronce en su piel. Era de
rostro afilado. Sus cejas tenían un arco perfecto. Eran sus ojos grandes y su
boca mediana. Era hermosísimo por fuera, y también por dentro. Así lo creí.
Gracias a la
oportuna intervención de Rogaciana no me abalancé sobre su pecho y me
deshidraté llorando, y le habría dicho toda la verdad. No lo pude hacer y
entonces lo dejaba ir. Me liberaría. Fluiría. Eso Pensé. No pude.
***
Estaba trabajando en
Guadalajara, con Ignacio Arquímedes Cortés. Ese era su nombre y era mi
prometido hacía ya un año. Le dije que sí, aceptaba ser su novia, a ver si este
romance me sacudía los polvos
oaxaqueños que no me dejaban en paz. Paz. Cuán valiosa es para poder vivir. Yo
ya no quería vivir. Alguna vez Dina me cuestionó, si aquello con Estrella no
era una ilusión de esas que se prendan
en la mente y lo vuelven a uno loco, y le dije sin más que sí, porque yo
carecía de toda razón por sufrir añorando a un hombre, que sólo me hizo el amor
una vez. La manera, es lo de menos. El que me haya dicho: te amo, también era lo de
menos. La carta que decía sálvame,
tampoco importaba. Ninguno de los dos tuvimos el valor de dar paso alguno para
hacer triunfar el amor, que ya para ese tiempo, me parecía una ridiculez.
«El amor no
existe». Afirmaba yo.
En el caso de Dalia y Estrella, unieron
sus vidas para, como animales, reproducirse y seguir viviendo, como animales.
No los insultaba; pero los veía como parte del proceso de todos los que viven:
nacer, crecer, reproducirse y morir. Por eso yo quería morir, porque aunque
había nacido, parecía que no había crecido, crecido en el sentido de la palabra
madurar, y eso, pues como que no, lo de la
reproducción, por nada ni por nadie estaba dispuesta, lo que seguía era morir,
y quería morir, porque ya no trabajaba como dibujante ni pintora. Era gerente
de un hotel en Guadalajara. Jamás entendí como fui a dar a ese puesto. Bueno,
sí. Pero no sé por qué lo acepté. Alguna vez, fui contratada para hacer cuadros
con temas de naturaleza muerta o paisajes que ornamentaran las habitaciones,
los restaurantes, los pasillos, los salones de conferencias, y de ahí resultó
que alguien podía ocupar ese puesto y esa fui yo. ¿El dueño? Ignacio Arquímedes
Cortés. Arquitecto. Precisamente aquel profesor que me dijo que nadie debiera
coartarle a uno sus ilusiones y esperanzas. Sí, El Magnífico. Un hombre que me llevaba aproximadamente veinte años
de edad; pero, lucía bien. Me dijo que desde siempre le gusté, pero en aquel
tiempo yo era menor de edad y jamás habría roto la ética de enrolarse con
alguna alumna. Dijo que no tenía ningún compromiso con nadie, y acepté hacerme
su novia,por así decirlo. A ver, si eso me servía de distracción y me
hacía exorcizar aquel amor insidioso que me había quitado hasta el deseo de
vivir.
Obviamente, yo no
rompí los lazos con Tapanalá ni con Rogaciana para que al menos, mi agonía, no
fuera tan amarga. Quedaba, después de las noticias, de contar a los muertos, a
los recién nacidos, con un sabor rancio que me indigestaba y me descomponía el poco
buen humor que tenía. La preñez de Dalia sencillamente la superé con una borrachera de antología.
Empecé pidiendo
cócteles, aparentemente suaves, pero la cantidad hizo que la suavidad perdiera
el estilo. Me seguí con jaiboles que me sabían horrible a pesar del refresco de
cola, y después, cualquier bebida que
tuviera alcohol. Me dijeron que me subí sobre una jardinera que decoraba los
gabinetes de uno de los restaurantes del hotel. Que me caí de ese lugar, y que
me desgarré la ropa a jirones y que gritaba: ¡Estrella maldito!
Ignacio dijo que
no entendía por qué decía: estrella
maldito, en lugar de estrella maldita,
cosa que no le aclaré y le dije que si quería mi renuncia se la firmaba
inmediatamente. No quería saber más de ese lugar. Esto se lo dije en mi cama de
hospital, ya que, esa borrachera, como antes dije, fue de antología. Me
intoxiqué al grado de que convulsioné y tenía todo el cuerpo lleno de ronchas.
Por supuesto que mi novio-amante dijo que no era necesaria tal renuncia, pero
que tenía que observar una conducta diferente, y que al menos, parecía que el
alcohol no me sentaba bien, y al mismo tiempo se extrañaba de esto, ya que, él
mismo sabía que yo jamás tomaba alcohol, a lo que asumió, que quizá alguien
puso algo de más en mi bebida.
Sí, pensé yo,
pero no lo externé. Estrella fue el culpable, él puso en mi bebida la simiente
venenosa que arrancó sin piedad ese hilo invisible que me hacía sentir viva tan
sólo con su recuerdo. Y Dalia, fue Dalia la que puso su embrión virulento para
que yo perdiese totalmente la razón y ahora sí, quería morirme. Exigí a Ignacio
que me dejara marchar de Guadalajara, a lo que él dijo, que entendía que me
sintiera apenada. Tenía un magnífico
hotel en Oaxaca. ¡Oaxaca! y lo demás ya no lo escuché, solo: ¡Oaxaca!
No acepté ningún
puesto ejecutivo en Oaxaca. Fui a pintar. Como cuando llegué a los Hoteles de
Cortés de Guadalajara. Había sido enviada a los Hoteles de Cortés de Oaxaca. Le
pedí a Ignacio que no me tuviera fiscalizada. Necesitaba libertad para
inspirarme y decorar su bello hotel, con una vista envidiable. Estaba en una
loma, pero esa vista era sólo para relajarme. Tendría que, como la primera vez,
en Tapanalá, buscar lugares, extraer la
esencia de los paisajes o de la gente, de pueblo en pueblo, hasta llegar a, casualmente a Tapanalá. Tenía que sanar
mi angustia. Necesitaba unas gotas de información para serenar este corazón
adolorido.
Asistí como pude
a Rogaciana en el parto de Dalia. Me di perfectamente cuenta que la maternidad
no era para mí, en todo y por todo. No entenderé jamás, cómo puede un ser
humano sufrir tanto. Obviamente; aunque hoy día ya se tengan otros recursos
como la operación cesárea, insisto que, se me hace insoportable la idea de ser
madre. Tuve náuseas como aquella vez de la borrachera. Lo diferente fue, que
aquella vez fue de ira, esta vez fue de miedo. Vi los ojos medrosos de
Estrella, tras ese brillo de horror y preocupación no vi el mínimo atisbo de
amor, entonces creí que ese amor ya estaba
muerto, mientras que el mío, era del tamaño de un volcán. Pensé, que
pondría cualquier pretexto para largarme de ahí, y no volver jamás, y si no
volvería, no sería por voluntad. Algo haría: veneno, una soga, lo que fuera,
pero moriría, según yo. Quizá nada de lo antes dicho sería necesario; bastaría
recordar el rictus en el rostro de Dalia, cada que le venía la contracción y
los gritos de Rogaciana, de que no invirtiera en alaridos, lo que el dolor le
daba, que lo usara para pujar, como si quisiera cagar. Con esto bastaría para
quizá morir más adelante. He aquí la contradicción de todos aquellos apaños
cuando se les dicen cosas tiernas y hermosas a las madres. Mi sentir y mi
pensar se afianzaban. ¡Me parieron con unas inmensas ganas de cagar!
Se me hizo eterno, el tiempo en que
finalizara el martirio de una mujer que parecía que se partía en dos, para que
viera la luz su hijo. Fue hija, y lo lamenté mucho más. No quise asomarme,
porque ya no pude más, cuando Rogaciana me dijo que me asomara y viera la
hermosura que estaba coronando, en la vagina maltratada de Dalia. Hasta ahí
llegué.
Una vez que la calma se percibía en la
apacible respiración de la madre, que no entendía cómo no había muerto; y los
grillos arrullaban a la recién nacida, recordé la pintura Mi nacimiento, de Frida Kahlo. Tenía toda la razón cuando plasmó
tanta violencia para entrar a este mundo, que, al menos a mí, no me ofrecía
nada grato. Dalia descansaba de su enorme y doloroso trabajo de parto, en el
mismo sitio donde naciera Estrella. Rogaciana me invitó un té,
que dijo, y con razón, me tranquilizaría. Dijo en secreto:
«Ella duerme profundo. Vayan al traspatio
y platiquen »
Fruncí el ceño y me decepcioné de
Rogaciana de una forma indescriptible. La agradecí mucho cuan buena fue
conmigo, pero, saber a Dalia postrada tras haber parido a una bebé, y
aprovechar para hablar con su esposo tras su ardua parida, y que ella lo
consintiera; me hizo sentir entonces que Rogaciana no era una mujer de honor y
respeto. El amor que sentía por Estrella no me dejaba vivir, pero sumarle a
esto un sentimiento tan pesado y angustiante de culpa, me iba a ser
insoportable. Estaba a nada de desintegrarme y aun así pude decirle:
« ¡Eso no es justo Rogaciana! »
Y Rogaciana frunció la boca al decir:
« No desconfíes de mi muchacha. Yo sé
dónde está la justicia aquí»
Dijo esto con la potencia que tenía en su
voz. Con la verdad dentro de su consciencia, y recobró de tácito la investidura
que tenía en su reino de Tapanalá, y me convenció con una sola mirada.
Pude ver a Estrella en lo oscuro
impenetrable del traspatio por su pantalón blanco. Deambulaba sin sosiego con
las manos en los bolsillos. En cuanto me vio, me dio un beso prolongado que, me
hizo sentir bien, por la caricia en sí, pero mal, porque sentía que lo que
hacíamos era una cochinada vil que no tenía perdón, digamos de Dios. Yo, ya no
creía en eso. Pero me sentía amoral. Como un río, Estrella lloró su desdicha
desde que me fui. Me lo dijo. Que su boda había sido el peor error en su vida y
que no sólo me amaba, sino que me envidiaba. Ese sentido de libertad, que él
creía que yo tenía, ese valor para luchar por lo que amaba, sin saber que lo
que más amaba era a él. En fin que, dijo, que lo que único que lo ataba
definitivamente a su esposa, era el nacimiento de su hija. Por Dalia no sentía
nada, si acaso, gratitud por haberle dado una hija. Y fue que yo le dije que
intentara amarla, ya que era ella quien se merecía ese amor, yo no. Le dije, y se
lo dije de un modo que me viera como la más cruel de las mujeres. Yo no sería
capaz de darle ningún hijo porque odio a
los niños, mentí. No los odiaba; pero mi intentona de asistir a Rogaciana
en el parto, me dejó más que claro que yo no habría de pasar por ese cáliz tan
amargo como una mujer dando a luz. Nunca. Así fuera la condición de mi amado
Simón Estrella. Entonces yo no era para él. Estaba escrito. Alguna vez me lo
pregunté en ese lugar ¿Era mi destino? Había encontrado la respuesta: No. No lo
era.
