lunes, 7 de noviembre de 2016

MI ESPOSA LA SOLEDAD

    



Es como cualquier otra. Llega justo cuando menos la quiero o la necesito aquí. Llega, aún sin llamarla. Es la que no me deja dormir. Es la que me roba la paz. ¿Quién dice que el matrimonio es el final feliz de la novela? ¡Para nada! Es la que me chinga, no los centavos, los pesos, todos.
     Con tal de evadirla, me meto a los centros comerciales, los mejores, esos que tienen a las mujeres de cuerpos perfectos, con mirada fría, portando trajes y joyas que jamás podrían pagar. Y ni así se va. Parece que se relaja un poco, pero, ¿quién dice que un hoyo se tapa escarbando más? Y entonces, un bar. Ahí, se me va otro buen monto de lo que no puedo pagar, más de lo que gano, pero ¿ para que se hicieron las tarjetas de crédito ? Ya, cuando las cosas van peores, entonces el médico. Sí. Un médico. Que me receta "prozac" o ansiolíticos para poder dormir al menos, y no pensar en ella. Pero ¡me despierta! Y se convierte en hambre, esa, la que no puedes saciar, porque es mi esposa la soledad que me vacía por completo, es un vacío perenne, que con nada se puede llenar. Y lo peor, es que no existe el divorcio, aquí, ni siquiera es hasta que la muerte nos separe, todo lo contrario. Se morirá conmigo y vivirá conmigo si tomara la valiente o la cobarde decisión de mandar todo al carajo, ella viva y yo muerto ¡Ya la veo! Tan fría, tan flemática a mi lado. Sin importarle si ganó o perdió. Eso me importaría a mí. Porque mi esposa la soledad, no parece celosa si me voy de putas, pero ¡vaya que si muestra venganza! Tras llenarme de vicios y romper los prejuicios quedo oliendo a humedad y a naftalina, a jabón corriente, y la piel se me reseca y se me parte. Y entonces mi esposa la soledad se hace más patente, más presente, como el dios ese que dicen que viene si lo invocas, como el diablo que también viene para que te vuelvas indeciso y no sepas cuál camino tomar, así es mi esposa la soledad, sólo que ella no es buena ni mala, si no todo lo contrario. Tú también la conoces, ahí está, a tu lado, asómate y veras...

UNA HERMOSA Y COMUN NOCHE DE INSMONIO

UNA HERMOSA Y COMÚN NOCHE DE INSOMNIO







     Ya había pasado una hora más de la media noche. Ya se había muerto la luna azul, sí, una luna que anunciaron, que salió dos veces en el mismo mes. Ya se había muerto y no la vi, porque se adoquinó el cielo de nubes densas, llenas de petróleo, creolina y naftalina. Quién sabe qué les pasó, y quién sabe qué demonios me pasó a mí, porque tal y como se apretujaron las nubes de mi cielo, me cayeron como tromba las culpas, todas, toditas. Y entonces volví a temblar de miedo, como debieran temblar todos, toditos los culpables. Recordé mi pesadilla hacía unas horas, aterrada se me caían tres muelas fétidas y me dolía la fosa nasal izquierda. Por fortuna era sólo un sueño, más ahora no estaba soñando, pero un necio insistía que sí, que sí estaba soñando. Pero el horror me paralizó, y me imaginé el terremoto que  sacudiría el suelo y me mataría, lentamente, aplastando mi cabeza con mi propio patrimonio. Y entonces me abrazó la melancolía por encima de mi miedo; y deseé con lo que me restaba de voluntad que también a ti te llevara el diablo, porque me quedé solita con las estrellas que se burlaron de mí porque jamás pude alcanzarlas, mientras tú, estabas tan enamorado de la Negra Tomasa, que te entretuviste con eso y no me devolviste mis alas, y no pude surcar los cielos de mis esperanzas. El pánico se asió a mí con sevicia, y fue que sentí tremendo apego  al mundo, y me dolieron los zapatos de ante que quizá no me pondría, porque el juanete se inflamó de pura soberbia, y me dolió saber que, se quedarían empeñadas para siempre en una casa de pignorantes desesperados, las cadenas de vanidad disfrazadas con cachos de metal amarillo. A la vez, se me fruncían los oídos imaginando la voz de falsete de una colombiana desquiciada que preguntaba ¿dónde están los ladrones? Y al tiempo se burlaba de quién la oía, diciendo, soy yo una de todos esos, incluso el que hace llorar la guitarra, porque la toca con la lengua sádica el muy eunuco. Y era ahora la ira, que abrazaba la melancolía y apretaba contra mí el horror. No me brotaban lágrimas y ese fue quizá, el único momento que me permitió suspirar, porque creí que no me quedaba tiempo en el tiempo de aquí del mundo, para recoger mis sueños rotos, todos, toditos, y envolverlos en mi frágil tela de resignación para prenderlos apenas con alfileres de castidad ¿a dónde guardaría las lágrimas derramadas? Y apresurada quería gritarle al mundo mi desdicha, e imaginaba a todos tan indolentes, acusándome de haber fumado marihuana, como si ellos no desearan un poquito de ácido para calmar la ansiedad que les provoca la resaca por el ethanol y la nicotina. ¿No era yo, la estúpida romántica que decía que no había mayor fortuna que volver a casa? ¡Volver a casa! ¿A la casa de quién? Si no es mía, entonces ahí hay un tiránico mandón, colérico, y si no es así, sólo basta con ser el dueño, y entonces la arrimada sería yo, arrimada como estuve, de préstamo por el mundo, y no creo que pueda decir ¡El Universo me pertenece! Afortunadamente, todo eso pasó, cuando pude dormir, y dije que hube soñado cosa tan cruel, y un maniático me dijo: por más veces que despiertes, seguirás soñando, así toda una eternidad. Sueñas y no duermes, y  te despellejas el alma por atreverte a soñar, que estás en la vida queriendo vivir, pero te alocas de muerte queriendo dormir...

