sábado, 4 de junio de 2022

LA OTRA SANTA

 Compañeros, les comparto uno de los cuentos de la colección "FUE EN UN CABARET" que ya está en la editorial. He sido muy afortunada de haberlos conocido, como también he sido arropada por el Altísimo. No claudiquen, sigan adelante y van a alcanzar sus metas. Si yo pude, ustedes también.

                LA OTRA SANTA



Alguien me dijo que la verdadera soledad es aquel sentimiento con el que algunos seres humanos no pueden lidiar, y sienten la necesidad de llenar ese vacío con muchas cosas: alcohol, drogas, música, amigos… Era el caso de esas mujeres que pululaban en el cabaret con la sonrisa maquillada y el pecho desmadrado por dentro, las que cada que se miraban al espejo, este se fracturaba al mismo tiempo con ellas. Se agobiaban con una lluvia de preguntas a las que no encontraban la respuesta y eran una total contradicción: sonreían al tiempo que las lágrimas negras del maquillaje surcaban sus mejillas. 

Sonreían y a veces rompían la delicadeza con carcajadas estruendosas; las oía cantar a gritos como desquiciadas, las sentí llorar a la callada haciendo un ronroneo de gatas menesterosas. 

De todo ese ramillete de damiselas nocturnas, Perlita era la que se destacaba, por algo llevaba ese nombre; tenía toda la magia misteriosa de una joya que nace en las profundidades del océano. Era tan blanca como si la luna le hubiese compartido parte de su fulgor, tan pequeña que podía caber en la palma de mi mano, tan frágil que yo nunca le hubiera gritado por temor a que se rompiera, pero el Pepe, ese desgraciado no solo le gritaba: la golpeaba, la humillaba, la prostituía. Hacían un dueto musical; se llamaban El dueto Matamoros.

Me sentía como un manco inservible cuando en vez de aporrear las teclas del piano, no le sorrajaba sus buenos madrazos a Pepe toda vez que él jalaba de los cabellos a Perla y le deshacía el peinado, aseverando que la chica no estaba a tiempo cuando ya habían sido anunciados. Ese gusano siempre encontraba motivos para azotarla, lo hacía siempre, siempre, siempre. Y yo ahí, deshaciéndome en cada suspiro por ella mientras ella solo tenía ojos para él. Yo, semejante al Hipólito de Federico Gamboa, solo que sin ser ciego de verdad, pero me tenía que hacer pendejo; como que no veía, como que no oía, como que no me importaba nada mientras tocaba el piano. ¡Tan estúpido yo!

 No sé con qué clase de hechizo él se apropió de la voluntad de Perlita. El Pepe la ofrecía a los clientes como si fuera una vaca y no una muñequita de porcelana, tan cándida, tan tierna y tan tonta. En cuanto al Pepe, lástima de frac, lástima de corbata de moño, lástima de mancuernillas de oro con una esmeralda cada una, lástima de zapatos de charol para vestir a un granuja que no era más que un vulgar padrote.

Y la pobre Perlita que después de cantar tenía que ponerse un vestido largo, mitones de encaje y sobre estos, muchos anillos de oro con piedras de rubí, zafiros, y brillantes. No necesitaba la pieza tosca que se ponía en el cuello, aunque se tratara de oro de verdad y piedras preciosas. Una vez que Pepe se arreglaba con el cliente y cobraba, entonces le quitaba toda la joyería a Perlita y la mandaba a un hotel con el amante en turno. El desgraciado de Pepe miraba su Rolex dorado y les decía que tenían tres cuartos de hora para que Perlita regresara y se preparara para hacer su siguiente presentación. 

Una vez ella regresó al cabaret con el cabello mojado. Pepe la recibió a golpes porque faltaban cinco minutos para su acto y el cabello no lucía bien en esas condiciones. No sé por qué le pegó si ella lo resolvió perfecto usando una peluca. Resultó más complicado tratar de tapar los moretones de la cara con maquillaje, que el asunto que lo empujó a agredirla. Lo hacía por vicio, el muy infeliz, y yo seguí ahí, ciego, mudo, manco. 

