domingo, 11 de septiembre de 2022

Reto #28 "LA VOZ DENTRO DE MI CABEZA"

 DESEO 11:11

Se hace presente, prístina y su crueldad es inefable. 

   —¡Maldita sea! Despertaste. ¿Sabes? Hoy podría ser tu último día… ¡Ya sé! Vas a evitarme y te pondrás a escribir, ¡qué risa! ¿Eres escritora? ¿De verdad? ¡No “pos wow”!

    He querido negociar con ella, a veces creo que soy yo; soy intolerante a la frustración. Es lo único en lo que han coincidido todos los psicólogos y psiquiatras que me han atendido. Por lo demás, tengo trastorno del humor orgánico, epilepsia parcial, esquizofrenia y otros diagnósticos que ya no recuerdo. Cada uno me ha dicho que tengo un trastorno único, no todos los que cité antes.

    La voz que habita en mi cabeza y se ha instalado arteramente para joderme la existencia, ha acrecentado su escarnio y su sevicia desde hace tres años. Hace un año apareció otra, pero no es tan tozuda y es débil, no posee la ferocidad de la primera, es suave y la detesto igual porque es una defensa aparente, surgió como por instinto, pero es estúpida.

   —¡Ignórala! Tú sabes que eres un ser de luz.

   —¡Ja, ja, ja! —revira estridente la otra.   —Esa es una frase de moda que usan los mediocres para no lanzarse desde la azotea. 

    —Tú a lo tuyo… ¡vamos! Tú a lo tuyo…

    —¡Cállense! —les exijo a ambas. La noble se retira, la jodona persiste.

     Me adentro en lo mío y no me doy cuenta cómo se va perdiendo esa voz insidiosa. Pero regresa en el momento menos esperado.

     —¡Mira, son las 11:11! Lo viste de casualidad. Captura la pantalla y pide un deseo.

     El deseo no es que se calle, es uno distinto cada vez, pero siempre son los mismos tres.

     —Ya te enteraste que Libia, la ignorante que dice “dijistes, hicistes” está rodando una película que dirige Cuarón. ¿De qué te ha servido aplicarte estudiando tanto? ¡No sirves! ¡Nunca serviste ni servirás! Libia no necesita leer y ve, eso demuestra que es mejor que tú.

    —No pienso hacerte caso…

    —Vas a escribir… ¡ja-ja! ¡Borra esa mierda! ¿Quién va a querer leer eso? ¿Ya te cayó el veinte lo sola que estás? Ni tu amante quiere ver tus pendejadas… no tienes amigos… así que nadie te va a decir las mentiras que a otros sí les dicen. ¡Vaya criatura! 

    —¿Sugieres que me suicide?

    —¡Claro que no! ¿Cuántos intentos llevas? No. Tú vas a morir incinerada. ¡Imagínate esos últimos momentos! Aunque podría un terremoto que se avecina dejarte descuartizada entre los escombros, tu agonía será larga… muy larga.

    Por eso cuando veo el 11:11, uno de mis deseos es que Dios me conceda morir dormida. No importa si es hoy, aunque no alcance mis metas, cada vez me importa menos vivir a cambio de una dulce muerte. 

    A veces suceden días y no se presenta en mis horas de trajín. Llega cuando intento dormir. En esos momentos usa unas frases que me dan ganas de escribir, pero mi estado letárgico me lo impide. 

    «No vale la pena forzar lo que por añadidura te corresponde, con la constancia y la disciplina llegará; la paciencia, a veces, es una llave mágica que abre las cerraduras de esas puertas que, con los nudillos de tu alma sangrantes te empeñas que se abran cuando aún no es el tiempo». 

    —Tienes razón. Dormiré. Mañana será otro día, una nueva oportunidad.

    —Quizá no. Quizá se te conceda tu anhelo de dormir para siempre.

    —Si es así no importa.

     —¿Ya cerraste el gas? Recuerda que en enero te despertaron los gritos del vecindario. La pipa que abastecía el gas se incendió. ¿Te acuerdas que no encontrabas ninguna salida? ¡Qué mala suerte! ¡Al mismo tiempo te llamaron para decirte que te quedaste en un comercial!

        —¡Pero no morí! ¡Nadie murió! ¡Hice el comercial que se vio en todo el país durante seis meses!

       —Eso sí. Pero ya tienes más enemigos. Tu “stalker” está cada vez más decidido a eliminarte. Ha dicho: ¡ahora sí te mato! Él te lleva ventaja, tú no sabes quién es, él sí.

