jueves, 19 de agosto de 2021

BIOGRAFÍA (del libro Sacrificios Humanos de María Fernanda Ampuero)

 Qué imprudente, qué loca, dirán, pero quisiera que me vieran sin documentos en un país extranjero contando y alisando los pocos billetes para poder pagar la habitación y comprar una barra de pan y un café solo. La desesperación e internet se juntan, se montan, paren crías monstruosas, barbaridades. En las páginas de búsqueda de empleo escribía todas las opciones de trabajo que le podían dar a alguien como yo. Limpiar, cuidar, cocinar, lavar, coser, vender, repartir, clasificar, recolectar, apilar, reponer, cultivar, atender, vigilar. Llamaban y preguntaban de inmediato por los papeles. –Estoy tramitando mi permiso de residencia. –Llámenos cuando lo tenga. –¿Papeles en regla? –Todavía no. –Aquí no empleamos ilegales. Así todos los días. La angustia me trepaba por el cogote como una criatura negra, helada, crujiente, con aguijón. ¿Conocen a ese animal? Es difícil explicar cómo hace su nido en tu espalda. Es como morir y quedar viva. Como intentar respirar debajo del agua. Como estar maldita. En estas circunstancias escribir es la cosa más inútil del mundo. Es un saber ridículo, un lastre, una fantochada. Escribana extranjera de un mundo que la odia. Una tarde después de no sé cuántos anuncios para ofrecerme como cuidadora, niñera, limpiadora, cocinera y escuchar que sin papeles no, que no empleaban ilegales, decidí publicar una ridiculez.

¿Crees que tu historia es digna de un libro pero no sabes cómo contarla? ¡Llámame! ¡Yo escribiré tu vida! No pensé que ese mensaje, con sus signos de exclamación, fuera a interesarle a nadie. A la hora sonó mi teléfono. Número desconocido. –Tengo una historia que el mundo debe conocer. Se llamaba Alberto. Dijo que vivía en un pueblo del norte, que pagaría lo que le pidiera, que no podía darme más detalles por teléfono y que tendría que viajar al día siguiente si me interesaba el trabajo. Después de un silencio que ninguno rompió, pedí mucho dinero porque esa voz me daba miedo, porque tendría que atravesar un país que no conocía y porque pensé que pagar esa cifra a una desconocida, a una extranjera desconocida, lo haría desistir. –En este momento te envío una parte. El que dejara de tratarme de usted me asustó. Esa familiaridad que a veces adoptan los hombres mayores y que no sabes si es porque te ven como a una hija boba, porque te quieren meter mano o por ambas cosas. Al poco de ser inmigrante, mi jefe en el locutorio, el que decía que yo le recordaba a su niña allá en su país, había intentado violarme en una de esas cabinas de teléfono donde otros y otras como yo lloraban a sus muertos o consolaban a sus vivos. Al ver que me resistía, me estrelló la cabeza contra un teléfono. Con la boca llena de sangre me giré, grité, le escupí. Salí corriendo semidesnuda por las calles recién lavadas y nadie llamó a la policía porque en ese barrio todos sabían que lo que de verdad castigaba la policía era estar sin papeles, no ser violador. Mi jefe tenía los papeles en regla y la que estaba en problemas era yo. Véanme, véanme. Corro calle abajo sin un zapato, la blusa abierta, el sostén roto, la falda arrebullada en la cadera.