Era yo el hombre más feliz a las siete de la noche que se abría la sección del piano bar. Había cinco mujeres que cantaban ahí y entre ellas estaba Perlita. A ella la llegué a acompañar cuando decía en su canto: A todas podrás engañar, a mí ya no, que tú eres actor de verdad que diriges la comedia… Infinidad de veces con el puro pensamiento le pregunté a Perlita por qué no se apegaba a lo que decía esa canción que ella entonaba de modo tan pasional, que no faltó noche alguna que el respetable la aplaudiera de pie. Cuántas ansias de sacudirla para que aquello que entonaba perfecto le entrara por los oídos y le llegara al corazón: regalos, promesas de amor para aquellas que comienzan, tu mentira suena cierta y tu burla me molesta, mejor me voy… Por qué carajos no se iba de su lado si el haragán de Pepe no hacía ni siquiera el intento por disimular que era un vividor inmisericorde. 

Tenía buen porte, era guapo, en efecto, pero eso era nada cuando sus sentimientos eran más negros que las teclas de mi piano. En cambio, Perlita no era propiamente como las teclas blancas, era algo más, era como la sal, como una droga en polvo de una pureza y mortalidad inverosímiles, era como una estrella, inalcanzable, y por lo mismo me preguntaba de qué clase de artilugio se valió el Pepe para espetarla con su arpón de malignidad y ponerla a las brasas de los lujuriosos que la compraban y de toda aquella ganancia la muy ingenua no veía un solo centavo.

A mí ya no, ahí te dejo en tu complejo de gran señor, pues la estrella del reparto aquí soy yo, y te digo adiós…, qué hubiera hecho el infeliz de Pepe si Perlita le hubiese aplicado la frase de esta canción. Y ni falta que le hacía decirle adiós, simplemente irse, dejar que un ventarrón se la llevara bien lejos y la acomodara en un manto verde de pasto, y un poco más allá, un arroyo de agua viva con muchos árboles frutales, por allá por Chimalistac, que ya era una colonia de ricos que preservaron la zona boscosa y mantuvieron limpios los ríos. Eso era lo menos que se merecía Perlita; en ese paraje la visualizaba yo en mis insomnios de mediodía, los peores. Mis tripas reclamaban alimento y yo en un tapanco donde apenas cabía mi cama que se hacía sofá, tenía que levantarme y conectar una parrilla para freírme unos huevos y engañar a esa entraña malévola que gozaba con interrumpir mi sueño. Después ya me era muy difícil volver a dormir y por eso siempre andaba muy cansado. Pero la culpa era toda mía porque a las once de la noche terminaba mi trabajo en el piano bar, y en vez de irme a mi tapanco desmirriado, me quedaba para ver la función del cabaret, bueno, no, qué mentiroso soy, me quedaba para seguir viendo a Perlita. Estaba yo tan enfermo como todas esas infelices que iban dejando regadas las lentejuelas que se caían de sus vestidos y las mismas les iluminaban el camino de regreso a la soledad de su camerino. Me hacía falta abrazar a alguien, pero ese alguien tenía que ser Perlita. Si no me hubiera sobrado cobardía, por lo menos le habría dicho mi sentir, no que, en una de esas, El dueto Matamoros se marchó de ahí y no me enteré de más. Se había esfumado el amor de mi vida en manos de un maniaco, un mequetrefe, una basura. 

El cabaret se convirtió en un agujero pestilente, sin brillo y sin chispa. 

Y no solo yo pensaba así: por algo la clientela bajó y aunque empezaron a tomar medidas, tampoco resultaron porque a ese lugar se le fue su ángel; el ánima de Perlita era indispensable y al irse, las paredes rezumaron su tristeza y se llenaron de moho. El telón se hizo jirones por la falta del hálito de una reina que cantaba: a mí ya no, hoy se acaba aquí la tonta que se enamoró, pues el drama en tu comedia no funcionó, y te digo adiós…

El piano bar funcionó unos meses más, pero una vedette demandó al dueño por falta de pago y ganó el juicio y embargó lo que pudo; entonces se llevaron el piano. Me quedé flotando como una nube en un cielo cuajado de tristeza, aunque no faltó quien me tomara de la mano y me llevara a otro lugar, pero en ninguno me sentí a gusto. Tenía que seguir trabajando; dejé de ser un cuerpo y me convertí en una sombra que tocaba únicamente lo que leía en la partitura. Cuando alguien me reclamaba que no sentía alma en mi música, es que en verdad no la tenía, se la llevó Pepe junto con Perlita, pero qué iban a entender esas insensibles y peor cuando estaban borrachas de tantos desvelos, eran muy parecidas a mí, medrosas de llegar a sus lechos fríos llenos de alacranes. Me encargaba de tranquilizarlas prometiéndoles que a la próxima no tendrían queja y más tardaba en decirlo que en perderme en lo grisáceo de mis añoranzas que me obligaban a vivir por vivir. 