       Cuando me doy cuenta ya son las seis de la mañana. Requiero dos ansiolíticos y me duermo. Despierto a las tres o cuatro de la tarde. Veo siete llamadas perdidas de un mismo número. Regreso la llamada y me responden:

    —Sí, le llamamos e insistimos. Era para avisarle que se había quedado con el papel antagonista de la película tras haber hecho el casting. Pero como no respondió llamamos a la segunda opción. Ya vino a firmar el contrato. Lo lamentamos.

    Me desayuno un cóctel de lágrimas. Ni siquiera tengo la capacidad de ir a firmar un contrato. Las oportunidades se me escurren como agua de lluvia. Parecen diamantes cristalinos que cuando atrapo con mis manos, se disuelven con el calor de mi suerte y los veo perderse en las verijas de las alcantarillas pestilentes.

    —No te lamentes. Si no lo obtuviste es que no era para ti. Sigue enfocándote. Ya ves que los deseos 11:11 sí se cumplen. Solo debes estar alerta.

     —Sí, ¿verdad? —le respondo y le cuestiono-: tú estás de mi parte, ¿no es así?

     —Sí. ¡Vamos! Deja la cama y el móvil. No te importe qué hizo quién y demás. Nútrete con algo rico. ¡Lo mereces!

     —¿Lo merece? ¡Pero si es un parásito! ¡La vergüenza debería asesinarle el apetito!

     —¡Déjala en paz!

     —¡Sácate a la mierda! ¡Tú sabes lo poco que vale esta sabandija!

      Me vuelvo a dormir. Mastico hasta cuatro ansiolíticos para lograrlo. No funciona. Siento calambres en el cerebro y una sed constante. Tomo Coca-Cola. 

     —Vas a desarrollar diabetes —me dice la voz.

     —¿Eres tú, mamá?

     —Podría ser. Sabes que nunca te quiso. Te metió hasta el tuétano de la consciencia que solo llegaste a desmadrarle la vida, y que no vales ni un duro.

     —No. No es tu mamá, querida. —me habla la voz dulce.

      —¡Sácala de aquí! ¡Échala! -le imploro.

      —¡No puede! Es exangüe, raquítica… es tu voluntad, eres tú, soy yo… ¡ESTÚPIDA!

      Lo último que me queda es decírselo a la doctora Alvarado, mi psiquiatra. Sé que me encerrará. En mi deambular en hospitales de salud un mental, una vocecita, por inocua que parezca, es motivo de internamiento prolongado.

     Me citó un actor a su casa. Es productor y director, Ernesto Godoy.

     —¡Ya llegó mi chingona! Y como siempre, quince minutos antes. ¿Te preparo un té?

      En lo que se fue a la cocina vi el desorden de la sala. Él sabe que me gusta acomodar las cosas esparcidas en los sillones y separar el vestuario teatral de su ropa ordinaria. Reparé en un par de pistolas de utilería; parecían reales. Me fui al jardín para aprovechar la luz. Me hice una “selfie” apuntándome a la sien y al pie de la foto escribí:

Asesinando las malas ideas.

     Cuando Ernesto llegó con el té iba arribó el resto del elenco de la puesta en escena que deseaba montar. Me presentó con todos y me pidieron el nombre de mi red social. Repararon en la foto que acababa de postear.

      —¿Por qué has hecho una foto así? -cuestionó uno.

      —Una broma, locuras que se me ocurren.

      —¡No, no, no! Ernesto, a nombre del resto de mis compañeros, lamento informarte que no trabajaremos con una persona como esa.

      Ernesto no discutió. Les dijo que podían irse en el momento que desearan. Se fueron. Ernesto vio la foto y se rio. Dijo que no entendía por qué de su reacción. También me dijo que lamentaba lo sucedido. Le quedaban tres semanas para montar lo que quería. La obra se cancelaba.

     Iba contenta porque Ernesto me defendió, más un nudo en la garganta me obligaba a que unas lágrimas gruesas me surcaran el rostro.

     —¡Todo se me ceba, carajo!

     —Y así seguirá. Ya te dije que no sirves. Trataste de acallar mi voz, ¡tan estúpida que eres!

      —Creo que no me vas a dejar en paz. El próximo 11:11 que vea fortuitamente, ¡pediré que te largues para siempre!

      —Hazlo. O sea, vas a morir quemada y no dormida, no lograrás uno solo de tus deseos. ¿Por qué eres tan tonta? ¿No notas que sin mí, estás en una isla desierta? Soy la única que está contigo, que lee tus babosadas, que escucha los soliloquios cuando practicas la actuación, la que oye tus berridos cuando dizque cantas. Por qué crees que no quiero que te suicides. 

