SÓLO
APLIQUÉ UNA LEY DE NEWTON
Llegó con ínfulas de superdotado y rayó en
el pizarrón su nombre con tal energía, que la tiza se partió.
Se leía: Somohano. Pero todos debían
decirle, subrayó: ingeniero Somohano.
Y se le desató la lengua hablando mal del
gobierno; que hacía enclenque al país porque que no valoraba a gente que como
él; siempre estaba en estado alfa, y que poseía un don ultra para aquello de la
ingeniería química; y no había sido contratado por la empresa gubernamental del
petróleo, y ahora estaba ahí, haciendo un papelote; desperdiciando su vida
frente a una bola pendejos. Sí, ellos, los alumnos, eran para él, todos; una bola pendejos.
Los
descalificó de la manera más indigna y escupió sobre cada uno de sus nombres, y
Beatriz volteaba una y otra vez, a los lados y hacia el fondo del salón y los
veía a todos inertes, con los ojos desorbitados, pero mudos. Parecían todos,
unos pescados en un estante. Entonces Somohano parecía tener razón. Sí eran, o
al menos parecían, una bola compactada de pendejos, pero ella no quiso ser
parte, por lo que gritó:
« ¡Basta ya ingeniero Somohano!».
El grito de la estudiante le cayó como
agua fría al profesor y se espetó aún más de su rabia crónica y se le
revolvieron los complejos junto con el huevo tibio que había tenido por
desayuno.
— ¿Quién se cree usted que es? Señorita…
— ¡Beatriz! ¡Señorita Beatriz ingeniero! —
Dijo con fuerza la joven — ¡Y me creo lo que soy!
El profesor Somohano bajó entonces el tono
de su palabrería, pero sólo para hacerla más ácida después, y para Beatriz;
intolerable.
Miró siniestramente a todo el grupo y
lanzó una pregunta
— ¿Por qué están ustedes aquí?
Silencio sepulcral e incómodo al grado
tal, que se escuchaban los resuellos de los estudiantes, chapaleando en su
transpiración densa, y todo empezaba a pudrirse. Somohano apuntó con el dedo a
un joven, pálido y petrificado de horror.
— ¡Contéstame tú! — El muchacho hizo
un intento, pero sólo tartamudeó sin
dejar en claro ninguna palabra. Somohano desistió de ese, y señaló a otro. Beatriz quiso tomar la palabra pero Somohano
le lanzó un — ¡Shhht! — Y sin mirarla siquiera. Sólo con la mano le señalaba
que se mantuviera a raya, y con el dedo índice de la otra mano exigió a otro — ¡Tú!
¡Contéstame! ¿Por qué están aquí?
El estudiante carraspeó y se puso de pie,
para decirle que estaba ahí para cursar su educación preparatoria, porque su
padre tenía la ilusión de que él llegara a ser un médico, y fue interrumpido
por Somohano — ¡No! ¡Esa es una pendejada! ¡Respóndeme! ¿Por qué están aquí? —
Una mirada displicente a todo el grupo y
con un ademán le indicó al joven que se sentara.
Somohano suspiró al tiempo que se sentó
frente a su escritorio y dijo
— Yo
sí sé por qué están aquí. — Dijo de manera suave. La única suavidad que tuvo
hasta ese momento. Pero ésta, estaba envuelta de toda la insidia que poseía ese
sujeto perverso.
— Ustedes están aquí, por la calentura de
su madre y de su padre. Si ellos, antes de que se les calentaran los genitales,
se hubieran ocupado de mantener frío el cerebro… ¡Entonces ustedes no estarían
aquí!
Hasta ahí soportó Beatriz, quien con diecisiete
años, no había conocido tal sevicia en ningún otro ser humano. Lanzó la silla
al suelo y perdió el objetivo junto con la compostura, para que le nacieran –como hierbas cizañosas– unos deseos enormes
de destazar a ese tipejo, que quién sabe de qué estaba hecho; porque nadie
parecía tan indignado como ella. Al contrario, quisieron aplicarse lo más
posible para no ser reprobados. Le creyeron a él, que eran ellos quienes se
habían ganado, sin merecerlo, una magnífica oportunidad. Él era mucho maestro para ellos. Así lo
entendieron y se lo hicieron saber, junto con el recado de que estaba
suspendida quince días, por haber sorrajado la silla contra el suelo.