Véanme, véanme. Grito como si hubiera escapado de una explosión, el fuego todavía prendido en el pelo, soltando al aire la chamusquina de la carne, los dientes tintados de sangre negra. Grito que me muero, que me matan. Vean a mis vecinos, callados, a los lados de la calle. La procesión de Nuestra Madre de las Extranjeras, virgencita sin pompa, la que importa una mierda. Lloré en la ducha con la sangre ensuciando el agua como en las películas y al día siguiente empecé a buscar otro trabajo. No cobré los días del locutorio. Cuando el tal Alberto me envió el adelanto, una fortuna para mí, quise gritar de alegría, pero algo me dijo que no lo hiciera. Las inmigrantes indocumentadas guardamos los billetes de colores desconocidos cerquita del pecho, los calentamos con el corazón como a hijitos. Así los hemos parido también, con un dolor que abre en dos, que el cuerpo no olvida. Pensé hasta que me dolió la cabeza en mis opciones. Le pregunté a la mujer que me alquilaba un espacio en su salón para dormir, mi única conocida en la ciudad, mi compatriota, y me dijo que sí, que era peligroso, de hecho peligrosísimo, pero que peor era dormir en la calle. –Vea mija, cuando se emigra uno sabe que va a lo peor, como a la guerra. Uno no emigra si va a andar con miedos. Apriete bien los dientes y apriete bien las piernas y haga lo que tenga que hacer: verá que ya mismo es primero de mes. Ese día, con lo que envió el tal Alberto, me sentí humana por unas horas. Mandé dinero a casa, hablé por teléfono con mis padres y les dije que besaran a mi niña por mí, entré a un supermercado y compré carne y fruta fresca, me tomé un café sentada en la terraza de un bar como cualquier mujer.

Después el miedo me manguereó con su agua de ácido. En casa comí asustada, como comen los perros callejeros. Por la noche me subí en un autobús rumbo al norte. En el camino, no sé a qué hora, me dormí. Soñé que un pavo se había colado en el cuarto de mi hija y le estaba picoteando la mollerita. Supe de inmediato que el pavo era un demonio y que los demonios se alimentan de los pensamientos puros de los bebés. Quise gritar, pero no tenía boca. Los gritos resonaban en mi cabeza, todo por dentro, como una maraca, haciendo que el corazón me creciera y me creciera hasta casi no poder respirar. No tenía piernas. Tampoco tenía brazos para agarrar a mi bebé y llevármela lejos del pavo. No era una persona, era un ojo, un ojo que lloraba leche sanguínea, de teta infectada, sobre mi hija. El pavo se dio la vuelta, me miró. Su cara era mi cara. Me gritó corre. –¡Corre! Me desperté con mi propio grito y la mujer de al lado me miró con rabia y se cambió de lugar. Extranjera, pensó. Son tan raras, pensó. Seguro que está enferma, pensó. Le di asco. Esperándome en la estación había un hombre que no era el tal Alberto, sino alguien que, dijo, era discípulo del maestro Alberto. Era anciano o lo parecía: no tenía dientes y me llegaba a los hombros. Llevaba pantalón y camisa negros y una especie de capa de paño con capucha que lo hacía ver extrañísimo entre tanta gente con chaquetas acolchadas. Se me pasó por la cabeza decir que iba al baño, comprar un boleto de regreso y olvidarme del asunto, pero la otra mitad del pago me hizo quedarme. ¿A qué he venido si no es a ganar dinero? ¿A qué he venido si no es a poner el pecho? ¿A qué he venido si no es a intentar sobrevivir a la paliza?

Las mujeres desesperadas somos la carne de la molienda. Las inmigrantes, además, somos el hueso que trituran para que coman los animales. El cartílago del mundo. El puro cartílago. La mollerita. Pensé en mis padres a miles de kilómetros esperando las transferencias para empezar a pagar la deuda de mi viaje y para dar de comer a mi niña. Por supuesto que sabíamos que los chulqueros son bestias peligrosas que facilitan todo hasta que estás en aprietos y entonces te devoran vivo, pero también sabíamos que quedarse en el país era aún más insensato. Nos dolarizamos, nos fuimos a la mierda: que cada familia sacrifique a su mejor cordero. Habíamos escuchado historias de emigrantes deudores a los que llamaban esas voces terroríficas a decirles que en ese instante estaban viendo a su hijita jugar en el parque y qué bonita es tu hijita con sus trencitas, ha de oler rico, ya está grandecita, ¿no? Parece una flor. Viajé con el anciano media hora en ese coche largo y negro. Yo estaba demasiado asustada para conversar y él parecía no estar ahí, como el conductor pintado en un carro de juguete. Dejamos atrás el pueblo, las estaciones de servicio, los polígonos industriales y avanzamos por una carretera secundaria abandonada hasta el final, el bosque. Ahí descubrí que mi teléfono no tenía señal. Ahí estaba la casa del tal Alberto. La casa era casi bonita, de piedra blanca con techo rojo y un montón de girasoles en la entrada. A un lado había jaulas de conejos y gallinas y un pozo. Tenía una chimenea de la que salía humo y una parrilla de ladrillo para hacer asados. Recordé a aquellos que se dejaron tentar con las ventanas de azúcar desde las que miraba, golosa, la caníbal.