     —Tienes razón.

     —¡No, no la tiene! ¡No la escuches!

     —¡Tú, cállate! Si no estoy yo, no eres capaz de refutar a duras penas lo que yo aseguro.

     —Otra vez tienes razón. Vete voz “buena”, “voz de ángel”, “voz tibia”.

       —¡Bien hecho! Y bien, aquí seguimos. ¡Eres una mierda! ¡Echaste la voz de tu ángel de la guarda! ¿Ves por qué te va como te va?

FIN.

COMPAÑEROS, ESTOY MUY INTRIGADA POR LA NULA PARTICIPACIÓN EN ESTE RETO Y EL ANTERIOR "INTELIGENCIA ARTIFICIAL". ESE YO NO LO HICE PORQUE NO ME IDENTIFICO CON EL GÉNERO DE CIENCIA FICCIÓN Y YA NI FICCIÓN. VUESTROS TELÉFONOS SON INTELIGENTES. Y EL RETO RECIENTE SOLO VEO PREGUNTAS DE LOS NUEVOS MIEMBROS Y LA CLÁSICA PREGUNTA ¿APROBÉ? 

¿PODRÍAIS DECIRME QUÉ OS PASA? INCLUSO EN EL CHAT O POR PRIVADO. EN FIN QUE, SOLO VEO EL LIBRO BLANCO O ROSA PÁLIDO COMENTANDO Y NO DESARROLLANDO NINGÚN TEXTO.

BUENO, SON LAS 5 DE LA MAÑANA Y RECIÉN DESPERTÉ. HE TENIDO CASTINGS INCLUSO EN SÁBADO. 

RECIBAN UN ABRAZO.

LG

*GRACIAS POR SUS COMENTARIOS A MI RELATO. ME ENCANTARÍA LEER LOS VUESTROS.

jueves, 8 de septiembre de 2022

¡LA CHABELA!

 Cuando vi en persona a la reina Isabel II en Veracruz yo no sabía quién era en realidad; tenía 10 años. Recién terminó el Carnaval en el puerto y me extrañó que no quitaran la iluminación, al contrario, añadieron más adornos en colonias populares. Arreglaron el alumbrado público, las calles y banquetas, y las fuentes de agua de parques que estaban prácticamente abandonados. Pegaron unos afiches que decían: "WELCOME". 

Llegado el día citado, se bajó de un vehículo cerrado y se subió a un carro abierto. Esto sucedió a cien metros de mi casa (casa de mis padres). Fuimos a verla en ropa de casa, chanclas y huaraches. No nos engalanamos. Nos regaló una sonrisa gentil y lanzó un adiós antes de que el carro se fuera. Quizá el recorrido por el boulevard se suspendió, pero no el que estuvo programado por la calle principal en Indepencia para llegar directo al zócalo. Por radio escuché al público gritar: ¡Que hable Chabela! ¡Que hable Chabela!

Descansa en paz. (Tengo resentimiento por lo que le hicieron a la princesa Diana)

martes, 6 de septiembre de 2022

ABRAZANDO MI GUITARRA

Así comenzó todo. En la escuela secundaria había convocatorias para concursos de oratoria, declamación y canto. Me inscribí en declamación y oratoria, este último, no tenía idea de qué se trataba. 

   En declamación me sentía muy segura, desde que fui educanda de primaria llamé la atención cuando mi maestro me trepó a la tarima y me enseñó ademanes y a recitar bellos poemas; la verdad no entendía mucho de lo que decía. Hoy me da risa, mucha risa; «del cielo desciende a enjugar mi llanto», no entendía la frase completa, tenía siete años. «¡Qué triste es la vida en esta orfanidad». ¡Vergonzoso! No sabía qué significaba orfandad, mucho menos la inexistente orfanidad.

   Creo que la gente que sí conocía ese tipo de vocabulario le restaba importancia a esos detalles, o no sé, yo solía ver llorar a muchas madres de familia con este poema llamado «Mater».

    En las preliminares me fue mal. Ocupé el quinto lugar. La que más se destacaba en esa disciplina en la secundaria era una niña de apellido Fragoso. No era popular, al contrario, era la nerd, la niña buena que caía mal porque no era «desmadrosa».

      A mí no me importaba no ganar popularidad, no la tenía o quizá una poca; era por el cabello: «Lety, la del pelo bonito». Pero reitero que me importaba muy poco.

     El quorum para el concurso de canto estaba desierto. Quizá había muchos que sabían que cantaban bien, pero no podían romper la barrera del miedo a la vergüenza, el sopor, el bochorno que les harían pasar los cabecillas con sus secuaces, orgullosos de su mediocridad, aprendices de rufianes de poca monta.

