Todo niño viene al mundo con cierto sentido del
amor,
Pero depende de los padres, de los amigos, que este
amor salve
O condene.
Graham Greene.
NUDOS Y ENREDOS EN UNA FALDA DE
HILAZA
Alfa era el nombre de la niña, casi
prodigio, que cursaba el quinto año de primaria. Por tres años gozó del cariño
y la preferencia del director de la escuela, quien a su vez, también estaba a
cargo de la enseñanza. Al llegar a este nuevo grado, el profesor Córdoba, ya no
pudo continuar con su función de profesor, sino sólo de director, y fue por ésto,
que presentaron ante el grupo, a la profesora Martha Elena Cano de Díaz.
Desde un principio, esta profesora mostró
ojeriza a Alfa. No soportó sus ojos vivaces ni su sonrisa apenas dibujada. Tampoco toleró ver que el profesor Córdoba, le acariciara la cabeza al tiempo que le decía,
que era una niña en extremo aplicada. Había cursado dos años en uno, le dijo.
Sucedió que, cuando los padres de Alfa la
llevaron a inscribir a primer año, la niña sabía leer y escribir perfectamente,
tenía una caligrafía preciosa. En aritmética, sabía sumar, restar, y tenía
aprendidas las tablas de multiplicar. Esto hizo, que el director, no
matriculara a la niña en primero, sino en segundo grado.
Era
la oradora oficial, por así decirlo, de los eventos escolares. Solía decir
poemas sensibles el día de las madres y participaba en todos los eventos
artísticos de danza. Todo esto le fascinaba a Alfa. Decía que lo disfrutaba mucho,
porque el día que bailaba, la maquillaban y la ataviaban con aretes y collares
vistosos.
Martha Elena Cano de Díaz, como un terremoto
devastador destrozó cuanto quiso. Puso alto en todo ello, que a Alfa le hiciera sobresalir. De tácito y
sin explicar por qué, le bajó las notas. Esta fue la razón que dio al director,
para que no la pusiera a aprenderse ningún poema de la primavera, o las madres,
y al parecer, ni el discurso de despedida de fin de curso. De no aplicarse al estudio y
recuperar las calificaciones bajas, la niña reprobaría inminentemente, así que
no podía distraerse en alguna otra actividad.
Alfa se estuvo mostrando tranquila, ante
la atrabiliaria conducta de su nueva profesora. Pensó, y se equivocó, que con
el tiempo, Martha Elena desistiría de su inquina contra ella. Afortunadamente,
sus notas bajas, no fueron motivo para que sus padres se presentaran a la
escuela a hacer indagaciones. Alfa se las arregló, para que todo pareciera que
caminaba bien; e hizo esto, cuando se percató que la maestra estaba embarazada.
Imaginó que el estado interesante torció las ideas a la profesora, y que ella,
de algún modo, vería cómo hacer para sacar adelante el año, que parecía
turbulento entre los seises que
predominaban en su lista.
Martha Elena, aunque intentaba, no podía reprobar
a Alfa así como así. Le costaba mucho, y eso, le descomponía más el humor, ya
de por sí virulento.
Alfa renunció al intento de congraciarse
con la profesora y se aplicó, esta vez, más concienzudamente. A Alfa no le era
necesario estudiar tanto para conseguir buenas notas. Todo se le presentó en el
pasado, con mucha facilidad. Esta vez, no lo lograba, pero tampoco la
mortificaba. Con la paciencia que la caracterizaba, veía con pena a Martha
Elena, chapaleando en su escritorio atiborrado de cosas de comer, que a veces,
frente a la clase, vomitaba. Nadie parecía estar aprendiendo nada en ese quinto
año; porque Martha Elena no podía sostenerse en pie, debido a lo tumefacto de
sus piernas por el peso su vientre. Pedía, a algún niño, de los que tenía como
consentidos, que se pusiera frente al pizarrón, y que anotara los nombres de
aquellos que hablaran en voz alta, y no estuvieran leyendo por enésima vez la
biografía de Benito Juárez. Siempre en silencio. El ruido le destemplaba los
nervios. Todo aquel que estuviera en la lista negra, que por la tiza se veía blanca, Martha Elena le bajaría dos
puntos. Mientras el niño que hacía el papel de vigía, se sentía orondo por la
deferencia que la hacía la maestra, quien
se la pasaba masticando hielo, y sollozando quedo por su preñez
desastrosa.