Al fin tenía la clave para romper aquella
atadura. Cada vez que suspirara por él, habría de recordar el estrambótico
sacrificio de Dalia. La legítima. La valiente. Para mí, la masoquista. Pero
ella ganaba. Ella lo amaba, a ella le pertenecía. ¿Yo? ¡A volar!
Aunque no habían pasado ni tres días de la
cuarentena, Dalia se fue a la casa donde vivía con Estrella y yo ya no quería,
honestamente, permanecer más en ese lugar. Antes de irme, Rogaciana dijo, que
no importaba cuanto tiempo le llevara una plática conmigo, pero tenía que
decirme algo, tremendamente importante.
Fue una plática de sobremesa. Después de
cenar, me sirvió té, de ese, del que relaja. Traté de no interrumpirla como era
mi costumbre, y además no podía, el té hizo un efecto letárgico que me estaba
haciendo levitar con las declaraciones de esa mujer, que yo la presentí como
hechicera, y más tarde lo constaté, pero no era una hechicera de esas que
descubren el destino en la baraja, el tarot, los caracoles o la arena. No
adivinaba el futuro consultando espíritus, invocando seres de otro mundo, ni
nada por el estilo. Nació con una estrella divina. Eso era definitivo. Nació
sabia. Nació con un don especial, sobre todo de intuición, y todo lo demás, lo
mejoró con los años.
Me comentó que Estrella, al pasar casi un
año y ver que Dalia no concebía, le pidió consejo y remedios. Rogaciana le dio
bebedizos a Dalia, de quien creía era la que no podía concebir. Al ver que no
resultaba, sin que Dalia supiera, examinó a Estrella. Me dijo, que con todo y lo que le había hecho
a Simón Estrella, todo apuntaba a que éste, era más estéril que una piedra. Sin
embargo, dijo, creía en los milagros. Negarlos, era como negar a Dios, como
negarse a sí misma su entrada a la Gloria prometida por Dios. Esa niña, era
quizá un milagro, y ella era nadie, para decir nada, y menos, amargar, la ya de
por sí, vida triste de Simón Estrella. Y fue entonces que me pidió que me
fuera. Esta vez, sí para siempre. Ya que si ella, tan sólo le dio bebedizos a
Estrella y le hizo estudios (a su manera) y permaneció silenciosa como una
tumba, así tendría que quedarme yo. Que era tiempo entonces, de dejar que la
vida llevara su rumbo, sin interferir. Que me abrazaría los días que fueran
necesarios para llorar por la ausencia de un amor que no se coronó finalmente.
Que fue estéril, como Rogaciana creía que Estrella era. Pero que, fue el mismo
Estrella, quien preocupado por buscar un incentivo a su vida, se ocupó de
buscarlo y creyó que lo encontraría en los hijos que tuviera con Dalia. Él fue
quien pensó primero, que conmigo jamás habría nada y que anduvo por los abismos
más insondables de la desolación. Que el amor que surgió entre nosotros fue un
hechizo, una broma cruel que nos hicieron las luces de los cocuyos. Fue la
sombra de uno y del otro, los que se hicieron el amor, pero no había más nada
que hacer ahí. Rogaciana me pidió que buscara, y aseguró que encontraría un
incentivo para vivir, porque se asomó a mis ojos que pedían la muerte súbita de
mis pesares.
Así que dije que me iría. Pero engañé a
Rogaciana de irme sin decirle nada a Estrella. Obviamente nunca diría las
sospechas de su madrina sobre su esterilidad. Le dije a Simón Estrella, que se
escapara a la primera oportunidad a Oaxaca. Y así lo hizo.
Quise despedirme de él para siempre,
amándolo en un lugar confortable y perfumado. Entonces me dejé llevar, y me fui
por senderos desconocidos y hubo momentos en que el amor era todo ternura y
otras veces todo violencia y furor. Me dejó una fotografía que recientemente le
habían pedido para darle una credencial para tener acceso a los servicios del
centro de salud. Y me quedaría con eso para siempre. Ya no lo volvería a ver.
Ignoraba si podría andar ya con la ilusión hecha trizas. Las otras veces que
dejaba de verlo, siempre dejé un resquicio, diminuto como un suspiro, aunque
estuviese casado, pero siempre abrigaba la esperanza de verlo, de besarlo, de
sentirlo, de olerlo. Ahora ya no lo haría. Estuve resuelta, así como, I started a joke, dispuesta a morir
finalmente, absolutamente arrepentida de lo que pensé y dije: Sí, morir para
que el mundo pudiera empezar a vivir, porque para mí, el mundo entero estaba
detenido con la resulta de una acción ruin de mi parte para con Simón Estrella.
No me importó en un momento dado ser el monumento a la soberbia por creer que
el mundo giraba alrededor mío. He estado tan perdida en este laberinto confuso
por las neblinas que generan los sentimientos, que insistí: Que el mundo viva,
y que muera yo.
Y
entonces con la frialdad que me era característica para romper corazones, le
dije a Estrella que me casaría, precisamente con el dueño del hotel donde
estábamos amándonos. Que me interesaba porque era rico, y además me daba la
oportunidad de hacer lo que más amaba, dibujar y pintar, y que, gracias a su
fortuna, podría viajar y conocer el mundo, y que esas eran mis prioridades. Lo
único que me importaba en la vida. Jamás habría hecho una vida como la que
tenía él. Perdido en un pueblo con su cocinera particular y lleno de
chiquillos. Algo, no sé qué, advirtió Estrella en mi voz, o en mis ojos, porque
se abalanzó sobre mí, como aquella vez que tuve miedo de despertar a los
muertos de Tapanalá con mis quejidos. Tras hacerme el amor de esa manera me
dijo:
̶ ¡Tú, nunca me vas a olvidar! ¡Yo, nunca
te voy a olvidar!
Y entonces con la fuerza de un portazo
escondió su rostro de mí, y no me dirigió la palabra, ni para despedirse. Yo,
sola en mi habitación, me di dos golpecitos suaves en el pecho, del lado del
corazón, con la mano extendida, eso significaba: Te amo.
***
Ya
habían pasado dos años desde que El
Magnífico me echara con lujo de violencia de sus Hoteles de Cortés, en
Oaxaca, porque los empleados le dijeron a detalle, que metí a un hombre por
tres semanas en la suite presidencial. Que ordené al restaurante platillos y
bebidas. Que me paseé con él mostrándole toda cantidad de afecto y cariño, y
sabrá Dios que más. Yo, estuve como la vez que me embriagué. Todo cuanto le
hayan dicho, probablemente fue verdad. Yo estuve ebria de amor y dolor. Me
despedía para siempre del amor de mi vida.
Ignorando todos los miedos que nos
siembran desde niños sobre el infierno y sus custodios, me revolqué como una
perra de algún suburbio sin orden, con el hombre que me hacía respirar. Hice
con él, todo lo que imaginable e inimaginable. Bordé pues, con pasión, todo el
amor que no le daría en lo que me restaba de vida. Tras sacarle todo el jugo,
como queriendo absorber algo de su alma, para seguir un rato más en el carrusel
de la vida sin él, hubo un desenfreno en todos los sentidos. Obviamente también
hubo días con sus noches donde no hacíamos el amor. Esos momentos, tras
volverse recuerdos; dolieron más. Alguna tarde, nos quedamos mudos, sólo nos
miramos, nos besamos, nos abrazamos y nada más, y el cielo se tornó de un color
ámbar que no podía soportar. Esa, fue lo hora más triste del día, de todos mis
días subsecuentes.
El escándalo del Magnífico de echarme y arrojar mi ropa a la calle, profiriéndome
los peores calificativos que no me hacían ni cosquillas; fue captado por las
lentes de los fotógrafos de la prensa. Fui exhibida como una puta sin reservas
ante la sociedad púdica de Oaxaca, e Ignacio, se arrepintió de haberse dejado
llevar por su indignación, ya que, gracias a este escándalo yo me enteré que
era casado, cosa que siempre supuse, y ahora el exhibido era él. No se me
olvida, que entre el escándalo y los flashazos,
me acerqué a un periodista, justo para preguntarle, dónde podía conseguir una
cámara con esa lente y ese calibre. Ese día me nació la idea de hacer fotos. Me
impresioné al ver, que captaban al
Magnífico, desde la ventana de la suite presidencial haciendo el alboroto.
Y total, en una tarde que conversaba con
Dina, que ya se despedía de mí, porque ahora sí se iba a Europa a dirigir una
sección de un museo importantísimo, le dije, que todo en el mundo era mentira.
Que el amor era una mentira. Que la vida misma, era una mentira. Dina no
encontró una sola palabra de aliento ante mi devastación. Dina, jamás iría a
Tapanalá a buscar a nadie para decirle lo que Rogaciana sospechaba y se quedó
como eso, una sospecha. Por ello, a ella le dije lo de que quizá, Estrella era
estéril, y la hija que tanto amaba y la única que le daba un algo, para seguir
viviendo sin mí, era ella, aunque no fuera de él.
Dina dijo muchas cosas que me dejaron peor
de aturdida. Dijo, que quizá, todo apuntaba a que yo sí era para Estrella, en
el caso de que fuera estéril. Yo no le exigiría hijos jamás y seríamos una
pareja solitaria y feliz. Yo, le dije, que si fue él quien buscó procrear,
entonces no era yo para él, ya que era él, quien quería hijos. Dina me
contradecía al asegurar, que él, buscaba esos hijos como el incentivo, pero por
mi ausencia, no porque realmente quisiera hijos, era una especie de paliativo a
su dolor. Era una de palabrería de que él quiere, yo no puedo, pero él busca,
más yo no encuentro… que nos hizo tomar tanto café como para no dormir en
quince días.
Hubo algo que Dina dijo y que me hizo un
ruido intenso y que solo se me apaciguó con un par de tranquilizantes. Lo dijo,
cuando me vio tan abatida por un amor imposible, no obstante las circunstancias
y las aparentes maneras de poder romper un matrimonio fundado con traiciones.
̶ ¿Será que no entendiste bien, que
has inventado todo para pensar entonces que tú eres la buena y Dalia la mala?
¿Será que te auto engañas? ̶ Dina lo
dijo, porque tenía la certeza de que yo no toleraba perder. Me conocía bien.
No. Estaba aletargada por el té, pero no
estaba drogada como para tragarme la historia de Lucy in the sky with diamonds. Era inaceptable, dejar que la vida llevara su rumbo y no
interferir, como dijera Rogaciana.
Debería interferir, sí, para que no engañaran de esa manera a un
hombre que se merece todo el amor que yo le podría dar. Debí, según yo, indagar
más, desenmascarar a esa trapacera mancornadora.
Pero ya no tenía fuerzas para luchar más. Y entonces me acordé, que alguna vez
leí en la Biblia, no por religiosidad, alguna vez, en esas antesalas
insufribles, y a la mano, había revistas rotas y viejas y esa Biblia que leí y
decía:
Yavéh, escucha mi oración y llegue a
ti mi clamor. No escondas de mí tu rostro en el día de mi angustia, inclina a
mí tu oído; apresúrate a responderme el día que te invocare. Porque mis días se
han consumido como humo, y mis huesos cual tizón están quemados. Mi corazón está
herido, y seco como la hierba, por lo cual, olvido de comer mi pan. Por la voz
de mis gemidos mis huesos se han pegado a mi carne. Soy semejante al pelícano
del desierto; soy como el búho de las soledades; velo y soy como el pájaro
solitario sobre el tejado...