     El director pidió a los maestros de música tomar una medida para que se inscribieran a dicho concurso. Fueron enérgicos: para no reprobar el mes debíamos pasar al frente y cantar, no importaba si éramos descuadrados, desafinados, o nuestra voz era una tortura para cualquier oído. Cuando terminé mi canción escuché un rugido, sí, fue un rugido de júbilo seguido por una catarata de aplausos. Hubo vítores y la esperanza de que yo ganaría ese concurso. Estaba sorprendida y medrosa: no sabía que cantaba; tampoco quería concursar.

    Pero mi popularidad estaba en juego, cierto que no me importaba a nivel general; dentro del grupo sí. Mis compañeros me presionaron mucho. En casa mis padres recibieron la noticia con mucha extrañeza. 

      —¿Cantar? ¿Tú? Si de panzazo pasaste a la final de declamación —exclamó mi mamá—, ¿qué lugar ocuparás en canto?

        Le di la razón. No era yo quien quería participar, me estaban obligando prácticamente. Mi papá se sonrió cuando me escuchó, él sabía de eso. Mi mamá se enamoró de él cuando cantaba en la Sonora Azucarera, banda del ingenio azucarero en medio de los ardientes cañaverales internados en la sierra de mi estado.

       —No lo hace mal, negra. Nuestra hija canta y no lo sabíamos, pero tanto como para concursar... no sé, me da miedo.

      Yo también tenía miedo. Cuanto más leía la convocatoria más se apoderaba de mí la angustia. Decía que el tema musical debía tener cierta exigencia vocal, el jurado tomaría en cuenta eso, se cantaría a capella, no entendía cómo podrían saber de la cuadratura, y resultó que de eso se trataba la competencia, de entonarse y cuadrarse con el puro oído.

  Busqué un tema complicado: «Sueño imposible». Como no tenía guía musical debía grabarme qué tan bajo debía iniciar, porque esa canción es para un registro amplio. Mi mamá no estaba de acuerdo, ella quería que cantara algo ranchero, pero aparte de que recibiría burlas, las polcas y los corridos no requerían tanto registro vocal.

     Se llegó el día y toda la grey estudiantil estaba espectante. La mayoría estaba segura que ganaría un joven llamado Emilio; cantaba siempre junto con su hermano, quien no calificó para el certamen y derrochó un río de llanto por su desolación. Extrañamente, un concurso al que nadie quería inscribirse, resultó que salieron tantos aspirantes que se resolvió admitir a uno por grado.

     Semifinal y final el mismo día. Pasé a la final con la máxima calificación. No lo podía creer. Entonces el horror me hizo volver el estómago, porque anhelaba ese primer lugar hasta el final.

    En el receso del concurso recibí muchas felicitaciones de mis maestros. Mis compañeros de grupo estaban exitados en demasía, gracias a un compañero llamado Ferreira dejé de temblar un poco.

     —¡Bueno, compañeros! ¡Creo que Lety ya cumplió con lo que le pedimos! ¡En la final, quede en el lugar que quede, estamos con ella!

       ¡Ah, no! El triunfo tenía un sabor delicioso, las palabras de respeto y admiración de mis maestros me hizo generar algo, y ya era adicta a esa sensación. Quería ganar. Los gestos de sorpresa de compañeros a quienes no conocía bien, me erizaban el vello de la espalda, como los perros cuando se ponen bravos. Las miradas de odio de los otros contendientes me ardían, por eso necesitaba ganar, para pagarles con la misma moneda.

    "¿Qué pasará mañana?", no lo sabía, pero ese tema me dio la victoria. El alumnado, por fortuna, no estaba dividido excepto por el grupo de Segundo "B" que era el de Emilio quien ocupó el tercer lugar. Yo también habría protestado, porque el compañero que se llevó el segundo no me encantó, particularmente el color de voz. El jurado dijo que ocupó un sitio arriba de Emilio por cómo interpretó: ¡tú me admiras porque callo y miro al cielo, porque no me ves llorar...!

     De modo que fue eso, el cantante se llevó las manos a las sienes y con frenesí entonó el coro, mientras Emilo estuvo siempre con una postura desgarbada, solo abría la boca. Y yo no sé qué hice, no lo recuerdo. Quizá la declamación me ayudó, pero... ¡Gané! ¡Gané! ¡Gané!

    La premiación fue más tarde. Me dieron una guitarra y trescientos pesos. Iba llegando a casa con la guitarra envuelta en una bolsa plástica cuando me abordó una tía.