— ¿Por qué no pide un permiso señora? —
Dijo Alfa al ver el sufrimiento de la profesora. A Martha Elena se le puso la
mirada vidriosa, y como pudo, se levantó de su lugar y fue hasta el lugar de
Alfa. La señaló con el dedo, como infinidad de veces, ella, y otros profesores
dirían al alumnado, era una falta de educación reprobable, y le dijo: — ¿Por
qué me faltas al respeto? — Alfa dijo — ¿En qué momento le falté al respeto
señora? — Martha Elena se espetó de rabia, y le dijo a la niña que no tenía
derecho alguno de llamarla señora. A lo que Alfa le dijo que, llamarla señora,
no tenía nada de malo. Martha Elena chilló al tiempo que gritó: — ¡No me hables
así! Entonces Alfa encontró su oportunidad. Todo indicaba, que la profesora no
tendría buenas con ella jamás, así que aprovechó para decirle que le decía
señora, porque creía que era una señora, pero si no lo era, le diría maestra, a
secas. — En el último de los casos —Volvió a decir Martha Elena — ¡Soy la
señora Cano de Díaz!
En
ese momento quedaba declarada una guerra sin cuartel entre ambas y con testigos.
Niños medrosos que ante la idea de que la ira de esta mujer, arremetiera contra
ellos también, nada dijeron a nadie. Pero Alfa no necesitaba refuerzos para
contender contra Martha Elena.
Esa
tarde, finalizadas la clases; Alfa enfrentó a Martha Elena. Le dijo con toda
claridad, y con un léxico un tanto rebuscado, para demostrarle a la profesora
lo bien cultivada que estaba, que aceptaba el reto, y que además, aseveró, no
temía en determinado momento ser reprobada. Alfa tuvo que enfrentarla debido a
que Cano de Díaz, la llamó para mostrarle una pluma fuente roja, de cartucho, y
a la vez dijo
—Para destruirte no necesito pistolas.
Esto, míralo bien, es un arma que puedo usar para destruir tu tan cacareada
presunción de niña prodigio.
La pluma el arma, la tinta las balas. La
fuente con la que escribiría con letras enormes la palabra: reprobada.
Nunca pudo entenderse por qué la tirria de
Martha Elena contra Alfa, si la niña no era presuntuosa o altanera como la
acusara. Obviamente le estaba quedando claro que tampoco era sumisa, ya que no
vio el mínimo atisbo de miedo ante su amenaza, sino al contrario, la asustada
fue ella cuando la niña le respondió que, siempre y cuando ambas respetaran la
reglas de la riña, que sería, nadie acusar a nadie con nadie. De no ser así, es
decir, de resultar reprobada de una forma fraudulenta, entonces ella se
acercaría al doctor Garzón Arcos, jefe de la zona escolar a la que pertenecía
el colegio, y pediría ser examinada por un inspector, tras poner la queja de la arbitrariedad de la
que estaba siendo objeto. Decía todo con voz firme, sobre la mirada turbia de
una Martha Elena llorosa y compungida.
Las
calificaciones de Alfa subieron un poco después del altercado, sólo un poco.
Pero después fueron bajadas con cualquier pretexto. La maestra argüía siempre a
la mala conducta de Alfa. Martha Elena se angustió ante una niña que no mostró
ni un resquicio de temor. Esta angustia
también, hizo que la inquina de Martha
Elena aumentara, mostrando, su falta de ética moral y profesional. Cuando Alfa
la escuchaba proferirle calificativos nefastos entre gimoteos, sólo atinaba a
decirle: — ¡Pobre mujer!
El director de la escuela intervino, porque en un momento dado se extrañó del
supuesto bajo desempeño de la niña, y le extrañó el no verla ni siquiera en los
ensayos de los bailables regionales para el día de las madres. Alfa mintió al
decirle que sus padres la andaban pasando mal económicamente, y no podrían
financiar vestuarios para el bailable.
Cuando el director Córdoba dijo, que él se haría cargo de sufragar los gastos,
Alfa volvió a mentir diciendo, que además del problema familiar, ella tenía una
lesión en el tobillo, que le impediría desempeñarse con fluidez en el baile. Dijo
esto al tiempo que miraba siniestramente a Martha Elena. De este modo le dejaba
claro que la guerra seguía en pie, y parecía, que la niña estaba dispuesta a
ganar, sin romper las reglas.
Una tarde que toda la clase estaba harta
de no hacer nada, viendo a una, -como Alfa solía decir- pobre mujer, recargada sobre sus brazos contra
el escritorio, vomitando y sollozando, le dio por lanzarse pajaritas de papel,
hablar alto, y hubo algunos que hasta se pusieron a cantar a gritos; Martha Elena se tiró al suelo fingiendo una
especie de ataque. Era un mal show. Una
niña muy asustada fue corriendo a llamar al director y éste, resolvió todo,
mandando a todos los niños a sus casas.