Y Dina me interrumpió diciéndome que me
estaba auto conmiserando. Y ya no tuve más paciencia para con Dina; primero me
auto engañaba, ahora me auto conmiseraba, así que le dije, que tomara su auto,
y se auto alejara de mi vida, que se fuera directo a la chingada. Que me daba
envidia, sí, que ella ante todo siempre salía airosa, incluso sobre mis errores
y aun así se daba el lujo de decirme cómo se debía vivir y convivir en la vida.
Le grité que cómo podía una india de Oaxaca andar por Europa, dirigiendo,
deliberando, asintiendo, creciendo, siendo feliz. Ella se fue, no sin antes
decirme, que Rogaciana me había confiado algo que yo, no tenía derecho alguno
de romper, que no era entonces, una
persona de honor. Y por ende, me merecía lo que estaba viviendo.
̶ ¡Y te lo grita, una india de
Oaxaca!
***
Volvía de la anestesia y no me quedaba
claro quién era yo, quien fui antes, y mucho menos que sucedería después. ¡Ah!
Soy yo. Sigo aquí. Con la amargura intacta y mi carácter terco. No sé si así
nací o me convertí en eso, tras una derrota en un festival para recibir la
primavera.
Estaba en el último año del kínder y a la directora se le ocurrió
hacer un festival donde se coronaría a una reina. ¡Yo quería ser la reina! La maestra
a cargo dijo que hablaría con los padres de todas aquellas que podrían ser
candidatas al puesto. Tomó esta previsión, porque sería reina, aquella que
tuviese unos padres que pudiesen pagar el vestido, la capa, los zapatos, el
peinado y todo lo que se requiriera, incluso la corona. Y así sería elegida la
monarca y después la primera princesa, segunda, damas de honor, etc. Es decir,
no quería hacer negocio con ventas de votos como es costumbre.
Una señora morena, que le decíamos doña
Dulce, dijo que por qué no se hacía una especie de concurso para que ganara la
más simpática. Es decir, que aprobaba que no hubiese venta de votos, pero que
sí hubiesen votos, de los padres, maestras, e incluso las mismas niñas. Según
ella, así debieran ser los concursos de ésta índole.
Estaba
por amar infinitamente a doña Dulce con su idea genial, porque yo iba ganando.
Mi mamá estuvo del peor humor en aquellos días; y no porque de un modo
impensable le restregaba que yo, era simpática y bonita, sino porque la pobre,
en una cajita que la maestra había forrado y sellado de un modo particular,
para evitar las trampas, mi mamá recogía los votos a mi favor, y esto le hacía
perder toda la mañana. Entonces llegaba irritada a la casa, a improvisar algo
para comer y refunfuñaba que el dichoso concurso para reina de la primavera la
hacía perder demasiado tiempo para lo verdadero importante, que era la comida,
la limpieza, y... ¡ay no!
Jamás olvidaré, que una niña de nombre
Violeta, me dijo que le daría el voto a Josefina, porque era su amiguita,
porque era la única que la quería, y porque quería que ella fuera la reina. ¡Oh
Josefina! era quien menos posibilidades tenía, y no tuve piedad. Yo, sin más,
le dije que si votaba por mí, le daría un regalo muy, pero muy bonito. No tenía
la más remota idea de qué regalo le daría. No tenía mi propio dinero para
comprar nada. Estaba ofreciendo de más, tan sólo por mi afán. Fue a pedirle a
la maestra el cachito de papel con el sello y la firma, y puso el voto en la
cajita que tenía mi mamá. Entonces Violeta me dijo:
̶Ya voté por ti. ¿Cuál es el regalo
tan bonito que me vas a dar?
Mi corazón se aceleró porque me vi
envuelta en un compromiso titánico para mi edad, para mi ambición. Recuerdo
haber mirado hacia todos lados, y me fui a los jardines de la escuela. ¡Ahí
estaba! Un grillo sobre las hojas que emitían vapor por el calor sofocante que
ya se sentía, a unos días de arribar la primavera. Violeta tomó al insecto y lo
aceptó como el mejor regalo que hubo recibido en su vida. Me preguntó que cómo
debía alimentarlo, al tiempo que lo escrutaba y le hacía musarañas, como si el
animal entendiera; y yo le dije que
todas las noches lo enterrara en una taza con azúcar. Para cuando Violeta me
reclamó que el grillo se había muerto, me importó un bledo su llanto y su
berrinche que no fue superior al mío.
Vaya desgracia la mía y odié por siempre y
para siempre a doña Dulce con su idea genial y con la fortuna sobre su
infortunio. Un ataque cardiaco hizo que dejara de existir su esposo. Amalia, la
hija de doña Dulce, que era contendiente
para ser reina, y hay que aceptar que tenía simpatizantes, pero no tenía más
que yo, repentinamente se vio favorecida.
La directora en una reunión que organizó,
como cuando se hacían honores a la bandera, anunció el deceso del padre de
Amalia, y tan sólo por esto, ella sería coronada como reina. Ella misma, la
directora, pagaría todo lo que fuera menester.
Esta vez, hasta mi madre estuvo de acuerdo
conmigo. Yo era la ganadora y no consideraba justo que por un sentimentalismo
barato se le diera una corona de lástima, disfrazada con una corona de simpatía
a quien no había ganado justamente. Mi corona fue de lágrimas y mi corajina fue colosal. Tan adelantadas iban
las votaciones que mi papá no tuvo empacho alguno en darle dinero a mi madre
para que fuera adelantado la confección del vestido. No aceptamos, mis padres y
yo, la corona de consuelo como primera princesa, y fue el peor insulto cuando
la directora sugirió, que en un acto de bondad entonces, un acto de humildad
para cubrir lo que ya era del dominio público: calificados éramos de
indolentes; que fuera entonces portadora de armas de la reina huérfana. ¡Cómo
deseé que ese cetro que llevé junto con la corona, en el cojín de terciopelo
rojo, se convirtiera en aquella anhelada varita mágica, para convertir en zopilote
a doña Dulce! Y a la pobre de Amalia, no sé... ¡En un grillo para que Violeta
la enterrara en una taza con azúcar!
Estaba maldiciendo con mi salivación
densa, riéndome de la rabieta infantil y a la vez doliéndome del vientre ante
aquel recuerdo de la niñez.
Alguna enfermera piadosa me limpiaba con
gasas una especie de flema que me hacía toser.
Dormí de nuevo y no recuerdo si soñé. Al despertar, Devoré el desayunó
que consistió en un huevo tibio, una gelatina y un vaso con jugo de naranja. Me
dijeron que era dieta blanda porque no querían correr riesgos. A los pies de mi
cama, un doctor muy guapo, de barba de candado, de aspecto pulcro, con una
pierna sobre la cama y la otra colgando me dijo:
̶ Le tengo una mala noticia.
Eso bastó para que pensara: « ¡Cáncer!
¡Maldita sea mi suerte! »
Cierto que eso de vivir ya me era chocante
y en los últimos tiempos me echaban de todas partes por mi carácter irascible.
Me estaba convirtiendo en un vinagrillo. No le encontraba sentido a la vida,
así como Simón Estrella parecía no encontrarlo, y se fue la búsqueda de hijos.
A mí ni eso. Tuve miedo al sufrimiento, más parecía que ya se acercaba mi
partida de este mundo lleno de mentiras y fracasos; y antes de oír nada de lo
que dijera el doctor guapo, con sus manos refinadas, de uñas pulidas y
brillantes, con su corbata, no sé si de buen o mal gusto, pero a mí me encantó que fuera estampada de flores, pensé
en conseguir toda la morfina posible y ver la manera de administrarla para
salir de este sitio y no volver jamás. Tal y como firmara Frida Kahlo en su
diario. La diferencia es que ella, sufrió mucho, sí, pero yo no tuve el éxito
que tuvo ella. Ella amó, tuvo un amor tormentoso, pero lo tuvo. Yo no he podido
amar a nadie como Estrella, eso me queda claro. El doctor me sacó de mis
cavilaciones al decirme, que al operarme de un quiste que encontraron en mi
ovario derecho, se percataron que tenía miomas en la matriz, y que no tenía
ovario izquierdo, o bien, fue: no
valorable. Entendí como que no se desarrolló, o algo por el estilo. En
cuanto a los miomas no sabía qué era eso y el doctor me explicó que eran
tumores benignos, y que tenía varios, y decidieron extirpar tanto ovarios como
matriz. Entonces ¿Cuál era la mala noticia?
Cuando me dijo que ya no podría ser madre,
me carcajeé olvidándome de la tremenda herida en mi vientre y me dolió hasta la
esquina de Tapanalá.
Le comenté al doctor de mi digamos, fobia a la maternidad. Y, aunque tenía
fama bien ganada de misántropa, francamente la idea de no concebir hijos la
tuve desde niña. Le dije, que viví experiencias muy desagradables, sobre todo
con la gente que llegó a descalificarme, o a agredirme verbalmente, a acusarme
de no ser normal por no querer tener
hijos.
No era ningún trauma. Estaba segura de lo
que quería ser, y no me gustó jamás, jugar a la casita, ni con las muñecas a la mamá.
Si bien no tuve hermanos y la vida con mi
madre no fue muy grata, pero creo que fue más por mi carácter independiente, por
no aceptar imposiciones, por considerarme bonita, definitivamente, por ser las
dos, mi madre y yo, tan parecidas. Obcecadas a más no poder.
De nada me había valido tal belleza.
Ahora, era tan fea por dentro que esta fealdad traspasaba mi piel; pero yo no
era una mujer fea y mala tan sólo por no querer ser madre. Llegaron a tacharme
como una especie de monstruo tan sólo por no tener hijos.
« ¡Tienes que tener un hijo! Aunque sea
uno. Eso es lo correcto»
Una mujer dijo esto, y poco faltó para
que le volteara la cara de un bofetón que jamás olvidaría. No se lo di y no sé
por qué. La buena madre, estaba en mi
hotel, en uno de tantos en los que vivía por mi trabajo de pintora y dibujante.
Aquella vez fue, que la mujer estuvo bebiendo en un bar. Ya en el día, y sin
haber dormido una gota, me hizo la plática y salió a colación el tema de los
hijos. Ella dijo que tenía tres. ¿En dónde estaban y con quién? Ella, la normal estuvo emborrachándose toda la
noche y llorando por un mesero, por supuesto que no era el papá de sus
hijos, que a empellones la sacó cuando
lo tuvo harto. Le acepté la plática porque sabía perfectamente lo que era no
poder estar con alguien a quien quieres, aunque lo de ella podría o no ser
amor, eso no era mi lugar calificar, y quise darle un poco de consuelo; pero
cuando el tema se desvió hacia los hijos, y hacia su perfección por haber
parido tres, entonces fui yo la que le dio el empellón, igual que el mesero, y
que se fuera con su perfección
directo a la chingada.
El
doctor me escrutó y empezaba a incomodarme. Pero su sonrisa terminó
convenciéndome de que no me veía como una persona rara. Pensó que era portador
de malas noticias y se alegró al saber que todo estaba perfecto. Además, esta
vez, dijo, estaba seguro que yo no podía concebir, no obstante, dijo que
probablemente, antes de la extirpación de mis órganos reproductores, yo habría
presentado problemas de concepción, por aquello del ovario no valorable.