   —¿Ya fue el concurso? ¿En qué lugar quedaste?

    —¡En primero, tía!

     Mi mamá salió con una sonrisa que no le cabía en el rostro. Me dijo que no volviera a concursar más, se sufría mucho. Que había ganado porque le prometió a Santa Cecilia un cuerpo de plata. Mamá se olvidaba que la final de declamación era al otro día y aunque ganó Fragoso, mi segundo lugar estuvo muy aplaudido. Mi premio fue un sobre con doscientos pesos. Mis compañeros, mi público, me pidieron cantar.

     Desde aquella vez no tuve que ser la bonita o la  «desmadrosa» para ser popular. El cabello lo perdí por un corte mal hecho y llevé el pelo corto muchos años; no me crecía, pero no hacía falta. Me convertí en «Lety, la que canta», la que deseó con toda el alma ser artista y lo logró. Yo quería ser artista desde antes de cantar, desde que tengo uso de razón, aunque, a decir verdad, la razón me falla un buen, todo lo necesario para orlar los caminos con cantos balsámicos, para deshacer el miedo y la tristeza. Cantar es enfrentarse a la vida sin importar de qué color se ponga... al menos eso pensé la vez que volví a casa abrazando mi guitarra.

Lety Grey.

          

     


sábado, 3 de septiembre de 2022

EL CUENTO GRATIS

 Hola a todos. Nunca dejaré de sentirme agradecida por todo lo que me dicen acerca de mi libro; sé que no todos tienen modo de reseñar por parte de Amazon. Yo sí puedo y he comentado sus obras porque soy cliente de la plataforma. Una consumidora tremenda. Este mes no he comprado nada porque pagué un mes en Scribd. Los audiolibros me son de gran ayuda, pero "Estupores y temblores" lo leí, no lo oí. Es un libro que lo terminas en cuatro horas a lo mucho, con tus respectivos descansos. Por el momento no voy a leer ni a escribir; tengo muchos argumentos de series y movies, qué revisar. Hemos vuelto a los castings presenciales y justo estoy saliendo de uno, en Xalapa, Veracruz.

Les dejo el cuento GRATIS que les da la plataforma Kindle. Les diré la verdad, entre mis compañeros actores hay mucho huevón y no leen por falta de tiempo, son huevones. La mayoría no, pero es el caso que lo pasan mal y no compran libros. (Normalmente yo dono libros que ya no voy a leer y/o no quiero conservar). Nunca presto un libro que me guste mucho; nadie lo devuelve... bueno, eso ustedes ya lo saben. Aquí les dejo MARIPOSA EQUIVOCADA.



MARIPOSA EQUIVOCADA 

1

Mi prima Susana se fue muriendo al tiempo que yo sostenía su espalda con mis brazos. Ella perdió los suyos; se carbonizaron. 

―No debieron autorizar la amputación… 

―Fue necesario, si no, te habrías muerto… 

―Me hubiera gustado más. Solo prolongaron mi sufrimiento. 

―Hazte el ánimo a vivir, prima… 

―¿Para qué? Nadie me va a contratar como bailarina estando tunca… 

―Bailar no es lo único importante… 

―Para mí sí, Parienta. Nunca pude entrar a una escuela de ballet clásico, así que el cabaret fue mi refugio; amé su luz. 

―El cabaret es oscuro.

―No. El cabaret tiene luz de muchos colores, incluso negra, pero es luz al fin. La luz me daba energía para bailar. ¡Bailar fue mi vida! 

Eso lo supe desde siempre. Cuando vivíamos en Tepatitlán de Morelos, y la familia presumía que éramos descendientes directos del venerable, futuro beato, Anacleto Fernández Flores, dirigente moral de la rebelión cristera en el occidente mexicano, Susana escandalizó a propios y extraños cuando dijo que lo que más amaba era bailar y a eso se dedicaría por siempre. 

Nunca podré explicar lo que sentí cuando Susana lanzó su último aliento, pero yo debí ser fuerte para que su hija no se quedara en el desamparo. También tenía a su padre, pero no podía fiarme de él.

 2 

Martín se volvió a casar. No lo culpo, pero, o estaba muy resentido con Susana o quizá fue mentira que estuvo loco por ella. Vivieron juntos cinco años, y no duró viudo ni dos meses. Me avisó que reharía su vida. ¿Tan poco le dolió la muerte de Susana? La rondó todo el tiempo, le rogó al grado de humillarse en medio del escenario; se hincó para pedirle que se casara con él. No le ofreció un anillo o alguna otra prenda, porque no tenía dinero, le ofreció otras cosas que, decía él, valían mucho más que una sortija. Con el tiempo se vería. 

