¿YO,
RACISTA?
Fue
en el tiempo que no entendía qué significaba ser racista cuando odié a Fermina.
Mi mamá me regañó y dio por sentado que yo la detestaba porque era prieta, prietita dijo mi mamá, como si eso
suavizara mi odio. ¡No fue por eso! Ni siquiera me había dado cuenta que tan
morena era Fermina. El caso es que yo era la favorita, la consentida de mi profesor
y llegó ella, tan sotaca, tan estúpida y tan zonza: hablaba con la lengua
asomada entre los dientes y hacía zumbar la «s» y por ello parecía una
bobalicona. Tuve que hacer un acto de contrición antes de confesarme con el
cura y decirle que detestaba a Fermina, y hasta que hice tal acto, fue que me
di cuenta por qué se me hacía insoportable. Yo era la única que tenía un
mesa-banco para mí sola, me distinguía hasta en eso, yo solía decir el
juramento a la bandera, yo me destacaba en los bailables los días festivos,
pero la llegada de Fermina me quitó el favoritismo y la sentaron junto a mí. En
lo demás no se destacó y fue la clásica burra
a la que no se le podía tomar en cuenta para nada. Era bastante estúpida la
niña esa. Y la que le agarró más ojeriza y le hizo mucho daño fue Alicia.
Alicia era demasiado vieja, a mi parecer,
para ir a la escuela con nosotros. Tenía muchos amigos, pero ella me prefería a
mí, aunque se la pasaba mejor platicando con mi mamá cuando íbamos caminando de
regreso a nuestras respectivas casas. Alicia nos invitaba refrescos. Quién sabe
de dónde sacaba dinero, pero pagaba la cuenta de hasta diez refrescos helados
que bebíamos con avidez para apaciguar el calor debido aquel sol de fuego que
nos quemaba hasta el buen humor. Esa mujer, cuando se enojaba, le perdía el
respeto hasta a los propios profesores y al director. No supe jamás por qué no
la expulsaron, ella se fue, el día que se quiso ir, o, mejor dicho, el día que
se tuvo que ir. Mientras, cuando algo no le parecía, echaba pestes y madres a
grito vivo y nosotros nos carcajeábamos divertidos. Esa lengua, mis papás me
habrían obligado a mordérmela y la boca me la habrían reventado de un madrazo
si hubiese hablado como lo hacía Alicia. ¡Oh por Dios! Dije madrazo, tampoco podía decir madrazo,
aún no puedo decir esa palabra deliberadamente. Cualquiera habría pensado que
yo estimaba a Alicia como muchos, y tal vez sí, pero de lejitos, Alicia era
demasiado rubia, el fino vello de sus brazos era tan rubicundo como toda ella,
parecía un animal colorado cuando estaba un rato bajo aquel impiadoso y
colérico sol que no nos dejaba descansar ni en invierno. Alicia me daba asco.
Los veranos eran insoportables: caían
lloviznas tan tiernas que parecía que lo que caían eran las alas de los
insectos que más tarde nos acribillarían con sus punzones y, la piel se nos
ponía pegajosa porque el agua se evaporaba y nos calcinaba: no nos dejaba
vivir. En tiempos así, trataba de imaginarme cómo viviría Alicia en su jacal
que tenía enfrente al mar. Sus padres trabajaban ahí y por consiguiente les
daban esa pocilga para vivir. Era un cuadro hecho de tablas viejas y podridas,
el piso era la arena y no había mucho más qué decir. En cambio, Fermina vivía
en la misma colonia donde vivía yo y no estábamos tan cerca del mar, pero su
casa era enorme. Parecía una paloma blanca en medio del pantanal. Nunca la odié
por eso, ya dije antes por qué.
Fueron tiempos que me dejaron muy
confundida. Me confesé con el cura y le prometí a él, no a Dios, que sería
amable y gentil con Fermina sin
importarme su color porque así me dijo mi mamá que lo dijera y traté de
cumplirlo en la medida de lo posible, pero creo que no lo logré. Estoy segura
que Fermina llegó a serme indiferente. No tuve ninguna consideración con ella
la vez que estuvimos jugando fútbol y le atravesé el pie para que se cayera,
pero lo hice por defender al equipo en el que jugaba, y lo diría en confesión,
le habría atravesado el pie a cualquiera que le hubiese advertido cierta
ventaja y fuera con el balón dominado a punto de meter un gol. Mis compañeras
estuvieron de acuerdo conmigo, pero no el árbitro y mucho menos mi mamá. La más
enojada fue la güera, Alicia. Y desde ese entonces arremetió con la pobre
Fermina.