Por ese día, la clase terminaría temprano. Se fueron todos, excepto Alfa, quien
no tenía permiso de irse a casa, si no iban su madre o su abuela a recogerla.
Así que esperó, con la mirada inquisitiva hacia una mujer que no le
dejaba claro, por qué tanta
intransigencia e inmadurez. El director tratando de incorporar a la
profesora, y a la vez limpiándola de la porquería con la que embarró, le
preguntaba si querría solicitar un permiso, ya que parecía que no podía tolerar
el trabajo en su estado. A lo que ella dijo que podía tolerarlo, pero, levantó
su dedo flamígero y dijo — ¡Ese monstruo está acabando conmigo!— Señalaba a
Alfa. — Esa desdichada escuincla es un demonio que no me deja en paz.
El profesor Córdoba estaba bastante
contrariado. Era la primera vez que alguien acusara a Alfa de mal
comportamiento. El profesor la cuestionó y la niña dijo — Profe; parece que la profa
está pasando por un muy malo y desafortunado momento.
A Alfa le indignó que Martha Elena
rompiera, por así decirlo, una regla que se había pactado entre ellas. No debió
extrañarle, porque esa mujer no era una
persona de principios ni de honor. Una mirada amenazante de la niña hacia la
maestra, hizo que la mujer soltara un llanto compulsivo. El director invitó a
Alfa a que se fuera al pórtico de la escuela, que allí esperara en lo que
llegaban por ella.
Pasado el festival de día de las madres en
donde Alfa no tuviera participación alguna, la maestra Martha Elena, pidió que
las estudiantes tejieran una falda de hilaza a ganchillo. Exigió que el
material fuera de la marca que ella quiso, por cierto, una hilaza cara. También
demandó el color para cada niña. Decía: « Tú, morada, tú, azul marino, tú, negra…»
pero nadie estuvo de acuerdo. Los padres compraron la hilaza cara, pero del
color que les apeteció. Martha Elena a regañadientes aceptando la protesta, exigió que fueran colores fuertes y no claros,
porque las niñas, dijo, normalmente eran descuidadas, y de tanto tener la labor
en las manos, ensuciarían la prenda. Ella seleccionaría las mejores para
exponerlas en una feria de trabajos manuales, que la escuela estaba organizando
para fin de curso.
Los varones eran llevados al patio a
realizar estructuras metálicas, híper vigilados por un profesor, para evitar
quemaduras y accidentes. Las niñas, terminado el recreo, empezaban a tejer.
La maestra Martha Elena, puso sobre su
escritorio, diversas muestras de puntadas para faldas de varios colores, a fin
de que, una vez terminada la pretina, las niñas escogieran la puntada para
realizar el largo de la falda. En tres días, Alfa había terminado la pretina
de la dichosa falda, del hilo caro y de color vino. Pretina que Martha Elena rechazó, dijo, porque
estaba chueca. No estaba chueca. La abuela, experta en esos menesteres,
supervisó el trabajo y no le quedó más que enseñarle a Alfa, cómo debía
continuar el largo de la falda. En dos semanas, la mayoría de las niñas
finalizaron la pretina e iniciaron el largo. Todas hicieron la misma puntada.
Ninguna dijo haber podido entender, las puntadas que tenía Martha Elena en el
muestrario. Así que a todas se le facilitó la de abaniquitos: consistía en tres puntos macizos, una cadena de separación
y otros tres puntos macizos.
La
falda de Alfa no estaba siendo hecha de
abaniquitos; su abuela le puso una puntada diferente. Quizá Martha Elena
estaba muy cansada, o muy abrumada con su gravidez insoportable, porque ignoró por completo a Alfa en esa ocasión. Parecía
que aceptaría la falda.
El destino entonces, pareció virarse a
favor de Martha Elena. Si las niñas no entregaban la falda antes de una semana
para finalizar el curso, bajaría dos puntos a la calificación general. Alfa
tenía siete de calificación, con dos puntos menos, estaría derrotada.
Desgraciadamente, Alfa perdió la labor justo cuando faltaban tres vueltas para
rematarla. Esta vez, no intervino la insidia de la profesora. Fue una ominosa
tarde, en que fue a tejer a un parque
cercano a su casa, acompañada de su abuela, y ambas se distrajeron al comprar
helados, y no supieron dónde quedó la bolsita con el tejido.
Faltaba una semana para entregar la falda.
