MÁS SI OSARE SU EXTRAÑA SONRISA...
Decían que lo único que tenía
gracia era su nombre; no eran originales ni para eso. Los compañeros de colegio
de Graciela, torturaron a la pequeña haciéndole las típicas «bromas» que les
hacen a los niños que son elegidos para ser sus víctimas toda vez que
encontraban oportunidad: colocar un letrero en su espalda, una cola de papel,
tirar su almuerzo y ponerle apodos.
Se aproximaba
el cumpleaños número diez de Graciela, y era el tiempo que no le importaba si
lo pasaría sola: siempre fue así.
No necesito
ser un Sherlock Holmes para estar seguro que la mitad de aquellos abusivos que ya
no existen y que fueron velados en la capilla ardiente de la funeraria Grace,
la niña de nueve años que heredó una funeraria y decidió administrarla, han
sido víctimas de esta pequeña, a la que nunca le dieron una oportunidad por
haberla percibido rara.
No lo era,
pero obviamente, mi percepción es madura, de adulto. Ahora concuerdo, pero
quizá haya sido empujada a serlo.
Sus agresores
la señalaban por el negocio que tenían sus padres. La funeraria estaba junto a la casa y cada que pasaban por ahí, decían que aquel lugar estaba maldito,
embrujada; que los fantasmas de los muertos pululaban dentro de ella y se
sentaban a la mesa con la familia entera.
La muerte de
los padres de Graciela no despertó ninguna sospecha, yo la tengo porque las
quisquillas me obligan a pensar en algo turbio. Se fueron solos a celebrar su
aniversario, y el esposo no bebió más que dos copas de champán. No se encontró
algún otro indicio del porqué perdió el control y el automóvil donde volvían
fue a dar a un desfiladero.
Cuando se
leyó el testamento, toda la parentela de los difuntos protestó ante la inapelable
decisión de los padres. La única heredera era Graciela, y
nadie fue nombrado como albacea. La funeraria podía quedarse sin operar hasta
que la pequeña pudiera hacerse cargo, o le competía atender a la huérfana hasta que el negocio lo pudiera manejar ella.
Graciela se
lo tomó a bien. Dijo con su vocecita infantil que estaba lista para hacerse
cargo y ese negocio, prosperaría.
Es el único
negocio que ofrece ese servicio en todo el condado. Cuando falleció un menor de
doce años, la familia decidió hacer un viaje de muchas horas para que el
pequeño no recibiera las pompas fúnebres en ese lugar maldito. Extrañamente
toda la familia pereció durante el desplazo. A la muerte de la tercera familia
que procedió igual, los vecinos han tenido que contratar los económicos
servicios de la funeraria Grace.
Me he tratado
de ganar la confianza de mi pequeña empleadora, y al parecer me la he ganado,
pero no como para que me explique por qué, desde que heredó y ha administrado
el negocio todos los que han sido cremados o enterrados han sido menores de
edad, y para colmo, estudiantes de su misma escuela. Le pedí perdón antes de
echarle a perder la sorpresa que le tienen sus compañeros del colegio: le están
preparando una fiesta. Ni cuando se le dije cambió su gesto adusto. No me
extrañó.
―Me imagino
que te lo vas a pasar bien, como nunca antes.
―Creo que sí.
―Es que van a
venir todos. Te traerán regalos…
―Sí, ya le
dije que sí. ¿Está listo el salón de la capilla?
―Sí señorita ―le
respondí con respeto.
―Encerada y
brillante la duela.
―Por
supuesto.
―Qué bien. Lo
invito a mi fiesta «sorpresa».
Le agradecí.
Graciela no
se percató que anduve husmeando en por los rincones más inescrutables de la
oficina, en donde la papelería está en perfecto orden. Encontré un escrito
que no era como los anteriores; este era muy escueto. Decía: ojalá no me
cuenten chistes buenos durante mi fiesta, tratando de ganarse mi empatía, no
quiero sonreírle a nadie, porque ese alguien, me guste o no, morirá irremediablemente.
He leído el
diario de Graciela, y en él no hay un indicio mínimo de si ella ha actuado en contra
de los niños que han muerto desde que ella heredó. Los investigadores no han
podido señalarla porque las muertes se han dado en lugares donde Graciela no ha
estado, todo se ha podido comprobar.
Un día antes
de que le desvelaran la sorpresa volví a hablar con ella.
―Te regalaré
una cajita de música, Graciela. ¿Te gustan?
―Sí. Qué
bueno que me avisó. Voy a fingir que no lo sabía para que cuando sonría, no le
pase nada.
―¿Qué podría
pasarme?
―Mhh, no,
nada. Vuelva a su trabajo.
Ahí me quedó
claro todo, pero sería tildado de loco si pongo una denuncia al respecto con
un argumento tan pueril. Todo aquel a quien Graciela le llega a sonreír morirá ineluctablemente.
Ahora no me importa su rostro flemático, sé que es niña es feliz. La adoro.