Alberto salió a recibirme con un dóberman a cada lado. De niña yo había tenido una dóberman llamada Pacha a la que alimentaba con flores, hojas, cualquier cosa que encontrara. Era dócil y tierna hasta que un día no lo fue. Le arrebató a mi hermana bebé un pan de dulce y dos deditos de la mano derecha. Esa tarde mi papá amarró a la Pacha, le dio de comer, le acarició el lomo suave como seda negra y luego le disparó en la cabeza. Yo lo vi todo desde la ventana. Le pregunté a Alberto si los perros eran bravos y me dijo que sí. Cuando me di la vuelta para despedirme del anciano ya no estaba el carro, ni siquiera el polvo que debía haber levantado al arrancar. Durante unos segundos Alberto y yo nos miramos, nos reconocimos. Véanme, véanme. Frágil como cuello de pollo. Una mujer extranjera con una mochila a la espalda frente a un hombre desconocido con dos perros enormes y feroces en lo más remoto de una ciudad remota de un país remoto. Véanme, véanme. Poquita cosa para el mundo, sacrificio humano, nada. Aquí no me escucharán gritar. Aunque me estallen las cuerdas vocales, aunque grite hasta desgarrarme por dentro, no me escucharán. Nada más los árboles, el bello cielo de invierno, pero bajo los árboles y bajo los cielos más hermosos ocurren cosas espantosas y ellos siguen ahí, inconmovibles, ajenos, suyos. Las que se comieron las hormigas, las que ya no parecen niñas sino garabatos, las muñecas descoyuntadas, las negras de quemaduras, los puros huesos, las agujereadas, las decapitadas, las desnudas sin vello púbico, las despellejadas, las bebés con un solo zapatito blanco, las que se infartan del terror de lo que les están haciendo, las atadas con su propios calzones, las vaciadas, las violadas hasta la muerte, las aruñadas, las que paren gusanos y larvas, las mordidas por dientes humanos, las magulladas, las sin ojos, las evisceradas, las moradas, las rojas, las amarillas, las verdes, las grises, las degolladas, las ahogadas que se comieron los peces, las desangradas, las perforadas, las deshechas en ácido, las golpeadas hasta la desfiguración. Ellas, todas ellas, pidieron ayuda a dios, al hombre, a la naturaleza. Dios no ama, los hombres matan, la naturaleza hace llover agua limpia sobre los cuerpos ensangrentados, el sol blanquea los huesos, un árbol suelta una hoja o dos sobre la carita irreconocible de la hija de alguien, la tierra hace crecer girasoles robustos que se alimentan de la carne violeta de las desaparecidas. Si salgo corriendo Alberto soltará a los perros. ¿Quién les avisará a mis padres? ¿Me encontrará alguien algún día? ¿Crecerá mi hijita pensando que su madre la abandonó? ¿Perdonarán nuestra deuda los chulqueros? Véanme, véanme. Con miedo de demostrar miedo. Que Alberto me vea asustada puede ser el detonante, el fósforo, el cortocircuito: ¿por qué tan nerviosa? ¿Te asusto? Ahora verás, puta de mierda, lo que es miedo de verdad. Véanme, véanme. Finjo aplomo y sonrío. Él no me devuelve la sonrisa. Pregunté el nombre de los perros y murmuró algo que no escuché, pero no me atreví a preguntar de nuevo. Aprendí muy chica a no importunar al hombre enojado, al hombre bebido, al hombre desconocido, al hombre. Aprendí a no decir esta boca es mía porque nunca lo ha sido.