Las niñas se daban prisa tejiendo, y le habían encontrado el gusto y el sabor a
ese trabajo. Podían tejer con velocidad y chacotear entre ellas. Martha
Elena, cuando levantaba la cabeza de su postración, les gritaba que no iba a
aceptar faldas rabonas. Tenían que ser justo a la rodilla, tal y como dictaba
la buena costumbre y la decencia.
No hubo lamentaciones de ningún tipo, por
el hecho de que parecía que Alfa reprobaría su quinto grado de primaria. Sus
padres y su abuela, llegaron a comentar que sabían de buena fuente, que había
estudiantes brillantes un tiempo, y más tarde sucumbían; cuando el grado de
dificultad crecía. Amaban a Alfa por ser su niña, no por ser una persona de
determinado coeficiente intelectual. Por supuesto, que el hecho de haber vivido
esos meses con tanta tensión, Alfa mostró algunas secuelas. Un día amaneció con
prurito en la piel, y la llevaron de urgencia al doctor, quien descartó
cualquier enfermedad viral que requiriera cuarentena. Se le quitó en tres días.
Y otra mañana, Alfa despertó entre sus sábanas orinadas. No recibió ningún
regaño, pero tuvo miedo que su familia intuyera que algo no andaba bien, y sacó
más fuerzas, de alguna coyuntura que tendría, en alguna gaveta de su esperanza,
y salió a flote.
A
pesar de que todo apuntaba que el velero inicuo en el que Alfa navegaba, se
iría a pique en el océano cruel de la aversión de Martha Elena, la niña pidió a
su abuela le comprara otra hilaza. Iniciaría la labor de nuevo. Parecía algo inadmisible.
Por más prisa que se diera, no terminaría tiempo. Aun así, la inició. Dio la última puntada a la pretina, estando en
la escuela. Fue hasta el escritorio donde agonizaba la profesora malasangre en
su pantano sórdido, con las muestras de las puntadas sobre el escritorio, que ya eran obsoletas
para ese tiempo, ya que, todas las niñas estaban afanadas con sus abaniquitos que tejían con destreza, y
le pidió que le enseñara la puntada de unas florecitas, que a Alfa le
encantaron desde que las viera en el pedacito tejido con hilo color ocre. La
maestra dijo — Esa puntada es muy difícil, y más aún para una estúpida como tú.
—Alfa no se inmutó y dijo —Eso no importa. Usted enséñeme la puntada y ya. Lo
demás es cosa mía. —Martha Elena alzó la voz. — ¡No insistas niña! No tiene
caso que te enseñe nada. No vas a terminar la falda ¡Ya es por demás! — Alfa
frunció la boca al decir — ¿No será que no sabe hacer usted ninguna de esas
puntadas del muestrario? ¿Son herencias de su abuela?— Se mofó Alfa.
Otro zafarrancho. Otra vez gritos y ataques de
berrinche. Martha Elena abusó de su condición de gestante e hizo cosas por
demás reprobables. Urdió hasta donde más pudo, el modo de desgraciar la vida de
una niña que aún no cumplía nueve años. Puso el derecho, en un revés, para esconder
que torcía la red de trampas con las que se propuso destrozar su candidez.
Tejió con la puntada de tiranía, la labor de romper sin el mínimo escrúpulo, la
paz de una personita que era totalmente ajena a lo que parecía su desgracia.
Realmente no se sabía nada de la vida de una profesora que ostentaba su nombre
y había que rematar con Cano de Díaz, como si en la ostentación llevara la
verdad absoluta. Parecía una mujer muy irritada, muy dolida. Parecía tan sola,
que no se soportaba ni a sí misma.
Alfa, terminó tejiendo su falda, de color
claro, verde mar, con otra puntada que le enseñara su abuela. Milagrosamente, el día citado, Alfa entregó la
falda terminada ante los ojos
desorbitados de Martha Elena, que ya contaba con una asistente para ese tiempo.
Intentó rechazar la prenda diciendo que la falda no llegaba a las rodillas, y
la asistente, ajena a la cizaña entre estas, la sacó del error, y la sacó quicio, porque en cuclillas, midió el largo de la
falda y estaba por demás correcto. Lo que sí parecía incorrecto, era la
pretina. En su momento la hizo de su talla; pero al abotonarla se veía grande.
Era evidente que Alfa había perdido peso. La profesora se mostró feliz ante la
resulta de su sevicia. Se mostró airosa
y displicente. Sonrió de una forma que parecía más una mueca, que afeaba aún
más su cara abotagada y curtida de paño. Asumió que la victoria era de ella, y
presumió de bondadosa poniendo un seis a una Alfa; que ni en ese momento,
suplicó piedad ni nada que se le pareciera.