La sacudida que me dio la noticia de que El dueto Matamoros debutaría en ese nuevo cabaret, me puso nervioso. Algo me brincaba dentro de la garganta y no lo podía controlar, me tomé dos copas y eso que hacía mucho que no debía hacerlo, pero fue necesario. Esa vez me preparé a conciencia y resolví dirigirme a Perlita con mis palabras llenas de honestidad, prometí irme de rodillas hasta la villita a ver a la Virgen de Guadalupe, y me pondría a sus pies si intercedía para que un diminuto rayito de sol bañara a Perlita y le iluminara la inteligencia, y se diera cuenta que no se merecía el ultraje que el malasangre de Pepe le acometía. 

Ese viernes de debut el negocio estaba atascado. Era porque la vedete estelar, Lyn May, la mujer de las nalgas siderales y los ojos rasgados también debutaría, y tratándose de una estrella de semejante peso, los más lúbricos llegaron temprano para ocupar los mejores puestos. Querían estar cerca del escenario para lanzar la luz de sus lámparas de bolsillo a la entrepierna de la vedette cuando hacía el split

El dueto Matamoros hizo su presentación a eso de las diez de la noche y mi desencanto no tuvo parangón. Pepe llegó con otra cantante, una mujer lívida con cara de empachada; el sufrimiento lo podía oler a través del perfume de especias que usaba y su canto era de un color metálico que asesinaba las emociones. Su cabeza parecía estar cubierta de broza por el excesivo uso de químicos, quería verse rizada a fuerza: era un desastre. Pepe seguía idéntico y me tomé la libertad de comentarle al gerente que la pareja lucía mal, nada semejante a cuando estaba Perlita, y que dudaba mucho que tuvieran éxito. El gerente estuvo de acuerdo conmigo, no tenía queja de Pepe, pero su nueva acompañante dejaba mucho qué desear. Dijo que no se podía hacer nada porque Perlita había tomado su decisión. 

Necesitaba saber dónde estaba mi amor para ir corriendo a buscarla. Llevaría mis brazos listos para acunarla y rodearla de cariño, eso sí me sobraba, todo era cuestión de esperar con paciencia y agarrar desocupado a Pepe para preguntarle dónde dejó a Perlita.  Pero ese infeliz no paraba, seguía en danza a la caza de clientes para su nueva vieja sórdida que no creo que haya valido medio peso devaluado, aun así, la vendía, la trataba igual que a Perlita. Esa sabandija de Pepe seguía tan bizarro, enfundado en su levita y sus deslumbrantes zapatos.

Pasaron tres semanas desde el debut de Lyn May y, mientras los diarios hablaban de crisis económica, los parroquianos seguían abarrotando el lugar y la vedette estelar seguía recibiendo arreglos florales y frutales. La derrama de dinero era semejante a los ríos de champán que las mujeres tiraban en la alfombra incluso la mujer de Pepe; era como una sanguijuela para chupar el contenido de las carteras de los hombres, y Pepe siempre en imperturbable vigilancia. Las veces que me acerqué para hacerle plática, me respondía con monosílabos y repitió lo mismo que el gerente: que Perlita tomó su decisión. Ese desgraciado siempre habló sin voltear a verme, la mirada estaba fija en su mujer y los clientes. 

Hasta que tuve por fin una oportunidad dorada.

No abordé a Pepe, a quien habían invitado a una mesa y se pasó todo el tiempo haciendo chanzas y pidiendo champán. Su mujer quedó libre y fue a ella a quien abordé a bocajarro. Nunca nadie habrá de saber cómo se desprendió algo dentro de mí. Las palabras de Nora, la nueva mujer de Pepe, me desgarraron una vena que nutría mi ser de esperanza, y ella ni se dio cuenta. Esa señora casi me mató.