Mi prima aceptó casarse por el civil con Martín cuando se embarazó. Pero yo estaba segura que Susana no iba a soportar una vida común como ama de casa. Nadie la conocía mejor que yo. 

―Necesitamos ganar más dinero para mejorar este cuchitril, Parienta. 

―Pero tú sabes que Martín no quiere que vuelvas al cabaret. Yo soy la que va. 

―Tú vas los sábados a vender y a cobrar. Yo necesito bailar, Parienta… voy a hablar con el dueño del Nueva York, sé que me va a contratar de nuevo. Ya desteté a la niña… 

―¿Y qué va a decir Martín? 

―No me importa. Yo nunca le hice ningún juramento. Él sabe que bailar es mi pasión, mi vida, mi todo. Además, soy una profesional. Por algo estudié jazz, tap y danza contemporánea.

 3 

Estuve en el Nueva York esa noche aciaga. Vendía perfumes, cremas y accesorios para las artistas. A todo se le ganaba por triplicado. Esas mujeres no se enteraban de los precios del mercado porque dormían todo el día. Tampoco se les hacía difícil adquirir mis productos; les cobraba en abonos. 

Susana había montado un número donde los bailarines cargaban, cada uno, un tubo de metal para que ella hiciera contorsiones sobre estos. Llegaba un momento en que Susana tomaba uno de los tubos y hacía unos movimientos como si el tubo fuera la barra de ballet; presumía la extensión de sus piernas al costado, al frente y al final de cada ejercicio levantaba el tubo para agradecer los aplausos que el público le brindaba. En una de esas, el tubo tocó un cable pelado del techo y Susana se quedó pegada recibiendo una tremenda descarga eléctrica. 

La ambulancia llegó antes de lo imaginado. En el hospital, Martín y yo esperábamos ansiosos. Nunca imaginamos lo que el médico nos diría cuando salió. 

―Tengo que ser franco; hay que amputarle los brazos ―informó el médico con el rostro desencajado. 

―¡Pinche Susana! ¡Merecido se lo tiene por su capricho! ―escupió Martín. 

―No seas desalmado, es la madre de tu hija ―le reproché. 

―¡Valiente madre!, si no hubiera sido por mí, esa niña no existiría. 

―¿Viene al caso que digas eso? Además, no entiendo… 

―Tú dices que es la madre de mi hija, pero ella la iba abortar. Esa niña se salvó gracias al cínico doctor ese, que nada más le chingó la lana y no le sacó a la chamaca… 

―¡Bueno, ya estuvo! ¿Quién me va a autorizar la cirugía? ―intervino el médico. 

Susanita fue odiada por Rosa Aurora de tácito, es un vinagrillo, demasiado estúpida a mi parecer. Cuando Martín se casó con ella, hasta hubo fiesta y toda la cosa. Yo me llevé a la niña a Tepatitlán para que las amistades y familiares de la novia no se sintieran incómodos. A duras penas nos soportábamos. Pero después que nació su hijo, le dio por tirarme sin piedad. 

―Sirve la comida por turnos, Parienta. O ustedes primero o yo, pero no juntas. 

―Está bien. Ustedes dos comerán primero, y luego yo. 

―No entiendo, ¿nosotras dos? 

―Sí. Susanita y tú. 

―¡No! Tú eres quien debe comer con esa niña. Yo, como la señora de la casa, no quiero comer con el personal de servicio. 

―No soy personal de servicio. Pero si quieres que me aparte, lo hago. Solo que la señora de la casa, tiene que compartir, sí o sí, la mesa con la hija primogénita del señor de la casa. ¿Estamos? 

A veces me gustaría arrancar bien lejos, pero si me llevo a la niña, Martín sería capaz de acusarme por secuestro, y tendría razón. Pero me choca que se haga pendejo y no le diga nada a Rosa Aurora sobre el trato que le da a Susanita, si no fuera por mí, sería peor. A veces la quiere justificar diciéndome que está sensible porque recién parió un niño. A mí no me cae mal el chamaquillo, a fin de cuentas, él no tiene la culpa de nada. Pero veo que a Martín le resulta muy cómodo que yo bregue con la ojeriza que le tiene esa mujer a mi niña. 

Cuando pretendía a Susana, manejaba el taxi solo por las noches. Ahora, nada más ve problemas y huye, el muy cobarde. 

Ni cuando estuve bailando en el cabaret me agarré a golpes con nadie. Le tuve que dar una buena madriza a Rosa Aurora. Le he soportado demasiadas cosas, pero lo que le dijo a la niña me hizo hervir la sangre. 

