UN ESCUPITAJO CON TODO RESPETO
Ella me lleva en alma, y tu en la imaginación
tú me miras con los ojos, ella con el corazón;
lo tuyo es capricho, pura vanidad;
lo de ella cariño, cariño verdad.
Juan Legido
(Los churumbeles de España)
Hay un dicho en el Istmo de Tehuantepec: ¡Ahora sí se juntaron piedra con coyol! El coyol es una palmera que se da por esas tierras tropicales. El fruto, también llamado coyol, es del tamaño de una almendra. De sabor un poco dulce. El centro de éste, tiene algo parecido a un coco, envuelto en una cáscara negra y muy dura. Demasiado dura.
Describo todo ésto por el desafortunado encuentro que tuvieron doña Victoria y Aura. Aura era una mujer muy joven, de apenas veintiséis años. Tenía un carácter fuerte y había vivido sola desde hacía diez años. No lo había pasado bien, pero lo había pasado al fin. Y se veía bien. Era autosuficiente y obtenía ingresos haciendo un sinfín de cosas. No era una vendedora. Lo mismo podía redactar una nota para algún periódico, dibujaba haciendo sarcasmos políticos, pintaba primorosos atardeceres al óleo, Se codeaba con gente de alcurnia y no se puede entender por qué, no tuvo como pareja sentimental a una persona que se manejara en ese nivel social.
Eligió para vivir un barrio en una colonia popular. Ese barrio estaba en una región céntrica. Le quedaba cerca el aeropuerto, el centro de la ciudad, y no tenía queja alguna. Por ello, Aura vivía en ese lugar, donde, rara vez era visitada por algún amigo o amiga; pero salían bastante asustados por la mala pinta que tenía todo aquel paraje.
Era una persona muy seria en sus asuntos y la vivienda que alquilaba la tenía muy bien acondicionada, para el gusto y el placer de su arrendadora, ya que, tampoco se atrasaba en los pagos.
No tenía algún horario fijo para entrar a ningún trabajo y vivía con desenfado en ese aspecto. Fue por ello que, no quizá, seguramente, el hijo mayor de doña Victoria, decidió instalarse cómodamente en aquella casa. Aura, que padecía de una crisis de soledad no se percató del momento exacto, en que ya estaba a sus anchas Sebastián en la poltrona más mullida de aquella casa. Un hombre que le llevaba veinte años. Tenía un matrimonio destruido y varios hijos e hijas con distintas mujeres.
Instalarse en el sitio de Aura fue fácil. Que Aura fuera como las demás, no se pudo. Aura siempre fue determinante ante la idea de no tener hijos, y no los tuvo. Ni con él ni con nadie. Y eso que, mucho tiempo después, Aura se casó en una fastuosa boda con un hombre serio, bueno y guapo.
Aura jamás estuvo remotamente enamorada de Sebastián. Eso cualquiera lo percibía. Las mujeres desdeñadas, siempre conseguían el número telefónico, o la dirección de la mujer en turno, y la agredían o mentían diciendo que él, que Sebastián seguía yendo a verlas, tenían camas de amor con él, y Aura, o bien, colgaba el teléfono, o sostenía una plática con las despechadas; pláticas de lo más amenas porque Aura, gustaba mucho de platicar.
Por esa razón, las que buscaban pleito, terminaban peleando con el picaflor, o bien, sucumbían ante el carisma de Aura que no le hacía un sólo escándalo a Sebastián. No le interesaba en el aspecto sexual.
Sebastián por su parte, presumía orondo que siempre tuvo a la mujeres más bellas, y se había hecho a la idea de que siempre buscaría una, diez años menor que él, y sólo viviría con ellas, diez años. Y así lo hacía.
Aura tenía consciencia de que ese señor, sólo estaría diez años con ella. Mientras tanto, vivía su vida.
Las que parecían tener el alma amarilla por la hiel esparcida en sus vidas, eran la madre madre y las hermanas de Sebastián.
- La putita que te regaló el coche - Solían decir.
Aura no era ninguna putita, ni le regaló ningún coche. Se los dejó en alto y en claro la vez que Sebastián llegó pidiendo las llaves del automóvil, porque quería llevar a su madre y a una hermana al estado de Hidalgo y se llevó tremenda sorpresa.