Contó que conoció a Pepe en Cozumel, El dueto Matamoros llevaba meses trabajando por la zona del Caribe y en una de esas Perlita terminó con él. Eso sí exigí que me lo dejara clarito, que fue ella quien tomó la decisión de terminar la relación y por lo mismo su andar se volvió taciturno. Se internó en las cantinas y derramó un diluvio de llanto sobre los pisos con aserrín. La falta de un cariño le empeoró la melancolía crónica que padecía y yo acá ignorando su paradero y no recibí ninguna señal, o quizá sí, pero como soy semejante al Hipólito de Gamboa, estoy ciego de la sesera y no la capté. Trémulo y lloroso le imploré a Nora que me contara qué había pasado con Perlita, en qué rincón podrido por la humedad de su llanto la podría encontrar para rescatarla y en un barco de estrellas pasearla, mimarla, adorarla.

―¡Ay, maestro Hipólito! ―chasqueó la boca Nora―; ¡Perla se suicidó!

Eso no era ni remotamente posible de aceptar. Perlita andaría haciendo surcos en los caminos espinosos de su mala vida, pero no habría sido capaz de eso. No era posible porque ella tenía un aura diferente, yo la tenía como una santa y por eso la amaba, y fui en exceso idiota por no haber actuado antes, pero esta vez iría hasta el culo del mundo a buscarla. Nora me miró frunciendo el ceño.

―Eso dijeron muchos, que ella no habría sido capaz de hacer lo que hizo.

Con esta frase Nora me estaba despellejando vivo y me cerró la válvula del oxígeno. Tuve una crisis hipoglucémica, y me perdí en un remolino de ansiedad. Me dieron todos los dulces que las artistas tuvieron a mano, me socorrieron, me consolaron, pero nadie tuvo la capacidad de sanar esa llaga en el pecho que estaba supurando un horror vivo porque no concebía que estuviera encadenado a sucesos tan fatales como mi densa soledad, y ahora había que sumarle que Perlita ya no pertenecía a este mundo. Nora insistió que ella estaba en esa cantina de mala muerte cuando Pepe fue a buscar a Perla, y en una mesa apartada la bañó de cerveza, pidió otra ronda y destapaba las botellas para echárselas encima mientras ella no paraba de llorar. Hasta ahí supo Nora lo que pasó. Más tarde, encontraron el cuerpo de Perlita colgado en el baño con un listón enredado en el cuello y pendiendo de un clavo. Sus pies apenas rozaban el suelo. La opinión pública puso en duda que se tratara de un suicidio y detuvieron a Pepe por haber encontrado sus huellas dactilares en los brazos de Perlita, pero algunas horas después fue liberado porque no encontraron pruebas sustentables para procesarlo.

Me quedé bloqueado, no sabía hacia dónde dirigirme. Aquella revelación me pudo haber hecho convulsionar. Con un retazo de voz le pregunté a Nora por qué andaba con ese currutaco que solo servía para romper, herir y dañar, y ella se encogió de hombros y volteó la cara para que no viera cómo las lágrimas le rasguñaban las mejillas y le desbarataban el maquillaje. 

―No sé. Creo que lo odio, pero no puedo desprenderme de él.

Alguien tendría que hacerse cargo de ese sociópata infernal, alguien tendría que tener el coraje suficiente para sacarlo de la jugada, alguien que fuera más valiente que yo; porque soy más pendejo entre una bola de pendejos promedio. Si hubiera habido un hombre con la dignidad incólume y los arrestos puros, Pepe habría tenido los días contados. Uno mejor que yo lo habría atacado de frente o por la espalda, qué más daba, un gargajo como ese no se merecía ninguna oportunidad porque eso no era parte de los ingredientes para cocinarse en el caldo de la desventura en el que chapaleábamos todos, esta vida nos eligió para irla sorteando así.

A mí ya no quedaba más tiempo, pero antes de expirar viajaría a Cozumel a regar con mi llanto las flores de la tumba de Perlita, y en mi camino inundaría la barca que mecería mi desolación hasta dejarla dormida. En mi lápida pediría que escribieran que sucumbí por la memoria de Perlita y de tantas otras que zozobraron a manos de esos proxenetas que, aprovechando que la soledad es una peste, envilecen a esas pobres que no saben estar consigo mismas, y las enredan, las marean, las engañan y las matan. Hipólito Sánchez.

FIN.