El
director, tres días antes de hacer la fiesta de clausura, le pidió a Martha
Elena las faldas seleccionadas para la exposición. Seleccionó siete, de veinte.
Por supuesto que la de Alfa no estuvo en
esa selección. Como se dice vulgarmente, de panzazo,
Alfa pasó a sexto año, con un resabio y una experiencia que la tuvo que haber
fortalecido más. Parecía la misma niña callada, la mayor parte del tiempo, y
sonriente a veces con sus amigas.
En
esos tres días restantes, en que con un suspiro secreto, Alfa pareció haber
descansado de aquella absurda batalla; inició a la falda una pechera que
terminó en una tarde. Su abuela le hizo los tirantes, le ajustó la pretina y le
cosió un forro de tafeta. Le compraron una blusa blanca con detalles de encaje,
y le dijeron que llevara la falta puesta para recibir su boleta adoquinada de seises. Además, de una nota con la tinta
insidiosa de Martha Elena que decía: Obtuvo
bajas notas porque la alumna no escribe legible, no se entienden las respuestas
y por ello las di por malas. Atención con su ortografía. Atención a su falta de
pulcritud, tanto en su persona como en su trabajo. Mayor atención a su pésima
conducta.
Los padres de Alfa intentaron hablar con
la maestra respecto a la nota, pero esta, no los recibió argumentando que
estaba muy ocupada preparando la exposición. Colocaban una falda, y en una
pieza de cartón, con letra de molde muy bien hecha, aparecía el nombre de la
niña autora de la labor, su edad, y el grado.
Alfa, una vez terminada la ceremonia de
clausura, y tras felicitar a su gran amiga y compañera, de nombre Delta, quien fuera la nueva abanderada de la escuela por su
alto desempeño y magníficas notas, se fue a ver la exposición de las
manualidades que anunciaron con tanta pompa. Era la primera vez que se hacía y
la novedad causó revuelo. Fue tanta la quisquilla, que ignoraron a los alumnos
de sexto grado que recibieron sus diplomas y no hubo discurso de adioses con
lágrimas, que Alfa solía arrancar de los corazones, con sus emotivas palabras. Alfa no pudo ser tomada en cuenta, ni siquiera para pertenecer a la escolta. Pero no quiso amargarse con esto y se explayó viendo como
acomodaban las manualidades de otros grupos.
Vio unos abanicos hechos con popotes rígidos, y entrelazados con listones
y encajes. Vio canastas con flores de migajón y le hubiera encantado aprender
hacer cosas así. Odió los manteles en
punto de cruz sobre el cuadrillé. Estaba harta de ver eso, que parecían los
taches que Martha Elena sin piedad le ponía sobre el cuaderno o sobre sus
exámenes. Siguió viendo más cosas y
cuando menos se esperó estaba en el salón de quinto año, viendo las faldas de
sus compañeras. El director, entonces le preguntó cuál de todas era su falda, a
lo que ella dijo que no había sido seleccionada, pero, era la que llevaba puesta. Al director le pareció
una magnífica idea exhibir una falda entallada en un cuerpo. Buscó el banco,
justo en el que hacían que se subieran los niños pequeños para alcanzar el
micrófono cuando les tocaba dar el juramento al lábaro patrio. Lo puso en una
esquina. Sobre una cartulina que pegó en la pared, escribió el nombre de Alfa y
le pidió a la niña, que se subiera al pequeño estrado y modelara la prenda.
El
destino entonces, pareció cambiar de bando, si es que antes, estuviese a favor
de Martha Elena. La profesora empezó a gritar que no estaba de acuerdo con que
el director se entrometiera en su exposición. Alfa, con una mirada pícara y una
sonrisa, que hasta parecía malévola, con un hoyuelo en la mejilla derecha,
empezó a moverse coquetamente, levantado la falda, girando, y mostrando esa labor que estuvo tejida con muchas cadenas de amargura, y que ahora parecían estar cambiando de sabor.
Martha Elena repentinamente se tocó el
vientre y lanzó un alarido pavoroso. Si se había llegado la hora del parto, o
era un chantaje, fue lo de menos. El director, sin prestar mucha atención, le
dijo a la asistente que se llevara a Martha Elena al hospital si era necesario o simplemente a
su casa. Parecía que su trabajo ahí había terminado, y había sido muy azaroso.
— Trate de descansar maestra. —Dijo el director Córdoba sin prestar tanta atención a la "enferma". — Yo me encargo de esta fiesta que apenas
está empezando.
Fue así como terminó el desgastante curso,
del quinto grado de primaria de Alfa, víctima del reprochable comportamiento de
una profesora llamada Martha Elena Cano de Díaz.
FIN.