«Los
cuerpos se conocen». Pensé. « Son
sabios». Mi cuerpo le dijo a mi alma, que no sintiera deseos de concebir,
porque sufriría mucho. Yo, acababa de descubrir que era sospechosa de
esterilidad. ¿No es demasiada ironía para una sola persona, con una sola vida?
El doctor soltó un suspiro y dijo, que
antes de que dejara el hospital, tendría que tener una nueva plática con él. Me
esperaba una manera de vivir distinta. Le dije que si se trataba de la
menstruación, no me afectaba lo más mínimo, a lo que él me dijo que no era sólo
eso. Que lo que venía, no era fácil, no era grave como el cáncer, pero que no
sería fácil. Tuvo mucha razón.
Apenas a dos meses de la operación y no
conseguía conciliar el sueño y me hice dependiente de los ansiolíticos. Me
internaron en una clínica mental por quince días porque mi desequilibrio me
hacía sentir que le tenía miedo a todo, y creí que así me quedaría para
siempre, porque no me tranquilizaban esas imágenes de otros pintores, que
mentían, diciendo que la vida, era amable, si tomabas Neurobón. Entonces tomé todas las píldoras que me recetaran. Fue
fuerte la experiencia vivida. Tan fuerte como el enamoramiento de una persona
que no era para mí. Pero al tercer mes, ya todo estaba, al menos controlado.
¡Ojalá y así se hubiera controlado mi enamoramiento! Yo era una mujer de
veintiséis años y ya era menopáusica. Y quizá eso, hizo que mi tristeza crónica
echara al olvido aquellos sueños de adolescente, de viajar y conocer el mundo,
y me volví a mi lugar totalmente derrotada a morir de amor, a ese lugar donde
no se sabe quién, pinta de colores el paisaje. Monté un estudio de fotografía y
retocaba las fotos con mis pinceles. No solía visitar a mis padres aunque
vivíamos cerca, en la zona de Los Tuxtlas;
yo era demasiado solitaria. Ya ni sabía si era yo la mujer del mal talante. No
tenía con quien pelear. Conseguía clientela y no tenían queja de mí. Rechacé
definitivamente hacerme guía de turistas, cuando me lo ofrecieron porque
hablaba inglés con fluidez.
Solía platicar con una señora británica
entrada en años. Conoció a su novio, de ahí de mi tierra, a través de una
revista sentimental. Viajó desde allá hasta acá y quedó prendada tanto del
enamorado como de la región de Los
Tuxtlas. Se casaron y, esta señora se fue quedando sola. Todos se fueron
muriendo, empezando por el esposo. Se hizo mi amiga cuando quiso que le
reparara las fotos de sus hijos de cuando fueron pequeños, y al saber que yo no
tenía novio ni planes de casarme, me dijo, con el inglés que usaba para que a mí
no se me olvidara, que veintitantos años no hacían solterona a nadie. Esas
ideas las tenían antes, no ahora. Y sobre el no querer y ahora no poder ser
madre dijo:
Today, women rather do not have any children, because
they like to work and advance in their careers.
Me lo dijo
con tal naturalidad que por poco la abrazo. ¡Al fin! Una mujer de edad que no
tilda de monstruos a las que no queremos tener hijos. Si bien mi vida estaba
vacía, no era por la falta de hijos, era por falta de amor. Le conté con pelos
y señas lo de mi frustrado amor con Simón Estrella y la señora me dijo:
¡Call him! ¡Look for him! It is the only way to know
something. You never know, until you know. You are going to think I am a
hopeless romantic, and yes, I am
«Los deseos viajan». Pensé. Los deseos van a parar a alguien
con sabiduría, para que uno pueda saber qué hacer. Tenía meses masticando y a
la vez desechando la idea de llamar a Rogaciana, para que me dijera, cómo iba
el progreso en Tapanalá. En un parpadeo ya había una oficina con una
computadora en vez de una máquina de escribir, la comunicación iba a pasos
agigantados. Se hablaba de telefonía celular, muy cara por cierto. La
fotografía era digital y maravillosa. La pintura seguía siendo requerida, pero
me aficioné a la foto y al vídeo, por estar al día, al fin y al cabo, también
me gustaba, y lo mejor, me hacía ganar mucho dinero.
Mi madre, solía visitarme de vez en cuando
y yo me ponía furibunda. No me gustaba que fuera a verme y sentir esa mirada
plagada de lástima. Me estaba poniendo una corona, como la que le pusieron a
Amalia en el kínder, una corona de
lástima. Quizá creía que yo era: virgen y
mártir. Virgen, porque era su mente
incapaz de pensar que yo, sin casarme, hubiese tenido sexo, y mártir, por
aquello de que me habían practicado una histerectomía total. Ahora sí ya no
tenía remedio, según ella. E insistía en lo de la construcción de una recámara,
tan grande y tan bonita como yo quisiera, para languidecer y aceptar mi triste
destino. Cuando las cosas se ponían peor, trataba de cambiar de tema, y
recordaba el tiempo en que me cepillaba mi larga cabellera.
Quizá ella pensaba que era lo único bello
en mí. Verla me hacía recordar los tiempos en que mi autoestima estaba intacta.
Ya en mi inevitable andar, me fui llenando
de rémoras, de complejos. Absorbí como una esponja las ideas erróneas e imité
lo que hacían otras personas. Empecé a auto criticarme, a percibir y a tildar
de errores lo que no me gustaba de mi físico. Mis piernas eran escuálidas y
feas, sobre todo mis rodillas que resaltaban sobremanera. No estaba
desarrollando una gran estatura, y aunque estaba en la pre-adolescencia, no se
asomaban las almohadillas que
simbolizaban una anatomía muy grata al sexo masculino. No tendría un busto de
tamaño regular siquiera. Estaba ambivalente. Me gustaba el rostro que veía en
el espejo. Mi mamá no paraba de
regañarme severamente tan sólo por decir:
«Mami, yo soy bonita. Péiname como el
otro día y ponme el listón verde, porque me veo bonita con ese peinado»
Mi madre perdía el control y me
gritaba:
« ¡Me choca que hables así! ¡Sólo una
coqueta puede decir que es bonita! Además, ¡no eres bonita! ¡Ni lo sueñes!»
Aquí lo único afortunado, era que, aunque
se trataba de mi propia madre, yo no se lo creía. Yo creía en lo que veía en el
espejo. No le refutaba nada de viva voz si no quería recibir una pescozada que
me hiciera ver chispas blancas. Pero en ese tiempo, pensaba: « Y sin
embargo me veo bonita». Más tarde, se lo decía
a la cara: ¡Soy bonita! Mamá refutaba: ¡No! ¡No lo eres!
Obviamente, no todo era
descalificación y exaltar los defectos. La mayoría solía decir yo que poseía
una melena envidiable. Tenía unos bucles naturales maravillosos que brillaban
bajo el sol. Sí. Mi madre se las arreglaba para comprarme champú de buena
calidad y tuvo hasta siete cepillos de diversas cerdas para peinarme el cabello
pacientemente antes de dormir. A pesar de su carácter áspero, cepillar mi cabello que llegaba a la
cintura, la relajaba. Y a mí también. Era un acto íntimo y silencioso y las dos
estábamos gozando de una paz plena. En ese momento, mi madre era la mujer más
maravillosa del mundo. Era como si se tratara de dos personas. La que me decía
fea, y la que se extasiaba al máximo, acariciando mi cuero cabelludo,
masajeándolo, y pasando el cepillo una y otra vez, hasta que consideraba que
había sido suficiente. Me hacía una trenza floja y me mandaba a la cama.
Que cruel es el tiempo viéndolo desde esta
perspectiva. Ojalá todo se hubiese quedado así. Pero es ineluctable. Y así
sucedió. El tiempo, impasible y cruel, lo seguiré diciendo hasta el final.
Flemático, y por ello indolente, otra vez: ¡cruel! Cierto que muchas heridas se
curan con el tiempo, pero por otro lado, es el tiempo el que emblanquece el
cabello, con las gruesas y brillantísimas canas, duras de teñir e indiscretas al brotar. Y qué me dicen de
los surcos en la frente, de las patas de gallo alrededor de los ojos. A través del
tiempo se va debilitando la memoria, se van destiñendo los vivaces colores,
incluso, tiene un don mortificante de cambiar los hechos en tu mente, rompe el
dibujo y la estampa que tienes grabada, todo te lo cambia de lugar. ¡Maldito
sea el tiempo! Me queda claro, que mi guerra contra el tiempo, se la declaré
dibujando y después fotografiando, y no cedí, porque el maldito tiempo destruye
y destiñe las fotos… yo las restauraba.
***
Se llamaba Adela, doña Adela, quien se la
pasaba escarbando en sus recuerdos y encontraba fotos desteñidas y
descarapeladas. Incluso vi muchas fotos de sus familiares de Reino Unido. Por
esa razón me visitaba seguido y solicitaba mis servicios. Era hermoso ver las
modas de aquellos lares. Me encantaba ver los paisajes, y a la mujeres con
trajes sastres, guantes y sombreros. Me extasiaba escuchando a doña Adela, cada
vez que veía un retrato, según ella, éste le recordaba el clima que hubo estado
ese día, y a esa hora. Aunque la mayoría de fotos eran a blanco y negro y
algunas hasta color sepia, siempre decía recordar de qué color era tal o cual
vestido que aparecía en éstas. Siempre pensé que doña Adela bien pudo haber
sido una gran escritora. Todas esas historias estaban hilvanadas con trozos de
recuerdos que ella iba acomodando a su modo, de tal manera, que su vida
pareciera tal cual le dictaba su memoria. Yo le dije que la memoria nos jugaba
tremendas trastadas y con una carcajada sorda me dijo que sí. Pero lo volvió a arreglar diciendo:
̶ Well, had it
not been so, for me is beautiful as I remember it ¿right?
La visita de doña Adela me encantaba y no la de mi madre. Mi
padre, bueno, era la persona más desapegada que hube conocido. Nunca tuvimos
desencuentros, pero tampoco encuentros. No nos extrañábamos. No parecíamos de
la familia.
Con doña Adela podía explayarme y contarle
todo acerca de mi vida. No sólo le conté sobre mi enconado sentimiento de amor
por Estrella, sino que le dije, sobre los otros, por así decir, romances que
tuve. Considero que empecé muy chica, y también considero que he sido una
persona promiscua. No me siento culpable por esto, sencillamente admito que le
he sido. Perdí mi virginidad a los trece años con un compañero de la
secundaria. Ni siquiera me gustaba. Se llamaba Tomás, y le entré a un juego
estúpido con otras adolescentes que presumían que sabían mucho de la vida y yo
no quise quedarme atrás. ¡Qué pendeja fui! Ahí si le doy la razón a mi madre.
Porque las tipas, ni eran tan atrabancadas como decían, y yo nada más fui a
tener sexo en el estero, el lugar celestino donde uno podía esconderse y hacer sus cosas; con el feo y aburrido de
Tomás. Ni tenía ganas de hacerlo, ni me gustó. Al tipo lo mandé a la chingada
en quince días. Él, parecía muy interesado en mí, y no cejaba su empeño en
seguir conmigo, aunque ya no me tocara, prometía. Pero yo, simplemente no quería
saber nada de él. Súbitamente le bajé la querencia, cuando me enredé con
Roberto. Ese muchacho era muy guapo y tenía muy mala fama ganada a pulso.