Beatriz aprovechó ese tiempo para conocer
a fondo a la única secretaria que tenía el plantel. Se llamaba Lina. Era una
muchacha bonita que sólo hablaba de los planes que tenía, junto con su novio,
para tener una boda fastuosa. Mientras esto no sucedía, le contaba a Beatriz
las aventuras que estaba teniendo, con un par de novios extras, con quienes no
tenía ilusión de contraer nupcias. Beatriz percibió el grado de estupidez de
Lina y atacó duro y se fue a la cabeza. No hizo escándalo cuando no fue
escuchada, la vez que quiso que echaran a su nuevo profesor de matemáticas. Al
contrario, se le metió por los ojos a la directora y dueña del colegio. La
señora Gil, miró con simpatía a la estudiante que escribía con celeridad en la
máquina de escribir, y se sorprendió cuando encontró escritos perfectamente
bien redactados y sin faltas ortográficas. Fue contratada como secretaria, justo a los seis meses de iniciar sus estudios
de bachillerato.
La misma profesora Gil la matriculó en otro
colegio; en el turno nocturno, para que la chica ocupara todo el día en la
oficina, y para que no hubiera ni cercanía ni familiaridad con los alumnos.
Estando del otro lado de la verja, Beatriz
conoció el exangüe salario de los profesores, obviamente también el de aquel
fanfarrón atrabiliario, que tuvo la osadía de meterse con su madre y con su
padre, usando la palabra calentura.
Ella se lo tomó personal. Si los demás estudiantes se sentían tan apocados como
para recibir semejante trato, ella no se sentía ni apocada, ni estuvo dispuesta
jamás, a tolerar un trato tan vil y tan artero.
Fue tan desgastante el trabajar y
estudiar, que apenas tuvo tiempo de lamentarse al tiempo que abandonaba los
estudios para retomarlos, sabrá Dios cuándo; todo apuntaba a jamás y nunca. Se
adentró a sus actividades secretariales y fue desplazando, casi de modo invisible
a Lina, quién lloró haciendo una cascada de maldiciones a aquella estudiante,
que de manera pueril se le acercara con la pregunta tonta de cuánto ganas al mes; y en un parpadeo ya
no tuvo más oportunidad que casarse sin azahares ni emperifollamientos, porque
el hijo les podría nacer en medio de la banqueta si no se daban prisa. Beatriz
imaginó a Somohano diciéndole a Lina, que ella estaba en esa situación, porque
entre su novio y ella hubo… calentura.
A Beatriz
la sangre se le estaba congelando porque recibió sin ninguna emoción la noticia
de que Lina se iba y ella se quedaba. Ahora la frialdad era su inclinación; lo
demás lo veía como un signo de debilidad, y de… calentura. Obviamente le adjudicaban más
responsabilidades a lo que ella exigió más sueldo, y se comprometió a trabajar
de siete de la mañana a once de la noche. Llevando a cuestas el control de la
escuela; mecanografiaba certificados, oficios, y cartas de la profesora Gil.
Llevaba la contabilidad y por ende, tenía a cargo el pago de los profesores.
Somohano no imaginó jamás, hasta donde
llegarían los alcances de esa muchacha lívida de resentimiento, tan delgada
como una sílfide, tan diminuta como un suspiro, y ello, la hacía parecer tan
inofensiva como una gaviota en un desierto de arena. Sólo que las gaviotas en
su terreno, se alimentan de carroña, de insectos, de ratas, de pájaros más
pequeños a los cuales atacan en pleno
vuelo, y desgarran así, las historias románticas de los poetas hacia éstos
láridos.
Ya le sucedía por cuarta o quinta vez a
Somohano, y rolaba los ojos y rechinaba los dientes por la corajina ¡A su
cheque siempre la faltaba una firma y no lo podía cobrar! Beatriz lo hacía con
todo el propósito posible de que se le reventara la bilis, y se embelesaba
imaginando, cómo ese hombre petulante, se ahogaba en un pantano amarillo
verdoso, junto con su hambre crónica de su mal dormir.