Una vez Alicia gritó que le habían robado
un billete de veinte pesos. Nadie llevaba veinte pesos para gastar en el
colegio, Alicia, sí, veinte o cincuenta. Eso nos constaba a todos. Ciertamente
que si ella no hubiera hecho tanto alboroto yo me habría gastado ese dinero, y
no lo habría compartido con nadie, pero conociéndola tan problemática y tan
histérica se me hizo fácil dejar caer el billete en la mochila de Fermina.
El maestro quiso hacer caso omiso a la
queja de la güera, pero fue por demás. Alicia empezó a arrebatar las bolsas y
mochilas de los compañeros, se fue sobre los varones y dejaba caer los útiles
escolares dejando un estropicio de papeles, lápices y sacapuntas. Fue tanta la alharaca
que entonces fue el maestro quien intervino y nos pidió a todo el grupo salir
del salón. Él revisaría de manera ordenada las mochilas. Sucedió lo que yo
sabía que iba a suceder. Fermina temblaba debido a la incredulidad y lloró y
gritó su inocencia, aunque no había manera de no afirmar lo contrario: era una
ladrona a todas luces. Nunca me imaginé que esta travesura mía se fuera tener
consecuencias tan lamentables.
Sucedió en el fin de semana. Aquella
mañana de domingo mi mamá me sacudió para despertarme y no era para ir a misa,
fue para notificarme que Fermina estaba muerta: la encontraron colgada en la
rama de un árbol de almendro en el patio de su casa. Dejó una nota en un
papelito que arrancó de su cuaderno: yo
no fui.
El hecho de haber encontrado el billete de
veinte pesos en su mochila, y que tal billete perteneciera a la güera, hizo que
sus padres le dieran una tunda que, dijeron, no olvidaría jamás. Y quizá no
quiso recordarla o bien, no quiso vivir señalada como una ratera. No. No lo
era, yo sabía que no lo era, pero tenía que ser muy valiente: no diría la
verdad porque…, yo no me atrevería a colgarme de ningún árbol, es más, en mi
casa ni siquiera hay espacio para tener árboles. Sufrí un impacto que me hizo
tener un choque de nervios. No me dejaron ir al funeral ni al sepelio. Qué
bueno porque estoy segura que no habría soportado aquel espectáculo funesto. ¡Maldita
sea Fermina! ¡No cesaba de meterme en problemas emocionales!
Me dijeron que Alicia lloró mucho en el
entierro. Se presentó a la velación, pero la echaron sin misericordia y con el rencor
en carne viva de que ella había sido culpable también de la decisión que tomara
Fermina de suicidarse. También la señalaron como culpable y dijeron que Alicia
sí se señalaba como culpable porque no debió escandalizar tanto por un mugroso
billete de veinte pesos. No estuve de acuerdo, con un billete de veinte pesos
yo pude haberme comprado una caja de veinticuatro lápices de colores y un
cuaderno para dibujar. O si no, con ese dinero pude haberme comprado una muñeca
que cerraba los ojos cuando la acostaban y hasta me alcanzaba para un juego de
té y jugar a la comidita hasta con cinco niñas más. Así que, eso de que un
billete de veinte pesos era una mugre, no lo era.
Ya fueron pocos los días que la güera
estuvo yendo a clases. Volvía el estómago a cada rato y mi asco por ella cada
vez se me complicaba mucho más disimularlo, menos mal que dijo que se marchaba;
estaba embarazada y ya no podría culminar sus estudios primarios. Menos mal. He
seguido siendo afortunada y no sé hasta cuando la suerte seguirá de mi lado.
Fermina ya no está y el banco es para mí sola otra vez, y la güera, (cada que
me acuerdo lanzo un suspiro de descanso) ya no tengo que darle un beso de bienvenida
o de despedida soportando la náusea que me provoca lo desteñido de su piel.
Hace poco le comenté lo sucedido a una
compañera que llegó de la capital; la inscribieron en sexto año. Obvio, le
comenté sobre mi repudio al color de piel como el de Alicia, (lo que sucedió con
Fermina, se enteró porque era vox pópuli:
y esta era una nueva expresión aprendida) y la compañera nueva me dijo que yo
era racista. No estoy de acuerdo. Los racistas son los que detestan a lo negros
¿O no?