EL TAMAÑO ¡SÍ IMPORTA!

EL TAMAÑO ¡SÍ IMPORTA!
Imagen extraída de la película "Clase 1984" 
Una película altamente recomendable, aunque en esta película, el abuso, es de los "estudiantes"






        Por supuesto que el tamaño impone. Había un estudiante, que cursaba el sexto año, y hacía temblar al más sosegado. Alcanzaba casi el metro, con noventa centímetros. Por fortuna lo vi abandonar la escuela sin terminarla. No sólo era alto, sino que ya casi era un hombre, y se vio comprometido a mantener a una mujer, y a un hijo, y no volví a saber más de él. Así que no supe, cómo habría reaccionado, si hubiese él, permanecido en esa escuela, donde hacían que entrara la letra con sangre, tal cual versa el refrán. Eran principios de la década de los setenta. Fui el conserje desde ese tiempo, en que en un galerón era ocupado por muchos chiquillos que no se amilanaban con el calor que hacía hervir los ánimos. Faltaron dos años para construir e inaugurar el nuevo edificio, con muchos salones con buena ventilación, baños con lavabos y retretes. Pero mientras, tuvieron que aguantarse en el piso de tierra, llevando ellos mismos su silla, para recargarse a escribir sobre bloques de hormigón. 
     Daba gusto ver con cuánto entusiasmo algunos tomaban clases bajo la fronda de un árbol de almendras. Hasta un Jardín de Niños había. También, hoy que soy tan viejo, lamento que muchos hayan desistido de ese entusiasmo, y hayan dejado truncados sus estudios, como el hombre joven ese, que por una pelirroja ni siquiera terminó la educación primaria.