Entró a la casa y lo seguí. ¿Por qué? El corazón de un inmigrante es un pájaro entre dos manazas. Debo comer. Debo dar de comer. Debo ser comida. Cuando él cerró la puerta con pestillo se me erizó una parte del cuerpo y la otra se me volvió de plomo. El corazón se recogió como si lo estuvieran sellando al vacío. Los labios se me pegaron a las encías. Tragué vidrio molido. Casi no podía respirar. Véanme, véanme. Y óiganme. Me digo a mí misma: no pasa nada, boba, ya verás. Vas a escuchar la historia que este hombre te cuente y luego te llevará a la estación, te subirás al bus y dormirás delicioso. Tendrás dinero para mandar allá. La niña podrá estrenar un vestido, mamá podrá hacer cazuela de camarón, tú existirás con todo el cuerpo. Existirás, boba, existirás. La casa por dentro era oscura y olía a comida vieja, a algo con col que se cocinó hace mucho y se fermentó, a ventilación pobre, a desaseo, a vicio. Casi no había muebles ni cuadros ni espejos. Parecía una casa abandonada, una guarida. Le pedí a Alberto el teléfono y me contestó que no lo había pagado y lo habían cortado. También la electricidad. Sentí como si hubiera pisado una mina terrestre, escuché en mi cabeza el ruido del percutor, click. Me paré sobre la trampa, esa que hace que los animales del bosque se mastiquen la propia pata para huir y se desangren en el camino. Un fogonazo de terror me cegó unos segundos y, al abrir los ojos, lo miré buscando una compasión, una disculpa, una comprensión del terror de una extranjera sola quién sabe dónde quién sabe con quién. No había ninguna. Nada. ¿Cuánto tiempo hay que fingir que todo está bien hasta reconocer que estás infinitamente jodida y que lo sabes? ¿Cuánto debes esperar hasta inten

intentar alcanzar un cenicero, un atizador, un florero para estampárselo en la cabeza? ¿Cuánto de prudencia puede demostrar un animal amenazado? ¿Y una mujer? Véanme, véanme: mantengo mis modales ante las fauces abiertas de la bestia, caigo con gracia de princesa al abismo, me trago el vómito negro para decir ah ya, es que quería avisar que todo está bien. Mi voz de ratita me llenó de asco. Nos sentamos alrededor de una mesa de madera bruta, él en la cabecera. Saqué mi grabadora, mi cuaderno y, mientras hacía algo que interpreté como rezar: ojos muy cerrados, brazos abiertos, palmas al cielo, miré alrededor. Había pintadas en la pared. Gordos brochazos de pintura roja y brillante con palabras de la Biblia: ¡Arrepentíos! Yo reprendo y disciplino a todos los que amo. ¡Hemos pecado! ¡Hemos obrado perversamente! ¡El fin está cerca! ¡Él volverá! Los ojos se me llenaron de lágrimas y, en lugar de correr, de gritar, de patalear, de decirle qué mierda es esto, puto loco, maldito psicópata, ahorita mismo me voy, saqué un paquete de pañuelos de papel y fingí sonarme la nariz. De pronto, sin previo aviso, sin levantar la cabeza, empezó a hablar como para sí mismo. Yo aplasté al apuro play y rec. Su voz sin inflexiones, plana como un conjuro, sonaba como lijar madera. Arrancó con su infancia pobre en la ciudad, con esa hambre tan enceguecedora que los obligaba a él y a su hermano gemelo a cazar ratas o palomas para masticar algo más que pura miseria, para callar al monstruo de la tripa, de los juegos con piedras y latas de cerveza vacías, de los sueños con helados, juguetes, fresas y nata dulce que terminaban al despertar en su catre inmundo, la pesadilla. Habló de la violencia, de su padre masacrando a su madre, su madre sangrando por todos lados, su madre renga, su madre devota, su madre sorda de un oído, su madre sin dientes. Su madre, la dolorosa. Él y su hermano se masturbaban el uno al otro para no sentir. Después se golpeaban con los puños el cuerpo, la cara, los genitales. Se asfixiaban con bolsas plásticas, se cortaban con cuchillas, se arrancaban las uñas, se rapaban las cabezas cortando cuero cabelludo, se hacían tatuajes chuecos y perversos con agujas y tinta, se quemaban la piel. Después encontraron el pegamento, los vicios, la prostitución. Contó que él y su hermano, cada día más grandes, cada día más hombres, cada día más siniestros, tomaron la decisión de matar al padre la siguiente vez que le diera una paliza a la madre. Hicieron puñales con latas y maderas afiladas y los guardaron bajo la cama. El padre no volvió a pegar a la madre porque no regresó nunca más. Él y su hermano terminaron la infancia ese día: los hombres de la casa no pueden soñar. Habló de que era un adicto en recuperación, que el amor de su vida habían sido las drogas y que por ellas se envileció más allá de lo que podía contar. Las había consumido todas hasta aquel incidente con su madre. La mujer estaba ya muy enferma cuando él y su hermano decidieron robarle, una vez más, los poquitos billetes que le daba la beneficencia y las medicinas que tomaba para el dolor. Compraron droga, bolsitas de una mierda asquerosa que calentaban en una cuchara y se inyectaban en los brazos ya casi sin venas. Se quedaron dormidos en una esquina con los otros yonquis. No soñaron. Esa noche, sola, sin medicación, en medio de unos dolores que le hacían dar alaridos de ultratumba, agitándose como poseída, masticándose la lengua, los ojos salidos de las órbitas, las manos crispadas como ramas, la madre murió. Ellos volvieron a casa surcando cielos púrpuras, goteando sangre de los brazos, cantando dulces nanas para niños muertos. Una vecina había llamado a los paramédicos. Al llegar en la ambulancia, les parecieron actores de una comedia de la tele. Todo les resultaba graciosísimo, sobre todo el gesto de la madre muerta con la mandíbula desencajada y los ojos abiertísimos. Mamá, qué graciosa, qué caras haces, mamá. Le dieron besos y abrazos. Cuando los paramédicos estaban por sacarla de la casa, decidieron encerrarse con llave. ¿Por qué se la quieren llevar esos payasos si ella está de lo más feliz? ¿Verdad mamaíta que estás más feliz que nunca? Mientras llegaba la policía a tirar la puerta abajo, la vistieron con un vestido de florecitas, bailaron con la madre muerta, le pusieron una flor de plástico en el pelo, le movieron los brazos para que danzara con coquetería, le dieron vino y cigarrillo. Es la última vez, mamaíta, le dijeron. Perdona por lo de las pastillas, no lo volveremos a hacer. Pero mira qué estupenda estás, si ya no las necesitas. Baila mamaíta, baila. Entonces la madre muerta les agarró los brazos con tal fuerza que les dejó unas marcas moradas por varias semanas. Alberto se apretó las muñecas como si aún le dolieran y después de un largo silencio le salió un hilo de voz. –Nos miró y nos dijo que si nos volvíamos a drogar vendría a matarnos. En ese instante los embistió la sobriedad y se dieron cuenta de que habían estado profanando el cuerpito decadente de la madre.

