domingo, 24 de diciembre de 2023

TRAMPA

 


TRAMPA

Todos los juegos estaban oxidados. La resbaladilla grande, los columpios y el pasamanos estaban totalmente inservibles. El tiempo y el olvido obviaban que en ese lugar, solo el eco de los niños que fueron felices en otro tiempo se escuchaba como como un grito fantasmal para asustar a algún advenedizo, que no era mi caso. Yo estaba ahí con la esperanza de recoger algunas piezas de mi infancia; algo para poder llevar de regreso a mi cotidianidad y recurrir a ello en caso de que el peso de los años me quisiera jorobar. 

Me fui hacia el lado norte adonde estaban las albercas. Eran dos: una profunda para quienes sabían nadar y un chapoteadero. Mientras caminaba, el andar se me hizo pesado porque el fango se estaba pegando a mis zapatos junto con muchas hojas muertas de varios otoños. A nadie le importó recogerlas. Cuando llegué fui recibido por una marejada de zancudos que me atacaron con ferocidad. 

Ahí lucía peor: el agua estancada estaba cubierta por una gruesa natilla verde plagada de animales que no conocía. Aquella fauna no tenía cabida en el tiempo en el que, jamás nadé, pero solía pasarlo bien en el chapoteadero, sobrellevando el bárbaro calor de mayo. Ni siquiera hice el intento de traspasar la maleza para indagar en qué estado se encontraban los vestidores y las regaderas. 

Intenté subir al mirador y tampoco lo logré. Los escalones se desmoronaban a cada paso, como si estuviesen hechos de turrón. No me cabía en la cabeza cómo el municipio hubiese dejado que se echara a perder aquel parque tan extenso. Vaya si lamenté no poder llegar hasta arriba; desde allá se divisaba el mar. Tal vez el destino haya decidido que ni lo intentara, porque se han construido tantos edificios que probablemente no se pueda ver aquel horizonte azul que regalaba mucho de lo bueno que se necesitaba sentir para seguir ahí.

Rodeé la parte poniente golpeándome con varas que al pisarlas por un extremo, parecía que cobraban vida y me azotaban con el otro. Escuché resoplidos de animales montunos que al sentir mi presencia se escondieron por miedo. Yo también lo sentía, una culebra atarantada podía lanzarme un mordisco y hasta ahí habría llegado mi recuerdo carcomido por un encuentro inicuo con una realidad inesperada. La memoria es como un espejo frágil que se quiebra con una bofetada del presente.

El área del zoológico estaba como me lo esperaba. Lo que me indignó hasta la médula fue haber visto el esqueleto del león que las pocas noches de frío no nos dejaba dormir con sus aullidos de auxilio. ¡Se necesita tener muy poca madre para haber dejado a ese pobre animal ahí! Si nadie fue a sacar sus restos, quedaba más que claro que nadie se enteró de su muerte; una muerte lenta y en extremo cruel. Me prometí ir al municipio y poner una queja como también iría a los periódicos. Circulaban dos a muy buen nivel. Tomé una fotografía y no la pude subir a ninguna red: no tenía señal.

Me pregunté qué habría sido de los otros animales, si es que tuvieron el mismo final que el león, pero no vi vestigios de nada. 

Cuando llegué al área sur me senté en una piedra. No había nada más que descubrir. Con unos palos limpié lo mejor que pude mis suelas. Tenía la camisa pegada a la espalda por el sudor y eso que la fronda de tantos árboles me hizo suponer que se trataba de un lugar más fresco. Definitivamente que era por la humedad, esa era la que me hacía insoportable vivir ahí. Tenía ronchas en el cuello y sentía comezón en toda la piel por el azote de los mosquitos.

Salí por donde mismo entré. El portón principal estaba sellado con una cadena y un candado de unas dimensiones que hubiera jurado que se necesitarían las llaves de San Pedro para poder abrirlo. Había un hueco en la malla metálica que rodeaba todo el parque. Eran casi las doce del día, quizá por eso no tuve algún desencuentro con algún rufián, aunque dudo que alguien quisiera pasar la noche ahí, es una madriguera de animales dañeros, es un sitio peligroso.

Sentí rabia al descubrir las palapas donde la gente solía hacer pic-nic, totalmente carbonizadas. Se ve que alguien las quemó deliberadamente. 