Somohano pidió una tregua a la muchacha.
Le aconsejó que una conducta como la que llevaba ella, a su edad, pudiera
afectar su candor, su futuro, su entusiasmo, y un sinfín de cosas que pudieran,
pero no afectaban en lo mínimo a una Beatriz enfrascada en una reyerta sin fin,
con una tirria enconada desde que aquel señor, tuviera el arrojo de hablar de
sus padres y usara la palabra… esa palabra que usó. A esto; le sumó su deserción al instituto por la
necesidad imperiosa de ganar centavos, bueno, centavos ganaba él, ella gozaba
de un buen sueldo no obstante, que era aún menor de edad.
Y era entonces que Beatriz aprovechaba a
cuestionarle de ese estado alfa que, según él, lo hacía diferente y superior a
la puta humanidad, en ese puto país, en donde no aprovechaban a los… como él,
un superdotado que denostaba a los estudiantes, diciéndoles que se les aguaba
la boca, cada que veían un plato de enchiladas, y que esas, eran puras putas
porquerías. Era la soya, el alimento que, otra vez según él, lo convertía en un
hombre de un coeficiente intelectual muy
elevado.
La solicitud del ingeniero Somohano para
hablar con la señora Gil, siempre se veía truncada por la cantidad de
subterfugios que Beatriz encontraba para que nunca se diera tal encuentro.
Realmente, la profesora Gil, se tiró a un océano de visitas y paseos, ahora que
la dirección de la escuela estaba a cargo de una joven extremadamente
diligente, que actuaba con imperturbable rigidez y magníficas aptitudes.
Cuando se le agotó la trampa de omitir el
cheque de la firma, que tenían mancomunada, la señora Gil y su hijo, recurrió a
otras, más feroces, más implacables y por demás, purulentas y perniciosas.
El cheque no podía entregarlo porque las
listas de calificaciones no estaban legibles, porque era necesario aclarar su
tarjeta de asistencia, que parecía que presentaba anomalías, y muchos etcéteras
que la joven guardaba bajo la manga de la venganza.
Alguna vez el ingeniero Somohano, ciego en
el resplandor de una batalla silenciosa, se le ocurrió escribir la lista de
calificaciones, un nombre a tinta, seguido con un nombre a lápiz de cada
alumno. Cuando entregó este material dijo con sorna:
— Te regalo el destino de los que están a
lápiz. Tú puedes ser la heroína y salvarlos del naufragio.
Beatriz no dijo nada. El regalo no lo hizo
válido para aquellos que sus nombres estaban a lápiz. Todo lo contrario para
sus ex compañeros; aquella bola de pendejos, tal y como dijera Somohano, que
estaban vueltos locos, buscando una solución a una ecuación incoherente, que
tenía un planteo lunático.
Parecía una fábula que se hubiesen tragado
de cabo a rabo, el hecho de que el ingeniero Somohano hubiese encargado, y les
daba un largo plazo, hasta que terminara el curso, de hacer indagaciones sobre
unas huellas de quemaduras extrañas en un lugar de Puebla, conocido como
Atlixco; para que pudieran darle el resultado de la potencia, velocidad, y
medidas de un OVNI. Se burlaba de ellos y no lo percibían, bola de pendejos.
Estaban aturullados buscando el modo de juntar para el viaje, y hacer las
mediciones, y así quizá, salvar la materia que llevaban arrastrando como un lastre,
precedida por un enajenado mental que le
estaba afectando tener por comida un culimiche puñado de alpiste ¡Qué soya ni
qué la chingada! Y dijeron los abrumados estudiantes, que cuando Somohano les
hizo esta proposición, rubricó
— Ese es mi precio si quieren aprobar mi
materia. Y no permitan que su limitación cognitiva los empuje a calificarme con
el vulgar adjetivo de loco; sólo porque mi superioridad los acompleja.
Beatriz jamás imaginó que se le
presentaría una oportunidad tan genuina y tan fortuita para despedazar a ese
airado ingeniero de quincalla. ¡Ahí estaba la esposa del ingeniero Somohano!