- Lo vendí. -Dijo sin más.
Se encogió de hombros ante el cuestionamiento, y esa fue su única respuesta. No le dio la gana explicarle que estaba requiriendo dinero para invertir en un negocio que resultó bastante fructífero. El coche era de ella, y por ende, hizo con éste lo quiso, y sin consultárselo.
Quién sabe que explicaciones habrá dado Sebastián a su madre y hermanas, pero la resulta es que él seguía ahí. Aura era un tanto generosa. Sebastián le venía mejor como una especie de huésped, que se asía a la paciencia, que sacaba de la otra paciencia, más paciencia para escucharla. Aura, cuando empezaba a hablar, no le paraba la boca. Una vez que se desahogaba, no tenía oídos para escuchar, y menos a Sebastián, o don Sebastián. Vaya si le costó trabajo hablarle de "tú" y quitarle el "don". Hoy día, es el vejete, cuando se refiere a éste. De vez en vez, muy de vez en cuando.
Alguna vez, doña Victoria le regaló un pantalón deportivo a Sebastián, éste, se percató que el pantalón le quedaba chico y corto, por lo que se le hizo fácil dárselo a Aura. Éste sería quizá, el único regalo que Sebastián le diera a ella. Sebastián empezó a poner muchos pretextos para ya no presentarse a su trabajo, y finalmente lo perdió. Total, ahí estaba, viviendo en la casa de Aura, y en la casa Aura, nunca faltaba nada.
Cada uno tenía su recámara. Aura no toleraba dormir acompañada y era muy feliz en su recámara rosa. El tapiz aterciopelado, sus sábanas de satén, el tocador con ángeles dorados, su alfombra mullida... Solía decir que era muy "girly".
Una tarde en que, Aura tuvo un desencuentro con la hermana de Sebastián, a unos pocos pasos del mercado, lo último que se imaginó, es que tendría otro altercado, este sí, muy severo y con graves consecuencias, nada más y nada menos, que con la mujer cuervo: doña Victoria.
Una mujer severa en el vestir y en el hablar. Un luto estúpido desde hacía más de treinta años, hasta con mantilla de encaje. Aura, alguna vez, en un mercado de antigüedades, compró dos, y se las envió con Sebastián. Así era Aura.
Lo que no era comprensible, era la actitud de doña Victoria. Tan sobre actuada con su decencia, cacareándola a gritos, como si a todo mundo le competiera eso. El luto cerrado por un hombre que murió de alcoholismo y que tuvo la desfachatez de tener como amante, a la mejor amiga de ese entonces de doña Victoria, y que, por lo mismo, la tenían viviendo en la misma casa. A casi un par de meses que sucediera la muerte del beodo, fue que se enteró doña Victoria, y hasta ese momento fue echada la mujer traicionera, y el traidor, ese, esperaron su muerte. No tardó mucho.
A qué vendrían esos aspavientos de mujer disfrazada de la eterna dolorosa, quién sabe. Quizá era el dolor de la traición. Tampoco era coherente que, si Aura era una puta devaluada, por qué, sí eran aceptados los regalos que ésta enviaba.
Aura era tan desenfadada en ese aspecto, que cuando enviaba regalos a la casa de la madre de Sebastián, también enviaba viandas y otros obsequios a otra casa. Nunca esperando alguna respuesta. Alguna vez, supo que una de las tantas hijas de Sebastián, quería un árbol navideño, pero no tenían dinero. Aura adquirió muchas luces navideñas, y la niña pudo tener un árbol enorme, el que estaba en medio del patio de doña Victoria. Fue el árbol más admirado aquella vez.
Debido al desprendimiento de Aura, doña Victoria, sin ningún remilgo, le mandó pedir con Sebastián, una serie de rosas con luces para decorar el nicho que tenía de la Virgen de Guadalupe. Aura la complació.
Y aquí es donde la puerca tuerce el rabo. Aura tuvo deseos de cocinar. Casi no se daba a esa tarea, pero quiso hacerlo porque se le antojó la idea de combinar pollo con una salsa de zarzas, que según Sebastián, era un guiso muy sabroso que preparaba su abuela, cuándo vivían él, su primo y su abuela, en Zitácuaro.