Decían; le gustaba andar con las chicas y terminarlas en un mes. Obvio, no sin
antes tener sexo con ellas, y luego, contaba orondo su hazaña a todo mundo. Aun
así, me aventuré con él, y no me sorprendió nada, que quisiera llevarme al
estero. Lo paré en seco y le dije, que si era tan hombrecito, juntara lo
suficiente para que me llevara a un hotel. Yo me encargaría de que nadie se
enterara. Sí vivía en un pueblo chico e infierno grande, pero yo era demasiado
astuta. Tenía fama de ser diligente, cortés, inteligente, incapaz de una mala acción. Quedé reivindicada, desde
aquella vez, que me mostré humilde, siendo portadora de armas, de la reina
huérfana, a quien le daban una corona que le envidié por siempre. Ya un poco
mayor, traté de ganarme la empatía de las señoras, no de las chicas, y estas,
las señoras, se encargaban de defenderme.
Roberto no pudo juntar para el hotel y me
terminó. Y continuó con su costumbre. Dijo a todos cuanto pudo, que me había
llevado al estero y que él, había sido el primero. Que me dejó, pero que quizá
volvería conmigo, ya que él, por haber sido el autor de mi deshonra, me había
yo ganado una segunda oportunidad. ¡Pendejo!
Yo, ciertísima que haría su
canallada, le coqueteé a un muchacho que
parecía muy serio. Su madre era más agria que la mía. Sin embargo, a mí sí me
aprobaba. Por la rigidez del carácter de
la madre de Román, éste, era un tanto retraído, pero le intuí algo de violencia
escondida en su timidez. Llegó a preguntarme si esos guiños que yo le mandaba o
esos besos al viento, eran cosa seria, porque él, no quería ser una burla, ni
para mí, ni para nadie. A lo que yo le dije:
̶ ¡Claro que son en serio! Tu no sólo
me gustas, creo que me encantas.
El trato estaba hecho y mi madre, siendo
tan arisca para esas cosas, extrañamente sí me dio permiso de tenerlo como
novio, pero insistió que debía ser un secreto para mi papá.
Cuando el estúpido de Roberto, herido en
su amor propio, al verme muy acaramelada con Román, se dio a la tarea de hacer
lo que siempre hacía; su chisme, a Román se le quitó lo adusto , y fui feliz,
viendo al bocón, con los labios partidos, hinchados, ensangrentados y
ajusticiados por el puño vengativo de mi novio Román. No sólo yo estuve contenta,
muchas chicas, víctimas de este tipo gallina, quedaron satisfechas al ver sus
sentimientos resarcidos.
Entonces, fui la novia de Román por casi
un año. Teníamos relaciones sexuales en su recámara. Su madre se hacía la ciega
y callaba cualquier hablilla; aseverando que ella supervisaba a los novios.
Aseguraba que en la recámara del chico, que contaba con un amplio escritorio, y
una buena iluminación, ambos nos
poníamos a hacer la tarea. Ella así lo prefería porque la sala era un lugar
caluroso y ruidoso. Nada estaba fuera de
su intrínseca decencia e imperturbable moral.
Que señora tan hipócrita doña Natalia;
pero, al menos a mí, me sentó bien su alcahuetería. Jamás entendí por qué
permitió lo que me permitió. Cuando
terminé con Román, las cosas no se pusieron dramáticas. Él lo aceptó sin más
porque ya estaba más animado para continuar sus estudios superiores en la
Escuela Naval Militar. Doña Natalia, entonces sí, trató de ser lo menos cercana
conmigo. No porque yo hubiese terminado con su hijo, sino, porque al menos yo
así lo entendí, ya no tenía nada que ver conmigo. Ambas, jamás rompimos nuestro
secreto.
Doña Adela se carcajeaba estruendosamente
con mi conversación en inglés aprendido con canciones. Mientras relataba, se
ponía seria, me miraba fijamente y solía fruncir el ceño. Le conté sobre el Magnífico, que en ese lugar, todos lo
conocieron como profesor de matemáticas. Pero después de éste hubo otros.
Obviamente me traté de enredar con otros, pero jamás hubo ganas ni fuerzas. Fue
como cuando perdí la virginidad con Tomás. Todos, parecieron comidas mal
sazonadas, sin sal, pimienta ni chile.
Cuando
trabajé para la empresa británica, anduve con un venezolano guapísimo, que creo
que sí se emocionó conmigo. Incluso pasó por alto, cuando le platiqué lo
desdichada que era sin mi Estrella; y
prometió y se comprometió a luchar para que lo olvidara. No me hacía feliz en
la cama, pero fuera de esta sí. Era muy romántico. Su boca era pequeña que
parecía un botón de rosa. Su piel blanca. Su acento, en español, me fascinaba.
Me quedaba largas horas platicando con él, después de que me invitara a cenar.
Rociábamos la velada con algún vino blanco espumoso, de preferencia un asti,
que me encantaba. Procuraba no beber más de dos copas. Mi fracaso con el
alcohol me hizo aprender la lección. Era mi chamo
favorito. Lamenté no poder hacer una buena química con él, pero me percaté que
como amigos, nuestra amistad podría ser infinita. Por lo demás no, aunque era
muy detallista. Me llenaba de regalos, y era muy prudente con esto. No me daba
joyas finas, porque decía que eso era de mal gusto, si era un regalo como
novios. Esto era aceptable solamente entre esposos. Siempre me regalaba cosas
que eran encantadoras. Algún llavero musical dorado. Unos jabones en forma de
camafeo. Alguna vez me regaló un pañuelo de seda que me puso en el cuello y me
dijo: «Haz de cuenta que te estoy abrazando». Yo sabía, quién era yo. Y fui una
mula indomable, y una perra con rabia, que no quiso ceder, porque mi
frustración estaba al máximo. Un día me mandó un ramo de dalias. Le hice un
desmadre descomunal. Y era cierto que él no sabía, el nombre de la mujer del
hombre que yo amaba profundamente. Rogó, imploró perdón, y no. No lo amaba. No
me interesaba. No habría querido ser mi amigo para cenar y platicar.
Francamente, en la cama, yo no lo soportaba. Pretexté lo de las flores para
romper con mi farsa. Jamás me quedará claro, por qué no pude sentir con nadie,
lo que sentí por Simón Estrella. ¿Qué diantres me pasó en Tapanalá?
Doña
Adela suspiraba con mis relatos. Una tarde, cuando creyó que estaba terminando
de contarle una aventura más, me interrumpió diciendo:
̶ So, ¿when we go to get a "star" at Tapanalá?
Dijo doña Adela esa tarde fresca, meciéndose a sus anchas en
mi sillón de mimbre.
Eso fue todo lo que necesité para tomar la
decisión.
Sí. Retomaba la decisión. Ignoraba si era
correcto o no. Eso, era lo que menos me importaba.
Enterarme que Rogaciana había muerto me
afectó, pero era por decirlo así, algo que le pasa a cualquiera que está vivo.
Pero:
«Rogaciana se suicidó, tomó una combinación de hierbas con
hongos venenosos para morir»
¡No! ¡Totalmente inaceptable!
Mi llegada pudo pasar desapercibida,
porque ya había un hotel en el pueblo. Pero no quise que fuera así. Quise
saber, quién atendía la caseta telefónica que antes estuviera en la casa de
Rogaciana. En qué condiciones estaba la casa de la madrina del pueblo, etc.
La casa de Rogaciana permanecía cerrada.
Le pedí al padre de Simón Estrella que no dejaran que el olvido y la decrepitud
derrumbaran el lugar donde muchos habían nacido. Aceptó. Como un torbellino
expulsé el polvo que hacía nata por todas partes. Volví a encender las
veladoras que siempre mantenía iluminada la sala de los partos. Arranqué con
furia la maleza que se enredaba entre sus plantas medicinales. Podé los
rosales, limpié cristales de las ventanas. Coloqué cortinas frescas que
encontré entre sus baúles que olían a albahaca. No supe prender el fogón, ya
que, aunque todas las casas ya tenían estufa de gas, Rogaciana pareció no
querer modernizarse en ese aspecto. Pero una niña de escasos doce años,
flaquita y muy alegre, que se llamaba Romelia, se acomidió a desempolvar
conmigo la casa de su madrina Rogaciana y ella hizo el fuego. Sólo quise hervir
agua; como era la costumbre de Rogaciana, siempre tener agua hirviendo, por si
acaso. Fue Romelia quien me puso al tanto de los pormenores.
Rogaciana murió cuando los hijos de Dalia
y Simón Estrella nacieron. Entonces yo pregunté que si habían sido gemelos.
«Son cuates». Dijo Romelia.
Se reunió mucha gente bajo la parota, para
agradecerme la visita y para hablar del extraño deceso de Rogaciana. Para estos tiempos, los hijos de Dalia ya
tenían casi los dos años de edad.
En cuanto a la muerte de Rogaciana,
sucedida al mes del nacimiento de los cuates; no hubo indagaciones, ni
preguntas ni nada al respecto. Se llegó a la conclusión que tomó, por propia
voluntad un bebedizo mortal. ¡Por supuesto que yo no acepté esa versión! No
dije nada a nadie. Pero, por supuesto que mandé llamar a Dalia, quien se
presentó a mi llamado, tan fresca como una rosa al amanecer.
Se la solté sin más. La agarré totalmente
desprevenida. Le pregunté que qué tenía que ver el hecho de que Simón Estrella
era estéril y ya era padre de tres hijos. Además, de unos cuates.
Cierto que yo nunca conocí al dueño, o
dueños del rancho de mangos, Los cuates. Pero todo apuntaba que ahí
estaba el verdadero padre. Y mi idea no estaba para nada errada, puesto que a
Dalia le dio por temblar y llorar. A lo que le dije que Estrella ignoraba
totalmente su condición, pero ni Rogaciana ni yo lo ignorábamos, y callamos por
el bienestar de eso, que ella llamaba su
familia. Todo eso, digamos, yo estaba dispuesta a pasarlo por alto, pero
¿la muerte de Rogaciana? Se trataba de un asesinato aseveré, dando un golpe sobre la mesa. Dalia se
levantó y gritó que no era verdad. Que
ella no sabía nada del suicidio de Rogaciana. Que no entendía por qué lo había
hecho y que la lloró como si se hubiese muerto su verdadera madre, porque Rogaciana se merecía más esas lágrimas y no la mujer que apenas recordaba, con el paladar salado y el humor descompuesto, porque, todos lo sabían, que lo callaran era otra cosa, todos sabían que su madre biológica vivía con otro hombre en Tuxtepec, y que jamás buscó a sus hijos. Ella dijo que había aprendido a vivir con ese dolor y esa vergüenza. Aceptó, que
tras su segundo parto, tuvo en efecto, una fuerte discusión con Rogaciana,
quien alegó que Estrella era total y absolutamente estéril. Ella dijo que le
replicó y le objetó de muchas maneras que no había faltado a su esposo. Se
indignó, dijo, sobremanera, ya que, la orfandad materna de Estrella, le legaba
el derecho a su madrina, casi su madre Rogaciana. Ella fue, quien tuvo que
verificar la muestra de su pureza sobre las sábanas nupciales. ¡Vaya costumbre
tan primitiva y asquerosa! Pero eso era algo que me suponía había sucedido así.