los otros yonquis. No soñaron. Esa noche, sola, sin medicación, en medio de unos dolores que le hacían dar alaridos de ultratumba, agitándose como poseída, masticándose la lengua, los ojos salidos de las órbitas, las manos crispadas como ramas, la madre murió. Ellos volvieron a casa surcando cielos púrpuras, goteando sangre de los brazos, cantando dulces nanas para niños muertos. Una vecina había llamado a los paramédicos. Al llegar en la ambulancia, les parecieron actores de una comedia de la tele. Todo les resultaba graciosísimo, sobre todo el gesto de la madre muerta con la mandíbula desencajada y los ojos abiertísimos. Mamá, qué graciosa, qué caras haces, mamá. Le dieron besos y abrazos. Cuando los paramédicos estaban por sacarla de la casa, decidieron encerrarse con llave. ¿Por qué se la quieren llevar esos payasos si ella está de lo más feliz? ¿Verdad mamaíta que estás más feliz que nunca? Mientras llegaba la policía a tirar la puerta abajo, la vistieron con un vestido de florecitas, bailaron con la madre muerta, le pusieron una flor de plástico en el pelo, le movieron los brazos para que danzara con coquetería, le dieron vino y cigarrillo. Es la última vez, mamaíta, le dijeron. Perdona por lo de las pastillas, no lo volveremos a hacer. Pero mira qué estupenda estás, si ya no las necesitas. Baila mamaíta, baila. Entonces la madre muerta les agarró los brazos con tal fuerza que les dejó unas marcas moradas por varias semanas. Alberto se apretó las muñecas como si aún le dolieran y después de un largo silencio le salió un hilo de voz. –Nos miró y nos dijo que si nos volvíamos a drogar vendría a matarnos. En ese instante los embistió la sobriedad y se dieron cuenta de que habían estado profanando el cuerpito decadente de la madre.

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