―¡Y si vuelves a hablar mal de Susana delante de la niña, te mato! ¿Me oyes? 

―¡Cuando llegue Martín le voy a decir que te corra, puta de mierda! 

―¡Díselo y me voy! ¡Entonces tú te vas a encargar de cuidar a la niña! 

―¡Qué coños está pasando aquí! ―gritó Martín cuando nos pilló a media discusión. 

―Tu esposa le dijo a la niña cosas que… 

―¡Ya no se peleen! ¡Papi! ¡Tía Parienta se enojó porque Rosa Aurora me dijo que mi mami era una asquerosa cabatureta…! ―dijo la niña llorando. 

Le rogué a Susanita que se fuera a su cuarto, que era el mío también. Le prometí que ya no íbamos a reñir, solo que tenía que hablar con su papá. 

―Que no la chingue tu vieja, Martín. La niña dijo que a su mami, Diosito le quitó los brazos para de ahí, construirle unas alas que más tarde ella usaría para volar hacia la luz. Y tu mujer le dijo que eso no era cierto, que Susana se quemó los brazos por andar de cabaretera, y más cosas que la niña no alcanza a comprender. ¿Vas a permitir eso? 

―Es que ya me amenazó con irse, y no me va a dejar ver a mi hijo. 

―No tiene derecho a hacer eso… 

―Pero, ¿y si cumple su amenaza? Yo quiero estar con mi hijo… ¿Me comprendes? Busca un lugar en renta y llévate a la niña, Parienta. Nada les va a faltar. Yo me encargo de ustedes. 

―Para eso me gustabas, pinche puto. A lo mejor a la que nunca vas a volver a ver va a ser a Susanita… 

―Quizá sería lo mejor… quién sabe si yo sea su padre. Rosa Aurora ha tratado de abrirme los ojos y… 

―¡Chinga tu madre, Martín! 

No me pareció correcto que de modo subrepticio se incorporara Susana al cabaret. Era cierto que yo iba a hacer mis ventas, pero mi prima le dijo a Martín que entre las dos íbamos a vender y que las mujeres compraban más entre semana porque estaban menos ocupadas. 

Tan tonta mi prima. Martín se hizo pendejo una semana, a la siguiente le bastó con llegar al Nueva York y ver a su esposa meneando las caderas en el escenario, bañada de luz, como decía ella que le gustaba, salpicada de miradas lúbricas de hombres que enloquecían cuando los bucles de su cabellera negra, rozaban su breve cintura. Por fortuna, Martín no hizo ningún escándalo. Le recordé que mi prima no quería juntarse con él. Ella era feliz recibiendo aplausos, regalos, flores, joyas, y de él solo recibía galanteos y palabras cursis. Susana no bebía ni alternaba con nadie. Se enfocaba nada más en el baile. Con el único que tuvo relación fue con Martín y lo hizo por la pena que le despertó ese hombre que plañía de amor por ella,  y se embarazó. 

Adivinar si él aconsejó al médico que no le hiciera el legrado y Susana terminara viviendo con él. A mí me quedó esa duda desde la noche de la tragedia, cuando dijo que la niña existía gracias a él. A mi prima no le afectó el vivir en una casa pobre. Eso fue un pretexto para volver a trabajar. Martín terminó aceptando porque se dio cuenta que el sueldo de Susana lo alivianaba de muchos inconvenientes. Incluso por ella pudo obtener las placas del taxi y ya no estaba supeditado a un jefe. 

Muchas veces Martín me preguntó si no me pesaba estar a la sombra de mi prima, yo le dije que no. Una vez me preguntó mi nombre, porque no recordaba el que usé para bailar en el ballet, ni el real. A mí nunca me importó nada más que apoyar a Susana. 

Cuando vivíamos en el pueblo nos escondíamos en el granero, a ella le gustaba porque estaba oscuro. Me pedía que la iluminara con una lámpara de keroseno y ella se movía tarareando música que se inventaba, a veces, aprovechaba el sonido que nos traía el viento de algún aparato de radio. Cuando ondulaba los brazos me parecía que eran alas, y creía que en cualquier momento iba a despegar los pies del suelo porque volaría. 

Nos escapamos del pueblo entre los quince y dieciséis años. Ella nunca tuvo miedo, me prometió que todo iba a estar bien. Yo no me angustié, confié en ella. 