La escrutó con una mirada hosca y a la vez
incrédula. Se sintió una estúpida superlativa, porque como la bola de pendejos,
creyó que Somohano era incapaz de tener una acción tan humana e instintiva como
la de tener familia. Y cómo no iba a pensarlo, si seguido insultaba al alumnado
diciendo que eran las antenas de testosterona y progesterona, según fuera el
caso, lo que no les dejaba usar ese cerebro oxidado, con nula costumbre de
razonar, y como animales, se dejaban
llevar por el instinto, y estaban escurriendo de deseos por aparearse con quien
fuera.
La mujer mostraba incomodidad ante la
mirada torva de una jovencita que no se doblegaba ante la insistencia de que,
el niño que llevaba en brazos, el hijo del ingeniero Somohano, no tenía alimento
porque no se le entregó de nueva cuenta el cheque de su paga, por no haber
entregado una lista de calificaciones a una sola tinta.
La mujer era alta, contrario a su esposo,
pero más gorda que él y no se expresaba con un lenguaje rico. Todo lo
contrario; era torpe.
Beatriz no se detuvo a imaginar siquiera, si
esa mujer era una víctima más del escarnio
de ese hombre furibundo. Apenas sintió lástima por ella, pero sólo por tenerla
frente a frente y en calidad de pedigüeña.
Beatriz aplicó el refrán que versa que el
cordón se revienta por la parte más delgada y puso el dedo en la llaga antes de
que su oportunidad se le fuera por la tangente. Le asestó la pregunta que hacía
meses su otrora profesor de matemáticas le dejara un acerbo que la desquició.
—
¿Por qué está es niño aquí? — señalaba al infante con una mueca de asco. La
mujer contestó — Es que no tengo con quién dejarlo, y si usted me paga en efectivo,
de paso le compro la fórmula y una medicina que… — Beatriz la interrumpió
diciendo — No, no, no, no, no… esas son pendejadas. ¿Por qué está ese niño
aquí?
La
mujer solo atinaba a, tremulante decir que no entendía absolutamente nada.
¿Qué tenía eso que ver, con el salario que llevaba tres meses demorado de su
esposo? Dijo que él la había enviado y le había comentado sobre la estulticia
de la secretaria joven con la que seguido tenía altercados. Saber esto, a
Beatriz la alegró de un modo tal que esbozó una sonrisa, que la mujer le
devolvió con bonhomía.
— Le voy a decir por qué está este niño
aquí — Dijo con rudeza Beatriz
— Dígale a Somohano que yo le dije esto.
Este niño está aquí, por la calentura de él y de usted. Si antes de que se les
calentaran los genitales, se hubieran ocupado de mantener frío el cerebro, este
niño no estaría aquí muriéndose de hambre, como seguramente los están ustedes.
¿O no?
La mujer incrédula sólo atinó a llorar; y
ni esto doblegó a Beatriz, diciéndole fríamente que el cheque saldría quizá,
con la carta de renuncia del profesor. Así
hería con dos puntos, cual recta
secante; en la curva que tomó Somohano enviando a la pendeja de su mujer. Y
habló sobre la renuncia, porque estaba segura que convenció a la profesora Gil,
que el trabajo de Somohano era cuestionable por su intransigencia y el alto
índice de alumnos reprobados y dijo con reticencia, que ese lugar, aparte de
ser una escuela por sobre todo, era un negocio. ¿O no? ¿Dejarían marchar a los
clientes…? Perdón, ¿a los alumnos por ese hombre insoportable?
Iba entrando un pasante de medicina que se
pagaba la carrera, dando clases de biología en ese fútil plantel y preguntó qué
había pasado, que un poco más y se tropieza con una mujer que corría y lloraba
como loca, con un niño en brazos hacia la salida. Beatriz, sin mirar al
profesor, se sentó sobre su escritorio y empezó a mecanografiar algo, pero
respondió:
— Sólo le apliqué al ingeniero Somohano
una ley de Newton. El joven estudiante y profesor se sonrió al preguntar sobre
dicha ley, y sin desparpajo Beatriz remató: a toda acción, corresponde una
reacción de la misma magnitud, pero en sentido contrario.
— ¿Por qué está usted aquí maestro?
— ¿Perdón?
— ¡Olvídelo!