Ya había conseguido las zarzas; fue difícil porque en la ciudad no se daban. Las encargó hacía dos semanas, y ya estaban ahí. Pasó a la pollería y escogió las piezas que más le gustaban. Estaba dando la espalda al puesto de doña Victoria. Cuando Aura pasaba por ahí, rara vez se percataba quién atendía ese puesto. No le interesaba. Era un puesto de semillas de frijoles, arroz, garbanzos, etc.
Escuchó una voz gruesa
- ¡Que poca abuela! ¡Ni la burla perdonas maldita buscona!
Fue entonces que Aura se volvió y vio a doña Victoria con la mirada lívida de coraje.
-¿ Es a mí?
Doña Victoria se le fue encima a golpes, arguyendo que el pantalón deportivo que vestía Aura, era de su hijo, regalo de ella. La gente de inmediato hizo un ruedo ante el degradante espectáculo. Hubo otra gente, mucho más prudente que intentó separar a las mujeres. Curiosamente, agarraban a Aura. No se dieron cuenta que al sostener a la mujer joven, doña Victoria tenía a una Aura inerme ante la agresión; por esta razón Aura forcejeaba, y se desasía de unos, cuando ya la agarraban otros.
Una mujer, casi de la edad de doña Victoria, se puso del lado de la colérica doña Victoria, quien, con los dedos como garras, le jalaba el pantalón deportivo a Aura. Aura no entendía lo que doña Victoria decía, a la vez que la agredía. Si así hubiese sido Aura, sin ninguna mortificación, se habría quitado el pantalón, y se lo habría entregado. Así, en calzones, habría ido a cualquier tienda de ropa del mismo mercado y habría comprado otra prenda.
Aura era especialista en hacer ese tipo de cosas. Y eso, habría escandalizado más a la falsa puritana de doña Victoria.
Desgraciadamente, doña Victoria quiso humillar a Aura, simplemente porque así era esa atrabiliaria mujer. Aura escuchó
- ¡Con todo y calzones comadre! ¡Quítele el pantalón con todo y calzones!
Eso fue suficiente para que Aura despertara el animal salvaje que llevaba dentro. Quién sabe de donde le salieron fuerzas para quitarse de encima a todos los que la detenían, ignoraba si para bien o para mal. Pareció que una fuerza extraña los empujara y nadie pudiera dar un paso adelante. Doña Victoria se atemorizó. La comadre vio los ojos en llamas de Aura e intentó correr, pero no supo qué fue lo que la clavó en su sitio. Aura le sorrajó una bofetada a la comadre metiche y chismosa. Apenas se escuchó un leve quejido de la multitud, al tiempo que voló una gota de sangre. En cuanto a doña Victoria, no tuvo tiempo de nada, cuando sintió escurrir sobre su mejilla el escupitajo de Aura.
Alcanzó acaso a cerrar los ojos, esperando algo peor. Se le saló el paladar, se le amargó aun más la existencia, y se confundió el salivazo con dos gruesas lágrimas que le brotaron de los ojos. Aura ya no pudo escuchar los lamentos de doña Victoria, haciendo alarde de la clase de mujer que era ella, una madre que sufría lo indecible por todos sus hijos, una viuda perenne que no comía carne ningún Viernes de todo el año, una mujer tan piadosa que no era capaz de mirar a los ojos a nadie en señal de humildad, una mujer que tenía un dormitorio para ella sola, que parecía un altar mayor de una iglesia de pueblo pobre, en fin un monumento a la bondad que no se merecía tal escarnio de una ramera, sí, una ramera que su hijo el mayor, habido tenido la imprudencia de hacerla su mujer, y ahora, su familia se estaba manchando de una manera tan inicua. Ella, no merecía vivir en ese légamo de injusticia, e imploraba a la corte celestial, enviaran a un ángel para que la escoltara hasta el umbral del Paraíso.
Aura, tras escupirla, le dijo
- Y no le hago más, porque le tengo respeto.
Y se alejó sin volver la vista atrás, ante la atónita mirada de la gente, que no sabían si reír a carcajadas por las sandeces de aquella remedo de santa, o la iracunda mujer joven que dos patadas y un pedo fétido, puso punto final a aquella infausta gresca.