En fin, que, Dalia, dijo, y por nada y le creo, que la discusión que tuvieron
cuando nacieron los cuates, fue porque ella, con su virtud de sabia, le dijo
que esos niños merecían gozar de la fortuna de su verdadero padre, es decir, no
de Estrella, sino de Carlos Barragán, alias el
cuate. Su hermano, que naciera el mismo día que él, hacía muchos años había
muerto asesinado.
Dalia entonces dijo, que una noche, Carlos
Barragán, abusó de ella sexualmente. Estaba ebrio, dijo. Que le pareció un acto
de lo más extraño, ya que ella, antes jamás había vislumbrado una mirada
lasciva, ni ninguna mala intención de éste hombre. «Se volvió loco» dijo ella
sollozando. Y desde esa vez, no le quedó claro, quien sería el verdadero padre
de este segundo embarazo.
̶ ¿Por qué no denunciaste al
desgraciado que te violó?
̶ Tuve miedo que Estrella quisiera
matarlo, y entonces, las cosas se pondrían peor, quien sabe quién hubiese sido
el muerto.
Dalia, me confirmó pues, que su hija primogénita sí era hija de Estrella. Los cuates no.
Dalia, me confirmó pues, que su hija primogénita sí era hija de Estrella. Los cuates no.
Jamás creí sentir tanto odio contra una
persona como lo sentí contra Dalia. La miré de un modo, en donde quise juntar
mis días y mis noches contando las hojas secas del otoño, rumiando mi suerte.
Así me sentía, viviendo un otoño eterno, con árboles pelados, si acaso con
hojas muertas de tristeza cuando las abrazó la estación que las obliga a
caerse. Así veía mi luz, no brillante, sino ambarina porque mi sendero no tenía
destino, vivía por vivir. Ya que más daba.
̶ ¡No le digas nada a Estrella! ¡Te lo
ruego Blanca!
Estuvo a punto de ponerse de rodillas y
la zarandeé de tal modo que de rodillas no pudo estar, sino de plano tirada. Le
ordené que se levantara y que se lavara la cara. Y que si acaso Estrella le
preguntaba para qué la había yo llamado, le mintiera, así como yo ya sabía que
le había mentido en otras ocasiones. Que la llamé para preguntarle sobre su
vida, sus hijos, el pueblo, etc.
Lo que sí le advertí, es que mis visitas a
Tapanalá serían más seguidas, y pobre de ella si advertía un dejo de malos
gestos, una indirecta. Ya que, le aseguré que investigaría a fondo la muerte de
Rogaciana.
No sentí un ápice de piedad ante una
Dalia, antes altanera y presuntuosa, ahora derribada por sus miedos y sus
trampas. Y entonces le asesté el golpe ¿mortal? Le dije que yo amaba a Estrella
y que Estrella me amaba a mí. Que ninguno de los dos fraguamos destruir el
matrimonio que tenían pactado con antelación antes de conocerme, antes de yo
conocer ese pueblo que en un principio me pareció deleznable. Pero era mi
estupidez de juventud, parecida a la de ella cuando fue descortés conmigo.
Gracias a ese viaje, conocí muchos lugares hermosos después, y Oaxaca ocupaba
el primer lugar en mi corazón. Estaba lleno de magia, de encanto, de historia,
y de privilegios. En ese lugar nació el amor de mi vida. ¡Sí! Le dije: ¡El amor
de mi vida!
Fui muy sincera al decirle que me hice a
un lado, porque consideré no tener ningún derecho de romper algo, como fue el
matrimonio de ellos. Bastaba con que yo lo hubiese querido, pero no me atreví.
Tuve miedo, le confesé. Por vez primera tuve miedo. Tuve miedo de perderme en
la inmensidad del amor que le tenía al que hoy, era su marido.
Fui muy clara en decirle que tuviera
cuidado de armar escándalo alguno; para que su padre cobrara revanchas con sus
primitivos machetazos; porque la tasajeada podría ser ella, si yo ventilaba que
los tres hijos que tenía, no eran de Simón Pedro Juan Matías Estrella y Montes.
Dejaría al descubierto su imperdonable conducta de adulterio, y como en los
países islámicos, a pedradas limpiarían la
suciedad de su acto. Le aseguré, que era yo quien le perdonaba la vida y no la
ponía en la picota del centro de Tapanalá.
Una cosa era cierta. Yo era enemiga de ese
tipo de costumbres. Me indignaba que a la mujer se le señalara con un dedo
flamígero algún traspié, por así decirlo, mientras que al hombre se le
perdonara todo. Pero yo andaba en las últimas; era mi única oportunidad y abusé
del miedo de Dalia.
Odié a Dalia porque vi el brillo en sus
ojos, el canto en su voz, su amor verdadero por Estrella. Estrella era y fue
por siempre el amor de la vida de Dalia. ¡Cuánta iniquidad! Dalia amaba a
Estrella, lo demás, solo se puso de algún modo a mi favor. Y no repelé cosa
alguna, cuando Dalia, vencida, me dijo:
˗ Por esta vez tu ganas. No te extrañe
Blanca, que si puedo, algún día te mataré.
Era mi cuarta visita a Tapanalá. Llegaba a
ese lugar, como si realmente tuviera algo que ver conmigo. Ahí, yo no tenía
familiares. Sin embargo, la gente me recibía con fraternidad y nadie se
incomodaba que me metiera a la casa de la difunta Rogaciana, que ya, en ese
tiempo, estaba ocupada por Doña Alejandra, madre de Romelia. ¡Doña Alejandra!
Nada más y nada menos que mi modelo para desnudos. Mujer no tan entrada en
años, con un cuerpo hermoso y nada mortificada por ser madre solera. Me llegó a
contar que tuvo un novio en San Isidro Chacalapa, cuando una familia rica la
contrató como trabajadora doméstica; este novio, era un mozo más, y tuvo
relaciones sexuales y aunque él fue quien la despojó de su doncellez, por esta
conducta la repudió y le dijo que no era digna de ser su esposa. Ni de él, ni
de nadie. No le quedó más remedio que devolverse a Tapanalá y justo para
enterarse que había concebido. Tras la golpiza de sus padres, vivió toda su
gestación y la cuarentena con Rogaciana y ahí adquirió la experiencia para
tallar el mal de ojo, curar el empacho y
hacer menjurjes que les quitaban las molestias a los hipocondriacos. Partos no.
El centro de salud se encargaba ya de ese tipo de cosas. Doña Alejandra me
recibía como si yo fuera una hija que la visitaba y le surtía su despensa, le
llevaba telas para que se confeccionara sus faldas talares y le llevaba encajes
y listones para que le hiciera vestidos más modernos y vistosos a Romelia. Era
un primor de niña esta Romelia, que bien aprendió de su madre, a no
acomplejarse porque a sus espaldas la llamaban bastarda. Yo le dije que odiaba esa palabra y el calificativo.
Romelia se encogía de hombros y fruncía la boca, como diciendo: me vale madre que me llamen así. Ambas,
Alejandra y Romelia, me profesaban mucho cariño y se ponían jubilosas al ver el
montón de veladoras que Rogaciana
solía poner a lo largo de las repisas de cuatro paredes; que le daban un toque
místico, ahora, a su retrato al centro del altar, el que yo pinté de ella
basándome en una fotografía. Doña Alejandra conocía mucho de hierbas y no sólo
conservó las que tenía Rogaciana, sino que agregó más. Me encantaba el olor de
la manzanilla y la hierbabuena. La ruda, me hacía deponer. Le rogué que la
trasplantara lo más alejado de la puerta del traspatio, y así lo hizo.
Algunas tardes se la pasaba recordando la
infinidad de consejos que le daba su madrina Rogaciana, para tener una buena
salud, para no poblarse de lombrices, para tener contento al marido, para que
les hiciera daño el mezcal cuando les daba por abusar de éste, y en fin que
congeniamos de una manera inexplicable.
Llegué a preguntarle que si ella realmente
creía que Rogaciana hubiese tomado, por voluntad propia, el bebedizo que la
llevó a la muerte, a lo que me dijo que sí. Yo me sorprendí. No podía creer que
no sólo ella, sino todo el pueblo estaban conformes con la idea del suicidio y
ella me dijo por qué.
Rogaciana de un de repente, sus ojos
tenían un filo azuloso que denotaba mala salud. Ya no sonreía. De hecho, me
dijo, que el parto de Dalia, cuando parió cuates, lo atendió de muy mala gana.
Ya no se sentía con fuerzas. Algo le estaba disminuyendo el ánimo del buen
vivir. Y, además, dijo, que hizo una visita a Huautla de Jiménez, en donde, por
supuesto que vivió la experiencia de comer hongos alucinógenos.
« Algo no salió bien en ese viaje »
Dijo doña Alejandra, estirándose y
bostezando sin darle mucha importancia al asunto, como solía no darle mucha
importancia a la vida misma. La vi entonces más sabia que a la misma Rogaciana.
Ella conocía la clave para ser feliz. Vivió en Tapanalá señalada por todos y lo
soportó estoicamente. Ahora la reverenciaban.
La empecé a ver con un aura dorada, y fue
entonces que languideció, o se agobió por el calor, pero hizo un monólogo sobre
la existencia de Rogaciana. Una mujer sabia, sí, pero tal sabiduría nunca
funcionó con sus propios hijos. Todos murieron apenas cumplidos los cuarenta
días. De los diez que tuvo, los diez se fueron. A los diez años, también muere
el marido. No pude evitar no acordarme de doña Adela. Definitivamente la
abandoné con sus fotos añejas retocadas sutilmente con trampas de nostalgias
acomodadas a la conveniencia de su bienestar. No supo nunca, que fue ella misma
quien me empujó a abandonarla, ni pude después contarle, que su historia era
parecida a la de Rogaciana. Los hijos y el esposo muertos tan tempranamente.
Doña Alejandra terminó el relato al tiempo
que se terminó un café que ya estaba frío, y me agradeció que le permitiera
vivir gratis, junto con su hija Romelia en esa casa; después de que le pagara a
la chata Valdivia, la ridícula cantidad que me pidió por la propiedad que ocupó
siempre la querida matriarca de Tapanalá.
***
Sí estaba arrepentida de haberlo
convencido finalmente, de venir a vivir conmigo, pero a la vez no podía
imaginar ya la vida sin él. Una borrachera cada día me resultaba difícil de tolerar. Temía que dejaran de funcionar esos
dos golpecitos que me daba del lado del corazón con la mano extendida. Eso que
significaba: TE AMO.
Él lo hacía, yo lo hacía. Era nuestra
manera de saludarnos. De decirnos buenos días, o buenas noches, o simplemente
porque sí.
Quizá me había tocado un destino torcido,
o bien, no seguí el sendero correcto, o bien, Dina tuvo siempre razón sobre el
auto engaño y todo eso. No estaba resultando. Esa no era la vida que yo creía
que viviría al lado del amor de mi vida. Pero quería al amor de mi vida a mi
lado.