La venta de productos en el cabaret sigue siendo buena. Aunque eso no me alcanza para pagar a tiempo la renta y los demás gastos.  Y eso que alquilé un cuarto pequeño. Tiene un anexo de madera que uso para cocinar. Qué diferencia cuando Susana le hizo mejoras a la casa de Martín. Mandó construir una recámara para la niña y otra para mí, pero la esposa hasta eso le quitó a Susanita. 

Le avisé a Martín que estaba a nada de vencerse el recibo de luz y lo estoy esperando desde hace tres días. Quizá deba buscar un trabajo extra para que a Susanita no le falte nada. A Tepatitlán no podemos ir. Cuando la boda de Martín fui para allá buscando a mis padres y a mis tíos; quería que conocieran a la niña, pero nadie nos quiso recibir, ni siquiera cuando anuncié el óbito de Susana. Estaban todos tan indignados que hasta me dijeron que la Iglesia nos había excomulgado. Susana se habría orinado de la risa si hubiera sabido eso. 

Varias veces le pregunté si no le gustaba la luz del sol recostada en los prados, corriendo en los bosques, en los jardines y dijo que sí pero no más que la luz de un reflector. Cuando yo veía que algunas palomillas se iban buscando la luz del televisor, le decía que ella era semejante a esos bichos, pero nunca se ofendió. 

El saber que nunca bailaría en un escenario mató a Susana. Le amputaron los brazos, pero para bailar tenía las piernas. Sin embargo, tan solo imaginar que nada volvería a ser igual, se infectó de tristeza. Se fue yendo de a poco, casi a suspiros, anhelando esa luz que tanto decía que necesitaba.

 No mencionó a su hija en su agonía, quizá porque sabía que su padre la adoraba o porque estaba segura que yo me haría cargo. Sin afán de juzgarla, pero creo que no fue una buena madre. 

Sabía que esto iba a pasar. Poco a poco, Martín se va a ir desentendiendo de lo que es su responsabilidad. No vino a dejarme lo del pago de la electricidad; ya nos la cortaron. Estaba segura que la niña se le estaba convirtiendo en un estorbo, pero de ella me voy a encargar yo. Voy a partirme el lomo con tal de que salga adelante y sea una chingona. Y ojalá que nunca se le atraviese la mala ventura a ese desgraciado que le tocó por padre, y la busque cuando sepa que triunfó en la vida, porque antes muerta a que ella le eche una mano.

 Aquí hay que ser parejos. Se atrevió a decir que a lo mejor la niña no es suya, y siento que no se lo puedo perdonar. Ya verá ese cabrón cuando Susanita sea una doctora, o arquitecta, o hasta una de esas abogadas famosas que salen en los periódicos. 

10 ―Así cenan los ricos. 

―¿A oscuras? 

―No cenamos a oscuras, tenemos una vela.

 ―Me gustó. 

―¿Te gustaron las tostadas? ¿Y el chocolate? 

―También. 

―Qué bueno. 

―Tía Parienta, ¿tiene pilas la linterna? 

―Sí, pero prefiero la vela; las pilas están muy caras. Además, ya es hora de dormir, no necesitamos la luz. 

―Es que, quiero que me alumbres. 

―¿Para qué? 

―Mira, me voy a parar aquí… tú me iluminas y yo bailo. 

―¡Susanita! ¡Por Dios! 

―Dame permiso, tía Parienta. ¡Anda, échame la luz! Canta esa que ponía Rosa Aurora para hacer enojar a mi papá: allí quemaron tus alas, mariposa equivocada, las luces de Nueva York. Y sostén la luz, esa es la energía que me hace bailar. ¡Amo bailar! ¡Eso es lo que quiero hacer toda mi vida! 

FIN.

Entre paréntesis

Es un extravío desesperante; el tictac del reloj acompasa ese tiempo repleto de oscuridad que me atropella la paciencia. Los gritos de la noche se ven interrumpidos por una ráfaga de una metralleta, esa sí muy vívida, el tictac empeñoso en disturbarme, más tarde otro ruido que cimbró la calma endeble que estaba conquistando, y un insomnio impertinente mordiéndome la paz. Han transcurrido veinticuatro horas; el cuerpo no protestó porque no le permití dormir a las siete de la mañana, ni a las diez, tampoco a las cuatro de la tarde. 

Su venganza estaba lista a la medianoche. Ni siquiera hay cansancio, solo la consigna de que se resistirá a dormir con el canto de las estrellas, ignorará el arrullo de la luna, lanzará por la borda el compromiso del próximo lunes, claro; es un complot entre la mente y el cuerpo, se han obstinado en hacerme sentir un parásito. Estoy atrapada en el paréntesis de mi voluntad contra la mala costumbre.

LG.