Con el paladar agrio me fui alejando de ahí y más se refrescaban mis memorias de algunos cumpleaños celebrados en ese sitio, el Día del Niño, treinta de abril, la visita era gratis. No pensé en aquellos momentos que el tiempo pasaría, que me volvería un viejo sañudo y que me habría alejado de mi tierra, en donde la cantidad de trabajo y compromisos no permitirían que pisara ninguna trampa que me arrancara un suspiro por el tiempo pasado. Estoy aquí y no es por voluntad; es por obligación. No sé quién dijo que lo era, pero he venido. Visité el parque para hacer tiempo, porque no tengo el valor suficiente para enfrentarme a otro trancazo de la vida.

Siempre dije que no sabría cómo iba a sobrevivir si hubiésemos tenido que poner un crespón luctuoso en nuestra puerta. Me considero un cobarde irremediable, y si me comporto como un colérico es para no mostrar la realidad de mi carácter endeble. He llorado y puse como pretexto que el parque de mi niñez está hecho un desastre. Mentira: el desastre soy yo. 

Sé que me esperan, todos están pendientes de mi arribo. Tal vez ensayaron el cómo me recibirán, han practicado el tono con me dirigirán algunas palabras, o quizá no, a lo mejor me sueltan a bocajarro lo más importante: “¿traes dinero?”

Sí he traído. En casos como este, el dinero es necesario. Los funerales son más caros que las fiestas. 

Me tiemblan las piernas. He hecho tiempo en el parque recreativo que está frente a la casa donde crecí. Cada paso que doy hacia la puerta principal se me descompone el pecho. Me siento mareado y el calor me nubla la vista. 

¡Ahí está el moño negro de la desdicha! ¡Justo en la puerta! Voy a sobrevivir, estoy seguro. Solo que no sé cómo voy a enfrentar este suceso, cómo voy a ver el rostro de mi madre y qué le voy a decir, aunque ya no pueda escucharme. Cómo reaccionaré cuando la vea ahí tendida, con las manos entrelazadas sosteniendo un crucifijo.

No. No voy a entrar. Me iré a la playa un rato. Allá cavilaré y me voy a relajar recordando los veranos que hasta hipo me daba por estar tanto tiempo metido en el agua. De seguro se me van a antojar las garnachas que vendía doña Eva. Lo más seguro es que no estará ahí, sino en el velorio de mi madre.

¡Vaya sorpresa! Sí estaba doña Eva, pero no preparando garnachas. La vi regateando el precio de varias ristras de pescado sierra con unos hombres que aprovecharon la marea revuelta y les fue bien. No quise acercarme. No quería un pésame de compromiso, o aunque fuera sincero; tenía una llaga en el alma. Un pésame sería un puñado de sal en mi herida. No. No quería ver a doña Eva, pero mi mala suerte me hizo tropezar y doña Eva se dio cuenta.

―¡Rogelio! ¡Qué bueno que ya llegaste!

―Sí, doña Eva, aquí me tiene…

―¿Has visto ya a tu madre?

―No. Es que… no puedo, no tengo el valor.

―Ella se pondrá muy contenta, hijo.

―Pero… doña Eva. ¿Hace cuánto que no ve a mi madre?

―La vi hace rato. De hecho, vine a buscar pescado para la comilona por su cumpleaños.

¡Era cierto! No recordaba cuándo era el cumpleaños de mi mamá. Aunque eso era lo de menos. Doña Eva  estaba loca, de eso no me cabía la menor duda.

―¡Vamos, hijo! Tu mamá quiere verte…

―¡No, doña Eva! ¡No quiero ir! Entiéndame, siento pánico…

―¡No exageres!

―No exagero. No creo que pueda soportar ver a mi madre muerta.

―¿Tu madre? ¿Muerta?

―Me llegó un telegrama…

―¡Vaya! Así que tu mamá siempre sí te hizo la mala jugada de decir que había muerto. Bueno, menos mal que solo así viniste a celebrar su cumpleaños, grandísimo cabrón.

Sentí que me orinaba en los pantalones. Mi mamá me hizo pisar la trampa de la culpa. Creerla muerta me tenía petrificado de horror. El problema no terminaba ahí: cuando estuviera con ella cara a cara, no sabría qué excusas dar para justificar el porqué desde que me fui, hacía veinte años, no había querido volver ni en Navidades o aniversarios. Por muy mi madre que sea, dudo que entenderá cuando le diga que no tolero el calor, no funciono en ese ámbito donde el vapor me quema la nariz. Eso es verdad. Pero escarbando más no sé por qué no he querido enfrentar mi pasado, no he querido volver a esa casa renegrida por el húmedo paso del tiempo. No he querido compartir mi nueva vida con ella y mis hermanos. Nunca he traído a mi mujer y a mis dos hijos: he sentido vergüenza. No sé si eso es lo que voy a decirle.

   Ya no sabía si hubiese sido mejor que estuviera muerta...

FIN.