No importaba que tuviésemos, dos horas de
paz, y el resto, sólo eran silencios prolongados que pesaban como lastre ante
su auto-recriminación. Creía que sus hijos vivirían un infierno en la tierra, y
creía que él se iría al infierno toda una eternidad. Así lo aprendió, y era
complicado que dejara ir, eso, que para mí, sólo fue una idea que le metieron, para
convencerlo de pertenecer a una religión, con un dios castigador, vengativo,
colérico. Era contradictorio que a la vez le dijeran: Dios es amor.
Lo vi tendido en la cama, roncando de una
manera exasperante, tras verlo llorar y maldecirme, luego, arrepentido decirme te amo, con los dos golpecitos del lado del corazón
con la mano extendida.
Y no me quedó más que volver a escuchar la
canción de Queen. El disco que me
regaló Dina en señal de reconciliación. Vino a verme aquí a Concord.
« ¡Siempre California!» Decía Dina. Sí.
La verdad, era un sitio en el que me sabía mover. Escuchaba llorando la canción
"Love of life" con Fredy Mercury.
Deseaba tener esa varita mágica de mi niñez, la que haría que
me nacieran alas para volar, para transformar toda mi vida, y la haría del modo
exacto en que yo la hubiese querido. Es patético soñar. Hice un sólo cuadro en
claroscuro; El duende de la luna; y
quizá me pinté a mí misma. Unos ojos enajenados buscando cómo llenar la soledad
y ya no tener a quien más pedirle, más que al duende de la luna. ¡Esa pintura
que nadie entendía! ¡Dolorosamente descubrí que era yo!
Quería escapar de mi misma, aunque fuera
volando ¡qué va! Ya me daba pánico volar. Los últimos vuelos los realicé con
las manos temblorosas y sudorosas. El primer ataque de pánico lo recibí justo
cuando iba a Huatulco, aunque el destino final era Salina Cruz. ¡Siempre
Oaxaca! Al menos, así me estuvo resultando. Aquella vez el avión iba casi
vacío. Las azafatas dijeron que podíamos ocupar el asiento que fuera, ya que
solo éramos cinco pasajeros. Ocupamos primera clase. Todo iba tranquilo, hasta
que repentinamente, yo sentí que el avión se estaba yendo a pique. Lo sentí
clarísimo en el estómago. No vi a nadie estremecerse ni asustarse. Sólo yo
sentía que no soportaría la taquicardia. Cuando al fin aterrizamos, el piloto
avisó que el cielo de Huatulco se mostraba nublado y que amenazaba lluvia, como habrán notado, hubo en el camino ligera
turbulencia. ¿Ligera? Desde entonces, lo más que pudiera soportar, hacía
los viajes por tierra. Sin embargo me resultó muy cansado hacer viajes de diez
horas, por lo que me vi en la necesidad de volar, pero siempre con el susto en
el alma, aunque no sé por qué, si según yo, ya no me interesaba la vida.
Incongruente.
Me di cuenta que estaba llorando a grito
vivo, sin hacer que Estrella se despertara de su sueño etílico. "Love of
my life" me decía todo, tú me hieres, tú me rompes el corazón y quieres
dejarme, tú no sabes lo que significas para mí, amor de mi vida. Yo quería
hacerme vieja, y seguir a su lado para decirle: te amo. Pero el amor de mi vida ahí estaba, tapado de culpas e
insufrible con su carga emocional.
Una tarde que conversamos, tranquilamente,
le dije que estaba dispuesta a comprar un seguro de vida para sus hijos. Estaba
dispuesta a gastar una cantidad cuantiosa e importante. Sus hijos no sufrirían
jamás apuros económicos. Estrella no se sintió convencido porque tal y como me
dijo al principio, lo sostenía; cuando le rogué que abandonara todo y viniera conmigo, me dijo: Yo no quiero ser tu mantenido. Dijo al tiempo que se le veía el sufrimiento
por estar dividido entre el amor que sentía por mí, y el que sentía por sus
hijos.
Yo lo jalé del brazo. Él se resistía. Fue
una noche fresca en Tapanalá. La gente parecía testigo a mi favor sobre mis
planes, porque todos parecían no dormidos; muertos.
̶ Huye conmigo. Le dije
̶ ¿A dónde?
̶ A donde sea. Tú y yo. Nos amamos.
Le dije que tuvo toda la razón cuando en
el hotel de Oaxaca me trató como a una perra en celo y más tarde me dijo que
nunca lo olvidaría, porque nunca lo olvidé. Le confesé que me enamoré de él
desde aquella noche de los cocuyos. Que quise tenderle una trampa y la que se
entrampó fui yo. Le dije la verdad de que quise dejarlo, quise romper el
recuerdo, triturarlo, pero quién sabe de qué estaba hecho, que las piezas solas
volvía a unirse y se pegaban a mí como una lapa que no me dejaba respirar.
̶ Supe que dijiste que yo era un indio
de Tapanalá. -Me dijo con mucha tristeza.
̶ Sí. -Le dije. ̶ Lo dije porque no encontraba la
manera de disfrazar las ganas de llorar al saber que pertenecías a otra.
Le dije lo mucho que lloré abrazando una
almohada hasta que pude llegar a la capital por primera vez. Le dije que hice
muchos dibujos de su rostro pero que nunca que me quedaron iguales. Le dije que
perdí el concurso de Turismo, por haber insistido en que compitiera La aparición, entre otros dos muy
buenos, y no puse La siesta, quienes todos aseguraban que me
daría el gane. Y le dije lo mucho que me dolía perder. Le dije que
originalmente, el cuadro se llamaba La
aparición de Simón Estrella, y que le cambié el nombre cuando supe que
estaba comprometido con Dalia.
̶ En ese entonces ya mi pensamiento
era para ti. Después de la noche de los cocuyos no hubo más nadie a quien yo
amara más. ̶ Me dijo.
̶ Entonces, huye conmigo. ̶ Le
insistí.
̶ ¿Y de que vamos a vivir? ̶ Me dijo. ̶ Yo no podría darte los lujos y todo
eso que haces para verte tan hermosa. Yo soy un campesino que a veces arregla
zapatos. ̶ Me dijo.
Yo, tenía los ojos rasados en llanto.
Estaba por rendirme cuando le pregunté entonces que si no me amaba como muchas
veces lo dijo. Sólo bastaba que lo dijera, para irme a morir en cualquier
lugar, aunque fuera en Tapanalá, ahí, bajo la parota, como algunos dijeron que
se les antojaba morir, a una hora precisa.
̶ ¡Vámonos pues! ̶ Dijo.
Y entonces no hubo ser más feliz que yo. Le
pedí que se quitara esas ideas machistas de que él sería mi mantenido. Yo tenía
equipo fotográfico que él podría aprender a manejar. O bien, pondríamos un
negocio de fabricar zapatos, o ya se nos ocurriría algo, pero juntos. Todo le
decía, al tiempo que nos trepábamos a la camioneta. Sin valijas, sin despidos,
sin nada. Juntos él y yo. Amor de mi vida. Que con dos golpecitos del lado del
corazón aprendimos nuestro lenguaje secreto: te amo.
Y ahí estaba yo con los sueños hechos
jirones. Sí parecía un castigo definitivamente. Aceptaba que había sido
egoísta, porque lo quise para mí y lo arranqué de un poblado donde la vida es
suave y bella. Lo arrastré a un lugar donde el hecho de que yo hablara inglés y
él no pudiera entenderlo, lo hacía sentir inferior. Quizá debí prepararlo antes
de robármelo. Sin embargo, no todos los días eran malos. Cuando estábamos
solos, en algún parque, haciendo pic nic, o caminando abrazados, entendiéndonos
solos, entonces la vida tenía todo el sentido para mí. El color ocre del otoño
que tanto me deprimía, ahora era mi estación favorita, como la primavera, el
verano y el invierno, en fin que todo. Amor de mi vida para sentir tu
respiración, amor de mi vida que escucho al oído el latir de tu corazón que me
dice te amo, te amo, en cada
palpitar, amor de mi vida, no me hagas daño con asaltos de culpabilidad, que yo
sé la verdad, pero no la diré, porque soy incapaz de hacerte sufrir. Al tiempo me preguntaba por qué estaba
siendo desdichada, antes sin él, ahora con él. Recordé algo que leí, quién sabe
dónde, ni supe quién fue el autor: No
hace falta regalar la luna ni las estrellas, para demostrar que tu amor es más
grande que el Universo. Cómo decirle a quién, que quería demostrar ese amor,
y era más grande que el Universo, pero pedía a cambio, no la luna ni todas las
estrellas, me bastaba con una, con Estrella de Tapanalá.
***
Mi felicidad no tuvo límites, cuando Simón
Estrella aceptó finalmente lo del seguro para sus hijos, incluida su esposa.
Fue necesario que viajaran a Concord y yo sufragué esos gastos y no vi ni un
ínfimo gesto de reprobación de Estrella, quien siempre que yo pagaba algo, que
él creía que yo no debía pagar, hacía problemas. El empezaba a sentirse bien en
el trabajo de vigilancia que le dieron, aunque ingresó a los Estados
Unidos con una visa de turista, nos las arreglamos para que obtuviera el permiso de portar arma, y aunque era muy remoto que la llegara a
usar, era obligatorio que la trajera al cinto. Puse mis condiciones respecto a
ese aparatejo. Al regresar del
trabajo debía guardarla. Jamás tenerla puesta en el cinto, si no era, tal y
como se lo pedían en el trabajo. Y siempre lo hizo así.
Por supuesto que Dalia con sus tres hijos
hizo este viaje, consciente de todos nuestros planes. Un seguro cuantioso para
la seguridad de ella y sus tres hijos.
Jamás imaginé, en verdad, jamás, que para
poder asegurar a los hijos, por cuestiones protocolarias, a los niños, debían
hacerles una prueba de ADN.
Yo creí que me infartaría cuando escuché
eso. Dalia también se mostró contrariada, pero nada le quitó de la mente que lo
hice con mala intención. Quien menos refutó esto fue Estrella. Ya que, todo lo
contrario de lo que Dalia y yo sentíamos, él, quería sentirse seguro y en paz.
Por supuesto que le dijo a Dalia lo mucho que me amaba a mí, y a sus hijos. Le
pidió perdón a su aún esposa pero le dijo que el amor era así. A veces se daba,
y a veces no se quedaba. Que no lo odiara por una prueba que él aceptaba, pero
no para ofenderla, sino para protegerla. El no dudaba de la bondad de
ella, pero que cuando se casó fue tan
sólo por cumplir un compromiso en donde lo tenían incluso amenazado de muerte,
y ya me amaba a mí con todas sus fuerzas y ya nada lo pudo cambiar. Algo
sucedió que no podía explicarse ni explicarle.
Dalia no podía negarse puesto que no era
Estrella quien pedía la prueba, sino la aseguradora. Vi a la mujer lívida y
echada a su suerte. Estrella intentaba, sin conseguirlo, consolarla. Lloraba
quedito ante lo que ella vislumbraba como un terremoto devastador que
sobrevendría. Entonces todo era verdad. Simón Estrella era estéril. No era el
padre de Dalia la mayor, ni de los cuates, ni hubo jamás una violación de por
medio.
Traté, sin lograrlo, evitar que se hiciera
esa prueba. Le dije a Estrella, que era mejor poner un fideicomiso en México.