     Lo que más me apena, es saber, que algunos desistieron de estudiar por el inflexible carácter del director Córdoba. Todos, los que a veces veo, y me saludan, lo recuerdan como buen profesor, pero escupen maldiciones sobre su nombre, y es que, sí abusó.
     La mayoría me dicen que le agradecen, la magnífica ortografía que les enseñó, los hábitos higiénicos, pero todo a punta de chingadazos. Eso fue lo malo.
     Usaba una regla que medía un metro, y otra pequeña, que más bien parecía, la batuta con la que dirige un maestro su orquesta.
     Inolvidable el día que llegó Juan Alfredo, su hijo. Era un muchacho moreno, de cabello lacio, simpático y como llegan la mayoría, muy tímido. No faltaron las murmuraciones contra el recién llegado imaginando que ya había llegado el consentido; y que sufrirían con el tirano que tenían, el profesor Córdoba, aunado al favorecido, que quizá era un chamaco chismoso y chillón. Sí, chillón sí, y no le faltaron razones.
    El profesor Córdoba lo trató bien las primeras horas del día, lo puso a revisar las tareas de sus compañeros, y lo mantuvo sentado en su propio escritorio, pero terminado el recreo, lo puso frente a la clase. Ahí le leyó la cartilla, o mejor dicho, hizo que los educandos le dijeran las reglas de que al quebrantarse, cómo serían castigados.
     Les mostró la regla de a metro y preguntaba: ¿Cómo se llama esta? Y los alumnos contestaban: La ley. Y la regla que parecía batuta, le gritaron: el revólver.
     Y como si se tratara de una clase importante para la vida, hacía que al que él eligiera, se pusiera de pie, y dicatara las normas.
     "El revólver. Es la que se usa casi diario y cada rato. Con ésta nos golpea las nalgas y las manos. Si nos portamos mal, si no cumplimos con las tareas. Si cometemos un error más grave, entonces con el revólver nos pegan, pero en las palmas de las manos, es mucho más doloroso"
     "Muy bien, tienes un punto a tu calificación"
     "La ley. Casi no la usa. Pero cuando la usa, es casi para ser expulsado. Uno decide, o la ley o la expulsión"
     Los castigos por lo que los alumnos recibieron golpes, fue incluso, por haber estado demasiado sudados por haber jugado al fútbol. Francamente, el profesor era bastante atrabiliario. Y lo más desquiciante, es que a Juan Alfredo, lo golpeaba a diario, por la mínima cosa. Alguna vez lo cuestioné al respecto y me dijo que todas las travesura que hacía Fredy, no eran castigadas en su casa, se las guardaba para la escuela. De este modo, era aun más severo, ya que sólo exhibía al pobre muchacho, que, quién sabe cómo superó el trauma y terminó su carrera de medicina. 
     La vez que le pregunté sobre la dureza contra su hijo, le afirmé que me parecía un exceso de su parte, ya que, el muchacho no podía pronunciar correctamente la palabra "es-tó-ma-go" ni la palabra "len-gua". Solía decir "estogamo" y "luenga". Por eso le dio tremendas golpizas para deleite de los amargados, que quién sabe por qué, le tenían ojeriza al muchacho, que no era más que una víctima más, igual que ellos.
     Aquí viene lo duro de la historia. No sólo el director, que a la vez era maestro del cuarto grado de la ecuela tenía la mala costumbre de golpear, sino que todos los maestros, tenían, digamos el permiso para hacer las delicias de los golpes con los alumnos. Les era dado con la bienvenida, las dos reglas, la ley y el revólver.
     Una maestra de nombre María Luisa, era en extremo enérgica, incluso, llegó a discutir seriamente con el director, esta tenía el genio más disparejo aun, pero a veces, tenía que aguantarse, tan sólo por respetar la investidura del director.
     Una tarde muy calurosa donde hasta las hojas de los almendros babeaban por el agobio, un muchacho muy rebelde nada más no toleró más el abuso. La verdad, es que la regla llamada "la ley" era de lo más livianita. Era una regla delgada, y creo que lo que más asustaba a los muchachos era una cuestión psicológica. Una niña me dijo que le dolían más los golpes con el dichoso "revolver" porque era una regla gruesa, de una madera pesada, y lo que más le llegó a doler, fueron unos azotes en las pantorrillas. Los padres de familia, no se quejaban de esta actitud tan bárbara. Volviendo al muchacho rebelde, que regresó a la clase después del recreo, sudado, sucio y encolerizado porque no le gustaba estudiar, hizo caso omiso a María Elena cuando le dijo que se fuera a asear un poco antes de entrar al aula. Él, se pasó la mano por la frente y se puso a hacer dibujos en el cuadernos de rayas. La profesora desde el escritorio, lo insultó:
     - ¡Hey! ¡Bastardo! ¡He dicho que te vayas a lavar!
     Creo que si a mí, la mujer esa me habla así, también habría explotado.
     El muchacho se levantó de su pupitre y no fue a lavarse, se paró frente a la maestra quien ya blandía la regla apodada "la ley". El joven, escuálido, chaparro, con jiotes en las mejillas y el cabello hirsuto, le quitó la regla en un santiamén a la maestra y la partió en dos. La maestra quedó atónita y le dijo "¡desgraciado!". El joven sin más se le fue encima, le sorrajó dos bofetadas, ida y vuelta. La maestra aun no salía de su asombro cuando el muchacho, cerró los puños, y entonces no fueron dos bofetadas, estas dos primeras, fueron como la botana del platillo fuerte. Le propinó una golpiza descomunal. Nadie hizo nada. Los alumnos quedaron petrificados en sus lugares. El joven sin más, tomó sus cosas y se fue, para nunca volver.
     Esa fue la comidilla por más de un mes de toda la gente. Los moretes en el rostro de la maestra María Luisa eran visibles aun,  la vez que vi a toda la clase, en perfecto orden, hacer una lectura coral, mientras la maestra, renqueando, se fue a su escritorio, a vigilar imperturbablemente que nadie rompiera las reglas, o ¿les rompería la madre? Quién sabe. La conducta del muchacho hizo que por un tiempo, muy breve por cierto, los golpes con "la ley" y "el revólver" descendieran. Nadie hizo una denuncia ni nada al respecto. La hablilla se daba en susurro y fuera del plantel educativo. En la escuela, no hubo sermones, ni amenazas, ni promesas, ni nada. Hacían como que nada había sucedido. 
     No aplaudo la acción del muchacho, pero considero que atacó por verse atacado, que actuó por instinto. No soy partidario de la violencia y mucho menos para un estudiante, pero tampoco estoy muy de acuerdo con que al día de hoy, se le permitan a los jóvenes hacer tantas cosas, bajo la tolerancia de los adultos. Vamos, que ya parece que los hijos mandan a los padres. Un equilibrio vendría bien. Algún castigo ejemplar considero yo. De ese tamaño las cosas por aquellos y por estos tiempos, e insisto, el tamaño, sí importa.