Sin necesidad de hacer tantos trámites engorrosos en Estados Unidos. Estrella
me miró de un modo tal que entendí todo como: ahora ya no quieres cumplir
lo que prometiste, y de inmediato le
pedí que lo olvidara, que siguiéramos adelante con el seguro en dólares.
Ni con ésta intención malograda, pude
evitar que Dalia me odiara al grado de querer asesinarme. La suerte estaba
echada. Sólo usaron unos hisopos ordinarios para extraer saliva de los niños.
El resultado estaría en una semana.
Quise en determinado momento, aprovechando
que estaba sola, y Estrella paseaba a sus hijos en California, dejar hecho el
cheque y escapar. Dejarlo todo. Soltarlo, como lo había intentado antes. No me
atreví. Estaba a la espera de un milagro; pero no sabía nada de milagros.
Y fue que vi mi corazón hecho pedazos
alrededor mío. Entonces sí quería morir,
ahora sí era en serio. Anhelé estar en ese avión que sentí que se iba a
pique, sentí horrible, pero ojalá se hubiera desplomado para que de mí no
hubiese quedado nada. No que,
ahora estaba ahí, sin corazón, y los pedazos palpitando, desangrándose...
sufriendo.
Invoqué a Rogaciana, a ver si desde donde
estaba, que quién sabe dónde estaba, en el viaje de los hongos quizá todavía,
desenmarañando lo que salió mal en aquel viaje, que le preguntara a María
Sabina la de Huautla de Jiménez, si se la encontró en el camino, alguna
solución para todo esto.
Lloraba Estrella. Lloraba Dalia. Lloraba
yo. No me cabe la menor duda, que si no hubiese interferido, ellos, del modo
que fuera, habrían sido felices allá en Tapanalá, que ya era San Pedro
Huamelula, que ya tenía casi ocho mil habitantes. Que ya les estaba llegando el
progreso, que ya le gente sí usaba luz eléctrica y adquiría refrigeradores para
mantener frescos los alimentos. Allá, la hija y los cuates, se habrían hecho
hombres, allá se habrían casado, allá habrían nacido los nietos de Dalia, y...
de Estrella.
Estrella no se presentó al trabajo. Se me
perdió de vista. Enloqueció cuando supo la verdad. Verdad que Dalia le confesó
porque ella se percató que, en efecto, Estrella no la hacía procrear, y quiso
regalarle felicidad a base de mentiras. ¿Las mentiras funcionan? Sí. Sí habrían
funcionado, como dije antes, si yo no me hubiese metido entre ellos. ¡Cuánto
quisiera regresar el tiempo! ¡Maldito tiempo que no se puede regresar!
Habían pasado ya casi tres semanas y yo
estaba sola en el apartamento. Quise distraerme de mi pena haciendo un aseo
meticuloso, desde las recámaras, hasta la cocina, como si lo que hubiese
querido limpiar era la mugre de mi conciencia.
Me compenetré en mis pensamientos y
recuerdos. ¡El segundo lugar! ¡La primera perdedora! Hoy ¡La otra! La que no
tuvo una corona de azares, ni corona de reina de la primavera. Una vincha de
maldiciones me ceñía la frente ante los prejuicios de una sociedad que se le
facilita condenar a la primera. Tapanalá escupió mi nombre hasta dejarlo
convertido en una alimaña ponzoñosa, cuando supieron que Estrella huyó conmigo.
Hasta la chata Valdivia, dijeron, con un cuchillo cebollero, rasgó hasta el
final, la imagen de Simón Pedro, sin
importarle un carajo que rompía la imagen de su hijo. Trataba de destruir a la
que lo creó; una desquiciada roba-maridos
que ya se estaría haciendo un gran espacio en lo apretadísimos infiernos en
donde una eternidad se cocinaría con todo el sazón que le puso Dalia, a todos a
quienes les dijo que yo, desde mi llegada, le puse el ojo a quien era, en ese
entonces; su novio de compromiso. Una corona de cardos se hundía y sangraba mi
cabeza; porque hice llorar a una esposa legítima. Una mentirosa, pero era la
legítima, a la que rociaron con agua bendita y a la que sólo la muerte podía
romperle ese lazo urdido con cizaña.
Ya se habían acabado las piedras y las
limas, de tanto afilar guadañas y machetes para asestarlos contra mi humanidad
o la de Estrella; por parte de la familia ofendida.
Simón Grande, ya había huido sabrá el
Universo a dónde, porque contra él se habrían ido ante la frustración de la
venganza, ciego de llorar por la mala conducta de su hijo. A la pobre
Alejandra, la echaron por fin junto con Romelia. Ni la vez que la repudiaron
por casquivana, según ellos, ahora
todos pudieron; por celestina. Ignoraba
yo, si al final de cuentas, habría podido yo vivir con el peso de tantas
culpas. Ahora comprendía en parte a Estrella. Yo tambaleaba ahora, cuando desde
niña tuve una postura reacia a todo.
Excepto al amor por Estrella, era yo pragmática. ¿Era? Es decir ¿Ya no
lo era? Empezar a desconocerme me daba miedo. El miedo, mi perdición.
Estaba meditabunda en mi labor, cuando un
ruido me hizo salir de mis cavilaciones. Estaba segura que era Estrella,
tambaleándose de borracho. ¡Sorpresa! Era Dalia. Estaba con un mirar de loca
que sí me asustó. Me dijo lo que yo no me había cansado de repetirme. Insistió
una y otra vez, que a su manera, ellos eran felices.
̶ ¡Sí! ¡Éramos felices! ̶ Gritó. ̶ Al menos,
Estrella que si acaso suspiraba por ti, vivía resignado. Aprendió a vivir
pensando que eras una ilusión. Pero tú tenías que venir a romperlo todo. A mentirle que entre
tú y él tendrían una vida feliz.
̶ No le mentí, pero sí resultó
mentira. ̶ Le dije. ̶ Perdóname
Dalia; jamás imaginé esto. De hecho Rogaciana me dijo lo de la esterilidad de
Estrella y me hizo prometerle que jamás se lo diría.
̶ ¿Y por qué no cumpliste tu palabra?
̶ ¡La cumplí! Yo nunca le dije nada.
¡Lo juro!
̶ ¡No te creo nada maldita
desgraciada! ̶ Dijo Dalia amenazante.
̶ Tú, eres peor que la plaga, que la
peste. ¿Por qué viniste a desgraciarme la vida a mí? ¿A nosotros? ¿Sólo porque
no triunfaste con tus pintarrajadas?
Dalia se abalanzó hacia mí, y pensé en
verdad que si me daba una golpiza no metería las manos. Quizá unas bofetadas,
unos tirones de cabello, unas mordidas y unas patadas acallarían los gritos de
mi conciencia. Cierto que yo nunca revelé la verdad a Estrella. Que tuve una
idea para hacerlo sentir sin culpas, pero no creí que se destaparía la verdad
como quien destapa una cloaca. Yo hice un intento por ser feliz. Pero todo
indicaba que yo no había nacido para ser feliz. Dalia no sólo me golpeó como a
un muñeco de trapo que no tiene vida, sino que empezó a apretarme el cuello y
me empecé a asfixiar. Infinidad de veces escuché que cualquier ser vivo, se
mantiene vivo por instinto, aseguraron, sin poder comprobarlo, que los
suicidas, se arrepentían en el último segundo, y quizá yo reaccioné por puro y
simple instinto, como un animal. Me desafané de las manos que oprimían mi
cuello, y le di dos golpes a Dalia. Y al escuchar tan seguido y tan cierta la
frase de ¡te voy a matar! mi instinto
actuó sin darme cuenta. Nunca sabré si en realidad, el corazón, que en la pelea, se había caído y
partido a la mitad, se lo habría lanzado a la cara, o bien, la habría golpeado
muchas veces hasta no poder más. Yo estaba montada sobra Dalia, alcé el trozo
de mármol y algo me punzó en la espalda. Las piernas se me entumecieron al
instante. Cuando dejé caer el trozo de mármol Dalia ya había corrido a donde
estaba Estrella.
Lucía maltrecho. Despeinado. Sucio. Los
ojos los tenía enrojecidos y no sabía si era por vigilia, por llanto o por
alcohol. Aun traía el uniforme de vigilante. El cañón de la pistola humeaba por
el proyectil que lanzó y me penetró en la zona lumbar. Dalia lo abrazaba y le
repetía:
̶ ¡Lo hice por ti! Tú querías hijos y
yo te los di. Habrías sido feliz con esa mentira. ¡Blanca nos ha deshecho con
la verdad!
¡Cuánto cuesta la verdad! ¡Supe de uno que
por llevar la verdad le pusieron una madriza que no se olvida y eso que sucedió
hace dos mil años! Pero yo no había dicho ninguna verdad. Yo pequé de omisión y
estaba recibiendo el peor de los dolores. Me recargué como pude, ya que mis
piernas no respondían. Miré al amor de mi vida que lucía fuera de control. Había
bajado el brazo que sostenía el arma y lloraba copiosamente. Vi amor en sus
ojos, y jamás pude saber si ese proyectil fue lanzado contra mí, o fue un
arrebato de locura, quizá era para Dalia. Yo no podía hablar porque tenía un
tumor de lágrimas atorado en la garganta. Sólo atiné a darme dos palmadas, del
lado del corazón, diciéndole a nuestra manera: te amo. Dalia dijo:
̶ ¡Mírala Estrella! ¡Te está pidiendo
que le dispares al corazón!
El mirar de Estrella también era extraño.
Era Dalia la que, como la serpiente parlante del Génesis, al oído le decía a
Estrella que era admirable la bondad de Blanca. Insistió que ésta reconoció que
había destrozado un matrimonio feliz, y que ahora estaba muy arrepentida, y que
con la vida quería pagar su falta.
̶ ¿No la
ves? Con los ojos te lo pide, mira, se toca el pecho, ¡Quiere que le dispares
al corazón!
No. Yo le estaba diciendo: te amo. Me tocaba el pecho del lado del
corazón, dolida, y muy enamorada. Muchas veces le dije: te amo.
Desesperadamente, tocándome el pecho del lado del corazón dije: te amo, te amo, te amo…
Estrella levantó su brazo, vacilante y trémulo, y apuntó hacia mí. Su
esposa legítima, Dalia, hizo lo propio, le dio el soporte, con sus manos le
sostuvo la mano que parecía débil por el peso del arma. La pistola escupió todo
el plomo que tenía sobre mi pecho. Y
empiezo a perder un poco la conciencia y mi visión se hace brumosa...
tanto que maldije al tiempo, y el tiempo
me está dando tiempo...
Estoy emitiendo un recuerdo desde un
remolino de fuego que me está devorando y jalando hacia un vacío tenebroso, y
no entiendo por qué me permite dar, una última exhalación, y en ésta, soltar
todo lo que estoy sintiendo dentro. Soltar, lo que debí soltar cuando lo solté
por primera vez, lo debí soltar para siempre porque no me pertenecía, debí
soltarlo como quien suelta un pañuelo viejo para que se lo lleve el viento
lejos, muy lejos, demasiado. Imagino el pañuelo que debido al desgaste, es
blanco y transparente, apenas débiles hilos cruzados haciendo figuras amorfas
porque el viento es mucho más fuerte que este. Lo veo volando... volando...
volando...
FIN.